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          DICEN que el arte de la mesa está llamado 
          a desaparecer. Más bien creo que nuestra capacidad de comer y 
          nuestro apetito evolucionan, y cada época trae nuevas necesidades 
          y nuevos gustos. Los hábitos de ayer nos resultan ya primitivos, 
          en esto como en tantos órdenes, y hasta en el vestido, la habitación 
          y el trazo mismo de las ciudades. Hoy los imperativos higiénicos 
          se abren paso, como las indiscreciones de la eugenesia, mezclado todo 
          ello con los nobilísimos empeños estéticos, el 
          afán de esbeltez que ya preocupó a los cretenses 
          de la era minoica, muchos siglos antes de Grecia y el deseo de 
          preservar la línea vertical, privilegio del tipo humano. Ya el 
          Sumo Pontífice Brillat-Savarin, que empieza a no ser contemporáneo, 
          se permite algunas disertaciones sobre el engordar, el enmagrecer y 
          la plástica de la especie. 
           
          El hombre, hoy por hoy, casi no anda a pie, y trabaja con sus músculos 
          mucho menos que en otros tiempos. Su régimen de calorías 
          se ha modificado sensiblemente, sin ir muy lejos, en los últimos 
          cincuenta años. La dietética es manía general: 
          todos dan avisos y recetas, recomiendan fórmulas, ejercicios 
          respiratorios y, sobre todo, abstinencia y ascetismo. "¿Quién 
          come y bebe hoy en día?", he hecho decir a mi Cocinera en 
          la Minuta. ¿Quién no se ha detenido a considerar 
          un instante, con tanto respeto como pavor, aquel régimen gigantesco 
          y propiamente rabelesiano de los abuelos? Medio lechoncillo por barba 
          y una botella por cabeza eran cosa que a nadie espantaba antes de la 
          era del automóvil. Nadie resistiría hoy una "tamalada" 
          mexicana en toda su tradicional opulencia. Y no digamos lo festines 
          de los magnates y aun la gente humilde en los grandes siglos, telas 
          del Veronés, Bodas de Camacho, excesos que hoy nos parecen de 
          una magnitud astronómica. Por mi parte, me confieso ganado a 
          la escuela de un solo plato, siquiera con discreto acompanamiento de 
          principios y postres. Y sólo el deber profesional me ha obligado 
          en otros días a soportar los banquetes numerosos pues también 
          la mucha gente indigesta, aunque, en punto a comensales, mi gusto 
          sea el limitarme a la cifra de oro: más que las Gracias y no 
          más que las Musas. 
           
          Que la mesa y los gustos evolucionen no es de ahora. Hay fundadas sospechas 
          de que la cocina medieval contentaba más bien los ojos. Aquellos 
          terribles barones y varones de quienes el historiador Ranke ha 
          podido decir: "¡Demasiado viriles, demasiado pueriles!" 
          no sabían lo que embaulaban. Nómbrenme al valiente, al 
          esforzado que sea hoy capaz de engullir un pavo real, por mucho que 
          admire su ostentoso abanico de plumas y sus cien ojos de Argos. ¿Y 
          la grulla, y la corneja, y la cigüeña, el cisne y el buitre? 
          Pues toda esa fauna mitológica se comía con santa naturalidad, 
          y todo ello se empapaba en unas salsas picantes de jengibre, canela, 
          clavo, pimiento, azafrán, laurel, moscada, comino, almendra, 
          ajo, espliego, almáciga, cebolla... Aquí, y no en los 
          cuentecitos monásticos de la Nueva España, han de buscarse 
          los orígenes de nuestro "mole de guajolote", así 
          como la misma palabra "mole" nos refiere directamente a la 
          "salsa mola" de los sacrificios paganos. Y tal era la afición 
          a los condimentos, que el mismo hallazgo de América ya 
          se sabe fue su consecuencia involuntaria, cuando, caída 
          Constantinopla en poder del turco, cortadas las rutas terrestres, la 
          conspiración de las cocinas de Europa lanzó a los aventureros 
          en busca de las vías marítimas, hacia las fabulosas comarcas 
          de la especiería. 
           
          François Pierre, el Malherbe de las cocinas, trajo un poco de 
          sobriedad y orden y deslizó un poco de bálsamo por los 
          paladares estragados. El siglo XVII popularizó el helado (ya 
          antes, los Diálogos de Pero Mexía nos hablan de 
          los "pozos de nieve", pronto famosos bajo la mano de Pedro 
          Charquias); popularizó el café, el tabaco; y luego se 
          inventó la licorería para la mejor digestión del 
          flatulento Luis XIV. A fines del siglo XVIII, Vincent La Chapelle creaba 
          la cocina moderna. 
           
          ¿Cuál será, en adelante, el sentido de la evolución? 
          No el que soñaban los "futuristas", esperémoslo. 
          El Manifiesto de la Cocina Futurista era una revoltura 
          de perfumería, química y farmacia, ayudada de aparatos 
          eléctricos y ozonizadores, y desviada constantemente grave 
          error hacia las simbologías poéticas y pictóricas. 
          Tendencia general: aligerar el peso del hombre hasta hacerlo digno del 
          aluminio, el material del porvenir. La dietética demuestra que 
          los flacos no mueren nunca. 
           
          Ejemplo de una receta futurista: "Solución de Alaska a los 
          rayos del Sol, con salsa de Marte"; receta que ni siquiera me tomo 
          el trabajo de copiar, porque, a pesar de su escandaloso nombre, no pasa 
          de una preparación burguesa, echada a perder por el mal gusto 
          y la charlatanería de adolescentes en juerga. Mucho más 
          "sobresaltante" era el cocktail guerrero del general 
          Sóstenes Rocha, preparado con aguardiente y pólvora. 
           
          Tampoco hay nada que esperar de la cocina cubista, moda de un día 
          cuyas muestras pueden apreciarse en El festín de Esopo, 
          fantasía gastronómica de Apollinaire. Por lo demás, 
          estas innovaciones con frecuencia vienen de muy atrás. El roastbeef 
          al tabaco, para sólo dar un ejemplo, recuerda el queso blanco 
          espolvoreado de tabaco que se usó en la antigua Polonia; el Apicio 
          Romano, citado por la chistosísima Lozana Andaluza, da ya la 
          receta de un picadillo verdaderamente cubista; y Taillendier, maestro 
          de cocina de Carlos V, parece que no les iba en zaga a los más 
          audaces revolucionarios modernos. Victor Hugo, que era un inspirado 
          de la culinaria como lo fue en la ebanistería, creaba paradójicas 
          amalgamas café con leche al vinagre, con algo de mostaza 
          y Brie que dejaban patidifuso a Théophile Gautier. Y hace 
          muchos años, en México, cuando Torres Palomar era 
          gerente de La Copa de Leche, acostumbraba desayunarse con un vaso de 
          butter-milk, terciado de salsa Perrins y tomate. 1 
           
          Los sustitutivos que inventan los vegetarianos para dar "carne 
          de verdura", y los más artificiales todavía que inventan 
          las necesidades de campaña, o los horrores con que tienen que 
          conformarse las plazas sitiadas, no podrían establecer tradición. 
          Ya los griegos entendían, a su modo, de las "raciones K", 
          que trajo la Gran Guerra numero II. Filón de Bizancio, especie 
          de corresponsal militar, allá en el siglo segundo antes de Cristo, 
          nos da la fórmula de un alimento concentrado que usaba la tropa: 
          "Se hierve el bulbo de la albarrana y se pica menudamente. Se mezcla 
          con una quinta parte de sésamo y otra quinta de adormidera. Se 
          maja al mortero, se amasa en miel, se reduce a pellas como aceitunas. 
          Basta una a la segunda hora (8 a. m.) y otra a la cuarta (4 p. m.) para 
          resistir una jornada". Esta respetable masa contiene, en efecto, 
          hidrocarburos y calorías suficientes, nitrógeno, estimulante 
          cordial y alivio para las punzadas del hambre. Es decir, que no le faltan 
          el "elemento-energía" ni el "elemento-materia", 
          dos agentes de la nutrición, y todavía tiene su pizquita 
          de "elemento-engaño". 
           
          Pero uno es el recurso desesperado, y otro el régimen habitual. 
          Mucho más seria es ya la amenaza de los alimentos sintéticos. 
           
          En cierta obra cinematográfica que nos da una visión anticipada 
          del año 2000, la imaginación de Hollywood, plegándose 
          al sentir común, quiere que los héroes brinden y se embriaguen 
          con unos ridículos comprimidos y sustituyan por unas pastillas 
          a la Bayer las delicias del "Chateaubriand en sangre", (¿Y 
          no hay algo parecido en Huxley?) ¡Vitaminas, en suma: el destino 
          de la mesa que ya preveía Berthelot! Denme a mí la madre 
          de las vitaminas, el rico manjar de que las exprimen, y déjenme 
          en paz con sus recetas. Déjenme también el amor a la manera 
          de Eva y Adán, y llévense en mala hora sus valuaciones 
          y entrometimientos prenupciales. 
           
          También el cervantesco Pérez Galdós lo tenía 
          previsto. En alguna de sus novelas históricas, el caudillo creo 
          que Zumalacárregui se sienta a la mesa de mala gana, aboga 
          por la abolición de las comidas, lamenta el tiempo que se pierde 
          a manteles, sueña con las futuras pildoritas alimenticias. 
           
          En sus Consideraciones sobre la cocina, Pierre de Pressac augura 
          un renacimiento, pero la verdad es que por todas partes hay signos de 
          estancamiento. La nueva manera de civilización, en esto como 
          en otras cosas, acarrea sus peligros. Basta cruzar el río Bravo 
          para convencerse. 
           
          Reduzcamos el caso a su expresión más humilde. La más 
          pobre representación del pasado sea el Duval de París; 
          la más pobre representación del presente vendría 
          a ser el Childe de Nueva York. Comparemos ahora el microbiano y apetitoso 
          boeuf-gros-sel, servido por un garzón de incómoda 
          pechera postiza, en un ambiente de polvorientos felpudos y espejos quemados 
          de intemperie, con el ham-and-eggs químicamente puro, 
          servido en ambiente de sanatorio, todo esmaltes blancos y níqueles, 
          por una hermana de la caridad vestida de linos virginales... El sandwich 
          sucede a la minuta. El bar mecánico suplanta a las cocinas clásicas, 
          como ha suplantado a Fígaro la maquinilla de afeitar. ¡Ay, 
          "otro valor más alto se levanta"! La raza de los hombres 
          del aire apenas necesita entrañas. Eso, por una parte; y por 
          otra, se han perdido las defensas naturales, los anticuerpos que filtren 
          o destruyan por sí cualquier contaminación posible. Hoy 
          es fuerza preparar el alimento predigerido. Antiqua probo! Antes 
          que se entristezca para siempre la familia humana, veamos de salvar 
          lo que merezca salvarse, aunque despojándolo, claro está, 
          del arrastre ciego y la inercia de las edades. 
           1 A propósito 
            de rarezas: Recientemente, en Acapulco, a la mesa de Adelita, un amigo 
            verdaderamente encantador, que por cierto nos preparó unos 
            excelentes camarones al coñac, se jactaba de haber descubierto 
            la salsa endovenosa, inyectada en las arterias del pollo antes de 
            asarlo. Yo no quise hacer de aguafiestas, pero debo declarar aquí 
            que ya la conocía yo por las minutas de la Société 
            d'Acclimatation, uno de los grupos más originales de París, 
            donde también se preparaban, entre otras cosas el puerco-espín, 
            el weut etiópico y la serpiente Pitón sin duda 
            como la probó el propio Apolo después de matar al monstruo 
            delfio.- 1951.
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