La población y la sociedad


Parecen claras las tendencias generales que caracterizaron la evolución de la población indígena durante el periodo colonial. Manuel Miño Grijalva destaca, en primer lugar, una disminución acelerada de la población indígena frente al choque de la Conquista; en segundo lugar, que entre 1540 y 1570 el movimiento descendente disminuyó para, ulteriormente, en tercer lugar, reiniciar un rápido descenso en lo que queda del siglo XVI y primera mitad del XVII, cuando cae a sus niveles más bajos. Creemos, sin embargo, que estas estimaciones, como las siguientes, deben ser tomadas con reserva y precaución hasta que nuevas investigaciones de carácter local y regional arrojen resultados más seguros y confiables.

José Miranda, por su parte, concuerda en términos generales con las tendencias observadas por Borah, Cook y Simpson, de que al menos en el siglo XVII "el desenvolvimiento podía ser representado por una curva que empieza con dos millones de indígenas en los primeros años del siglo, desciende luego a un millón y medio y, en las postrimerías, se remonta otra vez a dos millones", pero difiere en el tiempo en que se produce el inicio de la recuperación poblacional, que los ubica "dos o tres décadas" antes de 1650, entre los decenios de 1620 o 1630, de acuerdo con lo que muestran los registros de "las liquidaciones de medio real" que los indios pagaban para la construcción de la catedral. Sus cómputos globales indican que en la década de 1640 el obispado de México registra una población de 57 751 habitantes y para las postrimerías del mismo siglo ésta sube a 76 626, lo que implica una diferencia de 18 875 entre ambas fechas, aumento que se observa también, proporcionalmente, para los obispados de Puebla y Michoacán.

Particularmente para el valle de México, Gibson ha establecido las tendencias que siguió la población indígena a partir de la Conquista, tiempo para el cual estima la existencia de 1 500 000 habitantes hasta 1570, cuando cae aproximadamente a 325 000, para luego acelerar su caída a 70 000 personas que se registran a mediados del siglo XVII.

Durante el siglo XVIII la población indígena continúa creciendo con lentitud, a pesar de problemas transitorios como la plaga de 1736, cuyos efectos se sintieron hasta 1739. De todas maneras, los cálculos y estimaciones de que se disponen en 1742 muestran un incremento que tomaría mayor dinamismo en la segunda parte del siglo.

Posiblemente este movimiento tenga varías explicaciones, que van desde la migración de un centro a otro con el fin de evadir la carga tributaria hasta el hecho de que varias de las jurisdicciones señaladas presentaban mejor oportunidad de elevar el nivel de vida, sin dejar de lado las consideraciones de tipo ecológico.

Al final del periodo colonial los habitantes catalogados como indígenas llegaron a representar casi 90% de la población total. Este crecimiento, por otro lado, contribuyó a que durante el siglo XVIII proliferaran tensiones agrarias, pues la transferencia de tierras continuó en favor del grupo español a costa de las comunidades. De esta manera, las disputas se extendieron entre hacendados y pueblos o entre los mismos pueblos, e incluso entre los residentes de una misma comunidad.

Todo el proceso y crecimiento anotado en los párrafos anteriores muestra el movimiento general por el que atravesaba la población de la Intendencia de México y de todo el reino, pues para 1793 la primera contaba con 1 162 856 habitantes; en 1803 con 1 511 900 y, para 1810, subió a 1 591 844 —según Humboldt y Navarro y Noriega—, años durante los cuales la población de toda la Nueva España pasó de 4 833 569 habitantes estimados en 1793 a 6 122 354 en 1810.

Por su parte, la formación de la estructura social durante la época colonial atravesó por un intenso movimiento en el que participaron grupos de la más diversa procedencia a partir del proceso de conquista, aunque en distintas proporciones y de acuerdo con las características propias de cada región. En el conjunto del espacio colonial, las áreas nucleares que mantenían la más alta población aborigen, al momento de producirse la Conquista española, seguían conservando en el siglo XVIII una clara mayoría de indígenas entre la población total, nivel que alcanzó un promedio de 60 y 75% en Perú, Guatemala y la Nueva España, aunque hubo áreas en las cuales al finalizar el siglo XVIII los indígenas representaban hasta 92% o más de la población total. Para el caso novohispano parece seguro ahora que las regiones bajo el dominio azteca mantenían un fuerte carácter indio; que en el territorio de la Nueva Galicia y el que correspondió a los tarascos, los indios y los no indios participaban de un porcentaje similar, y que la franja hacia el norte, que fuera colonizada después de la Conquista, poseía un conglomerado racial en el que los indios estaban escasamente representados. Sin embargo, en México existieron claras diferencias dentro y entre las distintas unidades geográficas menores, como las jurisdicciones, las parroquias y los pueblos.

John Tutino muestra también que los centros regionales de los valles de México y Toluca fueron dominados por oligarquías locales de españoles, compuestas por comerciantes, agricultores, oficiales reales y clérigos, quienes desempeñaban múltiples papeles simultáneamente y que a la larga fueron parte importante en la producción de alimentos para el abasto del mercado provincial. Canalizaron el comercio entre la capital y las provincias y sirvieron como parte de la burocracia colonial en sus funciones, que abarcaban desde el ámbito judicial hasta el eclesiástico, lo cual los distinguió como mediadores entre el poder colonial con base en la ciudad de México y el resto de la provincia. En este contexto puede asegurarse que la combinación de actividades comerciales y agrarias, basadas en un capital recientemente adquirido en el comercio y trasladado hacia la propiedad de la tierra, tipifica al hombre del centro de México; estos rasgos, por otro lado, muestran que la posición socioeconómica de éste, en muchos aspectos, fue una réplica de lo que sucedía con las élites de la capital, cuyo poder nunca estuvo alejado del hombre de provincia en estas zonas, tal vez porque la ciudad de México concentró la riqueza originada en la provincia sin que se produjera un proceso de reinversión y acumulación. Muchas veces ocurrió que las fortunas adquiridas en provincia pasaban a la capital al fusionarse familias o simplemente al trasladarse aquéllas hacia México. Calcula Tutino que la riqueza acumulada por los prominentes hombres de provincia estuvo, en lo que se refiere a la propiedad agraria, por debajo de los 40 000 pesos y en su mayoría fluctuó entre 10 000 y 20 000. En general, su patrimonio tuvo un valor de 20 000 a 100 000 pesos, cifras mucho más bajas que aquellas que se conocen para la élite de la ciudad de México, pues sus haciendas raramente fueron valuadas por debajo de 50 000 pesos.

El sector español ubicado en la ciudad de México representaba poco menos de 50% del total, mientras que el grupo de mestizos, mulatos e indios, al contrario, se encontraba fuera de la capital o esparcido en los demás pueblos y rancherías de la Intendencia. Del total de esta población, la distribución de edad muestra una concentración en los grupos de cero a siete años hasta el de 26 a 40, promedio de vida después del cual parece acortarse, pues la proporción marcada decrece en 200% entre la población mayor de 41 y menor de 40.

En conjunto, como ocurrió en los demás casos de españoles residentes en el país, se puede generalizar el hecho de que en Toluca más de la mitad de los inmigrantes se dedicaba al comercio; 10 o 15% eran empleados por la Corona y el resto trabajaba en la agricultura o la minería. Ni las profesiones ni las artesanías les resultaban atractivas.

En general, la estructura social de los pueblos que habitaban los valles de México y Toluca estaba dominada por el grupo indígena, aunque Gibson observa que las zonas caracterizadas por la presencia aborigen tenían también la población más numerosa de no indios y que la mezcla étnica era mayor en la ciudad de México y en los pueblos o haciendas más grandes que en las pequeñas y en el campo. Por otra parte, parece claro que entre todos los cambios sociales que se suscitaron durante el periodo colonial, el más importante fue el avance del mestizaje, que se observa particularmente en el siglo XVIII y que alcanzó grandes proporciones, tanto en su número como en su complejidad. Esta situación produjo una marcada verticalidad y jerarquización de la sociedad colonial, pues el grupo español y criollo aristocrático estableció una drástica diferenciación en relación con los otros grupos, que para entonces también habían crecido y su presión era mayor que en los primeros tiempos de la vida colonial.

Sobre las funciones socioeconómicas que desempeñaron los diferentes grupos sociorraciales, sólo parece estar claro que los peninsulares y criollos se reservaron las funciones aristocráticas, dejando las otras tareas a los "plebeyos"; aunque también se advierten indicios de que los peninsulares fungieron como burócratas y comerciantes por excelencia; los criollos como grandes terratenientes; los mestizos como artesanos, tenderos y arrendatarios; los mulatos como trabajadores manuales urbanos y, finalmente, el grupo indígena adscrito a la comunidad fue la mano de obra destinada a diferentes tipos de trabajo no calificado y pesado. Estas funciones, sin embargo, no se dieron de una manera tan rígida variaron de región en región, pues en lo que actualmente constituye el Estado de México, por ejemplo, la presencia de negros y mulatos representó un número mínimo en relación con el amplio sector indígena.

En general, la sociedad de los valles de Toluca y de México estuvo compuesta por los dos grupos culturales básicos de españoles e indígenas, aunque a lo largo del periodo colonial se incorporó un creciente y amplio sector de mestizos. Sin embargo, a pesar de que por su número eran inferiores, los españoles dominaron la situación política y económica, mientras se expandían social y culturalmente. La mayoría indígena, en cambio, permanecía vinculada a la comunidad, guardando a través del tiempo una cohesión cultural muy estable. El sector mestizo, por su parte, se identificó con el grupo español, aunque en general fue incluido entre los niveles más bajos de la sociedad colonial.

Una de las características particulares de la vida económica y social de los valles centrales fue la articulación de un número grande de pueblos y ciudades a la capital. En los centros cuya población oscilaba entre los 2 000 y los 10 000 habitantes, tales como Toluca, Taxco, Otumba, Chalco y otros, el papel desempeñado por la justicia provincial frecuentemente significó el pivote del comercio regional, articulándose, de esta manera, justicia- comercio en un mismo agente. En el siglo XVIII, cuando la economía entró en una nueva fase de rápida expansión con la nueva alza de la producción de plata, la combinación entre expansión comercial y crecimiento de la población produjo nuevas presiones en las relaciones comerciales, aunque sin llegar a la violencia generada por la pobreza rural.

Por otra parte, el funcionamiento de la sociedad colonial implicó que los indígenas, aunque eran considerados legalmente superiores a los mestizos, y en especial a los africanos, ocuparan una posición social inferior, pues las castas hablaban español y de éstas salieron criados, esclavos o asalariados del grupo español, hecho que los hacía aparecer, "a los ojos de los indígenas, como reflejos de la autoridad de sus amos", pues incluso el cacicazgo legítimo al finalizar el periodo colonial tenía poco significado. Humboldt, a principios del siglo XIX, hacía notar que los caciques apenas se distinguían en esa época de la masa de la población indígena en su modo de vida y en sus bienes, contrariamente a lo que parece haber ocurrido en los primeros tiempos.


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