Las huertas

Las huertas


La de Aguascalientes fue llamada, gracias a sus numerosas y bien cuidadas huertas, "la ciudad de las aguas, las flores y los frutos". En el plano de la ciudad que levantó el ingeniero alemán Isidoro Epstein en 1861 se advierte con claridad que la ciudad estaba rodeada por los cuatro puntos cardinales por las huertas. Eduardo J. Correa, en su novela Un viaje a Termápolis, dice que las huertas estrechaban la ciudad y que "le rodean el talle con cinturón de esmeralda". Y agrega que no había barrio sin huertas ni calle en la cual no se advirtieran "la alegría de las arboledas" y la fragancia suave de la fruta madura.

Las huertas cumplían muchas funciones. Por un lado, para sus propietarios eran negocios que reportaban con regularidad buenas utilidades. Las frutas que cosechaban, entre las que sobresalían las granadas, los duraznos, los membrillos y las guayabas, se vendían con facilidad en los mercados de la ciudad. Además, en una ciudad que carecía de parques públicos, las huertas eran centros de esparcimiento muy solicitados. Los domingos las familias completas hacían en ellas su día de campo, mientras que entre semana, a la salida de la escuela, los niños se brincaban las bardas y, ante la complaciente mirada de los vigilantes, se hartaban de fruta.

El mayor problema de los hortelanos fue siempre la carencia de agua. No los mercados, que a pesar de su estrechez alcanzaban a absorber la mayor parte de la producción de frutas, ni los precios, que aunque bajos aseguraban a los propietarios una razonable utilidad, sino el riego y todas las dificultades a él aunadas. Ya en la época del gobernador Flores Alatorre se denunciaba que en el repartimiento del líquido se procedía parcialmente y sin justicia. Algunos años después, en 1854, 40 hortelanos declararon ante notario que como "dueños y poseedores del agua del Ojocaliente" que eran, estaban muy alarmados porque el ayuntamiento "piensa darle otra dedicación al agua expresada, aplicándola a fuentes o pilas de las plazas públicas".

Quejas de este tipo siguieron escuchándose a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XIX. Como se dijo en un periódico, el cultivo de frutales siguió siendo "uno de los principales recursos de vida de este vecindario", pero la falta de agua y la inequidad con la que era distribuida se mantuvieron como los principales azotes de los horticultores. En 1895 el tema era ya tratado con cierta nostalgia, pues Aguascalientes ya no era "el país de las flores y los frutos" y sus huertas se veían en la obligación de disputarle el agua a los establecimientos industriales recientemente abiertos.

El crecimiento de la ciudad, el taponamiento de las viejas acequias, la introducción de redes subterráneas de distribución y sobre todo la apertura de empresas que consumían grandes cantidades de agua, como los Talleres del Ferrocarril Central y la fábrica de productos de maíz La Perla, tuvieron como resultado natural el decaimiento de una actividad que le dio a la ciudad una de sus características distintivas.


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