En 1910 el país estaba cansado de Porfirio Díaz. Lo que comenzó 35 años atrás como una sublevación democrática, que tenía como primer propósito restaurar la legalidad, se había convertido en una dictadura. Aquel horizonte lleno de promesas, como las de respetar el sufragio popular y procurar el bienestar de los trabajadores, había sido sustituido por otro en el que lo único que valía era la voluntad superior del presidente de la república.
De la misma manera que Díaz y sus ministros se habían perpetuado en sus cargos, creyendo que el país era el mismo que los había elevado, en los estados los gobernadores trataban por todos los medios de conservar el poder, que utilizaban en su propio provecho y en el de sus más cercanos amigos y colaboradores.
Alejandro Vázquez del Mercado era en Aguascalientes una réplica de Porfirio Díaz. Cuando estalló la Revolución tenía ya 15 años de gobernador; era un hombre viejo que en su momento trabajó por el bien de su estado, pero las circunstancias eran otras y exigían hombres nuevos.
El gobierno porfirista tenía de las cosas una versión que difería mucho de la del pueblo. El hambre, la insuficiencia de los salarios, la inexistencia de una prensa libre, las dificultades que enfrentaban los ciudadanos para organizarse y todos los demás males que veían los observadores y que sufría a diario el pueblo, no eran para el gobierno, en el peor de los casos, más que pequeños raspones en el uniforme resplandeciente y heroico del general Porfirio Díaz.
Por eso Vázquez del Mercado no supo interpretar correctamente los hechos. En 1907, cuando se reeligió por cuarta vez, no se dio cuenta de que era ya un hombre viejo. Cuando sus enemigos políticos y críticos, cuyo número crecía de manera alarmante, publicaron un periódico y decidieron organizarse, creyó que no tenía por qué temerles. Pensaba que eran personas resentidas y que el pueblo lo seguía queriendo como cuando lo eligió gobernador por primera vez, 20 años atrás.
En 1909, aconsejado por algunos banqueros que soñaban con hacer un gran negocio, Vázquez del Mercado emprendió la más costosa de las obras públicas de que se tuviera memoria en el estado. Se trataba de resolver de raíz dos gravísimos problemas, el del abasto de agua potable y el del drenaje, pero en esa ocasión se pensó en grande, en una obra digna de esa ciudad moderna e industriosa que era Aguascalientes.
Después de considerar diversas posibilidades, el gobernador acogió la propuesta que le hicieron la Compañía Bancaria de Fomento y Bienes Raíces y el Banco Central Mexicano. Los planes eran impresionantes, pues se iba a tender una tubería subterránea a lo largo y ancho de toda la ciudad, a construir un gigantesco tanque elevado, a tapar las acequias y a cegar el manantial del Ojocaliente, uno de los más importantes símbolos de la ciudad, el mismo que la había abastecido de agua durante unos trescientos años.
El único problema real es que las obras en cuestión iban a costar un millón de pesos, es decir, cinco veces el presupuesto anual de gastos del gobierno del estado. Sin embargo, los genios financieros de la Compañía Bancaria también le resolvieron ese problema a Vázquez del Mercado, quien sólo tenía que aceptar los recursos generosamente facilitados por el Banco Central Mexicano, emitiendo a cambio algunos bonos que se amortizarían en el curso de los siguientes 40 años.
Tan sencillo como eso: tomar el dinero e hipotecar el futuro del estado. Vázquez del Mercado y sus amigos tenían sus dudas, pero la oferta era realmente tentadora. Además, no había ley, partido político, periódico u organización social capaz de detenerlos. Con sospechoso sigilo el gobernador obtuvo del Congreso las facultades que necesitaba, firmó los correspondientes contratos y ordenó el arranque de las obras.
El episodio se convirtió pronto en una especie de parábola del Porfiriato y precipitó en el ámbito local la caída del régimen. Por un lado estaba la vanidad y el faraonismo del gobierno, empeñado en acometer grandes y costosas obras. Por el otro, la virtual inexistencia de la oposición, e incluso de una prensa que mereciera el calificativo de independiente, lo que les permitía a los agentes del gobierno actuar libre e impunemente. Y bañándolo todo, el deseo de los particulares de hacer grandes negocios, sin importar que eso significara la ruina de los intereses públicos o el enojo de los contribuyentes.
Vázquez del Mercado tenía fama de indolente y hasta de tibio, pero no de corrupto. Sin embargo, en el asunto de la Compañía Bancaria quedaron muchos hilos sueltos, y algunos iban a dar hasta su cuenta personal, la cual se creía considerablemente engrosada con las comisiones pagadas por los concesionarios. Incluso eso se hubiera olvidado, pero las anunciadas y costosas obras nunca se concluyeron y la mecha del descontento popular se prendió.
El gobernador, a pesar de que era un hombre viejo y fatigado, se creía el representante de un régimen inexpugnable y se imaginaba a sí mismo como un fiel y sacrificado servidor público, el principal promotor de la modernización de Aguascalientes, el campeón local de la paz, el hombre al que las circunstancias volvían necesario.
Lo que no sabía es que el imponente edificio de la paz y el progreso sobre el que gobernaba estaba lleno de grietas y cuarteaduras. Lo que logró en 1910, gracias a sus ambiciosas maniobras financieras, fue poner esas grietas al descubierto y exasperar a la gente. Sin que supiera de dónde, surgió un periódico de verdadera oposición, que documentó este escandaloso asunto y le impidió maniobrar con la comodidad y la impunidad a las que estaba acostumbrado.
Muy pronto Vázquez del Mercado se vio envuelto en el peor escándalo de toda su carrera política. Impulsor de una obra costosísima y mal hecha, señalado como encubridor y hasta socio de quienes estaban haciendo grandes negocios a costillas del erario público, firmante de un contrato que comprometía seriamente los intereses del estado y, en resumen, personificación de los vicios de una época que estaba tocando a su fin.
Una curiosa e iluminadora coincidencia quiso que este escándalo rubricara la caída del Porfiriato en el ámbito local. En abril de 1911, en efecto, al mismo tiempo que el general Díaz cedía ante el empuje del movimiento maderista, Vázquez del Mercado se veía obligado a renunciar y a dejar inconclusas las grandiosas y costosas obras de equipamiento urbano que había emprendido. Junto con el sueño de convertir la ciudad en una metrópoli digna por sus servicios de rivalizar con las más importantes capitales del país, se derrumbaban con estrépito las estructuras locales del régimen.
En Aguascalientes y en todo el país la Revolución estalló porque no hubo forma
de que los cambios que exigía la sociedad se dieran de manera pacífica. El gobierno,
en la ciudad de México y en todos los estados de la república, se empeñó en
no ver lo evidente: el pueblo, cansado de las imposiciones, los fraudes, las
mentiras, los abusos, el hambre y la miseria, tomó las armas y decidió resolver
por sí mismo las cosas.