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          Eran jóvenes de ideas raras. Eran sumamente 
          perversos, según ciertos informes, y no obstante se las ingeniaban 
          para que la gente les creyera. Era común que trajeran a los informadísimos 
          y platicadores miembros de la colonia inglesa recitando sus fechorías, 
          y los hechos vinculados con los pecados de estos muchachos se contaban 
          con un toque de miedo y admiración. 
           
          Uno era de San Francisco y el otro de Nueva York; pero su apariencia 
          era semejante. He aquí la idiosincrasia de la geografía. 
           
          En la ciudad de México nunca se separaban, para nada, excepción 
          hecha, tal vez, cuando uno de los dos se iba al hotel a descansar; el 
          otro, mientras tanto, montaba guardia en la oficina, enviando a los 
          sirvientes con mensajes terminantes: "Ya párate y baja". 
           
          Eran dos jóvenes a quienes llamaban los Chamacos 
          y estaban lejos de casa. No faltaba quien sintiera alguna vez lástima 
          por ellos, pero por lo general nadie los seguía; el resto del 
          personal estaba francamente perplejo del esplendor de la audacia y la 
          resistencia de estos Chamacos. 
           
          ¿A qué hora duermen estos muchachos? musitó 
          un hombre al verlos entrar al café a las ocho de la mañana. 
          Sus tersos rostros infantiles se veían a todas luces alegres 
          y frescos. Me contó Jim que todavía los vio hoy 
          a las cuatro y media de la mañana. 
           
          ¿Dormir? soltó un acompañante con voz 
          sonora. Nunca duermen. Allá cada dos semanas se meten a 
          la cama. Su elogio de esta cuestión casi pareció un orgullo 
          personal. 
           Pero si siguen con el mismo ritmo van a acabar mal dijo 
            una voz de hombre desde atrás de un periódico. 
             
            El Café Colorado tiene una fachada en blanco y dorado en la 
            que se instalaron unas ventanas enormes con los tan comunes emplomados 
            en México. De puerta tiene un par de batientes en movimiento 
            perpetuo. Por debajo de esta puerta se meten los perros al café 
            y los meseros se encargan de botarlos a la calle. La banqueta muestra 
            a toda hora el efecto decorativo de los ociosos, los cuales van desde 
            el recién llegado y arrogante turista hasta el veterano de 
            las minas de plata, bronceado por los violentos rayos del sol. Con 
            distintos niveles de interés desde ahí contemplan el 
            espectáculo de la calle: los reflejos, bajo el furioso rayo 
            de sol, del rojo, el morado, el blanco del polvo. 
             
            Cierta tarde, los Chamacos se aparecieron por el Café 
            Colorado. La media docena de hombres que fumaban y leían sentados 
            ahí, bajo el influjo de cierto efecto parisiense junto a las 
            mesitas dispuestas a ambos lados del salón, alzaron la vista 
            y los saludaron con una inclinación de la cabeza, sonriendo; 
            y aunque la llegada de los Chamacos no tenía nada extraordinario, 
            cuando menos una docena de hombres giró en sus sillas para 
            verles. Tres de los meseros limpiaban las mesas y movían las 
            sillas ruidosamente y daban una imagen de diligencia. Era obvio que 
            los Chamacos tenían su importancia. 
             
            Del extremo opuesto de la larga barra tomó la orden de los 
            Chamacos la alta figura del propio y tan querido Pop, sonriendo 
            con franca bonhomía. ¿Cómo están 
            mis muchachos? gritó con voz de profunda solicitud. Dejó 
            languidecer bajo la atención de los cantineros mexicanos a 
            cinco o seis de sus clientes en lo que él mismo ofrendaba su 
            elocuente atención a los Chamacos, prestándole 
            toda la dignidad de una gran cosa a su llegada. 
          Los Chamacos cómo andan hoy ¿eh? 
           
          Viejo mañoso dijo uno de ellos mirándolo 
            directamente, Así nos recibes para que no nos demos cuenta 
            en qué momento nos encajan el peor de tus whiskies, 
            ¿verdad? 
             
            Pop mudó su encanto de un Chamaco al otro: 
           
          Ahí lo tienes! Oye eso ¿quieres? 
           
          Pop adoptó una pose teatral. 
           
          Cómo, muchachos; a ustedes siempre les doy lo mejor, 
            lo mejorcito que la casa tiene. 
           
          Claro que sí! se burlaron los Chamacos. 
           
          Danos lo que tú quieras, pero si es lo mismo que nos 
            vendiste anoche, vamos a asaltar tu caja y nos vamos a echar a correr. 
             
            Pop rodó una de las botellas a lo largo de la barra y luego 
            la contempló con una expresión de amor. 
           
          Buena como la seda murmuro. Nada más pruébenlo, 
            y si no es el mejor whiskey que hayan bebido entonces sí 
            díganme que soy un farsante. 
             
            Los Chamacos lo vieron con sorna y se sirvieron sus raciones. 
           
          Por lo general tu whiskey sabe a muebles nuevos dijo 
            el Chamaco de San Francisco. Vamos a ver; y tú: 
            échale un ojo a tu caja. 
          A su salud, caballeros dijo Pop con aires de grandeza; 
            y en lo que se atusaba su reluciente mostacho gris, asintió 
            en referencia al asunto de la caja registradora. Los iba a alcanzar 
            antes de que llegaran muy lejos. 
          No me digas! ¿Así que tú corres? dijo 
            riéndose uno de ellos. 
           
          Cuánto apuestas, muchacho dijo Pop con profundo 
            énfasis. Yo vuelo. 
             
            Los Chamacos de pronto dejaron sus vasos sobre la mesa y se 
            le quedaron mirando. 
           
          Seguro que sí comentaron. 
             
            Pop era alto y ágil, de finos modales, pero no mostraba las 
            características formales que en el animal denotan velocidad. 
            Los botones de su reluciente chaleco blanco trazaban tan hermosa curva 
            que si alguien le hubiera puesto enfrente la superficie cóncava 
            del madero de un tonel ella habría tocado todos los botones. 
           
          Seguro que sí comentaron nuevamente los Chamacos. 
           
          Ríanse si quieren, pero se los advierto: no es chiste 
            que a mí nadie me gana, muchachos. Vaya, les apuesto a que 
            le gano a correr una cuadra a cualquiera de esta ciudad, Cuando tenia 
            mí negocio en Eagle Pass nadie me ganaba. Un día llegó 
            uno de esos perfumados de San Antonio. Ah, era corredor, claro que 
            sí, uno de esos fulanos con alas. Pues le gané. ¿Qué? 
            Claro que sí. No me vio ni el polvo 
             
            Los Chamacos lo habían estado mirando con seriedad, 
            pero al llegar a este punto sonrieron y, en coro, le dijeron. 
           
          ¡No seas payaso! 
             
            La voz de Pop adoptó el tono lastimoso de la sinceridad: 
           
          Se los digo en serio, muchachos. Soy muy buen corredor. 
             
            En ese instante a uno de los Chamacos se le ocurrió 
            algo y dijo de pronto: 
           
          ¡Qué buena broma le podríamos hacer a Freddie 
            con esto! 
             
            El otro Chamaco dio un salto de gusto. 
           
          ¡Cómo no! ¡No iba sino a pegar de gritos! 
            ¡Se iba a volver loco! 
             
            Entonces voltearon a ver a Pop como queriendo asegurarse por completo 
            que él sí era un buen corredor. 
           
          Está bien, Pop, ya en serio dijo uno de ellos 
            con ansiedad, ¿de veras corres? 
           
          Muchachos les juró Pop, ¡soy un gamo! 
            Verdad de Dios que soy un gamo. 
           
          Válgame Dios, yo sí creo que este apache corra 
            le comentó uno al otro, como si platicaran entre ellos. 
           
          Eso si lo sé hacer agregó Pop. 
           
          Los Chamacos dijeron: 
           
          Está bien, gracias. 
             
            Los Chamacos se fueron a una de las mesas y se sentaron. Pidieron 
            una ensalada. Siempre ordenaban ensaladas. Esto porque uno de ellos 
            tenía un loco amor por las ensaladas y al otro le daba lo mismo. 
            De modo que a cualquier hora del día o de la noche se les podía 
            ver ordenando una ensalada. Cuando les sirvieron esta última, 
            los Chamacos se clavaron en una suerte de sesión 
            ejecutiva. La consulta fue muy larga. Algunos de los hombres lo notaron; 
            comentaban que el diablo andaba suelto. Los Chamacos de vez 
            en cuando se carcajeaban absolutamente felices de algo desconocido. 
            De la calle llegaba el sonido tenue de las ruedas. Con frecuencia 
            se escuchaban los gritos como de cotorros de vendedores distantes. 
            La luz del sol se volcaba sobre las verdes cortinas y trazaba ciertas 
            lentejuelas de ámbar en el piso de mármol. En lo alto, 
            entre las llamativas decoraciones del techo recuerdo de los 
            días en los que la majestuosa construcción fuera un 
            palacio, una mariposita blanca pasaba por los espacios de aire 
            fresco. La amplia sala de billar se perdía al fondo en una 
            vaga penumbra. Las bolas chocaban una y otra vez y se podía 
            observar una infinidad de codos oblicuos. Los mendigos se colaban 
            por los batientes y les echaba el mesero más a la mano. 
             
            Por fin, los Chamacos llamaron a Pop. 
           
          ¡Siéntate, Pop! ¡Tómate algo! lo 
            revisaron cuidadosamente. Ahora dinos una cosa, Pop, júranosla: 
            ¿es cierto que corres? 
           
          Muchachos dijo Pop, lleno de piedad, levantando la mano, 
            corro como conejo. 
            ¿Lo juras? 
            Se los juro. 
            ¿Le ganas a Freddie? 
            Al parecer, Pop ponderó este asunto desde todos los ángulos. 
           
          Miren, muchachos; voy a decirles algo: en este mundo nadie 
            puede estar absolutamente seguro, y yo no quiero decir que le gano 
            a quien sea; pero he visto correr a Freddie y les puedo jurar que 
            a él yo sí le gano. En cien yardas no me iba a ver el 
            polvo ¿entienden? Ni el polvo. Freddie corre bién, pero 
            yo, entiéndame, soy, digamos, un poco mejor. 
             
            Los Chamacos lo escucharon muy atentos. Pop dijo estas últimas 
            palabras lenta y sentidamente. Ambos pensaron que Pop quería 
            que ellos notaran su enorme confianza. 
           
          Uno dijo: 
            Pop, si nos fallas en esto, aquí nos vamos a instalar 
            en este negocio y dos semanas vas a darnos de beber gratis. Nosotros 
            te vamos a apostar a ti y le vamos a hacer una a Freddie. ¡Cuidado 
            y nos falles! 
           
          Ante la amenaza, Pop dijo: 
           
          ¡Correré como nunca! ¡Se los juro! 
             
            Los Chamacos se levantaron al terminar su ensalada. 
           
          Bueno le advirtieron a Pop. Si nos engañas, 
            nos la vamos a cobrar. ¡Que no se te olvide! 
           
          Ya van a ver, muchachos, cómo voy a correr por su dinero. 
            Ustedes apuéstenle. Tal vez pierda, que eso les quede claro: 
            puedo perder, es inevitable toparse con alguien mejor, pero yo creo 
            que le puedo ganar, y van a ver cómo voy a correr por su dinero, 
            claro que sí. 
           
            En eso quedamos, entonces le dijeron. No digas nada. 
            Esto es nada más entre nosotros. ¿Entiendes? 
           
            A nadie le voy a contar declaró Pop. 
             
            Se despidieron de Pop manoteando una advertencia final desde los batientes 
            de la puerta. 
             
            En la calle vieron a Benson, el bastón cogido por en medio, 
            paseándose a la sombra entre los parlanchines nativos vestidos 
            de blanco. Los Chamacos le hicieron señas vehementes, 
            el rostro iluminado por su estratagema. Benson cruzó la calle 
            con cuidado, como quien se aventura con malas compañías. 
           
          Vamos a organizar una carrera: Pop y Fred. Pop jura que le 
            puede ganar. Ésta es una pista; no la difundas. ¿Crees 
            que Freddie se anime? 
             
            Por la expresión de Benson parecía que lo habían 
            obligado a soportar estas muestras de locura a lo largo de un siglo. 
           
          Oigan, están locos. Pop no le gana a Freddie. 
           
          ¿Que no? ¿Apuestas? dijeron los Chamacos. 
            Ahí tienes; vamos a ver... no sabes lo que dices. 
           
          Bueno, yo digo que... 
           
          ¡Apuéstalo! Apuesta o cállate la boca. 
            ¡Así está este asunto! 
           
          ¿Cómo saben que le puede ganar? ¿Ya fueron 
            a ver a Freddie? 
           
          No, pero... 
           
          Entonces váyanlo a ver. No les puedo apostar si no han 
            organizado la carrera. Pero está bien, está bien, sí 
            se los voy a apostar. Pero para que vean, les sugiero algo: son un 
            par de imbéciles. Pop es un plomo. 
             
            Los Chamacos vieron con malos ojos a Benson y le dijeron desafiantemente: 
           
          ¿Ah, sí? 
             
            Los Chamacos dejaron a Benson y fueron a la Casa Verde. Freddie, 
            elegantísimo en su chaquetin blanco, estaba metido en una de 
            sus innumerables pláticas tras de la barra. Sonrió al 
            ver a los Chamacos. 
           
          Muchachos, ¿dónde andaban? preguntó 
            en tono paternal. Casi todos los propietarios de los cafés 
            estadounidenses en la ciudad acostumbraban adoptar un tono paternal 
            al dirigirse a estos Chamacos. 
           
          Por ái contestaron. 
           
          Tómense algo dijo el propietario de la Casa Verde, 
            olvidando sus otros deberes sociales. 
             
            En el transcurso de esta ceremonia uno de los Chamacos hizo 
            esta observación: 
           
          Freddie, Pop dice que él corre más rápido 
            que tú. 
           
          ¿Él dice eso? comentó sin emoción 
            Freddie. Estaba acostumbrado a las jugarretas de ellos. 
           
          Eso dice. Dice que te dejaría atrás y que nunca 
            lo alcanzarías. 
           
          Pues miente contestó tranquilamente Freddie. 
           
          Te apuesto una botella de vino a que te gana. 
           
          ¡Ratas! dijo Freddie. 
           
          Ándale pues continuó uno de los Chamacos. 
            Alardea todo lo que tú quieras, pero Pop te ganaría 
            en una carrera de cien yardas, te lo apuesto. 
             
            Freddie le dio un trago a su whiskey y se acodó sobre 
            la barra. 
           
          Díganme una cosa, ¿por qué vienen siempre 
            aquí con sus tonterías? A mí no me engañan. 
            ¿Creen que Pop me asusta? Yo sé que le gano. Él 
            está viejo. Conmigo no puede correr; seguro que no. Sólo 
            me molestan. 
           
          ¿Estás seguro? dijeron los Chamacos. 
            Lo que pasa es que no te atreves a apostar la botella de vino. 
           
          Ay, claro que les apuesto la botella de vino dijo desdeñosamente 
            Freddie. A quién le importa una botella pero... 
           
          Cinco, entonces sugirió uno de los Chamacos. 
             
            Freddie se encogió de hombros. 
           
          Sí, claro. Si quieren que sean diez pero. 
           
          Hecho díjeron. 
           
          ¿Diez? ¿Seguros? Hecho; en eso quedamos 
           
          una mirada de preocupación se adueñó de 
            la cara de Freddie. Están locos ustedes. Ya se los dije: 
            Pop está viejo. ¿Cómo creen que va a correr? 
            Claro que yo no soy un gran corredor, pero, como sea, estoy joven 
            y sano y además corro bastante bien. Pop está viejo 
            y gordo y, como quiera que sea, todo el día no hace otra cosa 
            que tragar. Está fácil. 
             
            Los Chamacos se le quedaron viendo a Freddie y soltaron la 
            carcajada. Le señalaron admonitoriamente con el dedo. ¡Conste!gritaron. 
            Le querían decir que lo habían convertido en su víctima. 
             
            Pero Freddie siguió. 
           
          Se los advierto, Pop no ganaría: un viejo como él. 
            ¡Están como locos! Yo sé que a ustedes no les 
            importan las diez botellas de vino, ¡pero andarlas apostando! 
            Están enfermos. 
           
          ¿Tú crees? gritaron los Chamacos, 
            burlándose. Habían hecho que Freddie se metiera en una 
            larga y meditada reflexión sobre todas las alternativas posibles 
            del asunto tal y como él lo veía. A ratos los Chamacos 
            discutían con Freddie y se reían de él. Él 
            seguía con su alegato. Los rostros infantiles de los Chamacos 
            se encendían de dicha. 
             
            Wilburson apareció a media discusión. Aunque no mucho, 
            Wilburson trabajaba. Era propietario de la filial mexicana de una 
            fuerte importadora de Nueva York, y siendo el socio menor tenía 
            que trabajar, aunque no mucho. 
           
          ¿A qué tanto barullo? preguntó Wilburson. 
             
            Los Chamacos se reían. 
           
          Tenemos confundido a Freddie. 
           
          ¿Qué les pasa dijo Freddie y miró 
            a Wilburson. Estos dos apaches me quieren convencer de que Pop 
            corre más rápido que yo. 
           
          Cómo va a ser! dijo Wilburson, incrédulo. 
           
          Muy bien, ¿crees que no? preguntó uno de 
            los Chamacos. 
           
          Desde luego que no dijo Wilburson, desechando cualquier 
            posibilidad con un gesto. ¿Ese viejo? ¡Claro que 
            no! Yo apuesto cincuenta dólares a que Freddie... 
           
          Trato hecho dijo uno de los Chamacos. 
           
          ¿Qué? dijo Wilburson. ¿Que 
            Freddie no le gana a Pop? 
             
            El Chamaco que había hablado asintió esta vez 
            con la cabeza. 
           
          ¿Que Freddie no le gana a Pop? repitió 
            Wilburson. 
           
           Sí; trato hecho. 
           
          Si, desde luego replicó Wilburson. ¿Cincuenta? 
            Trato hecho. 
           
          Yo, aparte, te apuesto cinco botellas agregó el 
            otro Chamaco. 
           
          Claro exclamó Wilburson con ira. Van a pensar 
            ustedes que yo soy fácil. Le entro a todas las apuestas. Se-gu-ro. 
             
            Arreglaron los detalles. Se tomarían las medidas para la pista 
            sobre el asfalto de una de las calles adyacentes; y después, 
            hacia las once de la noche, sería la carrera. En México, 
            por lo general, las calles de la ciudad se vacían y quedan 
            en tinieblas poco después de las nueve de la noche. Tal vez 
            haya algún fisgón, pero no hay multitudes, luces, ruidos. 
            El certamen, sin duda, no tendría contratiempos. En cuanto 
            a los policías de la zona, en fin, eran condicionalmente amigables. 
             
            Los Chamacos fueron a ver a Pop. Le contaron los preparativos; 
            después le comentaron con discreción: 
           
          No nos falles, Pop! 
             
            Pop se vio un poco perturbado por el peso de la responsabilidad depositada 
            en él, aunque contestó con certeza: 
           
          Muchachos, me voy a llevar esa carrera. Véanme nada 
            más. Me la voy a llevar. 
             
            Los Chamacos se fueron a hacer algunos asuntos particulares, 
            puesto que no se les volvió a ver sino hasta por la noche. 
            Al regresar al barrio del Café Colorado, el flujo acostumbrado 
            de carruajes recorría la calle. Las ruedas murmuraban sobre 
            el asfalto y los cocheros destacaban por sus altos sombreros. Una 
            bola de mirones veían pasar el tiempo desde la banqueta: los 
            de las clases superiores, satisfechos y orgullosos con sus sombreros 
            de hongo y sus sacos a la medida, los de las clases bajas, tapados 
            con su sarape, andando en sus sandalias de cuero. Un farol eléctrico 
            bufaba y humeaba sobre la masa. El aguacero vesperal había 
            dejado el piso húmedo y brillante; la atmósfera conservaba 
            el olor de la lluvia sobre las flores, el pasto, las hojas. 
             
            Una multitud cosmopolita comía, bebía, jugaba billar, 
            chismeaba o leía bajo la cintilante luz ámbar del Café 
            Colorado. Los Chamacos al entrar fueron recibidos por los gritos 
            de un enorme grupo de personas que hasta entonces gesticulaban sobre 
            la barra. 
           
          ¡Ya llegaron! 
           
          ¡Par de miserables! 
           
          ¿Todavía tienen dinero con qué apostar? 
             
            Los Chamacos sonrieron satisfechos. El viejo coronel Hammigan, 
            sonriente, se abrió camino hasta llegar a ellos. A ver, 
            muchachos, bebamos ahora un trago a su salud, porque después 
            de las once de la noche se van a quedar sin nada. Van a salir por 
            la escalera de atrás y sin zapatos. 
             
            Aunque los Chamacos permanecieron excepcionalmente serenos 
            y tranquilos, la discusión en el Café Colorado se volvió 
            un estruendo. Quien no quería apostar sugería humildemente 
            que tal vez ganara Pop, a lo cual el resto se le iba encima en un 
            remolino de furiosas negativas y escarnios. 
             
            Pop, apoltronado detrás de la barra, miraba la tormenta con 
            una sombra de ansiedad en su cara; una mofa tan amplia como ésta 
            le afectaba; pero los Chamacos parecían estar encantadoramente 
            satisfechos con el alboroto que habían provocado. 
             
            Blanco, un hombre honesto, preocupado siempre por sus amigos, se acercó 
            a los Chamacos. 
           
          Muchachos, ¿no apostaron mucho, verdad? Estas cosas 
            son muy arriesgadas ¿no? 
             
            Los Chamacos se pusieron serios y uno de ellos dijo: 
           
          No, Blanco, yo creo que aquí tenemos un buen negocio. 
            Pop, creo, los va a sorprender. 
             
            Pues no... 
           
          Está bien, viejo. Ya veremos. 
             
            A ratos los Chamacos andaban muy atareados con ciertas papeletas 
            anaranjadas, rojas, azules, moradas y verdes. Los Chamacos 
            escribían pequeños memoranda en la parte posterior de 
            las tarjetas de visita. Pop las veía de cerca sin perder la 
            sombra en la cara. En una ocasión los llamó; y cuando 
            se acercaron, se inclinó sobre la barra y les dijo muy encarecidamente: 
            Oigan, muchachos, acuérdense que, en fin, que si pierdo, 
            bueno... 
           
          No te preocupes, Pop dijeron los Chamacos, tranquilizándolo. 
            No te preocupes. Tú haz lo mejor que puedas y a ver qué 
            pasa. 
           
          Pero al dejar a Pop, los Chamacos se fueron a platicar a un 
            rincón. 
           
          Oye, esto se está poniendo bueno. ¿Lo metiste 
            todo? preguntó ansiosamente a su amigo. Sí, 
            todo dijo el otro, sin emoción. ¿Tú? 
           
          Todito respondió el otro en el mismo tono. Se 
            miraron entre sí, impávidos, y regresaron a donde estaba 
            la multitud. Benson acababa de llegar al café. Se acercó 
            a ellos con una satisfecha sonrisa de victoria. 
           
          Bueno ¿dónde está todo el dinero que iban 
            ustedes a apostar? 
           
          Aquí mismo dijeron los Chamacos, palmeandose 
            en los bolsillos de sus chalecos. 
             
            A las once en punto se conoció algo interesante. Cuando Pop 
            y Freddie, los Chamacos y el resto salieron a la callecita 
            lateral, ésta estaba plagada de gente. Por lo visto la noticia 
            de la carrera voló con el viento entre los ciudadanos de los 
            Estados Unidos y habían venido a presenciar el acontecimiento. 
            La multitud se movía en la oscuridad, gesticulaba y murmuraba 
            al discutir. 
             
            Los principales, los Chamacos y quienes los acompañaban 
            contemplaron la escena con cierto desaliento. Ahora sí. 
            Fue entonces que apareció un policía, la luz parpadeante 
            de su linterna sobre el capote blanco, sus guantes, sus botones de 
            metal y la cacha de su anticuado revólver Colt que le colgaba 
            de la cintura. Éste saludó a Freddie en español. 
            Freddie lo escuchó, asentía de vez en cuando. Finalmente, 
            Freddie se dirigió hacia los otros para traducir: Dice 
            que va a tener problemas si autoriza la carrera con toda esta multitud. 
             
            Se oyó un rumor de inconformidad. El policía los observó 
            con una expresión de ansiedad en la cara. 
           
          Está bien. Vamos a hacer la carrera al rondín 
            de otro policía dijo uno de los Chamacos. 
             
            El grupo se desintegró lentamente, debatiendo. 
           
          De pronto el otro Chamaco gritó: 
           
          ¡Ya sé! ¡El Paseo! 
           
          ¡Claro! dijo Freddie; eso es. Tomamos un 
            carruaje y nos salimos al Paseo. ¡S-s-sh! No hagan ruido. No 
            queremos que venga toda esta gente. 
             
            Más adelante se treparon a un carruaje: Pop, Freddie, los 
            Chamacos, el viejo coronel Hammigan y Benson. A los que habían 
            apostado les susurraban: El Paseo. El carruaje dio vuelta al 
            llegar al fondo de la calle. Se oían ocasionales gruñidos 
            y quejas, gritos de "¡Me aplastas!" y de "¡Cuidado! 
            ¡Me matas!" Seis personas en un carruaje no es nada divertido. 
            Los principales hablaban entre ellos con el respeto y la familiaridad 
            que invade a los hombres en circunstancias semejantes. 
             
            En una de ésas, uno de los Chamacos sacó la cabeza 
            por la ventana y miró hacia atrás. La volvió 
            a meter y dijo: ¡Dios mío! ¿Quieren asomarse? 
             
            Los otros batallaron para hacer lo que se les pedía y después 
            exclamaron: 
           
          ¡Madre santa! 
           
          ¡Ya me amolé! 
           
          ¡A correr! 
             
            Los seguían innumerables carruajes, en gran procesión 
            nocturna, con sus luces parpadeantes. 
           
          La calle está llena de carros gritó el 
            viejo coronel. 
             
            El Paseo de la Reforma es el célebre paseo de la ciudad de 
            México, camino al Castillo de Chapultepec, el cual al menos 
            debiera ser bien conocido en los Estados Unidos. 
             
            Se trata de una amplia avenida hermosa de adoquines, con una cualidad 
            digna mucho mayor que cualquier otra cosa en su tipo en nuestro propio 
            país. Parece del Viejo Mundo, en donde a la belleza de la cosa 
            en sí se suman la solemnidad de la tradición y de la 
            historia, el conocimiento de que unos pies calzados con pieles hollaron 
            las mismas piedras, que cabalgatas de acero pasaron por ahí 
            antes de la llegada de los carruajes. 
             
            Cuando los estadounidenses bajaron de sus carruajes, los bronces gigantescos 
            del azteca y el español destacaron melancólicamente 
            por encima de ellos como torres. Las cuatro hileras de cipreses crepitaban 
            extrañamente en la oscuridad de la calle. Pop sacó su 
            reloj y prendió un cerillo. 
           
          Vamos a apurarnos con esto. Ya casi es medianoche. 
             
            Los otros carruajes llegaron en fila, sus conductores fustigaban a 
            sus caballos; pues esta gente de los Estados Unidos, capaz de cualquier 
            tipo de rarezas, siempre pagaba bien. Se hizo un gran alboroto en 
            la oscuridad. Cinco o seis hombres empezaron a alegar y a medir la 
            distancia. Otros ataban sus pañuelos para formar una cinta. 
            Los hombres maldecían a propósito de las apuestas, discutían 
            y peleaban sobre los momios. Benson, pavoneándose, se acercó 
            a los Chamacos. Par de imbéciles. Los carruajes 
            aguardaban todos juntos formando un sólido bloque. Encima de 
            la multitud, las altas estatuas dirigían sus rostros hacia 
            las tinieblas. 
             
            Al fin una voz flotó en la noche: 
           
          ¿Están listos por allá? 
             
            Todo el mundo gritó de emoción. Los hombres de la cinta 
            se encargaron de estirarla. ¡Levántala más, 
            Jim, no seas tonto! Se hizo un silencio en la pista. Los hombres se 
            inclinaban hacia el frente, intentaban taladrar la oscuridad con sus 
            ojos. De la salida se oían voces apagadas. La multitud se movía 
            y arrebujaba. 
             
            Los corredores no llegaban. La gente, con los nervios de punta, empezó 
            a impacientarse.  
          ¡Apúrense! gritó alguien. 
             
            La voz volvió a decir: 
           
          Ya están listos allá? Todos contestaron: 
           
          Sí, todo listo! ¡Apúrense! 
             
            En la salida seguía una discusión sorda. En la multitud 
            un hombre propuso algo: Apuesto veinte... Pero la multitud le 
            interrumpió con el grito: ¡Aquí vienen! El apretado 
            grupo de hombres se balanceó como si la tierra hubiera temblado. 
            Los hombres que sostenían la cinta jalaban de los hombros como 
            locos a sus vecinos, a gritos: ¡Para atrás! ¡Para 
            atrás! 
             
            De la profunda penumbra llegó el sonido del furioso golpeteo 
            de las pisadas. Por un instante se hicieron visibles ciertas formas. 
            Un tremendo rugido se alzó entre la multitud. Los hombres se 
            asomaban y se empujaban y luchaban. Los Chamacos, cerca de 
            la cinta, intercambiaron otra mirada de resignación. En la 
            delantera destacó una forma blanca. Crecía como un espectro. 
            No dejaba de escucharse el feroz pataleo. De la multitud surgió 
            un grito salvaje: 
           
          Dios mío, es Pop! Pop! Pop gana! 
             
            El viejo corría como loco a hacia la cinta, la barbilla hacia 
            atrás, su pelo gris revuelto. Sus piernas se movían 
            como una maquina loca. Y al adelantar, un rugido, como salido de cuarenta 
            jaulas de animales salvajes, inquietó a los impasibles caudillos 
            de bronce. La multitud se echó al frente. 
           
          ¡Maldito indio! ¡Bárbaro! ¡Coyote! 
            ¡Carajo! ¿Cuándo se había visto una carrera 
            así? 
           
          ¿No es una maravilla? ¡Bravo! 
           
          ¡Oye, éste le gana a quien sea! 
           
          ¿Los Chamacos dónde andan? ¡Oigan, 
            Chamacos! 
           
          Míralos nada más. ¿Tú lo creerías? 
             
            Estos gritos volaban por el aire, mezclados en un más amplio 
            estallido de sorpresa y júbilo. 
           
          Por un instante fue visible la totalidad de la gran tragedia. Freddie, 
            desesperado, pelando los dientes, la cara desencajada, sufriendo en 
            el mortal esfuerzo, iba veinte pasos atrás de la alta figura 
            del viejo Pop, vestido... nada más en calzones, avanzaba a 
            cada paso. En un lento y desquiciante momento Pop se abalanzó 
            sobre la cinta ¡victorioso! 
             
            Freddie, tras desplomarse en los brazos de algunos hombres, luchaba 
            con su respiración; y al fin logró balbucir: 
           
           Digan----que no----que el viejo---no corría. 
           
          Pop, jadeante e inquieto, sólo pudo soltar: 
           
          ¿En dónde quedaron mis zapatos? ¿Quién 
            los tiene? 
             
            Más adelante, Freddie se revolvió, jadeante, enfrente 
            de la multitud, y extendió la mano.¡Bien hecho, 
            Pop! 
             
            Y luego miró de arriba abajo la alta e impasible figura. 
           
          ¡Carajo! ¿Quién iba a decir que tú 
            corrías así? 
             
            Una multitud hilarante rodeó a los Chamacos. 
           
          ¿Cómo sabían que Pop ganaría? 
          Oigan, bribones, vaya pantalones para apostarle a Pop. 
           
          ¿Qué les pasa? Yo estaba segurísimo que 
            él iba a ganar. 
           
          Seguro que ustedes lo vieron correr antes. 
           
          ¡Quién iba a pensarlo! 
             
            Benson se apareció por ahí colmando de majaderías 
            la atmósfera de la medianoche. Se voltearon para saludarlo. 
           
          ¿Qué pasa, Benson? 
           
          Alguien me robó mi pañuelo. Lo amarré 
            en esa cuerda. ¡Carajo! 
             
            Los Chamacos se rieron abiertamente. 
           
          ¡Qué pasó, Benson! le dijeron. 
             
            Se armó un lío para abordar los carruajes. A gritos, 
            riéndose, conjeturando, la multitud se refugió en sus 
            transportes, y los cocheros fustigaron a sus caballos de regreso a 
            la ciudad. 
           
            ¡Vaya que está loco Freddie! ¡No se va a 
            quitar esto de encima durante años! 
           
          ¿Pero quién iba a pensar que ese viejo tonel 
            corría así? 
             
            Un carruaje tuvo que esperar en lo que Pop y Freddie recogían 
            varias partes de sus ropas. 
            Freddie comentó rumbo a casa: 
           
          ¡En fin, Pop, me ganaste! 
           
          Así es, viejito dijo Pop. 
             
            Los Chamacos comentaron sonrientes: 
           
          Benson, ¿cuánto perdiste? 
           
          Ah, no tanto dijo Benson, desafiante. ¿Ustedes 
            cuánto ganaron? 
           
          ¡Ah, no tanto! 
             
            El viejo coronel Hammigan, apachurrado en un rincón, al parecer 
            había estado revisando el evento en su mente, pues de pronto 
            dijo: 
           
          ¡Carajo! Me torcieron. 
             
            Se tardaron en llegar al Café Colorado; pero cuando llegaron, 
            las botellas estaban apiladas sobre la barra, abundantes como los 
            troncos en una cerca. 
           
          
                18 de abril de 1898  The Open Boat and Other Stories 
               
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