Los perros de Colima empezaron a aullar a fines de 1522, cuando una hueste amotinada de españoles hizo su primera entrada en tierras colimotas. En 1523 se conquista el territorio entre los volcanes y la mar del Sur, y es fundada la Villa de Colima, en el finisterre novohispano.
A partir de entonces, dos proyectos distintos estuvieron en juego: la Colima marinera, compañera de exploradores, y la Colima campirana, dedicada sobre todo al beneficio de las múltiples huertas de cacao, las salinas, los cañaverales y las palmas de coco: cultivos entremezclados con el maíz, algodón, arroz, café y, en tiempos más recientes, los cítricos y otras frutas. La presencia de negros y mulatos, la convivencia de españoles e indígenas, el amor y la violencia, fueron teniendo un mestizaje cada día más profundo, oculto hoy en las venas, en la tez y en el carácter de sus habitantes, que jamás pudieron acostumbrarse a sismos y ciclones, inclemencias endémicas de la naturaleza.
José Miguel Romero muestra en su Breve historia de Colima un espacio hogareño, que a lo largo de los siglos construyó la marginalidad como cultura y forma de vida, a espaldas de la Nueva España, primero, y en contraposición a los desafíos de Michoacán y Jalisco después, una vez que México obtuvo su Independencia. Aquella cultura de la marginalidad esculpió su identidad: Colima combatió por vivir la autonomía y, desde este mirador lejano, gustó de curiosear en el ruedo nacional sin inmiscuirse en el trasiego del centro del país: estuvo siempre al tanto, porque tarde o temprano los efectos transitaban ante sus ojos: visitadores, fiscales, alcaldes mayores, insurgentes, liberales, conservadores, imperiales, revolucionarios, iban y venían por su Camino Real, para embarcarse por el puerto de Manzanillo y buscar orillas más acogedoras.
Breve historia de Colima descifra a lo largo de sus páginas los hilos y vericuetos
que han ido precipitando un estilo de vida y la identidad de una región a través
de su paisaje, la política, la economía y, sobre todo, la vida cotidiana.