TIEMPO I: FLOTAR

ESTO no es volar y tiene que tener nombre. Me gusta "flotar", aunque sea bien distinto de flotar de muertito o de perrito, porque no hay que mover nada ni ponerse como tabla preocupado de que no se hundan los pies o de que se meta el agua por las narices. "Flotar", así solito, está bien. Se parece a volar, pero no es lo mismo. Otros niños y niñas también saben volar, pero yo de flotar nunca había oído. A veces platicamos en secreto de volar, de cómo le hacemos y de lo bonito que se siente. Cada quien vuela un poquito distinto, y no sabemos decir bien bien cómo se le hace, cómo se empieza; igual que tratar de explicar cómo se duerme o cómo se sueña. Pero no importa, porque sabemos que sabemos y es fácil agarrar a un hablador. Yo vuelo casi siempre para escapar de algún peligro, de alguien que me persigue o algo así. Hay que dejar de correr, estarse quieto, cerrar los ojos y, diría un grande, concentrarse, pero es mucho más fácil que eso, sólo como volver a saber de a deveras cómo se vuela, recordarlo y vivirlo, y estar seguro, no asustarse, y entonces ya estás elevándote, despacito. Ya puedes volver a ver el piso allá abajo y a la gente que se quedó o que te perseguía, aunque no están muy lejos porque nunca se vuela demasiado alto. Ya que estás a la altura, hay que empezar a mover las manos para avanzar. Se mueven como cuando se nada de ranita, pero mucho más suave y delicado, pues el aire es más aguado que el agua y hay que saber sentirle su espesito, para agarrárselo y así empujarse, deslizarse, de a poquitos; no es cosa de fuerza, es calmadito. Ya no se oye igual, y casi siempre lo que estaba pasando ya no importa porque ya estás volando, encimita de los árboles o de las azoteas, como acostado bocabajo y muy tranquilo, sintiendo rico. A Supermán lo han de haber inventado unos señores que nunca volaron, porque sólo sirve para jugar despierto con tus cuates y para volar de a mentiras, porque volar de a de veras es bien distinto, así como lo cuento. Y por eso digo que esto se debe llamar flotar, porque tampoco es volar. Nunca me había pasado.

Esta vez, lo único diferente fue que quise volar así nada más; antes de que pasara nada, antes de que me persiguieran o de que estuviera en el parque o en una azotea. Sólo quise volar. Antes que hubiera piso. Y entonces tuve que cerrar los ojos muy fuerte y mucho rato; hasta estar bien seguro de que estaba volando. Movía los brazos más despacito que de costumbre, no fuera a ser que anduviera muy alto pues no sabía bien si estaba elevándome o si ya estaba panza pa'bajo. Revisaba con cuidado lo que sentía y no había duda, era la delicia de volar. Reconocía todo mi cuerpo —con ese gusto de regresar después de mucho tiempo a mi lugar secreto, en casa de los abuelos, para encontrarlo igual—, tratando de olvidar el miedito a saber en dónde estaba yo y en dónde el piso. Me quedé con los ojos cerrados un momento más para saborear lo agrito de estas dudas, como cuando te quitan la venda de la gallina ciega y te aguantas con los ojos cerrados un instante para ser tú, cuando los abres, el que regresa al cuarto junto con todas su cosas y sus gentes, al lugar que se les había perdido.

Abrí los ojos. Estaba en un lugar donde nunca había estado. No distinguía bien, y seguía sin saber dónde era el piso. Miré mis pies. Pero al sentir que la pared —digo pared porque no era ni techo ni piso— se movió siguiendo a mi cabeza, cerré los ojos. ¡Volaba! Estaba bien seguro cuando volaba. Empecé a mover los brazos hacia adelante para girar hacia atrás buscando el jalón del piso, pero aunque diera vueltas, me sentía bien sin sentir el abajo. Recordé entonces las paredes, redondas y de color... ¡Claro! Estaba en una caverna. Acabo de ir a las grutas con mi papá y ésta no era gruta porque le faltaban los chorritos y las lamitas. Tampoco era cueva porque conozco dos, y una está llena de murciélagos. Seguro que era caverna, aunque fuera la primera vez que estaba en una. Sería una caverna como del tamaño de mi salón ¡no!, era más alta, como de dos salones, uno encima del otro, ni tan grandota como las grutas ni tan chica como mi cuarto; como son las cavernas, pues. Me dio risa pensarme dando vueltas de tonina, para atrás y hecho bolita, mero en medio de una caverna redonda. Pero al acordarme que las cavernas son oscuras, abrí los ojos de golpe. Vi mis rodillas, y cómo las abracé por el gusto de verlas. La luz estaba prendida. No había problema. Flotaba.

Tenía que investigar mi caverna. Pero ahora con mucho más cuidado, sin mover la cabeza. Muy despacito y fijándome bien, subí los ojos de las rodillas a la pared. Era la misma de hace rato. Muy rara. Color cafecito, pero como nebulosa o borrosa. No la entendía porque no me podía fijar enfrente. Tenía unas manchas... cuatro, muy parecidas. Las de los dos lados, casi donde ya no ve uno, se veían mejor, eran unas manchotas de color como rosita. Moví los ojos hacia una, pero con cuidado de no llevarme también la cabeza. Cerré el ojo que menos me servía, porque no todos pueden cerrar un solo ojo y yo sí puedo; y también sé hacer taquito la lengua, aunque me gustaría saber mover las orejas. Y entonces, vi más claro. La mancha era una orejota. Me ganó la risa. De veras que era una orejota al revés, lo de arriba para abajo y volteando hacia atrás. Como cuando te levantas, ya mareadito, después de un rato de estar colgado de cabeza en la changuera, esa pirámide inmensa de tubos rojos donde no hay más que niños, y al voltear la cabeza vas viendo el pelo de uno que sigue colgado y luego su oreja. Ahora la veía muy bien, era grandotota porque estaba pegada a la pared, y también el pelo que era lo de enfrente. Pero no se colgaba como en la changuera. Quién sabe cómo aguantaba peinado para arriba, tan grande y sin caerse, y curveado como en cazuela, no como coco, para poder hacerse pared de caverna. Moviendo el ojo para abajo pude ver que el piso seguía como debía de ser, de pelito, más bien de pelote; ahí estaba la raya. Seguí, y al saltar mis rodillas con la vista, moví sin querer la cabeza; de nuevo sentí, cuando empezaba a fijarme en el piso del otro lado, que se movió todo muy rápido, pero esta vez no me asusté, sólo me apreté muy fuerte. Aguanté un momento, y con mucho cuidado regresé la cabeza para enfrente; despuesito, igual de despacito, me siguieron las orejotas junto con la caverna. Estaba todo como al principio. Abrí el ojo. Se volvió a nublar. Cerré el otro y se volvió a aclarar. Ese lado era igual, pelo con su orejota hacia abajo y hacia atrás. Abrí uno cerrando el otro muchas veces y variando la velocidad; los que no saben cerrar un solo ojo tienen que taparse con las manos y entonces ya no les quedan dedos para verlos y jugar a ver cómo brincan las cosas de lugar: mientras más cerquita, como un gordo, brincan más. Pero esta caverna, con su pared, sus ricitos, sus orejotas y todo lo demás, le ganaba al dedo pero fácil. Cada vez podía fijarme mejor en el mismo rizo o hacer que se quedara mi mano en su lugar. Hasta que me dolieron los ojos, pero qué bueno porque para descansar tenía los dos abiertos. Ya sabía ver en mi caverna.

Quería ver la pared de atrás, volteé rapidísimo, y le alcancé a ver la cara, como la que aparece cuando te asomas a una de esas cacerolas brillantes que cuidan las mamás y te la quitan. Miré otra vez, y otra y muchas más. Para los dos lados primero, y luego para abajo y para arriba haciendo machincuepas cada vez más complicadas a ver si la engañaba, pero nunca se equivocó. La caverna sabía jugar a "lo que hace la mano hace la tras" como nadie. Siempre me ponía enfrente a la pared peluda y cada cosa que yo hacía, ella la repetía un instante después pero a su manera: si yo ponía una mano detrás de mi cabeza, aparecía su manota por el otro lado y se pegaba a la pared. También tenía pies, colgaban del techo, junto con un cuerpo que se hacía gordote y, poco a poco, se volteaba al revés, como calcetín, para hacerse pared de caverna, el pelo adelante y abajo de mí, la cara atrás; la imagino como un globo con el nudito, que era su cuerpo, para adentro, y conmigo flotando mero en medio. Para verle el cuerpo tenía que juntar, bueno, acercar mi cabeza a mis pies; por atrás, le veía sus pompas y cómo repetía, despuesito pero igualito, lo que yo hacía. Si movía un pie, ella movía el otro, y así con todo; lo más bonito era hacerla pegar su mano a la cabeza y ver cómo crecía hasta tapar casi toda la pared, o hacer viboritas y ruedas con la cabeza viendo cómo toda la caverna iba atrasito haciendo la tras; pero ¡qué mareadas! No podría verle su cara más de un instante pero seguro que era la mía, vista en cazuela y de cabeza, porque hasta la ropa, los zapatos y los pelos eran como los míos.

Después de tratar un par de veces, me di cuenta de que no iba a poder llegar a tocar la pared, porque la caverna se movía detrás de mí y hacia el mismo lado. Se me ocurrió una idea. Busqué en mis bolsillos. Traía mi pelota de esponja y no demasiado mascada. Si la aventaba, la caverna tendría que decidir entre irse con ella o quedarse conmigo. Seguro se quedaría conmigo: yo era más importante. Pero había otro problema. Si la aventaba quedito, a lo mejor se enredaba en los pelos, o rebotaba mal, dándole tiempo a la caverna de quedarse con ella. La aventaría muy duro (no era tan malo para el frontón). Lo hice, apuntando al centro, y entonces, antes de que viera a la pelota rebotar, ¡zas!, sentí un pelotazo en la cabeza; volteé y lo mismo, la pelota yéndose despacio, y cuando se empezaba a hacer grandota, ¡cuaz!, otro pelotazo; volteé otra vez y ahí iba la bola, igual... y ¡sí!, otro bolazo, pero esta vez me lo aguanté, bien apretado, y esperando un pelotazo encogido con las manos enfrente: la caché. Me pude sobar.

Revisé mi pelota. Pensé un rato. ¡Claro!, se me había olvidado su hacelamano-hacelatrás. Me puse la pelota en la cabeza y la caverna me enseñó la suya: del mismo color y con las mismas marcas, pero grandotota y apachurrada y curveada como plato. Tenía que jugar con la caverna, confiar en ella, acoplarme a sus trucos.

Aventé la pelota. Esta vez más despacio y sin apuntar al centro; me volteé rapidísimo y ahí venía la suya: la caché. Ella también, porque nos las enseñamos, yo se la ponía en mi cabeza para que sus ojos la vieran, ella me la ponía enfrente. Revisé su pelota, que ahora tenía en mis manos, era igualita, o a lo mejor era la mía, después de los pelotazos no sabía, tampoco importaba. Jugamos mucho rato con las pelotas hasta que dominamos el juego como magos. El chiste era esperar la bola justo donde la soltaba pero viniendo del otro lado. El tiro más difícil era hacia abajo y duro, pues llegaba por arriba y te podía pegar en la cara al voltear a cacharla. Pero también había tiros bonitos, como ese de niñita, por debajo y despacio para poder ver la curva increíble que hacía la pelota siguiendo la pared, sin acercarse mucho, hasta caer en las manos de la caverna un instante después de cachar yo la mía, juntito a las rodillas, llegando por detrás, y sin ver. Si lo vieran mis cuates no lo creerían; nunca me había salido un buen chanfle. Tiré la bola y me alejé un poco. Dejé pasar la de la caverna, siguió el mismo camino y al dejar de verla aparecía la otra por el otro lado, daban vueltas solitas pero bien separadas. Me fui alejando hasta que parecieron mayates amarrados por un hilo, pero yo no hacía nada, sólo veía cómo pasaba una y al perderse de vista salía la otra... ¡como luna!, pensé, al verle ese cráter mascado; pero la siguiente salió sin cacarizas, y luego otra vez con, y así: sin, y con, y... no sé, creo que me quedé dormido.

InicioAnteriorPrevioSiguiente