De los años cuarenta en adelante, los gobiernos tlaxcaltecas se enfrentaron con un crecimiento acelerado de la población y una economía tradicional estancada. Entre 1940 y 1980 el número de habitantes de Tlaxcala se duplicó, llegando a 547 200. Con las dos terceras partes de la población trabajando en el campo, con una densidad demográfica que en la zona entre Apizaco y Puebla ya oscilaba entre 250 y 500 personas por kilómetro cuadrado, con casi la mitad de la población en edades abajo de los 15 años, con una intensa presión sobre la tenencia de la tierra y con una creciente demanda de puestos de trabajo, la modernización de la economía se hacía más urgente que nunca. Los problemas más apremiantes eran, entonces, el de la tierra y el de la renovación industrial.
El problema agrario gravitaba sobre la delicada ecología tlaxcalteca, poco favorable a la agricultura, el reducido tamaño de las parcelas, la enorme escasez de créditos y la sobreexplotación de suelos, de por sí poco aptos para el cultivo. En 1950, los predios de los pequeños agricultores no ejidales estaban tan fraccionados que apenas llegaban a una hectárea por jefe de familia, y muchas de éstas se hallaban formadas por más de seis personas. La mitad de las parcelas ejidales tenía menos de cuatro hectáreas, y sólo 8% de los 184 ejidos poseía alguna forma de crédito. Desde la década de los cincuenta, el problema agrario se manifestó en una intensa movilización campesina, una sobreexplotación de la tierra y en la tala inmoderada de montes, con la correspondiente erosión de los suelos. Se hacía urgente acceso a nuevas parcelas o la obtención de ingresos adicionales.
Sin embargo, a raíz de un cambio en la política agraria, el cual propició el auge del fraccionamiento de haciendas en pequeñas propiedades privadas amparadas legalmente por los certificados de inafectabilidad agrícola y ganadera, la dotación de ejidos disminuyó en Tlaxcala. Todavía entre 1940 y 1950 la superficie ejidal aumentó 20%, pero en las dos décadas siguientes este crecimiento se detuvo, al mismo tiempo que la industria tradicional entraba en agonía. La emigración iba a ser, entonces, una importante válvula de escape.
En los años setenta, la Federación de la Pequeña Propiedad Agrícola, Ganadera y Forestal de Tlaxcala, el gremio de 105 propietarios, se enfrentó a un movimiento campesino creciente y más complejo que recibió apoyo de organizaciones estudiantiles como la Federación Estudiantil de Tlaxcala (FET), y otras de la Universidad Autónoma de Puebla y de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). El momento álgido fue cuando la FET y las agrupaciones campesinas denunciaron ante el presidente Luis Echeverría, en su gira de trabajo por Tlaxcala (1971), la existencia de un gran número de latifundios simulados. En otras palabras, eran haciendas que, a pesar de estar fraccionadas en pequeñas propiedades, pertenecían a una misma familia y mantenían cierta unidad de explotación. Las averiguaciones en torno a esas denuncias tardaron mucho tiempo, mientras que la presión campesina subía, manifestándose en una nueva oleada de invasiones de tierras y en una marcha de campesinos a la ciudad de México. Ahí fueron recibidos por el propio presidente Echeverría, en tanto que los dirigentes de los propietarios presionaban al gobernador Luciano Huerta Sánchez para que les garantizara sus bienes, a quien se le escapaba el problema de las manos, y el gobierno federal intentaba salir del asunto mediante la compra de algunas pequeñas propiedades. Por fin, no hubo más remedio que afectar lo que quedaba de las haciendas simuladas.
A fines de 1972, las haciendas de Santa María Zoapila, Soltepec, Piedras Negras, El Rosario y Mazaquiahuac (esta última propiedad del ex gobernador Isidro Candia) fueron afectadas en beneficio de unos 750 campesinos. Sin embargo, estos hechos sirvieron sólo de detonador para una nueva oleada de invasiones, en tanto que los propietarios movilizaron a sus dirigentes nacionales para presionar al gobierno federal exigiendo la intervención de la fuerza pública para desalojar a los invasores. En junio de 1973, los campesinos fueron desalojados de 35 predios.
El nuevo gobernador, Emilio Sánchez Piedras, sucesor de Huerta Sánchez, había mostrado cierta simpatía por el movimiento campesino durante su campaña electoral, y una vez que asumió el cargo se encontró de inmediato con el conflicto de las invasiones. Experto en política, Sánchez Piedras intentó, primero encauzar las negociaciones ofreciéndose a encabezar una comisión que dialogara con el gobierno federal y, en caso necesario, con el presidente de la República. Después, a sabiendas de que el gobierno estatal difícilmente podía encontrar otras tierras afectables entre los predios denunciados, Sánchez Piedras sugirió otra vez la compra de terrenos para su distribución. Mientras tanto, el número de predios invadidos sumaba ya 40. A mediados de 1975, ni el gobernador ni las autoridades federales estaban dispuestos a afectar predios legalmente amparados; y con una compra posterior de tierras sólo se agregaron alrededor de 3 600 hectáreas al espacio ejidal.
Los objetivos del movimiento campesino quedaban como un sueño, no sólo por la habilidad de los propietarios para asegurar por medio de fraccionamientos, la inafectabilidad de sus predios, sino también por el crecimiento demográfico de la población rural. En los años setenta había en Tlaxcala 80 000 campesinos carentes de tierra, y para dotarlos se necesitaba un millón y medio de hectáreas, las cuales difícilmente existían. Pero, al igual que en la década de los treinta, los campesinos tlaxcaltecas, con la actitud rebelde e independiente que tanto los caracterizó durante los años de la Revolución, no se dejaron convencer, por lo que las denuncias e invasiones continuaron hasta la década de 1980. Sin embargo, ya no había, de hecho, solución para el problema agrario de Tlaxcala, de ahí la intensa, y hasta cierto grado exitosa, política de renovación industrial del gobernador Sánchez Piedras y de algunos de sus sucesores.
Como ya hemos visto, las raíces del trabajo textil en el estado se remontan a la época prehispánica. Con el tiempo, dicha actividad se convirtió en una verdadera industria, la de mayor dinamismo en la entidad, debido en gran parte a su cercanía con grandes centros urbanos y a la amplia red de comunicaciones en la cual quedó insertada. A pesar de estas condiciones, y no obstante los diferentes intentos para modernizarlas, las textilerías de Tlaxcala continuaron operando con maquinaria anticuada, al contrario de lo que ocurría en otras partes de la República. Por lo demás, como la mayoría de las empresas tlaxcaltecas eran pequeñas, de tipo artesanal y familiar, había una gran demanda de mano de obra.
En la actualidad, la producción textil de Tlaxcala se divide en tres sectores, cada uno de los cuales tiene un mercado distinto hasta cierto punto, una producción especializada que varía de acuerdo con la demanda de la moda. Uno de estos sectores corresponde a las fábricas de producción masiva, y abastece al mercado nacional y de exportación. El segundo lo ocupan los talleres semiindustriales, los cuales maquilan para las empresas textiles. En el tercer sector se encuentran los trabajadores artesanales, cuya producción se destina principalmente a los mercados locales y regionales. Muchos de estos talleres siguen, como antes, dependiendo de la empresa textil para la obtención de su materia prima. En los últimos cuarenta años esta materia prima ha sido sustituida por fibras sintéticas como el acrilán y la pliana. Por muchos años el trabajo textil fue la alternativa para un creciente número de campesinos carentes de tierra en el centro y sur de Tlaxcala. En 1985, por ejemplo, la industria del ramo daba empleo a unos 33 000 obreros, es decir 16.5% de la población económicamente activa del estado. Se calcula que alrededor de la mitad de la población de Santa Ana Chiautempan y de San Bernardino Contla vivían directamente de la industria textil, o eran artesanos que complementaban esta actividad con otras, ya fuera en el sector agrícola o en el de servicios.
Sin embargo, hacia los años setenta, la industria textil se encontraba en una crisis que exigía al gobierno del estado un cambio urgente de política económica. Gran parte de esa crisis se debió a la competencia extranjera, al paulatino desplazamiento del algodón y la lana por fibras sintéticas, y al alza de los precios de las materias primas. Esta situación afectó más a Tlaxcala que a otros estados de la República, sobre todo si se considera el tamaño y tipo de las empresas tlaxcaltecas, así como el papel dominante que jugaba esta industria como fuente de trabajo en los pueblos del centro y sur de la entidad. En lo que se refiere al algodón, numerosas empresas grandes y medianas tuvieron que cerrar, aunque sobrevivieron muchos talleres familiares, desde luego en condiciones marginales.
Ya desde 1950 el gobierno tlaxcalteca se había propuesto llevar a cabo una renovación industrial como respuesta al estancamiento de la economía local. Serios problemas económicos habían surgido por el progresivo derrumbe de las haciendas, por la agonía de la industria pulquera, que se enfrentó a una fuerte competencia con empresas productoras de otras bebidas, en especial de cerveza, y por las incipientes señales de la crisis textilera. Gobernadores de estirpe hacendaria como Ávila Bretón y Masarraza se dieron cuenta de que Tlaxcala no podía seguir en el camino de la economía agraria tradicional, por lo que promovieron el establecimiento de corredores industriales, aprovechando la favorable ubicación geográfica de la entidad, sus buenas comunicaciones y sus abundantes recursos humanos. A su vez, los gobernadores Cisneros y Cervantes crearon leyes para impulsar a la industria mediante la exención del pago de impuestos estatales, municipales y prediales; una política que el gobernador Cahuantzi ya había puesto en práctica para atraer industrias a Tlaxcala en la década de 1880.
El primer corredor industrial fue el de Tlaxcala-Puebla, donde se instalaron fábricas de partes automotrices, maquinaria y productos químicos, de alimentos y artículos de consumo diversos. Le siguieron otros corredores, como el de San Martín Texmelucan-Tlaxcala. El número de empresas con más de seis trabajadores aumentó de 55 a 198 entre 1960 y 1980. Para el gobernador Sánchez Piedras, promover la industrialización era prioritario, pues no veía otra solución para el agudo problema agrario de la entidad. Gracias a su amplia red de lazos con empresarios nacionales y con el gobierno federal, y al respaldo que recibió del propio presidente Echeverría, el gobernador convenció a un buen número de empresarios para que invirtieran en Tlaxcala. La visión modernizante de Sánchez Piedras lo llevó a fundar, en 1977, el Instituto para el Desarrollo Industrial y Turístico de Tlaxcala. Durante su administración se instalaron alrededor de 250 empresas en los parques industriales de ocho municipios, que generaron 32 200 empleos. Tlaxcala fue, por lo tanto, un ejemplo fructífero del esfuerzo federal para desconcentrar la industria capitalina y trasladarla a la provincia.
Esa actividad productiva transformó sustancialmente la geografía humana de la entidad. Generó empleos y un rápido proceso de urbanización, pero también tuvo consecuencias negativas: gran parte de la nueva industria se expandió en torno a las mejores tierras agrícolas de Tlaxcala, además de que desencadenó serios problemas ambientales, como la contaminación del río Zahuapan, la fuente más importante de aguas para riego. Mientras tanto, las viejas fábricas cerraban sus puertas: San Luis Apizaquito en 1961, La Trinidad, El Valor y La Tlaxcalteca en 1968, Santa Elena en 1969, La Estrella en 1972 y San Manuel en 1974.
El anhelado tránsito hacia la modernización y la recuperación económica planteaba a Tlaxcala un nuevo horizonte con su carga de retos, problemas y beneficios. Las viejas tradiciones se conservan casi exclusivamente en la memoria de los ancianos antes de desaparecer, en tanto que nuevas costumbres empiezan a ser asimiladas por los jóvenes. No obstante, los incontables cambios económicos, políticos y sociales ocurridos en Tlaxcala continúan entretejiéndose en una identidad cultura cuya fuerza histórica difícilmente permitirá ser extinguida.