2. CLAUSTROFOBIA SEGUIDA DE UN REVIRE A LA CAVERNA EN TENIS

(Final en la agujeta)

Se está haciendo tarde

JOSÉ AGUSTÍN

"Yo casi siempre vuelo para escapar de algún peligro...", y ahora estaba en uno serio. La idea de volar era lo contrario de lo que estaba viviendo, del mazacote que se había formado y que iba consumiendo, enrareciendo, el aire. Pero para volar debía dejar de sentir en todo el cuerpo réplicas de partes lejanas de mi cuerpo, que, a su vez, sienten lo que deben, el otro lado de lo que yo siento. Mi cabeza entre dos caderas asentándose en mis hombros, mis muslos oprimiendo al abrirlos dos cabezas, untándose de carne como mis cachetes. Respiro sobre una espalda, y el calorcito húmedo de la cercanía enchina mi columna. Empujo con mis manos la cintura frente a mi vientre, y opongo la fuerza del tórax contra las manos que empujan mi cadera, cuyos vellos del dorso se jalan contra mis orejas. Los escalofríos, que en todas direcciones originan los empujones con pies, rodillas, codos o antebrazos que expando contra un cascarón amorfo pero vivo y en asible contorsión, parecen continuarse en las líneas eléctricas que atraviesan y en la fuerza que oprime, desde todos lados, mi cabeza, aprisionada por nalgas agarradas, espaldas, un pie por ahí y chance hasta un codazo. Empujar no sirve de nada, sólo produce reacomodos que no alivian el avance implacable de la asfixia, de la pesadez húmeda del aire, de la idea de la muerte, de la muerte.

—No seas dramático, puedes despertar fácil: hazte pipí.

Pero la humillación de retirarse sin jugar la última carta y una extraña certeza de estar arruinando una oportunidad única, de estar fallando en una iniciación, me hicieron desechar la idea de despertar. No, tenía que volar y mantener mi conciencia.

"Sólo como volver a saber de a de veras cómo se vuela... concentrarse, volver a vivirlo." Cierra los ojos. Afloja. Siente a tu cuerpo desde dentro, llega lentamente a sus límites y erízale sus vellos. Deja que el calor que irradia siga siendo tuyo un momentito más, consérvalo ahí, arremolinado, untado ligeramente, y que sea él quien te vaya separando de otras pieles. Retrae tu cuerpo. Haz que se apriete la carne a tus huesos para que los nuevos límites sean dados por tu vieja piel, para que puedas liberar el peso que oprimía ese brazo, el cual, al retraerse, va reviviendo su sensación de flotar. Sigue encogiéndote, recogiendo en tu mente tus fibras íntimas al recorrerlas con la tibieza clara de la conciencia. El brazo ya está libre, puede expanderse, muy despacio, sintiendo unos milímetros delante de él; ahí se esboza algo. Sí, es tu espalda que con un leve arqueo le da paso a tu mano subiendo sin tocarla, haciéndose su espacio, como el resto del cuerpo que expande su coraza y se empieza a extender, relajándose. Evitas, con delicados y precisos contorneos, un par de contactos futuros, anunciados por el calor de pieles aún lejanas. Una pequeña luz es tu caverna; obsérvala sin prisa, sin verla, sin enjuiciarla; déjala que te guíe, que se te ofrezca, que te convide de sus olores dulzones, de sus sabores agritos o amarguitos. Te vas quedando en paz al írsete dando momentos que viviste ahí, la sensación nítida de flotar, de que "ya no importan los que te perseguían".

— Eras tú, bien lo sabías.

Abrí los ojos. Estaba en mi caverna, llena de ese aire fresco, temerario y despreocupado que rodea a la infancia; su bienestar me invitaba a pensar mientras desamarraba y me ponía la ropa que flotaba dispersa a mi alrededor; sentía algo de frío. La pared, con sus orejotas, rodeadas y semiocultas ahora por los pelos, era yo, sin duda. Así como era yo a quien con ansias jalé, aproximé, palpé y, no contento con eso, volví a jalar en otra dirección, y en otra, hasta que acabé apretujándome contra mí mismo consumiendo a mi espacio. Tenía la certeza de que, así como había transformado aquel espacio que se sentía infinito en un marasmo humano de un solo cuerpo —el mío—, yo podría controlar mi caverna, ese pequeño universo que me permitía verme como horizonte. Pero me faltaba aún aprender a manejarla. Se me ofrecía altanera a través de todos mis sentidos como reto contundente a mi entendimiento, al control de mis emociones que, como en la paranoia que acababa de sobrepasar, afectaban, bien lo sabía, el entorno de este viaje increíble.

¿En dónde estaba? ¿Qué tenían en común las dos experiencias que había vivido? ¿Qué leyes nos regían? ¿Cómo era posible que aquello de enfrente fuera mi mano recorriendo mis pelos, que aquel cuerpo que acababa de tocar extendiendo mi mano fuera el mío? ¿Era esta realmente "mi caverna", la de niño? Sentía que algo indefinible había pasado con el tamaño, quizás era sólo que yo había crecido o, al revés, que aunque yo fuera más grande la sentía igual. ¿Cómo saberlo?

Ya no me puse el segundo tenis y lo aventé hacia adelante, despacio y gustoso, no sólo por el recuerdo de mi juego de pelota, sino también por esa sensación de empezar una aventura apasionante. Giré para recibirlo como antes, sin perderlo de vista, y, a mitad de su viaje, creció, deformándose redondamente hasta casi hacer desaparecer la pared lateral, y decreció de nuevo, recuperando su forma, para llegar a mis manos en el lugar exacto que mi experiencia en el juego de pelota dictaba, justo donde había empezado; yo, en media vuelta observando al panorama concluir su movimiento.

Me estremeció la escena. Ésta no era mi caverna. Pero ¿cómo estar seguro? Dejé flotando el tenis y me alejé volando hacia atrás, controlando con mis deslizamientos la manera en que se alejaba: llegaba a un mínimo y empezaba a crecer, a deformarse, contorneándose conforme yo me movía, en algo cóncavo y creciente que no dejaba de ser mi tenis, y así, retrocediendo poco a poco, localicé el punto donde se hacía tan grande que sentí de golpe que se cerraba, se convertía en una pared esférica entre la otra, mi cabeza lejana e invertida, y yo, esta cabeza que al girar sin perder su centro puede ver al tenis desde todos sus ángulos, haciendo de su adentro apestoso y de hule un afuera sorprendente de esa caverna-tenis interpuesta justo a la mitad de mí y la caverna-yo; un altorrelieve leve pero perfectamente texturizado de mi tenis sobre el lado interior de una gran esfera. El más leve movimiento de mi cabeza se veía amplificado orgánicamente y un instante después por la caverna-tenis. Intentando controlar, torpemente al principio, esta relación, logré poner la suela como una media naranja, inmensa y limpia de bagazo, a mi izquierda; y a mi derecha, la lengüeta colgando, como oreja de perro, continuando en la entrada como arete blancuzco que culmina con el remache de cinta azul del talón, y abajo, justo entre mis piernas, se extendía —rodeando el eje de mis brazos, perdiendo apenas su armonía de huella estilizada para convertirse en anillo perfecto— la banda de goma lateral. Al subir yo subían también los lados, acumulándose en la bóveda del techo; me sentí cómodo con la lengüeta retraída arriba y la entrada blanca de toallita mugrosa remedando mi oreja, rodeándola a la distancia.

Hacia ella deslicé mi cabeza. Un movimiento extraño me hizo ir más lento. Ahora, el movimiento se percibía mejor en el otro lado: la suela se iba derramando del centro hacia los bordes, que se retiraban más despacio. Veía con claridad amplificada el dibujo de la suela ámbar polvoso. Una de las viboritas del dibujo se trazaba ya como gran franja oblicua por casi toda la pared esférica, cuyo centro se convertía en un punto cada vez más discernible por la velocidad creciente con que expulsaba a la suela, saltando briznas de polvo como pedradas, para amplificarse. Hasta que ¡zap! todo cambió de pronto.

Bueno, no todo; el silencio, la suela que seguía estando en su lado, y en el otro el tenis, pero por en medio, como siguiendo al hilo que se enrolla en un yoyo desde su eje, se veía de nuevo la impasible pared peluda regresando a su lugar exacto. El borde del lóbulo azul del yoyo era la banda de goma lateral, que, aunque parecía seguir untada a una esfera, se contorneaba ahora siguiendo con simetría exquisita la orilla de alguna alberca-zapato de Temixco, y el linde de la suela, al otro lado, no le correspondía, seguía una curva similar, pero invertida: arriba la marca del talón.

Deslicé mi cabeza hacia la suela para observar de nuevo, y en reversa, la escena de la separación. Nuevamente empezó el aumento y la expulsión de la suela desde un centro, un punto que sin voltear a ver localizaba con claridad al extremo del eje de mis orejas, la línea de movimiento. La creciente eyección radial, agitación membranal, vibración microscópica, en ese lado contrastaba con la serenidad azul del tenis en el otro, y la serenidad oscura de la banda de pelo enfrente más perfectamente circular cuanto más delgada se iba haciendo al acercarse su borde impasible al otro labio, vibrante pero de límites exactos, convirtiéndose en una línea negra que al alcanzar su perfección desaparece como sol poniente en una ráfaga que le pone su tapa, su media naranja hueca, a la caverna-tenis.

Sentí, en el justo momento de la simbiosis, que algo entraba en la suela de ese pinche tenis. Claro, el centro de ampliación en la línea de mis orejas. Pero no era un punto de tenis. Era un punto del espacio en apabullante sincronía conmigo que ahora estaría cruzando el hule de la suela y aparecería por la planta.

Giré, controlando mi centro que ya más o menos dominaba, para enfrentar su amanecer.

Mi movimiento, ahora, era hacia atrás. La tela azul gastada, con sus costuras y remate blancos, daba un marco fijo a la lupa donde ya se veían los pelos de toallita maltratada corriendo a esconderse debajo del marco de lona, aclarándose el punto de donde partían y amplificándose su entorno, descubriéndose su hábitat íntimo. Con más control y destreza podría ver la infinitud minúscula que yo quisiera; pero, por el momento, pasé esa etapa vibrante de ráfagas radiales. Salió el punto con un golpe brusco e inasible de la imagen, y van de regreso a su lugar los pelitos, aplastados y mugrosos, deslizándose por debajo de la lona que, a su vez, se iba abriendo como diafragma. El punto subía por el vacío talón, chupándose la visión amplificada de la planta que se encoge. Apareció entonces su borde, pellizcando pelusas de calcetín y jalando tras de sí a la lona blanca, contraparte interior de la azul que, ya en franca apertura y en el punto de salir hacia atrás de mi campo visual, se traslapa con el blanco borde interior que va hacia enfrente, descubriéndose mis orejas: su vista en la caverna.

Detuve el movimiento. Sentí la presencia de una línea luminosa saliendo por mis orejas que pasa rozando los lindes del tenis, justo por la ondulación para los huesitos del tobillo, y que atravesaba el punto aquel para regresar, de alguna manera, a mis orejas.

Me sentía a un paso de entender al dichoso punto, mi antipunto en la región del tenis, que al acariciarlo, coqueteando con sus bordes, me lo mostraba en su intimidad. Me quité el otro tenis, aún desabrochado. Y, al tacto de empalmarlo y sobarlo, de manosearlo devotamente en el hueco de mi pecho, fui reconstruyéndolo dentro de mi cabeza, buscando la posición de mi antipunto al recubrir con su antitenis a mi centro. Ayudado por él podría orientarme, guiado por las dos líneas básicas que ya había descubierto: la que une a las orejas pasando por los bordes de los huesitos de mi tenis interno y hacia enfrente por la entreceja atravesándolo por la planta; el tenis interior pendía de ellas: en su cruce estaba mi centro, correspondiendo a mi antipunto en el tenis real, que observaba de nuevo. Hacia abajo se le veía la punta por adentro; ¡correspondía con mi imagen interior! Ahí estaba la mancha oscura roída por el dedo gordo. Podría sumergirme a inspeccionarla, pues la veía, era cosa de mover con tiento mi cabeza hacia abajo.

Inicié mi zambullida. Pero algo pasó rápido por la esfera a mi derecha. Frené, y regresé lentamente la cabeza para observar su retorno. Era la agujeta. La amplifiqué moviéndome apenas en su dirección. La recorrí un pequeño tramo, pasando por el ribete de plástico y concluyendo con un levísimo giro de cabeza, que puso a la felpita como inmensa alcachofa-coliflor ante mis ojos. Entraría en ella. Como antes lo había hecho en la suela, creció como una mancha discoidal cubriendo media esfera que al colmarse en su círculo máximo, linde de mi campo visual, se voltea de golpe y decrece de nuevo, pero jalando ahora tras de sí al ribete, lustroso como tallo de brócoli visto desde dentro, su raíz en mi espalda y culminando enfrente con algo redondo parecido a un mechudo con pelos hacia adentro.

Temblaba todo. Vibraban por todos lados centros de confluencia y de expulsión que podía hacer conscientes al corresponderse, un instante después, con mis micromovimientos. Para fijar la imagen tendría que llegar al reposo absoluto. Lo intenté, pero el latido de mi corazón y la excitación de mis pensamientos lo impedían; abandoné la idea de reprimirlos. Los dejé fluir.

Podría salirme de la agujeta por donde yo quisiera. Entendí que por todas las direcciones de mi centro se llegaba a mi anticentro, y que de él se seguían para retornar a mí, en sentido inverso, buscando continuarse otra vuelta. (Me vino a la cabeza la imagen de una esfera con sus meridianos dibujados, todos del polo norte al polo sur.) Entendí que ese punto vibrando mis vibraciones en la punta de la agujeta pertenecía aquí, y que de él ya no se seguía este lugar que me acogía en su perfección deslumbrante; allí, por decirlo así, se cerraba, a imagen y semejanza de mi centro, "la caverna" —no, la llamaría "extrásfera"— se redondeaba este pequeño universo donde cada punto tenía su antipunto; todo lo demás era la ilusión óptica que esto producía, que esto implicaba. Empezaba a entender, lo sabía por ese saborcito dulce de las nuevas dudas, surgiendo incisivas, altaneras, bellas, sensuales y atrayentes.

Because the world is round

It turns me on

Because the world is round.

LENNON-McCARTNEY

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