| Bebé y el señor don Pomposo | 
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        Bebé es un niño magnífico de cinco años. 
        Tiene el pelo muy rubio, que le cae en rizos por la espalda, como en la 
        lámina de los Hijos del rey Eduardo, que el pícaro 
        Gloucester hizo matar en la Torre de Londres para hacerse él rey. 
        A Bebé lo visten como al duquecito Fauntleroy, el que no tenía 
        vergüenza que lo vieran conversando en la calle con los niños 
        pobres. Le ponen pantaloncitos cortos ceñidos a la rodilla y blusa 
        con cuello de marinero, de dril blanco como los pantalones, y medias de 
        seda colorada, y zapatos bajos. Como lo quieren a él mucho, él 
        quiere mucho a los demás. No es un santo, ¡oh, no!: le tuerce 
        los ojos a su criada francesa cuando no le quiere dar más dulces, 
        y se sentó una vez en visita con las piernas cruzadas, y rompió 
        un día un jarrón muy hermoso, corriendo detrás de 
        un gato. Pero en cuanto ve un niño descalzo le quiere dar todo 
        lo que tiene; a su caballo le lleva azúcar todas las mañanas 
        y lo llama "caballito de mi alma"; con los criados viejos se 
        está horas y horas, oyéndoles los cuentos de su tierra de 
        África, de cuando ellos eran príncipes y reyes y tenían 
        muchas vacas y muchos elefantes: y cada vez que ve Bebé a su mamá 
        le echa el bracito por la cintura, o se le sienta al lado en la banqueta 
        a que le cuente cómo crecen las flores, y de dónde le viene 
        la luz al sol, y de qué está hecha la aguja con que cose, 
        y si es verdad que la seda de su vestido la hacen unos gusanos, y si los 
        gusanos van fabricando la tierra, como dijo ayer en la sala aquel señor 
        de espejuelos. Y la madre le dice que sí, que hay unos gusanos 
        que se fabrican unas casitas de seda, largas y redondas, que se llaman 
        capullos; y que es hora de irse a dormir, como los gusanitos, que se meten 
        en el capullo, hasta que salen hechos mariposas. Y entonces sí que está lindo Bebé, a la hora de 
          acostarse, con sus mediecitas caídas, y su color de rosa, como 
          los niños que se bañan mucho, y su camisola de dormir: 
          lo mismo que los angelitos de las pinturas, un angelito sin alas. Abraza 
          mucho a su madre, la abraza muy fuerte, con la cabecita baja, como si 
          quisiera quedarse en su corazón. Y da brincos y vueltas de carnero, 
          y salta en el colchón con los brazos levantados para ver si alcanza 
          a la mariposa azul que está pintada en el techo. Y se pone a 
          nadar como en el baño; o a hacer como que cepilla la baranda 
          de la cama, porque va a ser carpintero; o rueda por la cama hecho un 
          carretel, con los rizos rubios revueltos con las medias coloradas. Pero 
          esta noche Bebé está muy serio, y no da volteretas como 
          todas las noches, ni se le cuelga del cuello a su mamá para que 
          no se vaya, ni le dice a Luisa, a la francesita, que le cuente el cuento 
          del gran comelón, que se murió solo y se comió 
          un melón. Bebé cierra los ojos; pero no está dormido, 
          Bebé está pensando. La verdad es que Bebé tiene mucho en qué pensar, porque 
          va de viaje a París, como todos los años, para que los 
          médicos buenos le digan a su mama las medicinas que le van a 
          quitar la tos, esa tos mala que a Bebe no le gusta oír: se la 
          aguan los ojos a Bebe en cuanto oye toser a su mama: y la abraza muy 
          fuerte, muy fuerte como si quisiera sujetarla. Esta vez no va solo a 
          París, porque él no quiere hacer nada solo, como el hombre 
          del melón sino con un primito suyo que no tiene madre. Su primito 
          Raúl va con él a París, a ver con él 
          al hombre que llama a los pájaros, y la tienda del Louvre, donde 
          les regalan globos a los niños, y el teatro Guiñol, donde 
          hablan los muñecos y el policía se lleva preso al ladrón 
          y el hombre bueno le da un coscorrón al hombre malo. Raúl 
          va con Bebé a París. Los dos juntos se van el sábado 
          en el vapor grande, con tres chimeneas. Allí en el cuarto está 
          Raúl con Bebé, el pobre Raúl, que no tiene el pelo 
          rubio, ni va vestido de duquecito, ni lleva medias de seda colorada. Bebé y Raúl han hecho hoy muchas visitas: han ido con 
          su mamá a ver a los ciegos, que leen con los dedos, en unos libros 
          con las letras muy altas: han ido a la calle de los periódicos 
          a ver cómo los niños pobres que no tienen casa donde dormir 
          compran diarios para venderlos después y pagar su casa; han ido 
          a un hotel elegante, con criados de casaca azul y pantalón amarillo, 
          a ver a un señor muy flaco y muy estirado, el tío de mamá, 
          el señor don Pomposo. Bebé está pensando en la 
          visita del señor don Pomposo. Bebé está pensando. Con los ojos cerrados él piensa: él se acuerda de todo. 
          ¡Qué largo, qué largo el tío de mamá, 
          como los palos del telégrafo! ¡Qué leontina tan 
          grande y tan suelta, como la cuerda de saltar! ¡Qué pedrote 
          tan feo, como un pedazo de vidrio, el pedrote de la corbata! ¡Y 
          a mamá no la dejaba mover, y le ponía un cojín 
          detrás de la espalda, y le puso una banqueta en los pies, y le 
          hablaba como dicen que les hablan a las reinas! Bebé se acuerda 
          de lo que dice el criado viejito, que la gente le habla así a 
          mamá porque mamá es muy rica, y que a mamá no le 
          gusta eso porque mamá es buena. Y Bebé vuelve a pensar en lo que sucedió en la visita. 
          En cuanto entró en el cuarto el señor Pomposo le dio la 
          mano, como se la dan los hombres a los papás; le puso el sombrerito 
          en la cama, como si fuera una cosa santa, y le dio muchos besos, unos 
          besos feos, que se le pegaban a la cara como si fueran manchas. Y a 
          Raúl, al pobre Raúl, ni lo saludó, ni le quitó 
          el sombrero ni le dio un beso. Raúl estaba metido en un sillón, 
          con el sombrero en la mano, y con los ojos muy grandes. Y entonces se 
          levantó don Pomposo del sofá colorado: "Mira, mira, 
          Bebé, lo que te tengo guardado: esto cuesta mucho dinero, Bebé: 
          esto es para que quieras mucho a tu tío". Y se sacó 
          del bolsillo un llavero como con treinta llaves, y abrió una 
          gaveta que olía a lo que huele el tocador de Luisa, y le trajo 
          a Bebé un sable dorado ¡oh, qué sable!, ¡oh, 
          qué gran sable! y le abrochó por la cintura el cinturón 
          de charol ¡oh, qué cinturón tan lujoso! 
          y le dijo: "Anda, Bebé: mírate al espejo; ése 
          es un sable muy rico: eso no es más que para Bebé, para 
          el niño". Y Bebé muy contento volvió la cabeza 
          adonde estaba Raúl que lo miraba, miraba el sable, con los ojos 
          más grandes que nunca, y con la cara muy triste, como si se fuera 
          a morir: ¡oh, qué sable tan feo, tan feo! ¡oh, 
          qué tío tan malo!. En todo eso estaba pensando Bebé. 
          Bebé estaba pensando. El sable está allí, encima del tocador. Bebé levanta 
          la cabeza poquito a poco para que Luisa no lo oiga, y ve el puño 
          brillante como si fuera de sol, porque la luz de la lámpara da 
          toda en el puño. Así eran los sables de los generales 
          el día de la procesión, lo mismo que el de él. 
          Él también, cuando sea grande, va a ser general, con un 
          vestido de dril blanco, y un sombrero con plumas, y muchos soldados 
          detrás, y él en un caballo morado, como el vestido que 
          tenía el obispo. Él no ha visto nunca caballos morados, 
          pero se lo mandarán a hacer. Y a Raúl ¿quién 
          le manda hacer caballos? Nadie, nadie: Raúl no tiene mamá 
          que le compre vestidos de duquecito: Raúl no tiene tíos 
          largos que le compren sables. Bebé levanta la cabecita poco a 
          poco: Raúl está dormido; Luisa se ha ido a su cuarto a 
          ponerse olores. Bebé se escurre de la cama, va al tocador en 
          la punta de los pies, levanta el sable, despacio, para que no haga ruido....... 
          y ¿qué hace, qué hace Bebé? ¡Va riéndose, 
          va riéndose el pícaro hasta que llega a la almohada de 
          Raúl y le pone el sable dorado en la almohada! | 
 
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