El conflicto de San Antonio de Cárdenas del 18 de diciembre de 1855, encabezado por el presbítero Francisco Gutiérrez Echegaray, pudo haberse relacionado ya con la nueva legalidad que se anunciaba. El entonces gobernador de Tabasco, don José de Castro, intervino para encarcelarlo y evitar así el desorden que estaba fomentando en Cunduacán y en la Villa de Guadalupe de la Frontera. Incluso, siguiendo los documentos del ramo de justicia Eclesiástica, se dirigió al vicario in capite para pedirle que tomara las disposiciones para evitar las "instigaciones subversivas" del eclesiástico.
El comportamiento del clero dejaba mucho que desear, y por lo general los procesos estuvieron relacionados con cuestiones económicas. También se procedió contra otro presbítero, Manuel Urraña de Frontera. Cuando el comandante de policía, acompañado de sus subordinados, se presentó para aprehenderlo, aquél hizo valer su "fuero" con una tranca. Dicho sacerdote había dispuesto de tres velas de lona compradas por la Iglesia al bergantín hamburgués Clara María, el cual se perdió a sotavento de este puerto. Las hermosas velas fueron pagadas con las limosnas; y el padre, que según se informaba "bebe licor, juega y tiene mala conducta", además de que nunca había predicado, simplemente las vendió. Sólo después de un amplio proceso se le encontró culpable, y el fiscal le impuso como sentencia "...practicar ejercicios espirituales en el tiempo de ocho días en el Convento de la Mejorada, los que concluidos pueden habilitarlo nuevamente pagando además el coste de las velas vendidas y las costas de este expediente causadas en la curia".
Otro caso más claramente asociado a la cuestión económica, depositado también en el ramo Bienes Nacionales, fue el del prior del convento de los dominicos de San Cristóbal de Chiapas en relación con las disposiciones para el remate de la hacienda de Poposá, ubicada en el partido de Tacotalpa. El prior fray Mauricio Paniagua se dirigió al jefe político para solicitar que le aclarara cuáles eran sus facultades para decidir sobre los bienes de la Iglesia, y porque, aun con base legal, le parecía que "se produce sacrilegio despojando al clero de sus bienes", y que quien obrara de esa manera "jamás podrá obtener absolución de sus culpas, quedando sepultados en los eternos calabozos del infierno".
También otro gobernador tabasqueño, José J. Álvarez, envió al ministro del estado y al delegado de justicia, al vicario in capite y al cura de la parroquia del partido de Jalapa una serie de documentos depositados en el ramo de Justicia Eclesiástica, en los cuales demostraba que el último de los mencionados había quedado sin "derechos y obvenciones parroquiales", que, de acuerdo con la ley, consistían en el producto de bautismos, casamientos y entierros. Y, aunque señalaba que su afán no era atesorar, indicaba que con la citada disposición la parroquia sufriría menoscabo en sus emolumentos.
El cura respondió que de esa forma sería "incuplementada la ley y cuanto en ella se ha dicho", y alegó además que en lo referente a efectuar por caridad las inhumaciones de los pobres, ello era muy difícil, porque la parroquia no contaba con un cantor para hacerlas, como lo exigía la ley del 11 de abril. Finalmente el ministro de Hacienda informó al gobierno de Tabasco que el presidente de la República se había servido dotar a ese curato con la cantidad de 762 pesos anuales, ordenando que de los 63 pesos 4 reales que le correspondían al párroco cada mes se satisfaciera con preferencia a cualquier otro pago, por la jefatura de hacienda del estado.
Con las nuevas leyes, los presbíteros que obtenían beneficios por algún medio no muy legal, como "vender estampas, medallas o imágenes", fueron castigados, y el gobierno tomó medidas respecto del manejo de los cementerios. Gobernación solicitó informes sobre el número de templos con el "nombre del pueblo en el que se ubican y culto a que se destinan".
Pero las acciones que esas leyes suponían continuaron provocando dificultades para reordenar los bienes adquiridos con antelación. Don Juan Manuel de Torres, de la villa de Cunduacán, declaró ser legítimo poseedor del Patronato Real de Legos, adquirido a través de una herencia, y de ninguna manera consideraba que pudiera pertenecer al clero. Había sido obtenido desde el siglo XVIII a título de mayorazgo perpetuo y, según el ramo de Bienes Nacionales, entre sus posesiones incluía: "Una planta de cacaguatal nombrada de Jesús, que tendría como cinco mil árboles de cacao de dos, a tres años de edad con el fondo de tierras que le pertenecen [...] agregándole una caballería de tierras de las que poseemos en Río Seco [...]" El patronato fue fundado en las condiciones de inviolable y se legaba al primer patrono, es decir al hijo primogénito. Se prefería "siempre suceder tal posesión al mayor sobre el menor de los descendientes y al varón sobre la hembra". Y sólo en caso de que no se cumplieran dichas disposiciones, los bienes y la renta dotada pasarían a los religiosos del convento de San Francisco para que "puedan formar convento en dicho paraje".
Se indicaba además que no podía gozar del patronato "ninguno que no sea nacido de legítimo matrimonio aunque sea descendiente nuestro, ni tampoco el que cometiere delito de infamia [...] herejía [...] o traición a la Corona". El legado terminaba estableciendo que:
[...] no perjudicamos a nuestros hijos en lo que legítimamente les debe pertenecer de su herencia a nuestro fallecimiento pues hacemos y fundamos el Patronato dentro del quinto de nuestros bienes [...] en lo que corresponde a la Ermita sus alhajas y ornamentos no traspasamos a los patrones ninguna propiedad, ni de sus demás bienes porque no la tenemos; y estamos apartados de ellos como cosas que hemos dedicado y consagrado al culto divino [...] solo concedemos la administración como bienes que son y pertenecen a la Iglesia.
Por su parte, el súbdito español Agustín Cano reclamó para sí cuatro capellanías de 5 000 pesos cada una, y pedía que no fueran comprendidas en el artículo 11 de la ley general del 1° de julio. Las capellanías habían sido usufructuadas por un sobrino fallecido, y equivocadamente el excelentísimo señor diocesano hizo pegar edictos en el pueblo de Teapa, donde no había parientes.
Erasmo de Santa María, según la misma fuente del ramo de Bienes Nacionales, en tanto que vecino de Tacotalpa, acudió a las autoridades para reclamar en beneficio de su hijo Teófilo, menor de edad, dos capellanías de sangre. La primera tenía valor de 3 000 pesos y obligación de tres misas rezadas. Había sido fundada en Mérida en favor del patrono, y a falta de éste, del mayor al menor; prefiriendo a los hijos que fueran sacerdotes o estuvieran próximos a serlo. La otra, fundada en el mismo lugar, tenía un capital de 2 000 pesos y obligación de 25 misas rezadas. Se declaró favorable el fallo por medio del cual el señor Santa María, en representación de su hijo, recibiría los goces de las capellanías.
Existen otros documentos que aluden a la falta de descendientes, al desconocimiento del albacea o a los pleitos iniciados por quienes pretendían fungir como tutores, y, desde luego, aquellos en que las capellanías recaían en algún seminarista o sacerdote. El clero adquirió de esta manera varias de las propiedades que con la Ley Lerdo se convirtieron en bienes enajenables y, por lo tanto, susceptibles de compraventa.
Así, la mayoría de los grandes propietarios de tierras en Tabasco comenzaron
a adquirirlas entre 1867 y 1910 por la denuncia de terrenos que nadie reclamó,
en un proceso que llevó a la acaparación en pocas manos, sobre todo con la operación
de las compañías deslindadoras. En 1877, el entonces diputado Manuel Sánchez
Mármol obtuvo de la Secretaría de Fomento los derechos para el deslinde de terrenos
baldíos, huecos y demasías en Tabasco; pero ese mismo año trasladó el contrato
a Policarpo Valenzuela, de acuerdo con Marcela Tostado Gutiérrez en El Tabasco
porfiriano. El porfiriato en el estado estuvo estrechamente vinculado a
las actividades de unos cuantos hombres, entre los que destacaban los mencionados,
más los Bulnes y los Casasús.