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          El desengaño (sirva esto de ejemplo), respecto de una 
          vocación a la que convergieron, durante largo tiempo, nuestras 
          energías y esperanzas, es, sin duda, una de las más crueles 
          formas del dolor humano. La vida pierde su objeto; el alma, el polo 
          de idealidad que la imantaba; y en el electuario amarguísimo 
          de esta pena hay, a un tiempo, algo de la de aquel a quien la muerte 
          roba su amor, y de la de aquel otro que queda sin los bienes que ganó 
          con el afán de muchos años, y también de la de 
          aquel que se ve expulsado y proscripto de la comunión de los 
          suyos. El suicidio de Gros, el de Leopoldo Robert, y el que en su Chatterton 
          idealizó Alfredo de Vigny, son imágenes trágicas 
          de esta desesperación; la que, otras veces, concluye por diluir 
          y desvanecer su amargura en el desabrimiento de la vida vulgar. 
         Y sin embargo, una vocación que fracasa para siempre, sea 
            por lo insuperable de la dificultad en que tropieza el desenvolvimiento 
            de la aptitud, sea por vicio radical de la aptitud misma, suele ser, 
            en el plan de la Naturaleza, sólo una ocasión de variar 
            el rumbo de la vida sin menguar su intensidad ni su honor. Con frecuencia 
            el hado que forzó a la voluntad a abandonar el rumbo que, prometiendo 
            gloria, seguía, ha puesto con ello el antecedente y la condición 
            necesaria de más alta gloria. Pero aunque no entren en cuenta 
            casos semejantes, yo me inclino a pensar que pocas veces puede tenerse 
            por irreparable en absoluto el fracaso de una vocación, si 
            por irreparable ha de entenderse que no sufre ser compensado con la 
            manifestación de una capacidad, más que mediana, en 
            otro género de actividad; ni siquiera cuando el alma ve extenderse 
            ante sí vasto horizonte de tiempo y dispone aún de poderosas 
            fuerzas de reacción. Difícil es que conozcamos todo 
            lo que calla y espera, en lo interior de nosotros mismos. Hay siempre 
            en nuestra personalidad una parte virtual de que no tenemos conciencia. 
            Una vocación poderosa que ha ejercido durante mucho tiempo 
            el gobierno del alma, reconcentrando en sí toda la solicitud 
            de la atención y todas las energías de la voluntad, 
            es como luz muy viva que ofusca otras más pálidas, o 
            como estruendo que no deja oír muchos leves rumores. Si la 
            luz o el estruendo se apagan, los hasta entonces reprimidos dan razón 
            de su existencia. Aptitudes latentes, disposiciones ignoradas, tienen 
            así la ocasión propicia de manifestarse, y a menudo 
            se manifiestan, en el momento en que pierde su ascendiente la vocación 
            que prevalecía; tanto más cuanto que las mismas condiciones 
            que constituyen una inferioridad sin levante para determinado género 
            de actividad, suelen ser estímulos y superioridades con relación 
            a otro. Rara será el alma donde no exista, en germen o potencia, 
            capacidad alguna fuera de las que ella sabe y cultiva; como raro es 
            el cielo tan nebuloso que jamás la puesta del sol haga vislumbrar 
            en él una estrella, y rara la playa tan callada que nunca un 
            rumor suceda en ella al silencio del mar. 
          Yo llamaría a estas disposiciones latentes que inhibe aquella 
            que está en el acto y goza de predilección: las 
            reservas de cada espíritu. Quiero mostrarte cómo 
            la necesidad de buscar nuevo motivo de acción, que hace recobrarse 
            nuestro ánimo después de la muerte de una vocación 
            querida, manteniéndolo en vela y atento a los llamados que 
            pueden venir del seno de las cosas, excita, con redentora eficacia, 
            tales capacidades ocultas, hasta sustituir (y en más de un 
            caso sustituir ventajosamente) la aptitud cuya pérdida se deplora 
            como irreparable infortunio. 
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