EL ÚLTIMO DECENIO del porfiriato transcurría perezosamente como un río apacible; nadie se apresuraba porque nada parecía exigir que se cambiara de ritmo; los salarios permitían aún subsistir sin morir de frío o de hambre. La paz reinaba en la tierra mexicana. Una paz impregnada de mortal aburrimiento, sin promesas, pesada para la juventud de las clases medias. De ahí el eco del panfleto Barbarous Mexico, que denunciaba la suerte de los trabajadores de las plantaciones de Yucatán, de Tabasco, de los presos de Valle Nacional. El panfleto de John Kenneth Turner y de Gutiérrez de Lara fue rápidamente retirado de la circulación, y el país cayó nuevamente en su marasmo, a pesar del valor de algunos periodistas como Juan Sarabia (El Hijo del Ahuizote), Ricardo Flores Magón (Regeneración) y de Filomeno Mata (El Diario del Hogar).
Se ha dicho y repetido que la sensibilidad y la atonía del cuerpo público y la paz de México eran la del agua dormida. Si hay represión, ésta es poco sanguinaria. Cuando Madero se lanzó contra el régimen momificado, fue el corazón y no la razón quien decidió. Se pueden desde ahora multiplicar las objeciones contra el maderismo, pero no se le comprenderá fuera de su atmósfera onírica. Francisco I. Madero (I. como «Inocente", creían calumniar sus enemigos) razonó contra todo el mundo. Su análisis es el de una audacia. Su "locura" viene de ahí y no de otra parte. Es una locura razonable.
La última década de la administración porfirista discurría quieta como un río de aguas mansas. Nadie se daba prisa a nada porque nada era urgente. Sobraba trabajo para cuantos lo buscaban, los salarios eran ínfimos, pero jamás se dio el caso de que alguien muriera de hambre o de frío. Hasta el bolsillo más modesto podía permitirse comodidades y lujos, hoy reservados exclusivamente a los magnates enriquecidos con los despojos de aquella época. Sólo de una manera excepcional aparecía el tipo, tan común en nuestros días, del famélico avorazado que no se detiene ante medio alguno, por deshonroso e infamante que sea, para la adquisición rápida de una gran fortuna, ese tipo desventurado, corroído por su propia ambición, en estado de angustia perpetua, porque no lo saciará todo el oro del mundo.
Los mexicanos de aquellos tiempos disfrutábamos de plenas garantías en
nuestras personas y en nuestros bienes, y la paz reinaba sobre la tierra.
Quiero decir con esto que la vida era mortalmente fastidiosa.
Pero lo que se estanca se pudre y México olía a lo que hieden esas pobres viejas prostitutas que quieren detener el tiempo con pinturas y perfumes. Con rigurosa verdad se ha dicho y se ha repetido hasta el fastidio que la quietud y la paz de México era la quietud y la paz de los panteones. Desde que comenzó la revolución en 1910, yo, como muchos millares de mexicanos ya no hemos vuelto a tener tiempo para aburrirnos y por ello bendigo a Dios. Cuantos anhelábamos que México siguiera viviendo, queríamos su renovación y eso explica suficientemente cómo todos los mexicanos entre quince y cuarenta años, con buena salud y unas migajas de quijotismo en el alma, a la primera clarinada de Madero nos hayamos puesto en alerta y en pie. ¡Una locura la de Madero! Sí, pero con locuras se han descubierto continentes y conquistado países. Bastó su gesto de desafío al poderoso y omnipotente caudillo, a quien respaldaban las fuerzas vivas del país y sostenía el respeto y la admiración de las principales potencias del mundo, para que nos venciera con su grandeza. Una luz de esperanza hasta para los que sólo nos aturdíamos en el sopor del aburrimiento.
¡Qué lástima me inspiran los niños de teta de la revolución y la cáfila de oportunistas y logreros que han mostrado desdén y compasión por la revolución de Madero, atribuyendo su triunfo a los dólares americanos: ¿Sin Madero quiénes habrían sido estos pobres diablos extremistas de hoy?
Quiero recordar a un anciano zapatero que se sorprendió de mi regocijo y entusiasmo cuando le hablé de la revolución que acababa de estallar en Puebla. ¡Dios nos libre de más revoluciones! me dijo el viejo ex soldado de la guerra de Reforma. ¡Me moriré de viejo y puede que usted también y no le veremos el fin!
Así hablaban algunos octogenarios que habían olido la pólvora y se habían quemado el cuerpo en los combates. Pero a los que vivimos aquellos días de intenso regocijo, alternados con otros de zozobra, de abatimiento o de grandes peligros, los lamentos de los viejos nos olían acedos. La aventura maderista fue, en verdad, disparatada, digna de gente de manicomio, pero los que teníamos en las venas algunas gotas de sangre en vez de cinco litros de atole, la seguimos. [Mariano Azuela, Obras Completas, tomo III, FCE,
México.]
El pobre pueblo tenía sus preocupaciones: en mayo de 1910 se vio al cometa Halley, mal presagio seguramente, y el mismo mes hubo en el centro del país una gran mortandad de ganado. No había llovido mucho en 1909, llovió menos aún en 1910 y se perdieron numerosas cosechas. Y no obstante, a pesar del cometa y a pesar de la sequía, los campesinos encontraron la manera de entusiasmarse por Madero, sin saber bien, a decir verdad, lo que se esperaba de él. Algunos decían que el hombre era respetable, otros que con él ya no se pagarían impuestos, otros finalmente que el buen don Porfirio estaba muy viejo y que debería dejar su lugar a un joven.
Se le respetaba todavía, hasta se le quería, pero treinta y tantos años en la Presidencia era demasiado. Se le agradecía la paz, el orgullo nacional estaba satisfecho, pero había ansia de participación política y conciencia de que las injusticias en las fábricas y en el campo exigían alguna novedad. La inconformidad nació en las ciudades en 1909 y 1910 cuando se acercó la elección presidencial y cuando don Porfirio volvió a presentar su candidatura. Los descontentos encontraron su líder en la persona de un hacendado norteño, culto y romántico, Madero, quien se lanzó al grito de "Sufragio Efectivo (o sea respeto al voto). No reelección". Los obreros de Bellavista fueron los primeros en Tepic en sumarse a su Partido Antirreleccionista y mucha gente votó en favor suyo. Pero Madero cayó preso y don Porfirio fue electo otra vez presidente.
Ante el asombro general, el 20 de noviembre de 1910 Madero llamó a los mexicanos a levantarse en armas y dio el ejemplo allá en el norte con unos pocos hombres. La empresa parecía descabellada y, sin embargo a los seis meses, Díaz renunció y salió para el exilio. En el territorio de Tepic no hubo movimiento armado muy importante, pero la popularidad de Madero creció mucho. En marzo de 1911, cuando la revolución cobró empuje en el norte, se levantaron en armas casi todos los habitantes de Ixtlán y de hecho siguieron así, sin tener que pelear, hasta la caída de Díaz. Sus vecinos de Ahuacatlán tuvieron menos suerte, porque cuando los quisieron imitar sufrieron muchas bajas. Los dos pueblos que habían quedado enemistados desde el siglo pasado (Ixtlán fue liberal y antilozadeño, Ahuacatlán conservador y lozadeño) se reconciliaron en la lucha armada de 1911.
A fines de mayo de 1911 el general revolucionario Martín Espinosa llegó de Sinaloa con sus tropas y entró a Tepic, sin disparar un solo tiro, mientras el ejército porfirista se retiraba en orden. Fue una gran fiesta. Se volvió a votar: Madero fue electo presidente y Martín Espinosa quedó como jefe político. En septiembre hubo huelga en la fábrica de Jauja. Las mujeres protestaron contra las 12 horas de trabajo consecutivo y los $ 2.20 de salario semanal. Pidieron $ 2.50. En enero de 1912 llegó a Tepic el vicepresidente Pino Suárez a la inauguración del ferrocarril Sur Pacífico. Entonces los trabajadores de las fábricas y de varias haciendas, dirigidos por los hermanos Castaños, le pidieron su apoyo para conseguir aumentos de la Casa Aguirre. No consiguieron nada y días después declararon una nueva huelga, exigiendo la jornada de trabajo de 10 horas.
El gobernador Martín Espinosa, hombre de buena voluntad, tenía otros problemas amenazadores; en noviembre de 1911, luego en marzo y abril de 1912, unos militares se levantaron en armas, atacaron Tepic y costó trabajo aplacarlos. En 1913, después del cuartelazo de Huerta y del asesinato de Madero, Martín Espinosa se remontó a la sierra para luchar contra el régimen usurpador que controló el territorio poco más de un año.
El 15 de mayo de 1914 las fuerzas norteñas, al mando del general Obregón y de Rafael Buelna, entraron en Tepic. En un arranque de radicalismo mal ideado, Obregón ordenó arrestar al obispo Segura y expulsar a los sacerdotes por una supuesta alianza con las autoridades usurpadoras. Pero con el joven general Rafael Buelna, sinaloense casado con una tepiqueña, las cosas se arreglaron.
Por desgracia, tan pronto cayó Huerta los revolucionarios se dividieron y ¡vámonos con Pancho Villa! y ¡viva el Primer Jefe Carranza! ¡Viva mi general Obregón! Y el territorio de Tepic se transformó en campo de batalla donde murieron miles de villistas y de carrancistas en 1915. Cada bando tomó y perdió varias veces la ciudad de Tepic. La población, pacífica y que poco tenía que ver en la contienda, sufrió muchísimo con los saqueos y las matanzas indiscriminadas, así como con la destrucción de las cosechas y del ganado que trajo consigo el hambre, la enfermedad y la muerte.
El resultado fue que en 1930 la población, después de sufrir una baja notable, apenas recobró su cifra de 1910. Eso da idea de lo duro de la prueba. En 1917-1918, año del hambre y de la gripe española, que hicieron muchos estragos, se recibió la noticia de que el Congreso Constituyente reunido en Querétaro había decidido transformar el territorio de Tepic en estado. El primer gobernador electo fue José Santos Godínez, quien duró muy poco, ya que el general Francisco Santiago lo mandó a vacaciones forzosas.