El movimiento revolucionario no ejerció sobre la vida cotidiana de los zacatecanos el impacto catastrófico que se le suele atribuir. Salvo el lapso transcurrido entre el golpe de Estado de Huerta y la batalla de Zacatecas, en que la guerra se generalizó en el estado, los hechos de armas tenían lugar de manera localizada y no se prolongaban por mucho tiempo. En el resto de la entidad la vida podía transcurrir con relativa normalidad. Los mayores problemas no los causaban las batallas, sino las circunstancias generales que la guerra envolvía el abandono de los hogares y del empleo, la muerte de los familiares y conocidos, las dificultades de abasto, la interrupción de las comunicaciones, eran hechos que recordaban a los habitantes de pueblos y ciudades la estabilidad perdida.
Este recuerdo no necesariamente se experimentaba como añoranza. Con excepción de los grupos más privilegiados, la vieja estabilidad era más bien un signo de las carencias, el inmovilismo y la marginación en que sobrevivía la gran mayoría de la población. Así, la actividad de los revolucionarios sacudió por momentos los temores que despertaba la perspectiva del cambio e hizo germinar la esperanza de que era posible construir un orden mejor. De manera especial, los años de la lucha armada enseñaron a muchos las posibilidades que abría la participación, y esta lección no se olvidó en los siguientes años. Siempre que fue preciso exigir mejores condiciones de vida, el respeto a las creencias o el reparto de la tierra, amplios grupos de zacatecanos hicieron uso de la movilización, cuando no de la violencia.
Las causas que esos grupos defendían no siempre eran progresistas. El proyecto de una educación laica y nacionalista por el que propugnaron los regímenes revolucionarios enfrentó en Zacatecas una férrea resistencia, que encontraba su origen en el temor a la diferencia y su sustento ideológico en el fanatismo religioso. La necesidad de reafirmar los propios valores pareció crecer ante la amenaza representada por los afanes de modernización. Aunque sólo en ocasiones tal polarización se expresó a manera violenta, como en el conflicto cristero o en los magisteriales de la década de 1930, persistió y se desarrolló subterráneamente aun en los momentos de paz.
Pese a todo, la política educativa tuvo logros significativos durante el periodo, que se consolidaron en los años treinta a partir del impulso que le brindó el gobierno de Matías Ramos. La formación de un cuerpo magisterial más amplio y el mejoramiento en las condiciones laborales de los maestros posibilitaron una mayor penetración en el medio rural. Al finalizar el decenio de 1930 se había consolidado la federalización de la enseñanza, y más de 60% de los estudiantes acudía a establecimientos controlados por el gobierno central.
La sinuosa conformación histórica de Zacatecas, sus prolongadas dificultades económicas y los contrastes sociales y culturales de sus habitantes no inhibieron el florecimiento de una cultura profunda y diversa. De ella se alimentaron artistas que, como Francisco Goitia, Ramón López Velarde, Manuel M. Ponce y Mauricio Magdaleno, proyectaron la vitalidad de su estado natal y le otorgaron un lugar de privilegio en la cultura nacional.