DESDE QUE LA CORONA EXPIDIó LA REAL CÉDULA de 4 de diciembre de 1786 creando doce intendencias en México, la provincia de Colima entra en un proceso que culminará en 1857, al erigirse en estado libre y soberano. En este arco de años, Colima queda en el centro de una gran controversia territorial. Los intereses del Centro competirán con los de Michoacán y Jalisco, y éstos con los de los propios vecinos de Colima.
La añeja alcaldía mayor de Colima, ahora constituida en partido, pasó por orden real a la recién creada intendencia de Valladolid. Sus límites fueron: Zapotlán, Pizándaro, Motines del Oro y Amula. De este modo se simplificaban numerosos trámites burocráticos, porque de una sola sede, Valladolid, dependerían tanto los asuntos eclesiásticos como los políticos y administrativos. Antes y durante siglos, estos últimos debían realizarse en la capital del virreinato. Pero aquello que parecía lógico tenía su contrapartida. Durante los últimos años, los intereses comerciales de Guadalajara habían sido agresivos y comenzaban a existir sólidos vínculos y complicidades con cierto sector del vecindario colimense. La nueva política del libre comercio favoreció al Consulado de Guadalajara y, desde el partido de Colima, iba creciendo el intercambio de productos y mercancías con la capital neogallega. Así se explica el desarrollo del cultivo del algodón, los bríos con que se cosecha el añil, además de los tradicionales cacao y coco, junto con la sal.
Un fuerte aliado se unió a los intereses comerciales que privilegiaban las relaciones entre Colima y Guadalajara, convertida ya en el principal mercado del occidente de México. El obispo don Antonio de Alcalde solicitó a la Corona un reajuste territorial con la sede de Valladolid, al pedir que bajo su jurisdicción inmediata pasaran algunas parroquias michoacanas, incluida entre ellas las de Colima. Desde 1787, los vecinos de Colima elevaron sus quejas, pues temían un deterioro en la debida atención pastoral, alegando entre otras cosas que la muestra la tenían a la vista: de hecho los pueblos de Armería, Cuatlán y Cuyutlán, que caían bajo la jurisdicción de Guadalajara, ni siquiera tenían sacerdote que velase por ellos, debiendo acudir al cura de Caxitlán. Entre los principales opositores a este proyecto figuraba don Miguel José Pérez Ponce de León. Sin embargo, Carlos IV aprobó el proyecto del obispo Alcalde el 17 de abril de 1789, trasladando a la jurisdicción neogallega los curatos de La Barca, Ayo el Chico, Atotonilco, Ocotlán, Zapotlán, Tamazula, Colima, Almoloyan, Ixtlahuacán y Caxitlán.
La sede episcopal michoacana no aceptó tan importante desmembramiento de su territorio y apeló del mismo. La Audiencia, entonces, envió un visitador que, a pesar de los argumentos esgrimidos por el obispo de Valladolid, dio dictamen favorable a los intereses de Guadalajara. Las autoridades eclesiásticas de Michoacán se hicieron sordas durante largo tiempo, causando desazón entre los curas y los fieles que no sabían a quién acudir, puesto que el virrey había dispuesto el cumplimiento de la Real Cédula de 1789. De hecho fue hasta el 20 de julio de 1796 cuando las parroquias de Colima pasaron a jurisdicción neogallega.
Si esto significó debilitar los vínculos entre Colima y Michoacán, a donde tan sólo se acudía para trámites políticos, administrativos y fiscales, un golpe más lo daría el primer subdelegado del partido de Colima, don Luis de Gamba y González, a quien tocó la difícil tarea de continuar aplicando las reformas borbónicas, iniciadas con tantos trabajos por don Miguel José Pérez Ponce de León con ayuda de sus milicias. Una de las medidas adoptadas por el subdelegado Gamba fue pedir en 1793 que los tributos recaudados de los indígenas del partido de Colima fueran entregados directamente en Guadalajara, evitando así su incómodo traslado hasta Valladolid ya que la distancia entre esa ciudad y Colima era mucho mayor y los caminos estaban en muy mal estado. Así, a partir de 1796, una vez aprobada la petición del subdelegado Gamba por la Junta Superior de la Real Hacienda, los tributos fueron remitidos a Guadalajara. Con ello, de hecho, Colima quedaba sometida a la intendencia de Guadalajara.
Tales reformas territoriales y eclesiásticas pocos beneficios reportaron a los habitantes de la región. Bajo el aspecto eclesiástico, ciertamente, la mayor facilidad de comunicaciones entre la Villa de Colima y Guadalajara significó un control más rígido por parte de la otra mitra neogallega que, muy pronto, ordenó una visita pastoral a las parroquias de la costa recién incorporadas. Del lado civil, más que de orden político, en el rubro económico se dieron los efectos más importantes. Guadalajara, convertida en la metrópoli del occidente de México, aumentó su presencia comercial en Colima y captó más ingresos, tanto por el flujo de las contribuciones como por el movimiento mercantil.
Ya se mencionó el auge de la minería en Guanajuato y otros reales que hicieron más rentables las salinas de Colima y cómo pueden observarse en esta provincia ciertos aires de bonanza en el último cuarto del siglo XVII.
Unidos estos factores al desarrollo económico de otras regiones y villas, como es lógico, los vecinos de Colima comenzaron a sentir la necesidad de romper con tales dependencias y recuperar, en alguna medida, la iniciativa perdida. Por otra parte, acostumbrados por siglos a vivir en la marginación y, por consiguiente, con amplios márgenes de autonomía, sintieron que las revisiones territoriales impuestas por la Corona, en lugar de ser beneficiosas, eran contrarias a sus intereses. Un vivo malestar fue permeando a los vecinos, quienes creyeron ver en el puerto de Manzanillo la posibilidad de romper con este nuevo estatuto. Tras largos siglos de dar la espalda al mar, Colima volvía a abrirse a él. Si se lograba potenciar Manzanillo, pensaban, éste podría convertirse en una alternativa comercial al puerto de San Blas, en la costa nayarita, que venía siendo privilegiado por Guadalajara y del que ésta cosechaba generosos beneficios, como lo apunta Jaime Olveda.
Tal posibilidad soñada por Colima, sin embargo, encontraba tropiezos permanentes en la Audiencia de Nueva Galicia, que como es natural promovía los intereses locales. Esta situación provocó a la larga que los grupos de poder en Colima se consolidaran, siendo el Ayuntamiento quien tomó las riendas de una lucha, a veces oculta, a veces abierta, por recuperar sus antiguos espacios y en definitiva su autonomía perdida.
Las reformas territoriales a las que estuvo sometida Colima en la última década del siglo XVII
y en la primera del XIX
facilitaron que sus vecinos tuvieran la oportunidad de estrechar nexos con diversos sectores de Michoacán y Guadalajara, consolidando alianzas con unos y con otros que, a la larga, les resultaron de provecho, porque pudieron colocar el territorio comprendido entre los volcanes y el mar en el centro de la discordia de un tira y afloja por los límites interregionales. Tales vínculos explican, de alguna forma, la incidencia que la lucha insurgente pudo tener en la región y cómo una nueva conciencia fue emergiendo en la antigua alcaldía mayor de Colima.