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          Freddie preparaba una bebida. El largo agitador en su mano daba 
          vueltas con lentitud, y el hielo, como reloj barato, percutía 
          en el vaso. Un tahúr, un gran potentado, un maquinista y el agente 
          de un enorme sindicato de Estados Unidos jugaban a las cartas al otro 
          lado de la ventana. Freddie los observaba con la mirada irónica 
          de un hombre al preparar un trago. A cada rato llegaba con su charola un moreno mesero mexicano, proveniente 
            de los gabinetes posteriores, y voceaba sobre la barra sus órdenes. 
            El ruido del indolente bullicio de la ciudad, al despertar de su siesta, 
            flotaba sobre las persianas que contenían el sol y el paso 
            de las miradas indiscretas. Del fondo de la cocina se alcanzaba a 
            oír el bramido del viejo chef francés al dirigir, 
            pastorear e insultar a sus asistentes mexicanos. De pronto, un grupo de hombres apareció en la calle. Se metieron 
            al bar. Hubo gritos de impaciencia. ¡Oye, Freddie, ven acá, no te quedes ahí 
            parado como retrato! ¡Muévete! Sobre la barra empezaron a correr bebidas de todos colores ámbar, 
            verde, caoba, fuertes y ligeras con los complementos de limón, 
            menta y hielo. Freddie, con la ayuda de mexicanos, trabajaba como 
            marinero en la preparación de estos tragos, hablando con desdén 
            por el alcohol y admiración por quienes beben, atributo de 
            un buen cantinero. Una partida de dados conmovió a uno de los hombres. Se iniciaba 
            tremenda discusión, y estaba metidísimo en ella, pero 
            al mismo tiempo acariciaba sin prisa los dados. A veces lograba combinaciones 
            espectaculares. ¡No se pierdan esto! gritaba con 
            orgullo. Los demás no le hacían caso. Aunque de pronto 
            la prisa se adueñó de ellos. Pasó de uno a otro 
            como epidemia y los envolvió a todos. En un instante montaron 
            un carnaval de dados, con castigos monetarios y premios etílicos. 
            El que Freddie también participara en la partida y que a ratos 
            arriesgara el suministro gratuito de bebidas para todo el grupo se 
            transformó ruidosamente en una cuestión de honor. Con 
            las cabezas flexionadas, igual que jugadores de fútbol, seguían 
            los tumbos de los dados, empujándose, gritando y discutiendo 
            agriamente. Uno de los jugadores en el silencioso grupo que en la 
            mesa de la esquina jugaba naipes comentó profanamente que tal 
            escándalo le recordaba una competencia de bolos en un día 
            de campo. Tras el aguacero de costumbre, una multitud de carruajes invadió 
            la tranquila calle y lanzó su musical estrépito hasta 
            la Casa Verde. Los escaparates de los negocios relucían con 
            el alumbrado y los paseos se veían llenos de jóvenes, 
            inexpertos y acechantes, vestidos con la vanidad dictada por supuestas 
            modas. Los policías, arropados con sus capas de gnomos, colocaban 
            a media calle sus linternas como obstáculos a los carruajes. 
            La ciudad de México entregaba los hondos tonos naranja de su 
            resurrección vesperal. Pero el grupo de amigos seguía tirando los dados en la barra 
            de la Casa Verde. Ya habían agotado las apuestas por la ronda 
            de tragos, por dinero, por la cena, por el vino de la cena. Ya habían 
            dejado atrás inclusive el desglose de puros y cigarrillos de 
            la cuenta de la cena, hasta responsabilizar a uno de ellos. No quedaba 
            nada a la vista de su imaginación que pudiera sugerir una nueva 
            apuesta. Se hizo una pausa para considerar el asunto seriamente. ¿Y ahora? ¿Y ahora? La exuberancia de la creación hizo gritar a uno de los hombres: ¡Ya sé! ¡Apostemos la entrada al circo! 
            ¡Una entrada al circo! El grupo se sintió profundamente reconfortado. ¡Eso 
            es! ¡Eso es! ¡Vamos a ver! ¡Una entrada al circo! 
            Una voz portentosa exclamó: Tres tiros: gana el más 
            alto. Un estadounidense, alto y con la cara del rojo del cobre por 
            los rayos que pegan en la Sierra Madre y queman los cactus del desierto, 
            tomó el pequeño cubilete de cuero .y arrojó los 
            dados sobre la pulida superficie. Fascinada concurrencia observaba 
            desde la barra. El hombre alto levantó el cubilete, con alardes, 
            y realizó sus otras dos tiradas. De ellas obtuvo otro rosado 
            rey. Ahí está dijo ¡Vamos a 
            ver! ¡Cuatro reyes! Empezó a fanfarronear, si bien 
            provisionalmente. El siguiente tomó el cubilete y le sopló por encima. 
            Al ponérselo en la mano, echó una mirada fría 
            a sus acompañantes e hizo una pausa. Todos sabían muy 
            bien que este hombre aplicaba la magia de la premeditación 
            y de la ostentosa indiferencia, pero no esperaron pacientemente la 
            realización de todos estos ritos. ¡Órale! 
            ¡Apúrate! Al fin, con gesto singularmente impactante, 
            el hombre tiró los dados. El resto soltó un aullido 
            de júbilo. ¡Ni un par! Vino otra solemne pausa. 
            Los hombres se movían con intranquilidad. ¡Órale! 
            ¡Tira! Por último, este hombre inducido y mofado obtuvo 
            algo que fue nada ante los cuatro reyes. El alto se apoyó en 
            el pescante de la barra y se inclinó peligrosamente al frente. 
            ¡Cuatro reyes! Con mis cuatro reyes voy arriba dijo 
            en medio del grupo; y aunque en un instante pasó a la fabulosa 
            zona de la excepción, siguió vociferando consejos y 
            bromas. Los espejos y las enceradas maderas de la Casa Verde ahora cintilaban 
            bajo la luz de una enorme lámpara eléctrica zumbante. 
            Un grupo de tranquilos miembros de la colonia inglesa llegó 
            a tomar un trago antes de cenar. Una atenta persona mostraba a los 
            turistas esta popular cantina de estilo estadounidense. Era una hora 
            prudente y respetable. Freddie les llamó valientemente la atención 
            a los escandalosos jugadores de dados, y a cambio recibió selectisimo 
            consejo vertido en la caterva de siete vocabularios mezclados. Freddie 
            sonrió; tuvo que abandonar la partida, pero la seguía 
            con atenta, si bien furtiva, mirada. Al final de la ronda tocó su turno a un muchacho del que todos 
            se burlaban por su mala suerte. Del otro lado de la barra, Freddie 
            decía majaderías a cada rato con una suerte de afectuoso 
            desprecio. ¿Cómo es que este Chamaco no 
            ha tenido suerte en estos días? ¿Se ha visto una mala 
            racha así? En cierto momento el torneo se concentró en el Chamaco 
            de Nueva York y en un individuo que se pavoneaba plácidamente 
            sobre un par de piernas que trazaban círculos nefandos. Su 
            sonrisa semejaba una talla en madera. Se tuvo que agachar y parpadear 
            velozmente para certificar los hechos de su lanzamiento y el destino 
            le regaló cinco reinas. Su sonrisa siguió siendo la 
            misma; pero jadeó suavemente, como un hombre después 
            de correr. Los otros, al salir intactos de esta parte del conflicto, bromearon 
            con el Chamaco. Le palmeaban en los hombros. ¡Contamos 
            contigo, Chamaco! ¡Eres incapaz de superar ese juego! 
            ¡Cinco reinas! Hasta ese momento el Chamaco se había limitado a hacer 
            muestras del temperamento de un jugador; pero las alegres bromas de 
            los apostadores, ahora con el suplemento de una rueda de mirones, 
            le hicieron sentir íntimamente que sería bueno superar 
            a esas cinco reinas. Al interior del cubilete envió una conseja 
            de tahúr: Cinco ratones blancos de la suerte: El Chamaco sacó tres ases luego de menear sardónicamente 
            el cubilete sobre la barra. De los dos dados de la siguiente tirada 
            sacó otro as. Largo rato sacudió el cubilete para la 
            última tirada. Ya tenía cuatro ases; si sacaba uno más, 
            las cinco reinas estaban perdidas y el lugar en el circo saldría 
            del bolsillo del borracho. Todos los movimientos del Chamaco 
            fueron lentos y elaborados. En el último tiro, el Chamaco 
            colocó el cubilete de cabeza sobre la barra con el dado restante 
            adentro. Luego levantó la vista y encaró a la multitud 
            con el aire de un conjurado o de un tahúr. A lo mejor es un as comentó con sobrada calma. 
            A lo mejor es un as. En ese instante presidió la escena un pequeño drama 
            que tuvo absortos a todos. El Chamaco recargó la espalda 
            contra la barra y se acodó sobre ella. A lo mejor es un as repitió. Una voz chillona clamó desde el fondo: Sí ¡Tal vez sí! Los ojos del Chamaco escudriñaron a la multitud. Apuesto cincuenta dólares a que es un as dijo. Otra voz preguntó: ¿Moneda americana? Sí respondió el Chamaco. ¡Oh! La sorpresa provocó una carcajada general. Sin embargo, nadie 
            aceptó el desafío del Chamaco y de hecho él 
            regresó al cubilete. Les voy a enseñar. El Chamaco alzó el cubilete con la parsimonia de un 
            alcalde al develar una estatua. Apareció un diez. En el rumor 
            que se soltó fue posible distinguir cómo todo el mundo 
            ridiculizaba la cobardía del vecino, y por encima de este parloteo 
            la voz de Freddie burlándose del grupo: ¿Qué pasa? No hay un valiente entre cada cinco 
            que dicen serlo. No he visto peor estafa que ésa. El Chamaco, 
            aunque se lo propusiera, no sabría cómo estafar a nadie. 
            Él no sabe nada de dados. Me moría de risa cuando los 
            vi desafiados. Nomás les digo que, de haber querido yo ya tendría 
            en la bolsa esos cincuenta dólares. ¡Son unos mensos! Pero el grupo que ganó su entrada al circo no abjuró 
            su triunfo. Se le echaron encima al Chamaco con los puños 
            en alto. ¡Cinco ratones blancos! le arremedaron, ahogados 
            de la risa. ¡Cinco ratones blancos! Pero si no son tan malos dijo el Chamaco. Luego ocurrió con cierta frecuencia que alguno señalara 
            al Chamaco y se burlara: ¡Cinco ratones blancos! En el trayecto de la cena al circo, otros miembros del grupo preguntaron 
            al Chamaco si en realidad creía en los ratones. Le recomendaron 
            otros animales: conejos, perros, erizos, víboras, zarigueyas. 
            A estas bromas, el Chamaco respondía con serio semblante 
            sobre su fe en la lealtad y sabiduría de los cinco ratones 
            blancos. El Chamaco expuso un caso sumamente elocuente, aderezado 
            de un fino lenguaje e insultos, en el cual probaba que si había 
            que creer en algo lo mejor era elegir a los cinco ratones blancos. 
            Pero sus acompañantes le señalaron inmediata y unánimemente 
            que su más reciente hazaña no lo convertía en 
            el más convincente de los abogados. El Chamaco distinguió un par de figuras en la calle. 
            Le hacían señas imperiosas, pero aguardó hasta 
            tenerlos más cerca, pues en una de las figuras reconoció 
            al Chamaco, al Chamaco de San Francisco, pues había 
            dos Chamacos en la ciudad de México. Con éste 
            de San Francisco venía Benson. Llegaron casi sin aliento. ¿Dónde 
            has estado? gritó el de San Francisco. Era un acuerdo 
            que, al encontrarse, el primero en hacer esta pregunta podía 
            usar el tono de una ilimitada pena. ¿Qué has hecho? 
            ¿Adónde vas? Vente con nosotros. Benson y yo tenemos 
            un plan. El Chamaco de Nueva York se libró del brazo del otro. No puedo. Tengo que llevarme al circo a estos gañanes. 
            Me fastidiaron con eso jugando con los dados en la cantina de Freddie. 
            No puedo, te digo. En un principio los dos no le hicieron caso. Orale, tenemos un plan. No puedo. Éstos ya me fregaron. Tengo que llevarlos 
            al circo. Los que ya tenían plan en ese momento no quisieron reconocer 
            la importancia de estas objeciones. ¡Llévalos otro día! ¿Qué no los puedes llevar otro día? Déjalos que se vayan. Olvídate del circo. ¡Escápate! ¿Cómo que ya te fregaron? ¡Escápate! No obstante su lucha, el Chamaco de Nueva York se alejó 
            de ellos. Les digo que no puedo. Ya me fregaron. Al dejarlos, éstos le gritaron: Entonces alcánzanos, ¿oíste? En la Casa 
            Verde, al acabar el circo. ¿Lo oyes? Luego le regalaron todo tipo de insultos. Que un hombre en la ciudad de México vaya al circo no quiere 
            decir que se rebaje a las diversiones de un infante, pues el Circo 
            Teatro Orrín es uno de los mejores del mundo,con mucho superior 
            a cualquiera de su tipo en los Estados Unidos, en donde todo son pistas, 
            cuando las hay, y se engaña al público con la parafernalia 
            comercial. Más aún, el payaso estadounidense que daba 
            saltos y maromas en la arena mexicana es el payaso al que los escritores 
            citan como la dicha de sus infancias y lamentan que haya muerto. En 
            este circo, al Chamaco no le desconcertaba el espectáculo 
            de los apesadumbrados elefantes prisioneros y de los animales cautivos, 
            viejos y enfermizos. Hasta tarde estuvo sentado en su sitio y rió 
            y gritó cuando hubo que reír del cómico, tonto, 
            sabio payaso. Al regresar a la Casa Verde ya no encontró ni al Chamaco 
            de San Francisco ni a Benson. Reclinado sobre la barra, Freddie oía 
            la polémica tenaz de cuatro hombres sobre un asunto que no 
            quedaba claro. En el rincón había un juego de cartas, 
            desde luego. De las habitaciones del fondo provenían sonidos 
            de pendencia. Freddie pareció enfadarse cuando el Chamaco le preguntó 
            si había visto a su amigo de San Francisco y a Benson. Ah, sí, aquí estaban hace rato, pero no sé 
            a dónde se fueron. Venían tomados ya. ¿En 
            dónde andaban? Aquí llegaron patinando como dos 
            pequeños dioses dorados. Bromearon un rato y luego el de San 
            Francisco quiso que le mandara seis botellas de vino al cuarto de 
            Benson, pero yo no tenía con quién enviarlas a esa hora 
            de la noche y se enojaron y se fueron. ¿De dónde 
            sacaron dinero? Intrigado, el Chamaco hizo una pausa en medio de la penumbra 
            de la calle. Pero de hecho alcanzó a escuchar unas voces trastabillantes: ¡Chamaco! ¡Chamaco! ¡Ven acá! El Chamaco reconoció dos vagas figuras recargadas en 
            el muro de enfrente. Cruzó la calle y le dijeron: Hola, Chamaco. Di, ¿dónde lo conseguiste? preguntó 
            con seriedad. Más valía que ustedes los indios 
            se regresaran a su casa. ¿Para qué quieren que los encierren? La virtud iluminó el rostro del Chamaco. Todo lo negaban, 
            balanceándose violentamente de aquí para allá. No traemos nada. No traemos nada. ¡Cabrón! ¡Vente-a-tomar-otro-trago! El joven sobrio le dijo a su amigo: ¿Qué no te tienes que ir ya a tu casa, Chamaco? 
            Vámonos, que ya es tarde. Ya mejor párenle. El Chamaco de San Francisco sacudió con decisión 
            la cabeza. Primero tengo qué llevar a Benson a su casa. En un minuto 
            se va a poner a vomitar. Olvídate de mí. Yo estoy bien. Claro que está bien dijo Benson, volviendo en 
            sí tras profundo ensimismamiento. Él está 
            bien. Pero mejor llévame a mí a mi casa, mejor. Pero 
            él está bien miró con compasión 
            a su compañero. Chamaco, tú eres el que 
            está borracho. El Chamaco sobrio le habló abruptamente a su amigo 
            de San Francisco. Chamaco, ya recupérate. No juegues. Vamos a tener 
            que cargar al imbécil de Benson hasta la casa. Tómalo 
            del otro brazo. El Chamaco de San Francisco obedeció de inmediato a 
            su camarada, sin decir palabra ni fruncir el ceño. Tomó 
            del brazo a Benson y aguardó la siguiente orden como un soldado. 
            Más adelante, de hecho, aventuró humildemente: ¿No 
            podríamos tomar un carruaje? Pero el Chamaco de Nueva 
            York se sumió en un silencio impasible al ver que no había 
            los carruajes adecuados. Parecía reflexionar sobre su condición 
            sin asombro alguno, sin consternarse o sin mostrar emoción 
            alguna. Se sometió groseramente al rumbo de su amigo. Benson protestó cuando lo tomaron por los brazos. ¿Qué hacen? dijo con una nueva voz gutural. 
            ¿Qué hacen? Yo no estoy borracho. Vamos-a-tomar-otro-trago. 
            Yo... Camina, imbécil dijo el Chamaco de Nueva 
            York. El de San Francisco reaccionó con estoicismo al llamado 
            de Benson y en silencio lo jaló de un brazo. En ese sitio en 
            particular del pavimento los pies de Benson se hicieron como raíces 
            reticentes. Los tres avanzaron tambaleándose por la calle entre 
            olvidadas chimeneas venidas al suelo. Mientras tanto, Benson exigía 
            ruidosamenté que le dijeran las razones por las que lo llevaban 
            a casa. La punta del pie chocó con la banqueta al llegar al 
            otro lado de la calle y, por un momento, los dos Chamacos lo 
            arrastraron a la vez que el frente de sus zapatos raspaba musicalmente 
            el pavimento. Benson se enderezó de modo formidable al pasar 
            frente a la Casa Verde. ¡No! ¡No! ¡Vamos por 
            otro trago! ¡Otro trago! ¡Uno más! Pero el Chamaco de San Francisco obedeció ciegamente 
            la voz de su socio, de manera absoluta, y entre los dos zafaron a 
            Benson de la puerta. Entrelazados, los tres dieron vuelta en una calle 
            oscura. A cada rato el lado que le correspondía al Chamaco 
            sobrio se adelantaba al otro. En esos momentos regañaba acremente 
            al joven de San Francisco, y éste al instante mejoraba con 
            impensada y total obediencia. Benson empezó a recitar una historia 
            de amor una historia que ni siquiera llegó al segundo 
            acto. A ratos el Chamaco de Nueva York soltaba majaderías. 
            En el camino los tres se tropezaron como tres comediantes que en el 
            escenario fingieran caer. A medianoche, en México, cualquier callecita que se abre camino 
            entre los muros de la ciudad es tan oscura como la boca de una ballena 
            en alta mar. Esta vez, nubes muy pesadas cubrían a la capital 
            y el cielo estaba pálido. Los balcones no proyectaban sombra 
            alguna. Oigan dijo Benson, librándose repentinamente de 
            su escolta, ¿por qué se quieren ir a la casa? 
            No estoy borracho. Ustedes quién sabe qué cosa traen 
            en la cabeza; tú, Chamaco de Nueva York. Este otro Chamaco, 
            él está más... más propiamente sobrio. 
            Está borracho aunque esté sobrio. Cállate, Benson dijo el Chamaco de Nueva 
            York. Camina. No podemos quedarnos aquí toda la noche. Benson se negó a que lo acorralaran y endureció las 
            piernas y se estiró como un derviche bajo la evidente impresión 
            de que se comportaba de la manera más propia. Al poco tiempo 
            llegó a la conclusión que se estaba burlando de los 
            otros. ¡Ocho morados perros! ¡Ocho morados perros! Eso 
            va a ser lo que el Chamaco verá mañana. Cuídate. 
            Los perros... Al describir el fenómeno canino, Benson giró salvajemente 
            sobre la banqueta al mismo tiempo que tres transeúntes pasaban 
            por ahí discretamente. Benson golpeó con el hombro a 
            uno de ellos. Al instante el mexicano se puso en guardia. Su mano fue velozmente 
            a la cadera. Hubo un instante de silencio en el que no se oyó 
            a Benson pedir una disculpa. De los labios del mexicano salió 
            un comentario indescriptible, una palabra quemante. Benson, parado ahí como semiausente, observaba sin ver al 
            mexicano, quien echó hacia adelante la cara al mismo tiempo 
            que sus dedos jugueteaban con nerviosismo sobre la cadera. El Chamaco 
            de Nueva York no entendía bien el español, pero sí 
            entendía lo que significaba que un mexicano se pusiera a respirar 
            pausadamente. ¿El señor quiere pleito? Benson se limitó a observarlo con sorpresa. Había ocurrido 
            algo fuera de lo común pero su atiborrado cerebro se negaba 
            a lidiar con eso. Benson se limitó a mostrar la agitación 
            de un fumador desprovisto temporalmente de lumbre. El Chamaco de Nueva York casi al instante cogió a Benson 
            del brazo, y estaba a punto de jalarlo cuando el otro Chamaco, 
            que hasta ahí actuó como autómata, se lanzó 
            intempestivamente hacia adelante, hizo a un lado al fantoche de Benson 
            y dijo:  Sí. El mundo se privó de luz y sonido. La pared del lado izquierdo 
            era como las de una cárcel: sin puertas, sin ventanas, sin 
            una sola abertura, La humanidad, en su encierro, dormía. Un 
            gusto asqueroso, amargo, como lleno de sangre, subió al paladar 
            del Chamaco. Estaba paralizado, como si tuviera a la vista 
            el filo brillante de la hoja de una navaja. Pero la mano del mexicano no se movió en ese instante. Adelantó 
            un poco más la cara y musitó: Tú dices. 
            El Chamaco sobrio contempló esta cara como si ella y 
            él fueran los únicos en el espacio: una máscara 
            amarilla, con la sonrisa de la ansiosa crueldad, de la satisfacción 
            y, antes que otra cosa, iluminada por siniestra resolución. 
            En cuanto a los rasgos de la cara, ellos recordaban los rasgos de 
            un marginado, de los olvidados, idénticos a los de un hombre 
            que lo afeitó en tres ocasiones en Boston en 1888. Pero la 
            expresión le quemaba la memoria como cera sobre la palma de 
            la mano, y, fascinado, estupefacto, vio la evolución del pensamiento 
            de ese hombre hasta el punto en el que él desenfundaría 
            el cuchillo. La emoción, una suerte de mecánica furia, 
            una brisa hecha de ventiladores eléctricos, un odio construido 
            por la vanidad, golpeó una y otra vez el oscuro semblante. El Chamaco de Nueva York dio entonces un paso hacia adelante. 
            Él también tenía la mano en la cadera. Ahí 
            tenía cogido un revólver de buen tamaño. Recordó 
            que sobre la negra cacha tenía grabada una escena de caza en 
            la que un tirador de buenos pantalones y gorra en pico apuntaba a 
            una escoria que tenía a menos de un octavo de pulgada. Ese paso al frente mostró la inmediata reacción de 
            los mexicanos. Uno de ellos dio otros dos pasos para enfrentarlo. 
            Tras el acomodo general quedaron dos contra dos. El oponente del Chamaco 
            de Nueva York era un hombre alto y bastante encorvado. Traía 
            el sombrero clavado hasta los ojos; del hombro izquierdo le colgaba 
            un sarape; su contrahechura imitaba la de un español de alcurnia. 
            Este caballero cóncavo componía una figura agradable 
            y terrible. El muchacho, impulsado por los espíritus de sus 
            modestos antecesores, tuvo tiempo para sentir el rugido de la sangre 
            a la vista de la pose. Él era consciente de que a la izquierda tenía a un 
            tercer mexicano, cara a cara de Benson; y era consciente de que Benson 
            estaba recargado contra la pared, somnoliento y siguiendo serenamente 
            la convención. De modo que estos seis hombres quedaban, frente 
            a frente, cinco de ellos con las manos a la cadera, con los cuerpos 
            en nerviosa tensión, en lo que la pareja central intercambiaba 
            un crescendo de provocaciones. El significado de las palabras iba 
            a la alza. En línea recta hacia una colisión. El Chamaco de Nueva York contempló a su español 
            de alcurnia. Levantó un tanto el revólver hasta que 
            el martillo quedó fuera de la funda. Esperó, quieto 
            y observante, en lo que el descompuesto Chamaco de San Francisco 
            gastaba diccionario y medio sobre el mexicano de en medio. El Chamaco de Nueva York decidió súbitamente 
            que lo iban a matar. Su mente se adelantó y ponderó 
            las consecuencias. El relato sería una joya de concisión 
            al llegar a su distante hogar en Nueva York, escrita con cuidadosa 
            letra sobre un papel barato, flanqueado arriba y abajo y por detrás 
            por las fortificaciones impresas de la compañía de telégrafos. 
            Pero con frecuencia estos mensajes son como piedras contra el espejo, 
            trozos de papel en los que van escritas lacónicamente las más 
            terribles crónicas de la época. El muchacho vio a su 
            madre y su hermana ponerse de pie, y la calma imbatible de su anciano 
            y silencioso padre, quien tal vez se encerrase en su biblioteca a 
            fumar a solas. Luego vendría a México su padre Y lo 
            traerían aquí y dirían: Éste es 
            el sitio. Después, muy probablemente, todos se quitarían 
            el sombrero. Todo el mundo se quedaría de pie con su sombrero 
            en la mano durante el debido minuto. Sintió lástima 
            por su anciano padre: financiero, avaro y millonario; un hombre que 
            al año por lo general cruzaba veintidós palabras con 
            su querido hijo. El Chamaco vio todo esto en ese instante. 
            Si su destino era improrrogable, habría actuado como un hombre 
            y su padre lo habría amado. El otro Chamaco lloraría su muerte. Se comportaría 
            con absoluta corrección durante algunas semanas y contaría 
            este acontecimiento sin decir majaderías. Pero no aguantaría. 
            Por la memoria de su camarada muerto se contendría con gusto 
            y contaría el suceso sin decir malas palabras. Las imágenes eran perfectamente estereoscópicas, entraban 
            y salían de su cabeza con inconcebible rapidez, hasta que, 
            a fin de cuentas, se transformaron en única, rápida 
            impresión desalentadora. Y he aquí lo real irreal: en 
            el momento expectante de la matanza, ascendió a la nariz del 
            Chamaco el aroma de la paja recién segada, una fragancia 
            proveniente de un campo de hierbas postergadas, un perfume que guardaba 
            rayos del sol, abejas, la paz de los campos y el misterio de un distante 
            arroyo cantarín. Todo esto no tenía el derecho de ser 
            algo fuera de lo común, y el Chamaco aspiró tal 
            aroma en lo que aguardaba el dolor y lo desconocido. Pero en ese mismo instante, por así decirlo, sus pensamientos 
            se dirigieron hacia el Chamaco de San Francisco, y supo como 
            en un chispazo que el Chamaco de San Francisco no iba a estar 
            ahí, por ejemplo, para realizar el extraordinario papel de 
            un deudo respetable. La cabeza del otro Chamaco estaba obnubilada, 
            temblorosa la mano, ida su agilidad. El otro Chamaco se enfrentaba 
            al hombre más decidido y feroz entre los adversarios. El 
            Chamaco de Nueva York se hizo a la idea que su amigo estaba perdido. 
            Iba a haber un ruidoso asesinato. Tan seguro estaba de eso que quiso 
            taparse los ojos para no mirar ni el brazo fustigante ni el cuchillo. 
            Esto daba asco, mucho asco. El Chamaco de Nueva York podría 
            estar realizando entonces su primer viaje por mar. La mezcla de honorable 
            virilidad con la torpeza le impidió echarse a correr. De pronto supo que era posible que él sacara su propio revólver 
            y que con suave maniobra aplacara a los tres mexicanos. Si era lo 
            suficientemente rápido podía salir victorioso. Si al 
            desenfundar ocurría algún contratiempo terminaría 
            muerto con sus amigos. Era un juego nuevo. Nunca se había visto 
            obligado a enfrentar una situación como ésta en el Beacon 
            Club en Nueva York. En esta prueba los pulmones del Chamaco 
            no dejaron de cumplir con su deber: Cinco ratones blancos de la suerte: El Chamaco pensó en el peso y el tamaño de su 
            revólver y el desconsuelo se apoderó de él. Temió 
            que para trabajo tan raudo el revólver se volviera en sus manos 
            algo tan ingobernable como una máquina de coser. También 
            imaginó que cierta singular providencia le haría perder 
            el arma al momento de sacarla; o que tal vez se le atorara fatalmente 
            en su saco. El Chamaco sintió en la espalda las frías 
            y húmedas anguilas de la desesperación. Pero a la hora de la verdad el revólver salió como 
            engrasado y se levantó como una pluma. La máquina somnolienta, 
            tres meses en reposo, al fin apuntaba hacía el pecho de los 
            hombres. Tal vez en esta serie de movimientos el Chamaco empleó 
            inconscientemente fuerza nerviosa suficiente para levantar una paca 
            de paja. Antes de que se diera cuenta, ya estaba detrás de 
            su revólver, atisbando por encima del tambor a los mexicanos, 
            amenazándolos alternativamente. El dedo tenso sobre el gatillo. 
            El revólver fulgió en la oscuridad con delgada luz de 
            plata. El repugnante de la alcurnia dio un salto hacia atrás a la 
            vez que soltaba una tenue exclamación. El hombre que encaraba 
            al Chamaco de San Francisco retrocedió rápidamente. 
            El bello conjunto de mexicanos se desorganizaba de pronto. El grito y los pasos en retirada revelaron algo importantísimo 
            al Chamaco de Nueva York. Él nunca imaginó que 
            no tuviera el monopolio absoluto de todas las trepidaciones posibles. 
            El grito del de la alcurnia era el de un hombre que descubre una víbora 
            venenosa. Así fue que el Chamaco pudo darse cuenta tranquilamente 
            que todos ellos eran seres humanos. Fue unánime el no deseo 
            de un combate muy sangriento. Hubo una súbita expresión 
            de igualdad. El Chamaco había creído vagamente 
            que ellos no mostrarían gran consideración por su papel 
            dramático como un factor activo. A ellos quizás hasta 
            les exasperaría que tal papel los aniquilara. En lugar de eso, 
            los mexicanos respetaron el movimiento del Chamaco con un respeto 
            tan grande como una eyaculación de miedo y de pasos hacia atrás. 
            En ese momento, el Chamaco se lanzó hacía adelante 
            y comenzó a insultarlos, soltando rotundas leperadas en inglés, 
            gordas como una soga, con las que les golpeó la cara. El 
            Chamaco estallaba en odio porque estos hombres no le habían 
            dejado ver antes que eran vulnerables. Todo el asunto había 
            sido una absurda imposición. La actitud cóncava del 
            noble lo había obligado a tomar una actitud respetuosa. Y a 
            fin de cuentas ocurrió un empate emotivo: ¡un empate! 
            El Chamaco estaba furioso. Quería quitarle el sarape 
            al noble y enrollarlo en él. Los mexicanos recularon con ansioso ardor en la mirada. El Chamaco 
            apuntaba primero a uno y luego a otro. Una vez que lograron cierta 
            distancia, los mexicanos hicieron una pausa y formaron una fila. Entonces 
            reasumieron algo de su viejo estilo esplendente. Una voz ensalzó 
            al Chamaco con tonos de feroz cinismo, como salida de una sonriente 
            mueca burlona:  Bueno, señor, ¿ya acabó? El Chamaco frunció el ceño mirando hacia la 
            oscuridad, con el revólver a un lado de su cuerpo. Me dan ganas dijo un momento después. Fue extraño poder hablar tras este silencio de años. Buenas noches, señor. Buenas noches. Al voltear a ver al Chamaco de San Francisco lo encontró 
            en su posición original, cadera en mano. Perplejo, parpadeaba 
            hacia el rumbo por el que los mexicanos desaparecían. Por fin dijo con enfado el Chamaco sobrio, ¿ya 
            están listos para irse a casa? ¿Para dónde van? dijo el Chamaco 
            de San Francisco. Su voz era serena, pero acusaba preocupación. Benson de pronto surgió de su adormilada posición contra 
            la pared. El de San Francisco tiene razón. Aunque esté 
            borrachísimo, tiene razón. Pero tú sí 
            estás sobrio Benson pasó a un estado de profunda 
            reflexión. El Chamaco de Nueva York está 
            sobrio porque no vino con nosotros. No vino con nosotros porque se 
            fue al maldito circo. Fue al maldito circo porque perdió en 
            los dados. Perdió en los dados porque... ¿qué 
            te hizo perder en los dados, Chamaco? El Chamaco de Nueva York miró al joven senil. No sé. A lo mejor los cinco ratones blancos. A tal grado 
            intrigó a Benson esta respuesta que sus amigos le tuvieron 
            que ayudar a sostenerse en pie. El Chamaco de San Francisco 
            dijo por último: Vámonos a la casa. No pasó nada. 
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