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          Un arranque de sinceridad y libertad que te lleve al fondo de 
          tu alma, fuera del yugo de la imitación y la costumbre, fuera 
          de la sugestión persistente que te impone modos de pensar, de 
          sentir, de querer, que son como el ritmo isócrono del paso del 
          rebaño, puede hacer en ti lo que la obra justiciera del tiempo 
          verificó en la inscripción de la torre de Alejandría. 
          Deshecho en polvo leve, caerá de la superficie de tu alma cuanto 
          es allí vanidad, adherencia, remedo; y entonces, acaso por primera 
          vez, conocerás la verdad de ti mismo. Despertarás como 
          de un largo sueño de sonámbulo. Tu hastío y agotamiento 
          son quizá, cual los de muchos otros, cosa de la personalidad 
          ficticia con que te vistes para salir al teatro del mundo: es ella la 
          que se ha vuelto en ti incapaz de estímulo y reacción. 
          Pero por bajó de ella reposan, frescas y límpidas, las 
          fuentes de tu personalidad verdadera, la que es toda de ti; apta para 
          brotar en vida, en alegría, en amor, si apartas la endurecida 
          broza que detiene y paraliza su ímpetu. Allí está 
          lo tuyo, allí y no en el esquilmado campo que ahora alumbra 
          el resplandor de tu conciencia. ¿Por qué llamas tuyo 
          lo que siente y hace el espectro que hasta este instante usó 
          de tu mente para pensar, de tu lengua para articular palabras, de tus 
          miembros para agitarse en el mundo, cuyo autómata es, cuyo dócil 
          instrumento es, sin movimiento que no sea reflejo, sin palabra que no 
          sea eco sumiso? ¡Ése no eres tú! ¡Ése 
          que roba tu nombre no eres tú! ¡Ése no es 
          sino una vana sombra que te esclaviza y te engaña, como aquella 
          otra que, mientras duermes, usurpa el sitio de tu personalidad e interviene 
          en desatinadas ficciones, bajo la bóveda de tu frente! 
         
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