| Un juego nuevo y otros viejos | 
| 
        Ahora hay en los Estados Unidos un juego muy curioso que llaman 
        el juego del burro. En verano, cuando se oyen muchas carcajadas en una 
        casa, es que están jugando al burro. No sólo lo juegan los 
        niños, sino las personas mayores. Y es lo más fácil 
        de hacer. En una hoja de papel grande o en un pedazo de tela blanca se 
        pinta un burro, como del tamaño de un perro. Con carbón 
        vegetal se le puede pintar, porque el carbón de piedra no pinta, 
        sino el otro, el que se hace quemando debajo de una pila de tierra la 
        madera de los árboles. O con un pincel mojado en tinta se puede 
        dibujar también el burro, porque no hay que pintar de negro la 
        figura toda, sino las líneas de afuera, el contorno no más. 
        Se pinta todo el burro, menos la cola. La cola se pinta aparte, en un 
        pedazo de papel o de tela, y luego se  recorta para que parezca una 
        cola de verdad. Y ahí esta el juego, en poner la cola al burro 
        donde debe estar. Lo que no es tan fácil como parece; porque al 
        que juega se le vendan los ojos, y se le dan tres vueltas antes de dejarlo 
        andar. Y él anda, anda; y la gente sujeta la risa. Y unos le clavan 
        al burro la cola en la pezuña, o en las costillas, o en la frente. 
        Y otros la clavan en la hoja de la puerta, creyendo que es el burro. Dicen en los Estados Unidos que este juego es nuevo y nunca lo ha habido 
          antes; pero no es muy nuevo, sino otro modo de jugar a la gallina ciega. 
          Es muy curioso; los niños de ahora juegan lo mismo que los niños 
          de antes; la gente de los pueblos que no se han visto nunca juegan a 
          las mismas cosas. Se habla mucho de los griegos y de los romanos que 
          vivieron hace dos mil años; pero los niños romanos jugaban 
          a las bolas, lo mismo que nosotros, y las niñas griegas tenían 
          muñecas con pelo de verdad, como las niñas de ahora. En 
          la lámina están unas niñas griegas, poniendo sus 
          muñecas delante de la estatua de Diana, que era como una santa 
          de entonces; porque los griegos creían también que en 
          el cielo había santos, y a esta Diana le rezaban las niñas 
          para que las dejase vivir y las tuviese siempre lindas. No eran las 
          muñecas sólo lo que le llevaban los niños, porque 
          ese caballero de la lámina que mira a la diosa con cara de emperador 
          le trae su cochecito de madera, para que Diana se monte en el coche 
          cuando salga a cazar, como dicen que solía todas las mañanas. 
          Nunca hubo Diana ninguna, por supuesto. Ni hubo ninguno de los otros 
          dioses a que les rezaban los griegos, en versos muy hermosos, y con 
          procesiones y cantos. Los griegos fueron como todos los pueblos nuevos, 
          que creen que ellos son los amos del mundo, lo mismo que creen los niños; 
          y como ven que del cielo vienen el sol y la lluvia, y que la tierra 
          da el trigo y el maíz, y que en los montes hay pájaros 
          y animales buenos para comer, les rezan a la tierra y a la lluvia, y 
          al monte y al sol, y les ponen nombres de hombres y mujeres, y los pintan 
          con figura humana, porque creen que piensan y quieren lo mismo que ellos, 
          y que deben tener su misma figura. Diana era la diosa del monte. En 
          el museo del Louvre de París hay una estatua de Diana, muy hermosa, 
          donde va Diana cazando con su perro, y está tan bien que parece 
          que anda. Las piernas no más son como de hombre, para que se 
          vea que es diosa que camina mucho. Y las niñas griegas querían 
          a su muñeca tanto, que cuando se morían las enterraban 
          con las muñecas.  Todos los juegos no son tan viejos como las bolas, ni como las muñecas, 
          ni como el cricket, ni como la pelota, ni como el columpio, ni como 
          los saltos. La gallina ciega no es tan vieja, aunque hace como mil años 
          que se juega en Francia. Y los niños no saben, cuando les vendan 
          los ojos, que este juego se juega por un caballero muy valiente que 
          hubo en Francia, que se quedó ciego un día de pelea y 
          no soltó la espada ni quiso que lo curasen, sino siguió 
          peleando hasta morir; ése fue el caballero Colin-Maillard. Luego 
          el rey mandó que en las peleas de juego, que se llamaban torneos, 
          saliera a pelear un caballero con los ojos vendados, para que la gente 
          de Francia no se olvidara de aquel gran valor. Y de ahí vino 
          el juego.  Lo que no parece por cierto cosa de hombres es esa diversión 
          en que están entretenidos los amigos de Enrique III, que también 
          fue rey de Francia, pero no un rey bravo y generoso como Enrique IV 
          de Navarra, que vino después, sino un hombrecito ridículo, 
          como esos que no piensan más que en peinarse y empolvarse como 
          las mujeres, y en recortarse en pico la barba. En eso pasaban la vida 
          los amigos del rey: en jugar y en pelearse por celos con los bufones 
          de palacio, que les tenían odio por holgazanes, y se lo decían 
          cara a cara. La pobre Francia estaba en la miseria, y el pueblo trabajador 
          pagaba una gran contribución para que el rey y sus amigos tuvieran 
          espadas de puño de oro y vestidos de seda. Entonces no había 
          periódicos que dijeran la verdad. Los bufones eran entonces algo 
          como los periódicos, y los reyes no los tenían sólo 
          en sus palacios para que los hicieran reír, sino para que averiguasen 
          lo que sucedía, y les dijesen a los caballeros las verdades, 
          que los bufones decían como en chiste, a los caballeros y a los 
          mismos reyes. Los bufones eran casi siempre hombres muy feos, o flacos, 
          o gordos, o jorobados. Uno de los cuadros más tristes del mundo 
          es el cuadro de los bufones que pintó el español  
          Zamacois. Todos aquellos hombres infelices están esperando a 
          que el rey los llame para hacerle reír, con sus vestidos de picos 
          y de campanillas, de color de mono o de cotorra.  Desnudos como están son más felices que ellos esos negros 
          que bailan en la otra lámina la danza del pato. Los pueblos lo 
          mismo que los niños, necesitan de tiempo en tiempo algo así 
          como correr mucho, reírse mucho y dar gritos y saltos. Es que 
          en la vida no se puede hacer todo lo que se quiere, y lo que se va quedando 
          sin hacer sale así de tiempo en tiempo, como una locura. Los 
          moros tienen una fiesta de caballos que llaman la "fantasía". 
          Otro pintor español ha pintado muy bien la fiesta: el pobre Fortuny. 
          Se ve en el cuadro los moros que entran a escape en la ciudad, con los 
          caballos tan locos como ellos, y ellos disparando al aire sus espingardas, 
          tendidos sobre el cuello de sus animales, besándolos, mordiéndolos, 
          echándose al suelo sin parar la carrera, y volviéndose 
          a montar. Gritan como si se les abriese el pecho. El aire se ve oscuro 
          de la pólvora. Los hombres de todos los países, blancos 
          o negros, japoneses o indios, necesitan hacer algo hermoso y atrevido, 
          algo de peligro y movimiento, como esa danza del palo de los negros 
          de Nueva Zelandia. En Nueva Zelandia hay mucho calor y los negros de 
          allí son hombres de cuerpo arrogante, como los que andan mucho 
          a pie, y gente brava, que pelea por su tierra tan bien como danza en 
          el palo. Ellos suben y bajan por las cuerdas, y se van enroscando hasta 
          que la cuerda está a la mitad, y luego se dejan caer. Echan la 
          cuerda a volar, lo mismo que un columpio, y se sujetan de una mano, 
          de los dientes, de un pie, de la rodilla. Rebotan contra el palo, como 
          si fueran pelotas. Se gritan unos a otros y se abrazan.  Los indios de México tenían, cuando vinieron los españoles, 
          esa misma danza del palo. Tenían juegos muy lindos los indios 
          de México. Eran hombres muy finos y trabajadores, y no conocían 
          la pólvora ni las balas como los soldados del español 
          Cortés, pero su ciudad era como de plata, y la plata misma la 
          labraban como un encaje, con tanta delicadeza como en la mejor joyería. 
          En sus juegos eran tan ligeros y originales como en sus trabajos. Esa 
          danza del palo fue entre los indios una diversión de mucha agilidad 
          y atrevimiento; porque se echaban desde lo alto del palo, que tenía 
          unas veinte varas, y venían por el aire dando volteos y haciendo 
          pruebas de gimnasio sin sujetarse más que con la soga, que ellos 
          tejían muy fina y fuerte, y llamaban mecate. Dicen que estremecía 
          ver aquel atrevimiento; y un libro viejo cuenta que era "horrible 
          y espantoso, que llena de congojas y asusta el mirarlo".  Los ingleses creen que el juego del palo es cosa suya, y que ellos 
          no más saben lucir su habilidad en las ferias con el garrote 
          que empuñan por una punta y por el medio; o con la porra, que 
          juegan muy bien. Los isleños de las Canarias, que son gente de 
          mucha fuerza, creen que el palo no es invención del inglés, 
          sino de las islas; y sí que es cosa de verse un isleño 
          jugando al palo, y haciendo el molinete. Lo mismo que el luchar, que 
          en las Canarias les enseñan a los niños en las escuelas. 
          Y la danza del palo encintado; que es un baile muy difícil en 
          que cada hombre tiene una cinta de un color, y la va trenzando y destrenzando 
          alrededor del palo, haciendo lazos y figuras graciosas, sin equivocarse 
          nunca. Pero los indios de México jugaban al palo tan bien como 
          el inglés más rubio, o el canario de más espaldas; 
          y no era sólo el defenderse con él lo que sabían, 
          sino jugar con el palo a equilibrios, como los que hacen ahora los japoneses 
          y los moros kabilas. Y ya van cinco pueblos que han hecho lo mismo hecho 
          que los indios: los de Nueva Zelandia, los ingleses, los canarios, los 
          japoneses y los moros. Sin contar la pelota que todos los pueblos la 
          juegan, y entre los indios era una pasión, como que creyeron 
          que el buen jugador era hombre venido del cielo, y que los dioses mexicanos, 
          que eran diferentes a los dioses griegos bajaban a decirle como tirar 
          la pelota y recogerla. Lo de la pelota, que es muy curioso, será 
          para otro día.  Ahora contamos lo del palo, y lo de los equilibrios que los indios 
          hacían con él, que eran de grandísima dificultad. 
          Los indios se acostaban en la tierra, como los japoneses de los circos 
          cuando van a jugar a las bolas o al barril; y en el palo, atravesado 
          sobre las plantas de los pies sostenían hasta cuatro hombres, 
          que es más que lo de los moros, porque a los moros los sostiene 
          el más fuerte de ellos sobre los hombros, pero no sobre la planta 
          de los pies. Tzaá le decían a este juego: dos indios 
          se subían primero en las puntas del palo, dos más se encaramaban 
          sobre estos dos, y los cuatro hacían sin caerse muchas suertes 
          y vueltas. Y los indios tenían su ajedrez, y sus jugadores de 
          manos, que se comían la lana encendida y la echaban por la nariz: 
          pero eso como la pelota, será para otro día. Porque con 
          los cuentos se ha de hacer lo que decía Chichá, la niña 
          bonita de Guatemala:  Chichá , ¿por qué te comes esa aceituna 
          tan despacio?  | 
 
 
|  |  |  |  |