Durante los años coloniales, en el territorio de la provincia de Zacatecas
quedaron demarcadas tres diferentes regiones: el altiplano, de tierras áridas
y escabrosas, no favorables a la agricultura, donde se ubicarían las más extensas
propiedades; los valles de tierras fértiles con numerosas fuentes de agua, donde
predominaron las pequeñas propiedades durante los siglos XVI
y
XVII
y que luego en el XVIII
mostrarían una tendencia creciente
a la concentración; y la región de alta fertilidad y riqueza natural, la de
los cañones, donde se combinaron la pequeña, mediana y gran propiedad.
La baja densidad demográfica de las tierras localizadas al sur de las minas de Zacatecas entre esta ciudad y la de México y Michoacán y hacia el norte determinó las características de la ocupación española en esa vasta región. Además, las tierras ocupadas desde antes de la conquista por diversos grupos indígenas fueron abandonadas, sobre todo después de la guerra del Mixtón, convirtiéndose así en otro territorio codiciado por los españoles.
Ricas en pastos y propicias para la agricultura, las tierras abandonadas por los cazcanes se poblaron con haciendas y estancias de ganado que constituían un elemento indispensable para la explotación minera. La reproducción del ganado fue tan acelerada que los propietarios pronto tuvieron que demarcar sus terrenos y solicitar a la Corona nuevas concesiones de tierras, conocidas entonces como mercedes.
El desarrollo de las haciendas, ranchos y estancias corrió paralelo al de la producción de mineral. Así, la frontera agrícola y ganadera oscilaba a la par que la frontera minera. Cuando se inició la explotación de las minas de Zacatecas bastaban las cosechas que llegaban de Michoacán y Querétaro para satisfacer las necesidades de consumo; pero conforme aquélla se intensificó la frontera agrícola y ganadera se extendió hasta Nochistlán y Juchipila, al sur de la provincia, donde se inició el cultivo de trigo y maíz, y poco después hasta la zona ubicada entre Zacatecas, San Martín y Avino en el norte.
Elemento esencial de la ocupación española del territorio novohispano fue la hacienda, que era una unidad de producción basada en el acaparamiento de grandes extensiones de tierra, y que se estableció desde finales del, siglo XVI
a través de las concesiones o mercedes de tierras que el gobierno colonial otorgaba a los particulares. En la provincia de Zacatecas, las haciendas fueron el complemento esencial de la explotación minera; en ellas se cultivaban diversos productos que cubrían necesidades básicas de los habitantes de las minas y de alimento para los animales que eran la fuerza motriz del trabajo minero, además de ser el asiento de la crianza de ganado.
La distribución de las haciendas en la provincia de Zacatecas durante el siglo
XVI
presentó las siguientes características: en el valle de Valparaíso,
Jerez y Nieves se fundaron las de gran extensión teniendo como principal actividad
a la ganadería y, en menor proporción, a la agricultura. Pero más tarde esta
proporción se invirtió, o presentó un mayor equilibrio entre ambas actividades,
porque los cultivos resultaban cada vez más atractivos.
Al sur de las minas de Zacatecas, hacia la región de los cañones, la fundación de ranchos y haciendas enfrentó mayores obstáculos porque la densidad demográfica indígena era más alta y las tierras pertenecían a sus pueblos. No obstante, los españoles paulatinamente lograron apropiarse de ellas, en muchos casos porque habían sido abandonadas por sus propietarios originales, o bien, mediante la compra, la donación e incluso la toma legal. Las haciendas y ranchos que se establecieron en la zona de Juchipila y Tlaltenango no alcanzaron las dimensiones de los del norte de la provincia, donde las características del terreno, la escasa población y la ausencia de pueblos de indios favorecían la concentración de grandes extensiones en un solo propietario. En el sur, por el contrario, más que grandes terratenientes hubo sobre todo pequeños propietarios.
El siglo XVII
se caracterizó por la formación de haciendas donde se integraron auténticos complejos agroganaderos que abastecían a las minas y ocupaban abundante mano de obra indígena, mulata y mestiza. Al sur de la provincia el tamaño de estas haciendas fue variable; y en el norte continuaron predominando las de gran extensión. Sin embargo, hacia 1630, como consecuencia de la crisis que padeció la minería, un número considerable de grandes propiedades comenzaron a decaer y muchas fueron fraccionadas.
Durante el mismo siglo XVII
se puso en práctica una disposición
de la Corona española, emitida desde fines del siglo anterior, para "componer"
las tierras. La disposición buscaba regularizar las propiedades, identificar
los falsos títulos de propiedad y las adquisiciones fraudulentas, y anular las
compras de tierras de indígenas que por entonces estaba prohibida. Con esta
"composición" la Corona aseguraba su derecho a ser la dueña de las tierras sueltas
y a venderlas en beneficio del real fisco.
Los propietarios aprovecharon las composiciones para legalizar lo que ya poseían, adquirir nuevas tierras que pertenecían a los pueblos de indios y ocupar terrenos baldíos y desocupados. Por su parte, los indígenas, que también tenían derecho a regularizar sus terrenos, en lugar de verse favorecidos con las composiciones, resultaron afectados, porque sólo unos cuantos podían defenderse con la presentación de los títulos de propiedad.
Las composiciones finalmente fueron un medio para justificar el crecimiento y desarrollo de las grandes extensiones de tierra, confinar a los indígenas a un espacio cada vez más reducido y controlarlos económica y socialmente, lo mismo que a las castas y mestizos, incapacitados para adquirir tierras. Esta población quedó condenada a la dependencia de una estructura agraria determinada por la hacienda que día con día se fortalecía convirtiéndose en peones, arrendatarios y, posteriormente, en aparceros y trabajadores asalariados. Paradójicamente, las composiciones sirvieron para justificar abusos, despojos, ocupaciones ilegales y latifundios, al mismo tiempo que promovieron la aparición de largas filas de trabajadores que buscaron incorporarse a las haciendas. Aunque no fue un hecho generalizado, el mismo propietario podía garantizar la acumulación de tierras con cierta continuidad a veces durante más de un siglo a través de los lazos familiares y del linaje que impedían el fraccionamiento de las propiedades. Pero mucho más común fue la inestabilidad en la posesión de las tierras, las continuas compraventas, el arrendamiento e, incluso, el abandono.
Durante el siglo XVIII
la hacienda vivió su época de fortalecimiento y consolidación. Su distribución en la provincia zacatecana mantuvo la tendencia ya señalada, pero apareció otro fenómeno que daría nueva fisonomía al espacio zacatecano. Indios, castas y negros avecindados dentro de los terrenos de las haciendas, y cuyo número iba en aumento, solicitaron constituirse en pueblos reclamando derechos ancestrales y provocando la fragmentación de los grandes latifundios. Estas reclamaciones fueron el origen de muchas villas y pueblos, como Villa Gutierre del Águila, hoy Villanueva.
La configuración del espacio zacatecano a lo largo de la Colonia demuestra que a la provincia se le debe reconocer como un territorio complejo y heterogéneo, marcado por subregiones con características y funciones propias, pero siempre determinadas en mayor o menor medida por las necesidades de producción de los centros mineros, hecho que a su vez contribuyó a articularlas y a diferenciar al conjunto de la provincia de otros espacios.