1. AGORAFOBIA
(Allegro ma non tanto Poco adagio)
NO SÉ mucho del tiempo que pasó hasta el momento aquel en el que otra vez creí volar; yo había cambiado, y desde mi infancia renegada irrumpía de repente la nítida sensación del vuelo. Pero no, flotaba, me lo decía ese miedo "agrito" a abrir los ojos, a saber dónde estaba.
Abrí los ojos. El golpe de soledad de un vacío oscuro se diluía en la vaga intuición de ver mi cuerpo, cuando noté a un chavo arriba-a-mi-derecha. Traía mi uniforme, de espaldas, con las suelas de sus tenis al aire, igual que yo, flotando. La duda de cómo no había visto en el primer momento a ese otro cuate, abajo-a-mi-izquierda, que se iba esbozando al dirigirle mi mirada, se esfumó al aparecerse otro, así nada más, ante mis ojos. Vestía como todos los demás que me rodeaban. Ya eran bastantes pero seguían brotando, cada vez más lejanos, como destellos desde todas direcciones. Inclusive hacia abajo, que empezaba a jalarme. Tenía que actuar rápido. Caminar, es lo que hay que hacer cuando te encuentras a mitad de una barda bastante alta y volteas hasta el suelo, más bajo todavía, y antes de que te paralice el terror, mejor le apuras a lo seguro donde te observa el resto de la palomilla. Pero no había suelo para caminar, ya ni digamos barda. Entonces, pues, ¡marchar y no ver para abajo! Con la fuerza de ese principio de "La Quinta", daba la entrada a ese inmenso silencio de marchar sin piso que golpear, en el vacío, cuando el camarada de arriba-a-mi-derecha se movió, animándome así a tararear mientras volteaba a verlo, marchando a destiempo. Con un brinquillo de ésos de fila de escuela, y pulido en el servicio militar, le agarré el paso. Los que estaban más cerca marchaban también. Tenía que agarrarme de ellos. Ya se echaban sus brincos, me remedaban. Y no sólo por sus, mis, chamarras roídas o mis huaraches, también traían mi pelo, que enseguida ocultaba perfiles de mi cara y su brinco fue el mío. Era mi imagen y yo la suya. El de arriba-a-mi-derecha tenía, igual que yo, a un remedo abajo-a-su-izquierda que a su vez tenía al suyo y siguiendo esa línea seguía otro y otro y... ahí ése brincaba, y en un momento de angustia, veíamos todos que no se equivocara el que seguía; pero seguían y seguían hasta esos que como yo, ya no se movían, muy lejos, al final de esa línea que se seguía alargando con sus apariciones y que se continuaba en ese abajo enorme que me estaba chupando. No respiraba. Los de junto, con sus manos crispadas como agarrándose del pasto y sus raíces para no caerse, me infundían ese terror callado de la asfixia. Nos tragaba el silencio del vacío. Pero no, algo zumbaba sobre esa nada, un cuchicheo, un tarareo lejano que se iba apagando. Entonces, ¡cantar!... ¿qué? a todo pulmón ¿pero qué? respírale duro pero con un carajo: ¿qué? Pues... ¡"La Novena"!: Te-le-funken oish-trish por-chse tra-va-ritza lí-sium... Mis contlapaches le habían entrado (pude tomar aire). Se les oía a destiempo, desafinados y en mi voz de grabadora, sí, pero con huevos. Le entré con lo que salió como siguiente frase, apoyado esta vez por un buen ademán de director. Observé a mi pandilla cercana. Respondieron. Primero el ademán, luego la voz seguida de otras cuatrapeándome el ritmo. Intentar dirigirlos me recordó que flotaba y que podía moverme. Me le lancé al cuate de arriba-a-mi-derecha. Mi ilusión de agarrarlo flaqueó al reaccionar él y salir volando; aunque si me le acercaba, rodeado por la algarabía de una parvada que levanta canturreante el vuelo. Y hubiera seguido echándole los kilos de no ser por la sensación de que, al acortarse mi distancia a sus pies, se achaparraba. Esto me hizo voltear; los que me seguían se veían más largos y peor aún el de abajo, que además venía más lejos. Se agrandaba el abajo. Paré mi vuelo imposible y, mientras frenaba, me eché un Tele Funken completo, hasta el bajo profundo. Poco a poco retomaban sus posiciones mis camaradas; cuatro se alineaban conmigo, giré para que dos fueran subiendo a mis lados y los otros dos enfrente y atrás. Íbamos como formando una tabla gimnástica. Lentamente ascendían en su tiempo preciso a su lugar, su columna y su fila con una exactitud asombrosa y un tanto desquiciante. Entré con unos chelos-contrabajos; no acababa de agarrar el tono ni de ajustarme al ritmo que me imponían mis mismas frases resonando desde puntos y tiempos distantes. Dirigir, cantar, quitarme la chamarra, mantenerme en acción, me permitía aceptar que arriba y abajo de la mía se formaban sendas tablas gimnásticas repitiéndose y repitiéndose idénticas; éramos un timbiriche tridimensional de imágenes mías, de yos, extendiéndose en todas direcciones. Agité mi chamarra para ver cómo agitaban las suyas en su justo momento; cómo esta agitación se iba alejando hasta parecer una especie de esfera en expansión, creciendo al cubrirse de más, y más pequeños, azulitos espirales; una onda, una ola que se va. La ola del canto (que de plano no era La Novena: remedaba a algún final de Sgt. Peppers) se esparcía más lenta, se volvía con el tiempo un continuo indescifrable. Una entrada seca, dura, el contrabajo sobre un piano: repeticiones diferenciadas y precisas en cada punto del timbiriche, más y más cuanto más lejanas, hasta llegar a formar un eco continuo en fuga, una nota sombría resonando patética desde todos lados junto con todo lo que ya habías cantado. Me alejaba de mí, me acercaba al terror. Ahí está. Al acecho, esperando gustoso a que tus oídos, tu mente, tus ojos, se fijen en esa lejanía que asemeja a tu pasado. Sí, allá a lo lejos, en ese huequito, visto en miniatura como caricatura que te absorbe, estás tú, volteando para acá, recordándote algo que ya viviste, haciendo justo lo que hiciste hace un rato. ¿Cuándo? No tienes ni la más puta idea, sólo un vago recuerdo restándose a esa nada tan vacía que ya ni abajo ni pasado tiene. ¡Agárrate! Me quité la camisa, los pantalones, los amarré a las mangas de la chamarra; me faltaba el aire. Agarrando una manga me dirigí hacia el compa de al lado. Él ya hacía lo propio; al alejarse se extendía su cordón, que se movió en mi primer intento, haciéndome fallar y sentir que me iba. Pero al segundo, pepené el extremo de su pantalón. Jalé de los dos lados con una respiración profunda. Volvía el aire. Volvía a tararear, leve, alguna de Bob Dylan: Write a song for me. Justo para no perderme en la imagen de unas líneas de tendedero con Cristos intercalados tendiéndose raudas, paralelas y cada vez más lejanas. "A agarrarse de los cuates", iba a recordarme, cuando noté que mis manos estaban más cerca. Jalaba hacia el centro del pecho en el cual, adentro, sentía algo raro; quizás el dolorcito eléctrico que se continuaba por los hombros era por esa forma estúpida de emplear mi fuerza. Volví a estirar los brazos, retomé prendas y, respirando duro, jalé. Cedía. Tras esa fuerza que se controla al transmitirse por un trapo de brazo a brazo, como al chirriar de un zapato, pero ahora a lo bestia, crucificado y jalando con todo. ¡Cedió un nudo! Siguió un trapazo con estoperoles, precedido quizás de sendos manotazos a la cabeza. Al encogerme al golpe, vi hacia abajo: mi soledad reflejada en un tenis flotando, en esos bultos de ropa que no se dignaban pender de mis manos para indicarme siquiera si eso era realmente abajo; porque se veía mucho peor. Va de nuez. Con mis prendas en las manos, como al final de una botella en que te tupieron duro, volé de ladito dejando una estela de camisa con chamarra de corbata. Fallé una, y dos, pero a la tercera, soltando finalmente el pantalón, logré pepenarme de la chamarra que me tendía el de junto. Jalé con más tiento pues no había revisado el nudo. Nos acercábamos. Había algo más en esa extraña sincronía de fuerzas entre los brazos extendidos y jalando cada uno de su lado, cediendo en ritmos coordinados que parecían venir de fuera y cotinuarse en una línea placentera a través de mi cuerpo. Ya daba la tal la para pasar el nudo. Desde esa posición de señorita midiendo tela por su pecho, lancé el zarpazo para pepenar la chamarra al alcance de mi mano fuerte, que trocaba así su manga de camisa por aquella anudada de chamarra. La agarré sintiendo el jalón por el otro lado. Ahora si, éstas sí aguantan, y jalé con todo. Las chamarras crujieron. La línea eléctrica a través de mi pecho, que en un sabroso escalofrío se expandía por el resto de mi cuerpo, era ya un hecho contundente. Se extendía un respirar agitado. Quizás ya alcanzaríamos a tocarnos las manos.
Me entró el miedo de que no estuvieran allí; debían ser un sueño que esfumaría con mi torpeza. El horror a sentirme completamente solo en este vacío inmenso y absurdo me congelaba como la imagen de dos manos que se entrecruzan sin siquiera tocarse, fantasmagóricas. Pero no había de otra; era necesidad. Acabé de soltar la chamarra. Tendí mi mano a quien, a su vez, volteaba a ver a un segundón, ocultado casi completamente por su cuerpo. Me daba sus espaldas. Pero sabía que por más que me concentrara, que por más que lo repitiera con mi mente, ensayando inclusive mi peor tono de mando o de súplica, jamás se movería por su cuenta.
Giré para mirar a quien, sin destenderme su mano, volteaba hacia atrás.
Alzándola lentamente, acerqué mi zurda; pero, esperando lo peor al sentir su torpeza, concluí de golpe. Agarré, y también me agarraron. Volteé. Mi mano fuerte tenía una mano, como mi débil, alrededor de la muñeca. La giré sintiendo mi fuerza entre sus dedos, y sintiendo en la pulsera de los míos, al otro extremo, el roce de un giro idéntico, hasta trenzarme entre antebrazos. Con hueso, como las manos que apretaban mis huesos. De carne, como mi carne, ahuecada ese poquito inverso de las yemas. Afiancé. Jalé, echándole todo. Sentí el escalofrío con algo de alegría... tele funken oish trish... por primera vez. Podría acortar las distancias en las dos direcciones que faltaban y así disminuir la sensación de espacio abierto que tanto me angustiaba...
![]()