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          Del desenvolvimiento regular y fácil de la vida en esa 
          curva que enlaza sus modificaciones, se engendra la armonía de 
          sus diferentes edades, la belleza inherente al ser propio y genial de 
          cada una: el orden típico que hace de ellas como los cantos de 
          un bien proporcionado poema, en el que cada paso de la acción 
          concurre a la unidad que consagrará majestuosamente el desenlace, 
          o que acaso quedará suspensa, con poético misterio, por 
          la interrupción de la obra, trunca mas no desentonada, cuando 
          Naturaleza desista, a modo del poeta negligente, de terminar el poema 
          que empezó: cuando la vida escolle en prematura muerte. 
        La verdadera juventud eterna depende de esta rítmica y tenaz 
            renovación, que ni anticipa vanamente lo aún no maduro, 
            ni consiente adherirse a los modos de vida propios de circunstancias 
            ya pasadas, provocando el despecho, la decepción y la amargura 
            que trae consigo el fracaso del esfuerzo estéril; sino que 
            acierta a encontrar, dentro de las nuevas posibilidades y condiciones 
            de existencia, nuevos motivos de interés y nuevas formas de 
            acción; lo que procura en realidad al alma cierto sentimiento 
            de juventud inextinguible, que nace de la conciencia de la vida perpetuamente 
            renovada, y de la constante adaptación de los medios al fin 
            en que se emplean. 
           Cuando de tal modo se la guíe, la obra ineluctable del tiempo 
            no será sólo regresión que robe al alma fuerzas 
            y capacidades; ni será como una profanación, por manos 
            bárbaras, de las cosas delicadas y bellas que juntó 
            en sus primeros vuelos el coro de las Horas divinas. Será un 
            descubrimiento de horizontes; será la vida sol que, palideciendo, 
            se engrandece. Así, sobre el conjunto de las historias gloriosas 
            de los hombres, domina, como la paz de las alturas, la excelsitud 
            de las ancianidades triunfales: la ancianidad de Epiménides, 
            la ancianidad del Ticiano, la ancianidad de Humboldt; y más 
            alto que todas, la ancianidad de Sófocles, cúspide de 
            la más bella y armoniosa existencia en que encarnó la 
            serenidad del alma antigua, y que, culminando a un tiempo en años 
            y en genio, pone en labios de la vejez, de cuya poesía sabe, 
            sus más líricos metros, que son la apoteosis de su tierra 
            y su estirpe en el himno inmortal de los ancianos de Colona.
  Arrobadora idealidad, austero encanto, los de la vida que acaba completando 
            un orden dialéctico de humana perfección... ¿Vamos, 
            por verlo, allí adonde nos conduce ése mismo nombre 
            de Sófocles, si remontamos la corriente del tiempo?
         
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