El primer paso fue la unificación de los políticos en 1929 con la formación del Partido Nacional Revolucionario (PNR),
al cual se adhirieron los clubes y grupos nayaritas. En Nayarit, estado joven que estrenaba gobernadores cada mes y a veces cada semana, se hacía necesario unir a los políticos para acabar con los baños de sangre electorales. El PNR
empezó a sustituir el disparo a mansalva por la protesta en forma, el asalto individualista por la disciplina de partido. Y eso le quitó al latifundio su fuerza principal que residía en la desunión de los gobernantes, en la lucha de facciones.
Sin embargo, la campaña política de 1929 fue difícil; hubo enfrentamiento el 12 de octubre en el hotel Palacio, en Tepic. El gobierno federal desconoció al gobierno del general Esteban Baca Calderón, viejo revolucionario. En 1931 fue tal la represión que el gobierno federal declaró desaparecidos los poderes y designó al general Juventino Espinoza. En 1932, tras de una crisis nacional, el presidente Pascual Ortiz Rubio renunció y fue sustituido por Abelardo Rodríguez. En el mismo año 1932 salió diputado Guillermo Flores Muñoz. Pertenecía a una buena familia de Compostela y había manifestado su talento de líder político en el norte, en compañía de Abelardo Rodríguez. Valiente, atrevido, se benefició con la amistad del nuevo presidente para tumbar al gobernador en turno y lanzarse contra la Casa Aguirre. Logró lo que se creía imposible: afectar por primera vez, seriamente, haciendas de esa casa. Lo más interesante fue que ese golpe decisivo se dio en 1933-1934, antes de que llegara a la presidencia de la República Lázaro Cárdenas, quien pasó a la historia como el presidente agrarista, el hombre que repartió 18 millones de hectáreas.
Ahora senador, hombre fuerte de su Estado, apoyado por el presidente, Guillermo Flores Muñoz y su amigo Bernardo M. de León movilizaron la Liga Agraria, así como a comisiones de agitación en todo el estado. Los trabajadores de las haciendas no se atrevían a pedir tierras ni lo creían posible, y tenían miedo. Flores Muñoz llevó gente de otras partes, y para ello hizo "leva" de albañiles, músicos, mariachis, policías y desocupados; así cayó la finca campestre de los Fresnos. A San Cayetano se acarreó gente de Pantanal, y el dueño se fue, esperando que pasara la tormenta. No pasó.
Flores Muñoz un día se tomó la facultad de disponer de los dineros destinados al pago federal de un subsidio al municipio de Huajicori por la producción minera. Con ese dinero se pagaron los salarios de 20 ingenieros jóvenes que vinieron en cruzada violenta al reparto masivo de las tierras [Antonio Pérez Cisneros, "Discurso acerca de la historia agraria de Nayarit", en El Nayar, 21 de abril de 1980].
En un solo día se realizó la hazaña de la entrega provisional de las tierras de las haciendas en torno de Tepic: La Fortuna, Lo de Lamedo, la Escondida, Puga, Mora, San Cayetano y otras. "Como no había tiempo para medirlas, se decía a los campesinos solicitantes, desde esta piedra, hasta la punta de aquel cerro, luego al extremo de aquel monte, para rematar en círculo en aquella ceiba. Después vendrían los ingenieros oficiales a levantar sus informes" [Antonio Pérez Cisneros].
Así, mediante la invasión fueron cayendo una por una todas las haciendas de Nayarit. En el sur fueron Tetitlán, la Labor, Mojarras, Castilla, Las Varas, El Conde, etc. En el norte, Miramar, Cora, Navarrete, Quimichis y otras. La Casa Aguirre no se escapó y cientos de miles de hectáreas pasaron de unas cuantas manos a las de muchos campesinos. Los Delius se regresaron a Alemania, y los Aguirre y otros españoles a España, con la excepción de los Menchacas.
En 1933 se contaba con 78 ejidos dotados y se estaban peleando otras 130 dotaciones. Para 1939 se hablaba de Nayarit como el estado ejido. Tenía entonces 233 de éstos con una población dotada de 40 000 campesinos y una superficie total de 730 000 hectáreas, de las cuales 135 000 eran laborales.
Claro que la liquidación del latifundio no resolvió todos los problemas. El tamaño exiguo de las parcelas ejidales, la falta de recursos económicos y técnicos, así como la pobreza e ignorancia del peón transformado de un día para otro en agricultor independiente y responsable (pero sin los medios para serlo), fueron y siguen siendo las causas del estancamiento y de la miseria de muchos.
Los bancos oficiales han apoyado en sus cultivos a una minoría con tierras de primera calidad, abandonando a su suerte a la mayoría de los ejidatarios con tierras más pobres.
Había que reconstruir lo que se había destruido durante la lucha contra el porfirismo, el huertismo y entre las facciones revolucionarias. La historia de todas las revoluciones enseña que la reconstrucción posterior implica siempre la expansión del Estado, el fortalecimiento del poder ejecutivo. Además, no se trataba sólo de las destrucciones ligadas a la guerra civil, sino de las que encabezaba la propia Revolución, de manera lógica, conforme a su programa: la destrucción de los latifundios, y también de las haciendas productivas, era inevitable para quienes emprendieron la tarea ardua de devolver a los pueblos sus antiguas propiedades, y sobre todo la de crear el ejido. El crecimiento de las organizaciones obreras, en el marco de una ley favorable a los trabajadores, implicaba también, si no una destrucción, por lo menos un desajuste en el sector industrial.
En la parte nueva, constructiva de la obra revolucionaria, no fue menos necesaria la presencia del Estado fuerte, tan fuerte que en algunos momentos fue dictatorial, abiertamente o en germen. Así se explica la campaña de alfabetización, la educación rural, el crédito agrícola y la creación del banco único de emisión en tiempos de Calles; el lanzamiento de un ambicioso programa de caminos y de riego; y el seguro social como complemento de la política obrerista.
En tan colosal empresa participaron los esfuerzos individuales, pero no hubieran logrado nada sin el Estado. Los revolucionarios que se proclamaban sinceramente los hijos de los liberales del siglo XIX
renunciaron, sin darse cuenta, al concepto liberal de un gobierno abstencionista. Eso era una necesidad de los tiempos nuevos, no sólo en México, sino en el mundo entero.
En 1914, a la hora de la derrota de Huerta y de la Convención de Aguascalientes, Europa se destrozaba en la primera Guerra Mundial, y con ella el mundo entraba al verdadero siglo XX,
el de los extremos. La movilización de ejércitos de millones de hombres amenazó, y en muchos países acabó, con la libertad individual; la guerra derribó muchos tronos, pero también regímenes constitucionales. Por primera vez la dictadura se manifestó sin tapujos, orgullosa de sí misma, primero en la Rusia soviética, luego en la Italia fascista y, no mucho después, en la Alemania nazi. El esfuerzo bélico había hecho del Estado el director absoluto de todos los aspectos de la vida nacional y personal; la conducción de la guerra había concentrado en él la gestión total de los bienes materiales, de la producción, de los hombres y de sus mentes.
La crisis económica mundial que explota en 1929, pero que de hecho dura de 1926 a 1939, engendra el new deal (nuevo trato) de Roosevelt que significa, en los Estados Unidos, en la patria del liberalismo político y económico, un gobierno fuerte e intervencionista. El peligro internacional, la crisis económica, la inestabilidad y la complejidad del mundo actual exigen una vigilancia de todos los instantes y la movilización inmediata de las energías, lo cual tiene como corolario la concentración cada vez mayor de poder en pocas manos.
En consecuencia, los mexicanos cambiaron de actitud hacia el Estado, cambiaron de concepto de autoridad. Al gobierno le pidieron mucho más que mantenimiento del orden público, le pidieron resolver los problemas del individuo, de la familia, de la escuela, del municipio, de la nación. Lógicamente el poder ejecutivo, el poder presidencial, se fortaleció con el debilitamiento paralelo del poder legislativo. El problema del equilibrio de los poderes, después de la Revolución y del Congreso Constituyente, es hoy exactamente a la inversa de como era en el siglo XIX.
Ya no se trata de fortalecer; contra un Legislativo imperialista, un ejecutivo débil, sino de fortificar el primero contra el segundo. Pero eso no es un problema específicamente mexicano, sino que se da en el mundo entero.