Llegada la Conquista española, el territorio del actual Estado de México fue sometido. Sus tierras alimentaron al nuevo amo, y los niños aprendieron una nueva fe, nuevos sonidos musicales y otra lengua, materias que solía enseñarles fray Martín de Valencia al pie del cerro Amaqueme, santuario de sus antiguos dioses, en donde se levantaría el flamante templo de la nueva y única deidad encarnada en el hijo.
En Texcoco existieron las mejores escuelas donde se enseñaba el náhuatl. Esta tradición cultural continuó con la escuela para niños indígenas fundada en 1523 por fray Pedro de Gante. Allí dibujó con jeroglíficos las primeras oraciones cristianas para los indios. Mientras tanto, la llegada de nuevas órdenes religiosas significaría la incorporación de nuevas formas de arte que se plasmaron en sus conventos e iglesias, en combinación con las antiguas y propias maneras de percibir la belleza. Así nació una expresión mestiza, que algunos autores han llamado tequitqui, síntesis estética de ambas culturas. Pinturas o esculturas en piedra, barro o madera son una expresión clara de ello. La diversidad es magnífica en tierras mexiquenses: Acolman muestra una suntuosidad plateresca poco común en el siglo XVI. Tepozotlán se convertiría, tiempo más tarde, en uno de los ejemplos barrocos más impresionantes de la Nueva España. Allí los jesuitas desarrollaron desde época temprana una labor intensa que combinaba la evangelización con la enseñanza a los grupos indígenas de la región, trabajo en el que destacó el cura mexiquense Juan de Tovar. Para fortalecer esta tarea se creó el seminario de indios San Martín, que funcionó hasta 1767.
Poco a poco toda esta serie de esfuerzos que se realizaron en el primer siglo de conquista produjeron sus frutos en el siguiente, aunque éstos respondieron más a un intento individual que institucional. Así, la fuerza de su talento colocó a cuatro mexiquenses en el plano más alto de la cultura e ilustración universal. Juan Ruiz de Alarcón, sor Juana Inés de la Cruz, José Antonio de Alzate y José Mariano Mociño.
En el siglo XVII brilló con luz propia sor Juana Inés de la Cruz, desde su humilde Nepantla a la universalidad del conocimiento. Uno de sus distinguidos críticos, Antonio Alatorre, anotaba el carácter acentuadamente masculino de la cultura novohispana en el siglo XVII, reconociendo que el papel de la mujer estaba aún más restringido en España y su imperio que en Francia e Italia. En la actualidad es difícil imaginar un mundo en que la única reacción posible de una madre, al oír que su hija tiene el deseo de entrar a la universidad, es celebrar con risa tan descabellada idea. Sor Juana tuvo el sueño de ser hombre. Sólo que, en ese sueño, hombre no significa individuo del sexo masculino, sino individuo del género homo sapiens; "hombre" no en contraposición a "mujer" sino en contraposición a "animal".
Tan consciente estaba de sí misma, tan segura de su proyecto vital, que si no fuera por la certeza de lo realizado, sus palabras sonarían a jactancia y exhibicionismo. La realización del sueño de ser hombre, la comprobación de que la inteligencia y el saber no tienen sexo, exigía de ella una demostración. Sor Juana hizo mérito del trabajo que le costó llegar a donde llegó. Sus apologistas pensaban en el concepto teológico de la "ciencia infusa", esos conocimientos que a veces infunde directamente el Espíritu Santo. Pero a sor Juana no le hacían ninguna gracia esos que la veían como caso milagroso.
Todo empezó en Amecameca cuando, a los ocho años, hizo una loa en verso para la fiesta de Corpus Christi. Vino luego la espectacular exhibición en el palacio del virrey Mancera. Después, Juana de Asbaje fue muy admirada, y la prueba de que esta admiración era sana, de que no se basaba sino en la excelencia de lo escrito, está en el número de reediciones que la coloca por encima de todos sus contemporáneos. La alabanza impresa más antigua de la poetisa es la que escribió su ilustre contemporáneo Carlos de Sigüenza y Góngora en 1680. Lo que más le elogia don Carlos es "su capacidad en la enciclopedia y universalidad de las letras", o sea, la variedad de sus conocimientos.
El sueño de sor Juana fue no sólo ser hombre, abarcar los conocimientos humanos,
sino, además, brillar entre los hombres. Y es que el primer sueño
no sólo da toda la medida de sor Juana en cuanto al arte de la palabra, sino que la materia misma de que está hecho es el sueño de su vida, el que la acompañó desde la tierna infancia: el sueño de saberlo todo, de abarcarlo todo, de ser hombre en el pleno sentido de la palabra.
En cambio, en el siglo XVIII el más distinguido fue el también mexiquense José Antonio de Alzate (1737-1799). De acuerdo con un consenso generalizado, fue el más prolífico científico de los criollos ilustrados. Su biografía lo describe como un serio e importante investigador científico, cuyas obras traspasaron las fronteras de la Nueva España. A él se deben multitud de observaciones astronómicas, geográficas, químicas y físicas; la elaboración de mapas, etcétera. Pero este hombre no se contentaba con guardar para sí el fruto de sus estudios, sino que en su posición de ilustrado y cristiano buscaba siempre compartir estas luces, para el bien y el progreso de la comunidad, creyendo que con sólo decir "la verdad" abriría los ojos de sus contemporáneos. Sin distinción de grupos trataba, a través de sus publicaciones periódicas, de acercarse a toda clase de auditorios, redactando sus artículos en lenguaje sencillo y comprensible. Resulta difícil mencionar todas sus obras; sin embargo, entre las más importantes se encuentran: su Diario Literario de México; las Observaciones sobre la física, historia natural y artes útiles, los Asuntos varios sobre ciencias y artes, y las Gacetas de literatura. Dirigió estas publicaciones periódicas y escribió, como ilustrado enciclopédico que era, multitud de artículos acerca de diversos temas sin perder la ocasión de mencionar datos o hechos, resultantes de sus observaciones personales, que pudieran ser útiles al lector interesado, aunque esto significara mezclar unos temas con otros, tarea que desempeñaba a la perfección. Describía asuntos geográficos de manera tan bella que hacía crecer la admiración por las maravillas de la tierra mexicana, e ilustraba al observador respecto a otros estudios semejantes elaborados en diferentes. partes del mundo. Especificaba los aparatos utilizados y hacía comentarios de tipo histórico, económico e incluso de temas sociales y religiosos. Mostraba a su público que el trabajo de investigación requería de paciencia, tenacidad y, en muchos casos, de valentía; aunque en algunas ocasiones, cuando buscaba ilustrar, se apoyaba en argumentos de autoridades contemporáneas.
No obstante su mentalidad científica, logró mantener el equilibrio respecto a sus creencias y valores religiosos. Su actitud nunca dejó de ser la de un científico observador, crítico y respetuoso.
Con Alzate se levanta la figura de otro mexíquense ilustre José Mariano Mociño. Fue el alumno más distinguido del Jardín Botánico, lo que le valió ser estrecho colaborador de Martín de Sessé y Vicente Cervantes en las importantes investigaciones botánicas que realizaron a finales del siglo XVIII con motivo de la expedición patrocinada por la Corona, y coautor de varias relaciones y catalogaciones sobre el tema. Su reconocimiento y clasificación de las producciones naturales fue relevante. Mociño tuvo la suerte de participar en la extraordinaria expedición botánica de 1787 a 1803 que dirigió Martín de Sessé y Lacasta. Ésta fue una de las tres grandes expediciones americanas que organizó el botánico Casimiro Gómez Ortega con el consentimiento de Carlos III. En dicha expedición se recorrió todo el territorio novohispano y se clasificaron más de 4 000 especies. Como resultado de ello, se obtuvieron ricas colecciones y dos estupendas catalogaciones tituladas Plantea novae hispaniae y Flora mexicana.