Junto con los mineros, soldados, indios, esclavos negros, artesanos y agricultores llegaron otros españoles, los misioneros franciscanos. Éstos habían acompañado a Ibarra desde sus primeras expediciones en 1554. En 1574, como se dijo, habían fundado el convento del Valle de San Bartolomé. Desde allí comenzaron su labor de evangelización entre la población indígena de los alrededores. Más tarde, en los años iniciales del siglo XVII, arribaron los primeros misioneros jesuitas.
En 1604 los franciscanos fundaron la misión de San Francisco de Conchos, a la orilla de dicho río. Fray Alonso de Oliva, el fundador, había empezado a trabajar con los conchos por lo menos desde 1595 y con ellos viviría casi veinticinco años, intentando congregar a los conchos "bajo campana", es decir, en el asentamiento fijo de la misión. En 1609 se aseguraba que Oliva había logrado reunir a 4 000 indios en la misión, aunque para 1622 la cifra se había reducido a la mitad. Oliva abrió tierras de cultivo y enseñó métodos para la crianza de ganado que los españoles habían llevado consigo: caballos, burros, mulas, gallina, ovejas, cabras y vacas, además de gallinas. Otra misión nacida en estos años fue la del Valle de San Bartolomé, que en 1601 ya incluía como pueblo de visita a Atotonilco, donde había indios conchos y tobosos. En 1607 nacía la misión del Tizonazo, no muy lejos de Indé.
Por su parte, los jesuitas fundaron su primera misión en esta zona en San Pablo (el actual Balleza) en 1611, gracias a los esfuerzos del padre Joan Font, quien había llegado a Santa Bárbara en 1604. Uno de los problemas que halló este misionero fue la honda animadversión entre tarahumaras y tepehuanes. Entre 1623 y 1630 los jesuitas fundaron otras cuatro: una cerca de Indé (Santa Cruz del Nazas), la de Cerro Gordo, San Felipe y San Miguel de Bocas, estas dos últimas sobre el río Florido. En estas misiones se reunieron por igual tepehuanes y tarahumaras y chizos y tobosos, es decir, población indígena nómada y sedentaria. Sin embargo, el trabajo de franciscanos y jesuitas estaba bien diferenciado: a los primeros les correspondían los indios conchos y los grupos del desierto de la porción del este; los jesuitas, por su parte, se encargaban de los tarahumaras y tepehuanes y algunos grupos nómadas del suroriente. Como dice Cramaussel, no era una división geográfica sino una división basada en un criterio cultural.
En las misiones los indígenas recibían la doctrina, se les enseñaba el español y se les entrenaba en el manejo del ganado y en el cultivo de las nuevas plantas, como el trigo. También eran utilizados para construir las iglesias y demás instalaciones de la misión, por ejemplo, las acequias para el riego.
Pero las misiones adquirieron pronto una gran importancia, no sólo como centros de evangelización sino también como lugares de reclutamiento de mano de obra para los exigentes estancieros y mineros españoles. De las misiones comenzaron a salir regularmente los peones indios para efectuar trabajos temporales con los españoles. Vista en perspectiva, ésta era su función clave. Para algunos sectores del gobierno, las misiones además tenían la ventaja de que disminuían las cacerías de indios, lo que redundaba en una convivencia menos violenta entre éstos y los españoles.
Los misioneros de ambas órdenes (sobre todo los jesuitas) no tardaron en enfrentarse con los intereses de los mineros y rancheros a causa de los indios, o mejor dicho, a causa de la fuerza de trabajo de los indios. Los colonos requerían mano de obra para sus explotaciones, mientras que aquéllos requerían sujetos para su labor evangelizadora y para las actividades productivas de las propias misiones. El problema surgía porque los misioneros pronto entendieron que era preferible mantener aislados a los indios de las perniciosas influencias de los propios españoles. Pero lo cierto es que las misiones contribuyeron en gran medida a resolver el problema de escasez de trabajadores.
Algunos indígenas descubrieron que a pesar de tener que renunciar a algunas de sus costumbres y creencias (obviamente a su religión y a su nomadismo), la misión ofrecía ventajas, por ejemplo, una cierta seguridad alimentaria y el consumo de algunos productos españoles, sobre todo textiles. Además, según Deeds, las misiones parecían contrarrestar, de manera contradictoria, la incertidumbre provocada por el arribo de los españoles. El dios español podía complementar a sus antiguas deidades y brindar así una protección adicional contra las enfermedades y epidemias y contra los grupos enemigos. Por estas razones las misiones han sido vistas como uno de los principales métodos de conquista y expansión española en el septentrión; sin duda conformaron un espacio de una densa complejidad social que desembocó en la aculturación de los indios y su integración a los modos de los europeos.