I. CRÓNICA DE UNA POLÉMICA CENTENARIA
L
A AMIBIASIS,
infección de los humanos debida al protozoario intestinal Entamoeba histolytica, se localiza en todo el mundo, pero afecta de manera principal a países en desarrollo, entre ellos México. Si bien el conocimiento de la amibiasis se inició hace apenas poco más de una centuria, los estragos que causa la amiba en el ser humano, particularmente en el hígado bajo la forma del llamado absceso hepático, generalmente de fatal evolución a menos que sea tratado adecuadamente, ya eran bien conocidos desde hace varios siglos por los mexicanos; sobre todo por los habitantes de la capital del país.En la nota preliminar a la Bibliografía mexicana del absceso hepático, que publicara Fournier en 1956, Fernández del Castillo relata la llegada, en el año 1611, del austero don fray García Guerra, arzobispo de México y virrey de la Nueva España, quien falleció poco tiempo después de llegar a México, cuando estaban aún frescos los recuerdos de los festejos con los que se le recibió. El sevillano Mateo Alemán, autor del Guzmán de Alfarache, novela picaresca de los últimos años del Siglo de Oro de la literatura española e introductor del Quijote a la Nueva España, hizo recuento detallado del mal del virrey, quien padeció de "flaqueza de ánimo, congojas y algún poco de calor demasiado". Para huir del trajín de la capital se refugió en Tacubaya, donde fue tratado por varios médicos, a pesar de lo cual la fiebre, el dolor en el hígado y el hecho de "haberse corrompido por la parte interior, espontáneamente aquel absceso", obligaron a que un domingo a las cuatro de la tarde hora muy taurina, abrieran a Su Ilustrísima, quien sobrevivió escasas dos semanas. En la autopsia "hallaron por la parte cóncava de la punta del hígado cantidad como de medio huevo, por donde se aliga con las costillas, por las materias que le acudían de aquel lado, ya podrido".
En el siglo siguiente, el
XVIII
, el absceso hepático, muy probablemente amibiano, siguió haciendo estragos entre la población de la ciudad de México, a tal grado que, en 1790, el Real Tribunal del Protomedicato, para celebrar la coronación de Carlos IV, rey de España, convocó a todos los facultativos a un concurso sobre las "obstrucciones inflamatorias del hígado... horrorosa y tenasísima (sic) enfermedad que de algunos años a esta parte se experimenta". Once disertaciones fueron presentadas y de ellas se escogieron dos. Una fue la de don Joaquín Pío Eguía y Muro, "catedrático regente que fue de Vísperas de Medicina en esa Real Universidad, médico del Hospital General de San Andrés, y Proto-Fiscal del Real Tribunal del Protomedicato". La segunda disertación premiada fue la de don Manuel Moreno, "profesor público de cirugía y primer cirujano en los Reales Hospitales de Naturales y en el referido de San Andrés, y Director del Real Anfiteatro Anatómico" (Figura 1).
![]()
Figura 1. Portada de la obra del doctor Manuel Moreno sobre las "Obstrucciones inflamatorias del hígado".
Eguía habla de una epidemia de "fiebres malignas biliosas" que en 1783 hizo imposible la explicación de la anatomía normal del hígado a los estudiantes de anatomía práctica, ya que todos los cadáveres proporcionados (siete) "presentaban esta entraña ensangrentada". Después de mencionar algunos de los síntomas característicos del absceso hepático, relata que los recursos dietéticos y farmacéuticos eran insuficientes, por lo que era necesario echar mano de la operación quirúrgica. Concluye, sin embargo: "Muy raro o casi ninguno ha escapado y esta generalidad de verlos perecer miserablemente, es la causa de la común consternación y de la entrañable aflicción de los profesores."
Ya en el siglo
XIX
el tratamiento quirúrgico del absceso hepático recibió en México gran impulso gracias a la labor del doctor Miguel Jiménez (Figura 2). En sus Lecciones dadas en las escuelas de medicina de México, de 1856, dice: ".... Creo haber demostrado que una vez obtenida la certeza de la supuración por los medios diagnósticos que procuro puntualizar desde aquella época, ofrecían una gran ventaja las punciones hechas con trocar por los espacios intercostales para satisfacer la indicación de dar salida al pus del absceso." Jiménez inició, con ello, la punción y canalización del absceso hepático como forma eficaz de terapéutica, con lo cual obtuvo apreciable reducción de la mortalidad por ese padecimiento.
![]()
Figura 2. Portada del trabajo del doctor Manuel Jiménez sobre los abscesos hepáticos.
La interpretación que Jiménez hizo de las causas del absceso hepático fue la siguiente:
Lo que a ello conduce son los desórdenes de una orgía o de una francachela donde se come hasta el hartazgo substancias indigestas, como las que usa nuestro pueblo en tales ocasiones y se beben hasta la embriaguez licores alcóholicos, algunos, como el pulque, de difícil digestión... las substancias indigestas que por vía porta llegan al hígado ayudan a que esto se realice.
En el presente siglo, muchos son los investigadores que, en nuestro medio, se han interesado por la amibiasis. Entre ellos destaca, sin duda, el doctor Bernardo Sepúlveda (Figura 3), quien dedicó buena parte de su inteligencia y entusiasmo a la promoción del estudio de esta infección desde los mismos principios de su carrera profesional. Ya desde 1936, coordinó la publicación de un número especial de la revista del Centro de Asistencia Médica para Enfermos Pobres, dedicado íntegramente a la amibiasis, que fuera ilustrado por un dramático boceto de Diego Rivera (Figura 4).
![]()
Fig. 4. Boceto de Diego Rivera con que se ilustró un número especial de la revista del Centro de Asistencia Médica para Enfermos Pobres, dedicado a la amibiasis (1937).
El descubrimiento del agente causal de la amibiasis que inició la historia del conocimiento científico de esta infección, considerada propia de los países cálidos, se realizó en una región muy lejana de la franja tropical. Esa infección humana, común en países pobres, donde produce cerca de 50 000 muertes anuales, fue descubierta por vez primera en una ciudad rusa que tiene temperaturas inferiores a los 7º C durante tres cuartas partes del año: Leningrado. En la entonces orgullosa San Petersburgo, Fedor Aleksandrovich Lesh (Figura 5), profesor asistente de clínica médica, inicia, a los 33 años, en 1873, el estudio del caso clínico que lo llevaría a la inmortalidad.
![]()
Figura 5. Retrato del doctor Lesh. (Cortesía del doctor Enrique Beltrán.)
El paciente provenía del distrito de Arcángel, cerca del Círculo Polar Ártico, lo que acentúa la ironía del descubrimiento de una enfermedad "tropical" en localización tan lejana del ecuador. Un joven campesino, J. Markow, emigrado a la gran ciudad en busca de mejor fortuna, sobrevivía malamente acarreando troncos a una maderería. Su trabajo le obligaba a permanecer con los pies mojados durante todo el día y la insuficiente morada lo protegía, por las noches, sólo parcialmente, del viento y de la lluvia. En esas condiciones enfermó con diarrea, malestar general y molestias rectales. Los síntomas empeoraron y obligaron a su internamiento en el Hospital Manen, en donde al cabo de varias semanas de tratamiento sólo obtuvo alivio parcial de su dolencia. El recrudecimiento de la enfermedad obligó a trasladarlo a la clínica del profesor Eichwald, donde el doctor Lesh entró en contacto con Markow.
La curiosidad movió a Lesh a examinar las heces del paciente diarréico; encontró en ellas numerosas formaciones microscópicas que por su forma y movilidad consideró, sin duda, como amibas. La descripción de la apariencia microscópica de las amibas tomadas del material intestinal es extraordinaria: la forma precisa, el tamaño exacto, las características bien definidas del movimiento de las células, la formación de seudópodos; todo indica, según sus propias palabras, "que no se pueden confundir, ni siquiera momentáneamente, con nada que no sean células amibianas". Lesh describió, con precisión que envidiaría hoy día más de un microscopista de reputación, detalles precisos de la anatomía microscópica de las amibas. Entre éstos, menciona la presencia de nucleolos refráctiles, o sea, los cuerpos intranucleares de naturaleza desconocida, que fueron redescubiertos cien años después. Durante el siglo, sobrado, que ha transcurrido desde el descubrimiento de Lesh, nada ha sido añadido a la perfecta descripción microscópica de las amibas realizada por el médico ruso, de quien se ignora casi todo sobre su vida.
La habilidad de Lesh como microscopista fue sólo superada por su gran sagacidad como clínico; el tratamiento del padecimiento de Markow se inició entusiasta: tanino, nitrato de bismuto, acetato de plomo compuestos comunes hoy día no en la práctica gastroenterológica, sino, curiosamente, en los laboratorios de microscopía electrónica, donde se emplean como colorantes a lo que se añadieron nuez vómica, bicarbonato de sodio, vino... todo fue en vano. Las semanas transcurrieron y apenas iniciada la mejoría del cuadro clínico, aumentó el número de amibas en las heces y el paciente empeoro. Lesh, convencido de que el enfermo no mejoraría en tanto no se eliminaran las amibas, probó en el laboratorio el efecto del sulfato de quinina y constató que los parásitos morían en presencia de la droga. Se inició el tratamiento con ésta, y a medida que avanzaba el invierno y empezaba el año de 1874, el paciente mejoraba. Por primera vez en la historia de la humanidad se reconocían las amibas como agentes de un padecimiento y se les combatía para salvar la vida de un paciente. Los parásitos reaparecieron, sin embargo, y se inició una recaída progresiva; recién entrada la primavera, Markow murió. En la autopsia, Lesh encontró numerosas ulceraciones en el colon, que al examen microscópico reveló contener muy diversas células redondeadas del tamaño de los glóbulos blancos, a las que inexplicablemente no se atrevió a identificar como amibas.
La experiencia del clínico se unió a la mente analítica del investigador; fue preciso introducir experimentalmente esas amibas en animales y reproducir en ellos la infección intestinal. De cuatro perros a los que Lesh introdujo pequeñas cantidades de contenido intestinal de Markow, sólo uno enfermó con diarrea y evacuaciones con abundantes amibas. Según el autor, el experimento probó que las amibas eran capaces de producir irritación intensa que progresaba hacia la ulceración.
Hasta ese momento, Lesh llevó a cabo su investigación en forma impecable; el hallazgo y magistral descripción de las amibas, la identificación de la relación entre el número de éstas y la severidad de los síntomas, la reproducción del cuadro disentérico en un perro con material intestinal del paciente; todo apuntaba en favor de concluir que esa amiba, llamada por su descubridor Amoeba coli, o amiba del colon más como término descriptivo que como nombre científico era la causante de la disentería con pujo y sangre. Pero un prurito excesivo en aras del rigorismo científico hizo que Lesh diera el primer gran traspiés, que inició una larga cadena de errores e interpretaciones confusas en relación a la amibiasis humana. En vez de concluir que las amibas originaban la enfermedad, consideró que contribuían tan sólo a sostener la inflamación y a retardar la ulceración del intestino grueso. "Persiste la duda dice él de si la enfermedad fue producida por las amibas o bien resultó de otras causas y las amibas sólo llegaron al intestino posteriormente y sostuvieron la enfermedad." Dudó en afirmar que las amibas eran el agente causal de esa forma de disentería porque el perro que logró infectar con amibas no presentó un cuadro semejante al de Markow. Por ello concluyó sin ambages: "Debo asumir que Markow enfermó de disentería primero y que las amibas llegaron al intestino después, aumentaron en número y sostuvieron la inflamación.
Ésta no era la primera ocasión en la que se definía con precisión la existencia de amibas parásitas del hombre; otro ruso, G. Gros (o rusa, puesto que casi nada se sabe de este investigador, ni siquiera su primer nombre) había descrito en 1849 amibas en las encías. Estas amibas fueron llamadas por dicho investigador Amoebea gengivalis (sic) en un largo artículo publicado en francés en el Boletín de la Sociedad Imperial de Naturalistas de Moscú artículo que lleva el raro título de "Fragmentos de helmintología y de fisiología microscópica".
A su vez, la primera mención de la existencia de las amibas fue realizada por un miniaturista de Nuremberg, Rosel van Rosenhof, quien en 1755 describió lo que llamó el pequeño Proteo, haciendo alusión a la forma cambiante de las células, indicadas también en el nombre adjudicado posteriormente de amibas, del griego amoibe, que significa cambio.
El afán que, al parecer, tenían los rusos de adjudicarse prioridades en descubrimientos estaba pues ampliamente justificado en el caso de las amibas parásitas del hombre. Este hábito ha llevado a historiadores recientes, como Svanidtse, a considerar que Lesh no solamente había descrito acertadamente las amibas en el caso de disentería al que aludimos anteriormente, sino que también había afirmado el papel que dichos parásitos desempeñaban en la génesis del padecimiento ulcerativo del intestino. Ese autor dice en su Historia de la investigación sobre amibiasis y lucha contra la enfermedad en la URSS: "Durante esos años, a pesar de las duras condiciones de trabajo que imponía el régimen zarista a los científicos, el desarrollo de la ciencia en Rusia fue hacia adelante a pasos gigantescos." Sobre esto, D. A. Timiriasev dijo con orgullo en la IX Sesión de Naturalistas y Médicos Rusos, en el año 1894: "Los investigadores rusos no sólo han alcanzado, sino han superado en algunos aspectos a sus compañeros europeos, que iniciaron mucho antes estas investigaciones superiores."
Los resabios de ese curioso nacionalismo científico decimonónico persisten en Svanitdse al analizar la obra de Lesh, ya que interpreta el texto del médico de San Petersburgo como si señalara el papel patógeno de la amiba, lo cual, como hemos visto, no se ajusta exactamente a la realidad.
Después del descubrimiento de Lesh persistieron muchas dudas sobre si las amibas eran la causa real de la disentería con lo que se inició así nuestra polémica centenaria. La confusión surgió, en parte, por la inseguridad del mismo Lesh de atribuir poder patógeno a la amiba, pero sobre todo por el hecho de que paulatinamente fueron descubriéndose diferentes géneros de amibas en el intestino del hombre y de que existen formas variadas de disentería, unas atribuibles a acción bacteriana y otras a las amibas.
Según Dobell, protozoólogo inglés a quien aludiremos con frecuencia por haber sido, sin duda, el investigador más autorizado sobre los aspectos parasitológicos de la amibiasis durante la primera mitad de este siglo, la primera observación de amibas parásitas del intestino del hombre fue realizada por Timothy Richards Lewis, cirujano de las Fuerzas Británicas de su Majestad asignado a la Comisión Sanitaria del gobierno de la India. En una comunicación realizada en 1870, informó de la presencia de amibas en las deyecciones de enfermos que padecían el cólera.
Hoy sabemos que hay dos amibas intestinales humanas: una no patógena, que vió Lewis (Entamoeba coli), y otra patógena (Entamoeba histolytica), que definió Lesh. Pero esa diferenciación tomó varias décadas en establecerse.
Entre 1880 y 1895 varios investigadores italianos, entre ellos Grassi, consideraron que las amibas del intestino humano no eran patógenas, mientras que Kartulis y Koch en Egipto, y Hlava, en Praga, encontraban amibas en pacientes con disentería.
El caso de Hlava nos permite hacer un paréntesis para indicar una de las muchas confusiones ocurridas en la historia del estudio de la amibiasis y que, al mismo tiempo, señala un mal común entre los investigadores que aún no se ha logrado erradicar: el de citar en los trabajos científicos referencias de artículos que no han sido consultados directamente por el autor. Jaroslav Hlava informó del hallazgo de amibas en sesenta casos de disentería y señaló la semejanza de esos parásitos con las amibas descritas por Lesh. Logró además reproducir la enfermedad al inocular material disentérico en animales de diferentes especies. Sus resultados fueron publicados en checo idioma desconocido por la mayoría de los investigadores, lo que produjo una lamentable confusión. El trabajo de Hlava, titulado O uplavici, que en checo significa "sobre la disentería" fue interpretado erróneamente como el nombre del autor en un resumen que, en alemán, hiciera Kartulis. Así, el fantasmagórico profesor Uplavici, O. se paseó por las bibliografías de numerosos trabajos de la especialidad, hasta que en 1938 Dobell desentrañó el enredo. La imaginación de Kartulis llegó, al parecer, al extremo de relatar una supuesta correspondencia científica con ese inexistente investigador de escatológico nombre.
Correspondió a la más grande figura de la medicina norteamericana de fines del siglo
XIX
, el canadiense William Osler, hacer la descripción detallada del primer caso de absceso hepático estudiado en América, en el que encontraron abundantes amibas (Figura 6). Osler trató a un médico de 29 años, antiguo residente de Panamá, donde había sufrido varios ataques de disentería que culminaron con fiebre, malestar general y dolor en la región del hígado. A pesar de que Osler observara numerosas amibas en el material líquido obtenido al aspirar quirúrgicamente el contenido del absceso del hígado y de encontrarlas también en las heces del paciente, concluyó que "es imposible hablar con seguridad de la relación de estos organismos con la enfermedad" y terminó su trabajo con el estribillo habitual, aún empleado en nuestros días como salida poco airosa del autor que no sabe cómo rematar un manuscrito: "Se requieren más estudios sobre el tema." No hay duda de que en aquel entonces las publicaciones científicas se realizaban con celeridad: el paciente de Osler murió el 5 de abril de 1890 y el artículo sobre la causa de su muerte apareció en el Boletín del Hospital Johns Hopkins al siguiente mes.
![]()
Figura 6. Portada del trabajo del doctor W. Osler sobre disentería amibiana.
Uno de los médicos que encontraron las amibas en el contenido del absceso hepático del infortunado médico que visitó Panamá, fue el doctor Councilman; el interés que el caso debe haber despertado en él seguramente fue grande, ya que un año después publicó, junto con Lafleur, la hoy clásica monografía sobre patología de la amibiasis en la que introdujeron los términos de disentería amibiana y absceso hepático amibiano. Llama poderosamente la atención que en un plazo tan corto, después de la primera descripción de Osler, sus discípulos fueran capaces de analizar quince casos de amibiasis invasora en un hospital de Baltimore; varios enfermos eran estibadores de los muelles de ese puerto. Además de la estupenda descripción de las lesiones producidas por el parásito, sugirieron que el intestino del hombre puede contener especies diferentes de amibas, unas patógenas y otras no. Pero el mérito mayor de los autores fue el definir a la amibiasis hepática e intestinal como padecimientos específicos. Councilman, médico norteamericano egresado de la Universidad de Maryland, terminó su carrera como profesor Shattuck de la Universidad de Harvard, mientras que su colega Lafleur, canadiense, fue nombrado profesor de clínica médica de la Universidad McGill, en Montreal.
La diferenciación entre Entamoeba coli y E. histolytica fue iniciada por dos médicos alemanes, Quincke y Roos, en 1893. Ellos descubrieron además la forma de resistencia de la amiba, el quiste. De Quincke sabemos que fue una gran eminencia en la Universidad de Kiel, en la que realizó importantes contribuciones, entre ellas la introducción de la punción lumbar a la práctica médica. Menos suerte corrió su colega Roos en cuanto a guardar un lugar en la posteridad, ya que de él no se conoce siquiera la fecha de su muerte.
Fritz Schaudinn concluyó la diferenciación entre las entamoebas coli e histolytica con base en interpretaciones erróneas y observaciones incorrectas. Con su gran peso académico como protozoólogo logró imponer el nombre científico de Entamoeba histolytica feliz designación para la amiba parásita. Schaudinn, quien murió a los 35 años debido a complicaciones por amibiasis que se produjo él mismo, identificó erróneamente las amibas no patógenas con las caracterizadas por Lesh. Los errores de Schaudinn y su prematura muerte no impidieron que hiciera a pesar de ser zoólogo, o tal vez por ello mismo grandes contribuciones a la medicina, entre las que destaca el descubrimiento del agente causal de la sífilis, el Treponema pallidum, y varios descubrimientos importantes en el campo del paludismo. Las confusiones posteriores de nomenclatura, de interés sobre todo para los protozoólogos, han sido relatadas con autoridad por el doctor Enrique Beltrán, quien ha dedicado buena parte de su fecunda labor a esclarecer estos temas. Schaudinn retrasó el conocimiento en amibiasis al describir un supuesto ciclo de vida de las amibas patógenas totalmente ficticio, que incluía un proceso de esporulación, obviamente inexistente, hasta que en 1909 Huber mostró sin dudas que las amibas se propagan de un huésped a otro en forma de quistes.
La autoridad científica de Schaudinn era tal que varios investigadores confirmaron supuestamente la presencia del inexistente fenómeno de esporulación de las amibas parásitas. Entre ellos se cuenta al norteamericano Craig, bien conocido posteriormente como gran autoridad en amibiasis quien, en 1908, "demostró", mediante ilustraciones cuidadosas, la inexistente esporulación.
En 1913, Walker y Sellards realizaron uno de los experimentos más importantes de la parasitología médica y aclararon el confuso panorama del conocimiento sobre la amibiasis. Con la ayuda de voluntarios filipinos recluidos en la prisión de Bilibid, demostraron que las amibas de vida libre, cultivadas de agua, no son capaces de producir disentería; para ello realizaron veinte experimentos usando ocho especies de amibas. Demostraron, además, que la Entamoeba coli no es capaz de producir disentería. De los veinte hombres que ingirieron el parásito, diecisiete fueron infectados, pero ninguno desarrolló síntomas, por lo que concluyeron en forma contundente que esta amiba no tiene ningún papel en la etiología de la disentería amibiana. Finalmente, administraron cápsulas con E. histolytica a otros veinte voluntarios; diecisiete fueron infectados con la primera dosis y uno más después de tres inoculaciones. Solamente cuatro de los dieciocho parasitados padecieron disentería. El experimento demostró que el mismo organismo puede ser patógeno en algunos individuos y no causar enfermedad en otros; también permitió concluir que un portador asintomático puede ser responsable de la transmisión de un parásito patógeno en otros individuos.
Walker y Sellards no pecaban de modestos; en su trabajo comentan:
Por medio de esos experimentos creemos que se ha determinado en forma definitiva la entamoeba relacionada con la etiología de la disentería tropical endémica, que la "endemología" de la enfermedad ha sido dilucidada y que se ha obtenido información del mayor interés para el diagnóstico, tratamiento y prevención de esta importante enfermedad tropical.El artículo en cuestión requirió ochenta páginas de texto, extensión inimaginable hoy en día, dadas las rígidas modas burocráticas, que exigen ciencia en comprimidos.
Llama la atención las condiciones bajo las cuales Walker y Sellards realizaron los experimentos; entre otras, por la obtención de lo que hoy se llama en ética médica consentimiento informado:
La naturaleza del experimento y la posibilidad de desarrollar disentería como resultado del mismo fueron cuidadosamente explicados a cada uno de los hombres en su dialecto nativo y cada uno firmó un acuerdo sobre las condiciones del experimento. No se otorgaron promesas de inmunidad a la disciplina de la prisión, conmutación de sentencias, ni recompensas financieras para influenciar a un hombre a ofrecerse como voluntario.El material administrado oralmente incluía quistes de E. coli obtenidos de heces de humanos, o bien quistes o trofozoítos de E. histolytica; estos últimos provenientes de casos de disentería amibiana o, incluso, de absceso hepático amibiano. Los trofozoítos se colocaban en una pequeña cápsula de gelatina, localizada dentro de otra cápsula de mayor tamaño que contenía óxido de magnesio (para proteger a los parásitos del contenido ácido del estómago). En uno de los experimentos, las amibas fueron obtenidas de la necropsia de un paciente muerto de absceso hepático amibiano; se tomaron las amibas a las once de la mañana y tres horas y media después fueron ingeridos por dos voluntarios (!), uno de los cuales desarrolló infección, pero no disentería.
L
A ESCUELA ANGLOSAJONA ACENTÚA LA POLÉMICA
Walker y Sellards sugirieron que la E. histolytica puede actuar como comensal: la escuela anglosajona representada en Estados Unidos por Craig, D'Antoni y Faust, y por Dobell en Inglaterra, se opuso violentamente a dicha suposición, perpetuando con ello nuestra polémica centenaria.
Dobell publicó en 1919 su libro clásico Las amibas que viven en el hombre, en el que se lamentaba de los casi doce años de caos producido en buena parte por las enseñanzas de Schaudinn. Sin embargo, como veremos, fue él uno de los causantes de la confusión que aún existe en muchos medios en relación a la amibiasis. Según Dobell :
...hay muy poca duda de que la E. histolytica, aún cuando no cause disentería u otros síntomas reconocibles, debe siempre vivir a expensas de los tejidos del huésped. Todo portador sano tiene el recubrimiento del intestino grueso más o menos ulcerado; si bien la ulceración puede ser, y probablemente lo es frecuentemente, superficial y casi invisible post mortem.Según esta teoría, los casi 500 millones de seres humanos infectados con E. histolytica tienen un cierto grado de alteración de la mucosa intestinal. Sin embargo, es bien sabido que sólo un pequeño porcentaje de esas infecciones generan lesiones por invasión amibiana.
La polémica se agudizó. Al cabo de muchas décadas la concepción unicista, según la cual todas las amibas son patógenas y siempre producen daño, ha resultado ser falsa; nos tomaremos un capítulo entero, el próximo, en demostrarlo.
![]()