Prólogo


AUNQUE EN LOS ALBORES DE LA ÉPOCA COLONIAL Colima tuvo una considerable pero temporal dilatación, estuvo marcado desde tiempos inmemoriales por dos importantes mojones: los extraordinarios volcanes al norte y los kilómetros de litoral con el Océano Pacífico. Pero Colima jamás quiso ser serrana ni marinera.

El hombre de esta tierra está acostumbrado a la mirada larga, siguiendo la costumbre de aquellos centinelas de la mar que oteaban el paso de las naos que iban o venían de las Filipinas. Sólo interrumpen su visión las fumarolas del volcán de Fuego, la gran mancha paralela al cielo del Cerro Grande —la hermosa sierra de Manantlán— y las corpulentas cúpulas de los cóbanos, parotas e higueras de troncos grises. No pudo, sin embargo, acostumbrarse a las inclemencias endémicas de la naturaleza: sismos y ciclones, principalmente.

Se ha ido acomodando a la tierra durante siglos: respira aires campiranos y la brisa marina mientras ha venido beneficiando la sal o sembrado maíz, frijol y cacao; ha cultivado la caña de azúcar, las palmas de coco, el algodón y el arroz; tuvo buenos éxitos con la producción de café —el caracolillo— y en tiempos más recientes experimentó con los cítricos y otros árboles frutales y recuperó sus viejos sueños mineros.

Todo esto empezó desde que los colonos hispanos olvidaron correr tras la aventura y fijaron sus reales en las estancias. Así echó raíces la tradición en Colima junto a los seculares habitantes de esta tierra que vieron con estupor la invasión de las huestes españolas. Entonces se inició su calvario: esclavos de guerra, encomiendas, trabajos forzados en minas y cacahuatales, largas caravanas de tamemes trayendo y llevando desde la Villa de Colima pesadas cargas; sucumbiendo ante una precaria dieta, un trabajo excesivo y epidemias desoladoras, mientras el nuevo modelo español intentaba congregarlos en pueblos. Aquel desplome de la población aborigen obligó a los escasos vecinos españoles a recurrir a los servicios de esclavos negros, a quienes compraban en los mercados de México y Guadalajara. Así, la presencia de negros y mulatos, la convivencia de españoles e indígenas, el amor y la violencia fueron tejiendo un mestizaje cada día más profundo, oculto hoy en las venas, en la tez y en el carácter de los habitantes de Colima.

Este libro que el lector tiene en sus manos es la historia de esta intensa convivencia que de varias formas y en varias etapas ha configurado conductas políticas, económicas y sociales que han llegado hasta nuestro tiempo en busca de redefinición y de nuevos horizontes.

A reserva de las observaciones que haré en la bibliografía comentada al final del volumen, anticipo que, a diferencia de otras entidades, todavía Colima no tiene escrita una "historia general" que pueda servir de punto de referencia, aunque esté en proceso una muy esperada. Por otra parte, si bien ha sido loable el interés que durante generaciones se mantuvo por la historia local y los satisfactorios trabajos que la nueva hornada viene realizando, hay amplias franjas y estratos del pasado que aún no han despertado el interés por su investigación. De este modo —y sea el primer elemento a destacar— resultaba un tanto provocador intentar por mi parte llenar vacíos que implicarían un gran esfuerzo y que ya es tarea de un gran equipo de historiadores calificados.

En este libro pretendo subrayar algunos trancos de nuestra historia local que considero medulares, y procuro describir los rasgos más característicos de sus progresivas y diferentes facetas, abriendo en lo posible caminos por roturar.

En lo que mira a la época colonial, recalco el diseño de una amplia región —lo que llamo el gran Colima— que, luego, pedazo a pedazo se fue perdiendo, y la decisión de los vecinos de esta tierra de darle la espalda al mar, cuando desde un principio, por su situación geográfica, tuvo evidente vocación e identidad marineras. Al mismo tiempo, señalo las principales actividades productivas de las generaciones que dieron genio y figura a la alcaldía mayor de Colima; a saber, el cacao, la caña de azúcar y las palmas de coco, al mismo tiempo que la ganadería y las salinas. El uso de la tierra y los comportamientos sociales fueron marcando la identidad regional, centrada por otra parte en la experiencia de ser una provincia marginada en la Nueva España, es decir, su finisterre.

Al llegar las reformas borbónicas, Colima se ve sacudida por un nuevo estilo de gobernar y de enfocar la existencia. Cuando aquéllas quisieron ponerse en práctica, hicieron relucir agudos problemas y mostraron a las claras el deterioro que, a lo largo del siglo XVIII, había ido acumulando la antigua provincia de Colima. Su territorio, saqueado por individuos de comarcas aledañas; la triste condición de sus naturales; una agricultura paralizada y la explosiva presencia de numerosos "vagos" era caldo de cultivo para toda clase de violencias. Quizá por primera vez aquella sociedad experimentaba que su marginación como estilo de vida, en lugar de favorecerle, agrandaba las aristas del drama cotidiano. Fue entonces cuando la Corona decidió suprimir de un tajo la autonomía de Colima para hacerla depender, tanto en lo eclesiástico como en lo civil, del obispado de Guadalajara y de la intendencia que en la capital de la Nueva Galicia tenía su sede.

A partir de ese momento, entre los colimenses comienza a debatirse el dilema de sobrevivir con dificultades en el aislamiento, o someterse a los arbitrios y destinos que les marcarían instancias foráneas. Pasada la lucha insurgente, Colima y su territorio son manzana de la discordia que tienta al gobierno central, a Michoacán y a Jalisco. La reacción no se hizo esperar: brotó en casa una profunda aspiración de querer ser, de reencontrarse con la soberanía perdida y, por ende, con su independencia. La confrontación de tales y tan diversos proyectos iría madurando hasta lograr el rango constitucional de estado libre y soberano. Y ahí, agazapado en el juego de intereses, asomaba una y otra vez el puerto de Manzanillo como una puerta de libertad. Colima, para recuperar su autonomía perdida, vuelve los ojos al mar al que siglos antes había dado la espalda.

En esta perspectiva, el año de 1880 adquiere relevancia propia. Quise, por ello, hacer un ensayo de vida cotidiana para poder percibir y vislumbrar la agudísima y compleja crisis que puso en carne viva al estado de Colima, y la transformación cultural y de valores que se iba cocinando en vísperas del siglo XX y, ya entrados en éste, los dos importantes episodios que fueron la Revolución y el largo, doloroso y sangrante conflicto cristero.

Todos y cada uno de estos capítulos se han tratado en tanto que ayudan a discernir los efectos y respuestas que en la conciencia colectiva pudieron tener.

Para los últimos tramos de nuestra historia, hasta la orilla del tercer milenio, el tratamiento es distinto: más que recorrer los acontecimientos que jalonan las décadas de desarrollo sostenido y la agobiante crisis que todavía se viene padeciendo, opté por un ensayo interpretativo del momento que vive este Estado "a la medida del hombre" y abierto al futuro.

Cierro este preámbulo con las gracias y una dedicatoria.

Agradezco la confianza que en mí depositaron los coordinadores de la obra —Don Luis González y la doctora Alicia Hernández Chávez— y el interés mostrado por don Miguel de la Madrid H., director del Fondo de Cultura Económica, para que mi ensayo se concluyera a tiempo. De modo particular, mi agradecimiento al doctor Manuel Miño, de El Colegio de México, por el interés que puso en esta obra. Siento igual satisfacción por haber sido incorporado a un extraordinario equipo de historiadores de todas las latitudes del país para trabajar en este proyecto que se desarrolla bajo el patrocinio del Fideicomiso Historia de las Américas.

Finalmente, dedico mis páginas a quienes aman nuestro terruño, es decir, a todos los nacidos y arraigados en esta tierra de sismos y erupciones, entre los volcanes y la espléndida y dilatada Mar del Sur.

JOSÉ MIGUEL ROMERO DE SOLÍS

Colima, en la Casa del Archivo, junio de 1994


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