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          DIEZ años más tarde me encuentro de nuevo 
          en París. Lo primero que aprendo es la relatividad de las apreciaciones 
          humanas: la raya en mantequilla negra era, para los madrileños, 
          cosa repugnante y plebeya; la raie au beurre noire era 
          un bocado exquisito para el elegante de París. 
           
          Aquí me entretenía yo en marcar cuidadosamente, sobre 
          un "plano-faro", las principales casas de comer y beber que 
          había en cada barrio, y las especialidades de cada fonda. Aparte, 
          se llevaba una crónica de las comidas eminentes, y la colección 
          de tarjetas con la matrícula de los patos en su sangre disfrutados 
          en La Tour d'Argent, así como de los patos a la criolla, en naranja, 
          de chez Beaugé. 
           
          La Tour d'Argent viene a ser una edición de lujo 
          para extranjeros. La edición para los de casa se encuentra en 
          la calle de Montorgueil; es preferible a la otra, y se ha llamado, en 
          plena gloria, L'Escargot d'Or. Allí hay un rinconcillo apacible, 
          forrado de Aubusson legítimo. Famosas sus endives flamencas, 
          cuyo amargor se concierta bien con un vino tinto algo "encorpado"; 
          famoso su viscoso queso de Brie, vencedor en los concursos de la Liga 
          de las Naciones; famosas sus trufas al champaña, sus setas, sus 
          caracoles. Me remito a las recordaciones que he dejado ya en otra parte.1 
           El Lapérouse mezclaba las evocaciones geográficas de 
            sus estampas murales con el gusto de sus condimentos. Prunier descargaba 
            su marea fresca. La Cigogne proveía los cálidos gansos 
            alsacianos. Y a La Reine Pédauque el acceso resultaba difícil, 
            porque los parroquianos se amontonaban desde la calle. El Cochon au 
            Lait, junto al Luxemburgo, merecía más renombre del 
            que le conceden los tratados a menos que confunda yo épocas 
            y lugares en este desfile de mis recuerdos. 
             
            Hasta los humildes salones Duval dejan una huella en la memoria, con 
            sus pedazos de buey a la sal gruesa, que por de contado no compiten 
            con las casas de primera fila, pero tampoco son desdeñables. 
            Y había, además, cremerías y bistrós 
            donde no se pasaba mal ciertamente, y cada Rendez-vouz des cochers 
            et des marins, para esta gente ruda y robusta, azotada por el 
            viento y que necesita comer bien; y cada Cueva del Père-Cualquiercosa, 
            donde se cultivaba con amor y conocimiento toda la gama de la viña 
            tinto, blanco, gris o rosado, espumoso, "licor de paja", 
            etcétera, desde el vino sabor de tierra, pasando por 
            los alegres borgoñas y los ponderosos burdeos, hasta las más 
            alambicadas mistelas y las cocciones aromáticas. En algún 
            figón sólo frecuentado por los fieles, el más 
            florido Hospice de Beaune, en medias botellas que se bebían 
            solas, y buena caza aun en tiempo de veda, cuando el sabor del hurto 
            parece que la hace más gustosa. 
            
             
            Los cosecheros tenían sus reservas domésticas consagradas 
            a los iniciados. El vizconde de Cholet que, como el soldado de Bernal 
            Díaz "solía tener minas de oro" en México, 
            nos obsequiaba a sus amigos con un Nutis Saint-Georges cultivado en 
            honor de su esposa, doña Guadalupe: el Lupe-Cholet, al que 
            tal vez deba nuestra Cancillería el arreglo de cierta ardua 
            cuestión internacional con Francia y no digo más. 
             
            Doña Lupe Cholet tuvo la buena inspiración de publicar 
            en Dijon (Côte d'Or), las recetas borgoñonas del maestro 
            P. Anciaux. En la conclusión del folleto se recuerda la buena 
            regla de beber el blanco muy fresco, y el tinto, bien chambré. 
            Pero esto no significa, como lo entienden algunos salvajes, calentar 
            el tinto en estufa herejía sin nombre, sino dejarlo 
            en el comedor tres o cuatro horas antes para que adopte de suyo la 
            temperatura del ambiente. Tal vez en los fríos castillos de 
            otros tiempos tuviera algún sentido ese ayudarse discretamente 
            del fuego, y siempre con mucha cautela y a una distancia respetable, 
            pero ¡en nuestros días!... 
             
            La literatura siempre andaba mezclada con la gastronomía. El 
            Weber es inseparable del Condestable de las Letras, Barbey d'Aurevilly, 
            y de Marcel Proust; y nada mejor que sus bien calculadas escudillas 
            y gábatas para la salida del teatro. Mallarmé contaba 
            esta anécdota: Barbey, después de la ópera, se 
            asomó al Weber. Sólo quedaba un asiento en la mesita 
            donde el conde de Pontmartin, con quien él estaba enemistado, 
            comía una docena de ostras. Barbey probó fortuna y, 
            acercándose a la silla desocupada, preguntó cortésmente: 
            ¿Da usted su permiso, conde? El otro le contestó: 
            Lo siento, acostumbro cenar solo. ¡Pues no lo entiendo 
            le retrucó Barbey al instante, señalando la docena 
            de ostras, no lo entiendo, porque yo veo trece a la mesa! 
             
            En el Foyot, Laurent Tailhade perdió un ojo, cuando el estallido 
            de la bomba con que la policía castigó sus elegantes 
            paradojas en loor del anarquismo, entonces moda intelectual. "¿Qué 
            importa había escrito Tailhade, comentando el atentado 
            contra el zar de Rusia la muerte de vagas humanidades, 
            si el gesto ha sido bello?" La policía, harta ya de tanto 
            dinamitero poético, decidió, como se dice en nuestra 
            tierra, ofrecerle al pobre poeta una sopa de su propio chocolate. 
            Se cuenta que Rachilde acudió en su auxilio, desolada. "Ce 
            n'est rien, mon petit  dijo él con estoicismo; 
            prête-moi ton mouchoir." 
             
            La Closerie des Lilas es todo un monumento de la poesía y evoca 
            el crepúsculo del Simbolismo. En La Coupole, se trazaba el 
            nuevo mapa del mundo, entre estudiantes y desterrados políticos: 
            Lenin y su época. Y cuando Unamuno escapó a París, 
            de la isla donde lo tenía confinado el Directorio Militar, 
            siempre convidaba a La Coupole a los espías encargados de vigilarlo, 
            que pasaban en su compañía muy buenos ratos. El Jockey 
            vio nacer el suprarrealismo, por los días en que el barrio 
            artístico de Montparnasse, heredero del Quartier Latin, ya 
            estaba invadido de "vikingos", y cuando Kikí, grande 
            hija de Châtillon-sur-Seine, cantaba sus aires de marineros. 
             
            Pero, para no perdernos en divagaciones y modernidades peligrosas, 
            conviene, dejándonos ya de literatura, volver al silabario, 
            a los cuatro puntos cardinales de la sopa francesa: al norte, el hochepot 
            (cola de buey, jarrete de ternera, hueso de jamón, tocino y 
            legumbres); al sur del Garona, la garbure (adobo de sazones, 
            coles, judías y todas las verdura de la estación); a 
            un lado, la bouillabaisse de Provenza, ya algo decadente, con 
            todo su sabor marino y su color; y al otro lado, la modesta cotriade, 
            melancólica como los cielos de Bretaña. 
             
            Después viene el iniciarse en las cuatro cocinas francesas 
            que dice Curnonsky: 1) La Alta Cocina, la refinada y suprema, 
            la más expuesta, por desgracia, a las falsificaciones y desvíos: 
            Escoffier, Montagné, Carton, Colombier; 2) la Cocina 
            Burguesa, la honrada y fundamental, la inimitable, la cocina en profundidad 
            y no en superficie; 3) la Cocina Regional, gloria sin sombra 
            que ilumina el territorio francés, y 4) la Cocina Improvisada 
            o Labriega, que se hace con cuanto hay a la mano, en el corral propio, 
            en la hortaliza, en los gallineros vecinos, preferida de muchos. Para 
            la primera, los grandes restaurantes de París Lyon, Dijon, 
            Burdeos, Marsella; para la segunda, la casa de amigos escogidos y 
            afortunados; para la tercera, los albergues y posadas donde el patrón 
            sabe cocinar; para la cuarta, el buen azar y la estrella, al paso 
            de las exploraciones.  
          1 Véase Alfonso 
            Reyes, "Padre amateur", en Calendario y Tren de Ondas, 
            2ª ed., México, 1945, pp. 119-121.
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