TIEMPO III EL MAGO DEL DODECAÉDROMO

 

.... porque entonces el tiempo,

todo entero, no es más que una

larga noche.

...

Porque temer la muerte, atenienses,

no es otra cosa que creerse sabio

sin serlo

y creer conocer lo que no se sabe.

...

Sólo sé que nada sé.

...

Pero ya es tiempo de que nos

retiremos de aquí, yo para morir,

vosotros para vivir.

PLATÓN: Apología de Sócrates

LAS dudas, esos tenues trazos de saber acariciando la virgen superficie blanca de lo que no sabemos, van esbozándose como musas. Mis dudas, esas hermosas niñas que una vez precisas y vistas a los ojos descubren su íntima amplitud en una presencia contundente, obsesiva, luminosa y coqueta, y que entonces podríamos contemplar y explorar con tiento placentero por largo y tendido rato, han sido la guía y el motor de mis innumerables viajes. Sin embargo, las claves que hoy busco están en los inicios. Nunca, como ahora, los había revivido con esta minucia, pero es que ahora sé que en los pequeños detalles, escondrijos y emociones, que tanto tiempo había pasado por alto, están las bases para construir el puente sólido que ansío tender aquí con mi durmiente.

Me es extraña la sensación que siento al repasar mi vida. Invitan la paz y la serenidad que siempre me ha infundido este pequeño universo dodecaédrico; dodecaédromo, he acabado por llamarlo. Se conjugan en él el calorcito dulce de la caverna, ahora más espaciosa —"como gruta", hubiera dicho de niño—, con las ciento veinte imágenes mías que en simetría nítida, racional y armoniosa me acompañan. Estas ya no me asustan ni me atraen como aquéllas de mi estancia juvenil en el triciclo, que al dejarse sentir en primera instancia como trilínea, mi espacio perceptivo, hacía que mis imágenes se repitieran por siempre sobre tres líneas básicas a intervalos constantes y combinándose conmutativamente entre ellos para formar el "timbiriche" de igualitos. No, ahora las entiendo, soy yo y sé porqué soy yo. He aprendido a trascender la vista y sus imágenes para percibir la curvatura, para adaptar, acoplar y modificar la geometría con mi entendimiento. He aprendido también a controlar el volumen y sintonizar la forma de mis pequeños universos con las manivelas de mi conciencia y mis emociones. Explorar, entender, clasificar estos espacios ha sido la causa de mi existencia. Y hoy puedo decir que sé todo sobre ellos; bueno, a sabiendas de lo obvio, de que siempre quedan por ahí pequeñas dudas, musas de luminosos ojos cautivadores que quizás atraparán a algún corazón furtivo guiándolo por parajes majestuosos que ya no me es dado recorrer. Está bien, digamos que no sé nada, o todo lo que de aquí me interesaba. Y es a este dodecaédrico espacio —que conocí poco tiempo después de cerrar por la agujeta de un tenis a la extrásfera— a donde siempre vengo a pensar, reflexionar, sintetizar, planear rutas o definir preguntas; acabo aquí cuando necesito paz y libertad, alimentos de las mentes errantes y creativas; aquí aparezco por la fuerza de las dudas que me llevo al desaparecer, casi siempre por agotamiento. Aquí, morada de mis más intensos tiempos, se me han abierto grandes puertas y aquí las he ido cerrando.

Aquí, donde se ven diez docenas de yos.

Primero está mi séquito. Mis doce canchanchanes vecinos, una docena de yos trasladados y rotados una hora en un reloj de diez a lo largo de los ejes que unen mi centro con los suyos, dispuestos como centros de las caras de un dodecaedro imaginario, que, de haberse expandido radial desde mi origen, desde mi centro, se hubiera repetido, rebosado en la realidad de este universo, sobre sí mismo justo a la mitad del camino que, en lo que percibo, lo lleva a posar sus caras pentagonales en mis doce discípulos. De cada uno de ellos se sigue, con sucesivas rotaciones de décimos de vuelta, un collar helicoidal de diez cuentas, de diez yos que confluyen en mí al retornar por el lado opuesto, pasando por mi antiyó —"la caverna": esa primera visión del primer viaje, esa imagen mía que la forma de este universo hace aparecer en la extrásfera hecha de los antipunto de todos los puntos de mi ser. Así, he dado cuenta de cincuenta: seis collares decénicos que veo, desde su centro, como los doce pistilos de un diente de león que confluyen después de cuatro yos, en mi antiyó.

Todos vemos lo mismo, pues soy yo.

El séquito de cada uno de mi séquito comparte cinco con el mío —los lados de una cara del dodecaedro, invisibles como aristas de empaque perfecto de tres cuerpos—, me tiene a mí y al que le sigue en su helicoide, en su pistilo, completándose con cinco del segundo estrato relativo a mí. Esta segunda capa está formada por veinte, rotado cada uno dos horas de doce alrededor del eje que dibuja el vértice del dodecaedro que se expande otro poco para posar sus vértices, veinte, sobre los centros de mis imágenes en el segundo estrato, las cuales, junto con las correspondientes a mi antiyó, él y yo, conformamos diez collares helicoidales de seis cuentas. Llevamos noventa.

Los otros treinta son rotaciones rectas en los centros de las aristas del dodecaedro que se ha expandido más hasta posarse, ya sin picos o aristas, o hasta dibujarse apenas, pues de hecho se ha convertido, al momento de alcanzar su área máxima, en la esfera ecuatorial simétrica de mí y mi antiyó. Ese ecuador esférico, que corresponde tanto a mi centro como a su antipunto, constituye en la extrásfera uno de tantos planos así como uno de tantos puntos; pero en la realidad del dodecaédromo, consiste en los doce pentágonos de mi dodecaedro íntimo, aquél que agota a este universo justo en el momento de tocarse a sí mismo, pasando además por mi centro treinta veces, en quince parejas de hexágonos de orientación opuesta; pero estas figuras no se fragmentan, se pegan, se continúan, como se observa en el plano ecuatorial; recordándome algo del mundo de mi durmiente: los gajos de uno de esos balones de futbol.

Pero hace tiempo que no veo a mis diez docenas, doce decenas de mís, con dudas, relacionándolos conmigo como ellos se relacionan entre ellos, los entiendo y más bien los abstraigo dejando que su armonía cobije, que su simetría fermente a mis reflexiones.

Aquí, decía, he logrado mis síntesis y redondeado mi entendimiento; aquí he balbuceado, ideado, razonado y descubierto a los enunciados claros y precisos que rigen a los universos. Sé enumerarlos, describir de muy diversas formas su infinito armonioso, diferenciarlos entre sí como buena maestra. Reconozco sus formas, entiendo sus continuos de geometrías y estructuras, y sé cómo se deforman. He luchado con ellos tierna e intensamente y ya los tengo acojinados en su cajita envuelta para regalo; y hoy lo que busco es entregarla. Sé que mi única salida es mi durmiente, pues sólo conversando con él concluyo mi trabajo; necesito transmitirlo porque ya estoy cansado. Sé bien que las preguntas que me quedan, las musas que aún se dignan mirarme, rebasan mi talento. Sé que la certeza sobre este espacio y sobre todos los posibles, esencia de mi vida, no vale nada si no es ofrendada, despojada, trascendida.

Hoy, aquí, busco a mi durmiente. ¿Quién es?

Aquí, hoy, busco al durmiente que me sueña para entregarle algo de mi certeza. Lo veo, con sus atuendos, gozos y temores, adentrándose a mi joven y niño, y entonces algo de él comprendo, pero del de hoy sé poco, casi nada. Debe tener cultura, es decir, ser humano en alguna de sus formas bellas, persistentes y profundas, pues me ha soñado, me sueña, con ternura, alentando mis pasiones y dándome grandes libertades. Debe parecerse a mí pero ya no estoy cierto si su cuerpo es el mío pues sé bien que mi alma no abarca por completo a la suya; aunque quizás ese extraño peso que hoy se posa en mi ser viene de él... Pero ¡qué hago! Me concentro en mi durmiente al cuetionármelo, floto hacia él sin dudas, desasiéndome de mis musas, olvidándome de mi universo, o, peor aún, dejándolo en la certeza como ésa de la fuerza inmensa que me está jalando

—Tierra, creo que la llaman— ¿dónde?...

-¿Dónde es aquí?

SHOULD LANTERNS SHINE, the holy face,

Caught in an Octagon of unaccustomed light,

Would wither up, and any boy of love

Look twice before he fell from grace.

The features in their private dark

Are formed of flesh, but let the false day come

And from her lips the faded pigments fall,

The mummy cloths expose an ancient breast.

I have been told to reason by the heart,

But heart, like head, leads helplessly;

I have been told to reason by the pulse,

And, when it quickens, alter the action's pace

Till field and roof he level and the same

So fast I move defying time, the quiet gentleman

Whose beard wags in Egyptian wind.

I have heard many years of telling,

And many years should see some change.

The ball I threw while playing in the park

Has not yet reached the ground.

DYLAN THOMAS

 

Si relumbraran linternas, la cara sacra,

presa en un Octágono de luz insólita,

marchitaríase, y todo niño del amor

miraría con tiento antes de perder la gracia.

Los semblantes en su tiniebla propia

están formados de carne, pero llegará el día falso

y de los labios caerán percudidos pigmentos,

los paños de momia expondrán un seno antiquísimo.

Se me dijo que razone según el corazón,

pero corazón, como cabeza, desvalido rige;

se me dijo que razone según el pulso

y que, cuando se avive, altere el paso al acto

hasta que techo y llano yazgan al ras e iguales

Así veloz me muevo desafiando al tiempo,

el caballero apacible cuya barba se mesa en viento egipciaco

He escuchado años y años lo que nos dicen

y en muchos años debería darse un cambio.

La pelota que lancé cuando jugaba en el parque

aún no toca tierra.

DYLAN THOMAS

(Versión al español de Héctor Manjarrez y Javier Bracho)

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