Con la Iglesia hemos topado


Con la Iglesia había topado el imperio de Maximiliano, y el coqueteo inicial fue enrareciéndose hasta la ruptura. Con la Iglesia, también, la República restaurada tuvo dolorosos enfrentamientos en tiempos aún muy cercanos. La excomunión fulminada por Pío IX contra quienes acataran la Carta Magna de 1857 y las represalias tomadas por el gobierno de México sobre los que se negaban a protestar fidelidad a la Constitución traían por la calle de la amargura las conciencias mexicanas. En Colima, las heridas del conflicto no estaban por completo cicatrizadas, aunque resultaba interesante que con frecuencia los elegidos por sufragio popular, en el momento de jurar sus cargos, lo hacían con la salvedad de aquellos artículos que afectaban a su conciencia.

Pero una cosa era la ideología liberal dominante y otra, muy distinta, los liberales. Si en la época, en su mayoría, los políticos reformadores eran cristianos, la mentalidad liberal vigente, por el contrario, al recluir la fe en el interior de la conciencia individual, se declaraba radicalmente anticristiana. Una de las consecuencias lógicas de tal tesis era justamente desconocer raigambre histórica y jurídica a la Iglesia. La presencia misma de la Iglesia, como persona moral, estructurada con una jerarquía al frente, con derechos y obligaciones, era inconcebible en un estado de cuño liberal.

La misma Iglesia, por su parte, también fue hija de su tiempo. En el concilio ecuménico Vaticano I (1869-1870) fue privilegiado el papel de los obispos, relegando al ostracismo a los otros sectores del pueblo de Dios —clero, religiosos y laicado—. A la Iglesia le creció la cabeza y se le redujo el cuerpo. Aplicando esta perspectiva a las relaciones entre Iglesia y Estado, el enfrentamiento se daba entre gobierno y obispos. La participación de los seglares era mínima y, en muchos casos, fueron simples espectadores a quienes les dolía en lo hondo la lucha de los dos colosos que no la tomaban en cuenta. Esto acontecía en México y en el resto de los países de tradición católica, tanto del continente americano como de Europa.

El hecho de que, en 1881, fuese erigida la diócesis de Colima por el papa León XIII, podría resultar irrelevante, a no ser que se dieran rasgos de excepción que rompieran e invalidaran el esquema mencionado en los párrafos anteriores. Y así fue. La originalidad del proceso que condujo a la erección del obispado de Colima modifica por completo la perspectiva trazada por todo el país. Una vez más Colima fue un caso atípico con respecto a otras latitudes y zonas de México. Por ello consideramos de gran importancia detenernos en este insólito caso, pues además de sus aristas específicamente eclesiásticas, las tuvo también en el contexto general de la autonomía local que por tanto tiempo se había pretendido y buscado.

El 16 de noviembre de 1881, en el Vaticano, la Sagrada Congregación para Asuntos Extraordinarios concluía su estudio sobre la oportunidad de erigir la diócesis de Colima en México. Ese día, monseñor Mariano Rampolla del Tindaro, quien pronto sería cardenal, remitió el expediente a su homólogo de la Congregación Consistorial, monseñor Pietro Lasagni, para que procediera a redactar el decreto de erección de la misma. Concluía de este modo un trámite que había durado años.

Tres hombres habían alentado desde un principio el proyecto de una diócesis para Colima: dos de ellos eran canónigos de Guadalajara, los presbíteros José Ramón Arzac y Luis Michel, y el tercero un laico, vecino de Colima, Tomás Solórzano, presidente de la Sociedad Católica de Colima, de quien el arzobispo Pedro Loza y Pardavé había comentado: "ha sido un insigne benefactor del Seminario y de la Iglesia, y en la erección de la diócesis, fue el principal promotor para alentarla y elevar las preces a la Santa Sede". De aquellos tres promotores, las palmas se las llevó el padre Arzac: "Fue entonces verdadero vidente: quizá presintió el adelanto religioso de Colima con la institución del obispado, idea que nadie sino él fue el primero en concebir".

El caso de Colima adquiere relevancia propia. Destaca la originalidad del procedimiento, a saber, que no nace por instancias oficiales sino que fue promovido por un grupo benemérito de particulares. Históricamente, además, se da un interesante paralelismo con las disposiciones que, a nivel cívico, se tomaron para que Colima obtuviese el rango constitucional de estado libre y soberano.

De la súplica elevada a la Santa Sede por los miembros de la Sociedad Católica de Colima, el 29 de junio de 1877, monseñor Rampolla, escribiendo a su colega Pietro Lasagni, destacaba dos argumentos: la enorme extensión territorial del arzobispado de Guadalajara y los muchos kilómetros de distancia que separaban la sede episcopal tapatia de la ciudad de Colima, dificultando los contactos pastorales. Ciertamente, el escrito de la Sociedad Católica manejó estos dos elementos, pero acumulaban a la vez razones más complejas, sin duda exagerándolas con el fin de ser escuchados con mayor prontitud. Decían, ante todo, que sólo la ciudad de Colima, futura sede episcopal, tenía la extraordinaria cifra de 40 000 habitantes; que Colima era, a la sazón, un activo centro comercial, cuyos tentáculos alcanzaban remotas regiones, tanto de la república como del extranjero, y acentuaban a este propósito la importancia del comercio con Alemania. En estrecha consonancia con este último dato, la Sociedad Católica tocaba un punto que, sin duda, habría de llamar la atención de Pio IX (1846-1878), el Papa del Syllabus: el peligro que entrañaba la influencia cultural y religiosa de los inmigrantes sobre la población costera, pues entre ellos había un buen número de protestantes.

En cuanto a recursos económicos que garantizaran el sostenimiento de una diócesis, la Sociedad Católica de Colima decía que bastaban los diezmos y rentas. que a la sazón eran recaudados y, sobre todo no habrían de surgir dificultades si la extensión territorial sugerida —17 parroquias de la arquidiócesis de Guadalajara y otras más que estaban bajo jurisdicción del obispado de Zamora— era aprobada.

Es necesario subrayar esta pretensión de los colimenses al señalar los eventuales límites del nuevo obispado. La ciudadanía quedó frustrada cuando el Congreso de la República otorgó el rango constitucional de estado libre y soberano a Colima, reduciendo a sus actuales márgenes el territorio y cercenando de este modo las antiguas fronteras de que había gozado en la etapa colonial corno alcaldía mayor. Ahora este grupo de vecinos, sensible a las expectativas de sus paisanos y queriendo reivindicar lo que consideraban un derecho tradicional, solicitaban una circunscripción mucho más amplia incluso de lo que fuera en el tiempo de las reformas borbónicas. Quizá otra vez se llegaba a la exageración con el único objeto de negociar con el otorgante —la Santa Sede— y, en un justo regateo, obtener la parte del territorio de la que Colima se sentía despojada. No desdeñaban bajo esta pretensión otros intereses: uno, el económico, tal y como se expresa con claridad en la misma súplica; dos, el político: recuperar mediante la Iglesia lo que la República había negado.

Los argumentos esgrimidos pesaron para que Roma, después de hacer las consultas de rigor, decidiera conceder lo que era solicitado: la erección de una nueva diócesis cuya sede episcopal se fijaba en la ciudad de Colima. El 11 de diciembre de 1881, León XIII promulgaba el decreto de erección Si Principum, conocido así por sus primeras palabras, según el uso romano.

Los colimenses, a pesar de esto, no recuperaban todo el territorio apetecido. El arzobispo Loza no quiso ceder algunas parroquias importantes que, por cierto, quedaron por límites jurisdiccionales. Tampoco se pudo obtener de la diócesis de Zamora, a pesar de lo prometido por su prelado, Coahuayana, distrito algodonero vinculado geográfica e históricamente con Colima. La diócesis de Colima, según el decreto, quedaría integrada por las parroquias de Cuautitlán, Ejutla, Jilotlán, Pihuamo, Tecalitlán, Tomatlán, Tonila, Tuxcacuesco, Villa de Purificación, Zapotitlán y todas las que quedaban dentro del territorio geográfico del estado de Colima.

En la catedral tapatía, el arzobispo Loza consagró al primer obispo de Colima, asistiendo el habilitado don Francisco Arias y Cárdenas, maestrescuela, provisor y vicario general del arzobispado, y "el sabio y virtuoso Sr. Obispo de la Diócesis de Tamaulipas", Eduardo Sánchez Camacho, quien 13 años más tarde rompería a bombo y platillo con la Iglesia católica.

Francisco Meliton Vargas y Gutiérrez había nacido el 9 de marzo de 1823 en Ahualulco, Jalisco. Su padre, un hombre pobre, militó entre los insurgentes. Ingresó al Seminario de Guadalajara en 1840. Diez años después fue ordenado sacerdote, ejerciendo el ministerio en las parroquias de Zapopan, Acatlán, Colotlán y Aguascalientes. En Acatlán, los liberales lo tomaron preso acusándole de ser enemigo de su causa, y en Colotlán fue víctima de un atentado: a bocajarro alguien le disparó. En 1869 entró al servicio de Catedral; luego le nombraron canónigo lectoral y rector del Seminario. Se rumoreó intensamente su candidatura para la nueva sede de Sinaloa, puesto que había ido de visitador apostólico a Baja California, región que formaría parte de aquella diócesis, pero, a instancias de su arzobispo, fue designado obispo de Colima.

Un mes después de la consagración episcopal, el obispo Vargas se trasladó a Colima, entrando en ella el 25 de junio de 1883, rodeado del júbilo de la población.

Mapa proyecto del obispado de Colima del año de 1877. Fuente: Archivo Secreto Vaticano.


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