Voltaire no se dio cuenta del alcance científico de su trabajo. Tenía una alta idea de lo que debe ser la exactitud histórica. Creía en la verdad, menos cuando se trataba de relatos autobiográficos, y reprimía severamente en sí mismo cualquier tendencia al engaño, limitándola a las necesidades prácticas de su propia vida. Jamás calumnió a un jesuita o un Papa muertos. A pesar de su violento partidismo, hacía un meritorio esfuerzo por ser justo incluso con el enemigo, y hasta con Roma, cuando se trataba de historiar. Pero ahí como en todo era también hombre práctico. Mientras escudriñaba el pasado no abandonaba el futuro. Lo más extraño en este hombre que nunca pecó de escrupuloso, es el que fuese ante todo y todo el tiempo, un moralista genial. Sus tragedias fueron lecciones deliberadas de moral y costumbres. Sus cuentos, incluyendo los más fantásticos, eran siempre de índole didáctica . Al escribir historia hacía lo que hicieron Plutarco y otros clásicos: buscar en el pasado una lección para el presente y el futuro. Las circunstancias de aquel tiempo convertían a la historia en el mejor vehículo para inculcar los principios liberales. En una sociedad libre, los profesores y los profetas, de Burke a Carlyle, pasando por H. G. Wells, escriben sin trabas sus críticas, siguiendo el rumbo de los acontecimientos contemporáneos. Esto resultaba difícil bajo el reinado de Luis XV, aunque Voltaire se arriesgó algunas veces. Cuando se estorba el libre debate sobre la política actual, sólo queda el recurso de buscar en el pasado las lecciones oportunas.
Esto hizo Voltaire, confesándolo con atrayente ingenuidad, al explicar sus propósitos. Leyendo los prólogos de su Historia de Carlos XII de Suecia, su primer ensayo, puede suponerse que la principal misión de un historiador consiste en escribir sobre reyes para los reyes, aunque muchos no merezcan ese trabajo. "Tanta es la debilidad de los hombres , que admiran a los que obran mal con lucimiento." Nos brinda sus juicios sobre Carlos XII y Pedro el Grande,"las dos personalidades más extraordinarias que aparecieron en veinte siglos". Según él, ése es el modo "de que sea útil la historia". Carlos, deduce, hubiera sido gran hombre al conceder la paz cuando Pedro la quiso; del otro modo sólo fue un gran soldado. "Seguramente", observa "ningún rey podría leer la vida de Carlos XII sin curarse del afán de conquista". Recuerda a los príncipes y a los ministros "que deben al público la cuenta de sus acciones. Que sólo a ese precio comprarán su grandeza. La Historia es un testigo, no un adulador . La única manera de que los hombres se vean obligados a hablar bien es el obrar bien". Claro que éste es un modo bastante ingenuo de manifestar que la historia es el resumen final de la opinión pública. Un príncipe puede escapar a la crítica contemporánea en su época de auge, pero no hay Bastilla que silencie el veredicto póstumo. Más de un potentado, escribía años después, "ha huido de una mala acción, porque ésta sería registrada al instante en los archivos de la mente humana ". Voltaire sin duda supuso que con sus libros moldeaba a sus reales discípulos, entre los que Federico y zarina Catalina ocuparon el primer lugar: quizás y en cierto grado consiguió esto en el caso de la última y en uno o dos más. Pero lo que hizo fue principalmente armar la juventud con nuevos cánones críticos cánones que acabaron , al menos en Francia, por echar a los príncipes fuera de allí.
Esta primera aproximación del muchacho a la historia acreditó la educación clásica que los jesuitas le dieron. Había en ella todo el convencionalismo de la juventud. La inteligencia científica y positiva de madame du Châtelet le ayudó a adoptar un punto de vista más constructivo y más moderno. Hasta su encuentro con él, ella no había querido jamás interesarse por la historia. Buscaba una historia de la sociedad humana, pero en los libros de entonces sólo encontró batallas y fábulas. En todo lo que halló se decía del Islam y de Mahoma, adivinaba la deformación de los prejuicios cristianos. Le indignaba que Bossuet dedicase las tres cuartas partes de su espacio disponible a los judíos, un pueblo insignificante en la historia pese a su interés teológico. Sobre todo la enfurecía el caos de los hechos desordenados e in discernidos, siempre tediosos y a menudo inverosímiles. Para justificar la historia ante los ojos de su amiga, Voltaire tuvo que sostener la teoría de que podría ser lo que no era cuando la escribían Daniel y Bossuet: una ciencia. Puesto que la aburrían aquellos relatos de las guerras dinásticas, concibió para su beneficio lo que fue nada menos que el primer ensayo, aún imperfecto de una historia de la civilización, o, como él la definía significativamente, una historia de la inteligencia. Su fin era el de demostrar "las etapas por medio de las cuales la humanidad alcanzó, partiendo de la rústica barbarie de la primera época, el refinamiento de nuestros días". En resumen, su propósito era el de escribir una historia del progreso humano. Su idea estaba inevitablemente impregnada por el intelectualismo de aquel siglo. "Por lo tanto debemos escribir la historia de la opinión. Sólo así conseguiríamos que este caos de acontecimientos, bandos y revoluciones mereciera la atención de los hombres sensatos". Pero el crítico moralista aparece también en este campo. Aunque ya le preocupan menos las virtudes y las locuras de los reyes, seguirá juzgando las ideas conforme a sus efectos sobre el bienestar humano. "La historia concebida de este modo nos mostrará los errores y los prejuicios sucediéndose unos tras otros y desviando la verdad y la razón... hasta que paso a paso los hombres aprenden a pensar". Su fin será "capacitar al lector para que juzgue y observe la muerte, el renacimiento y el progreso de la mente humana". Una larga jornada intelectual nos lleva desde los primeros ensayos históricos de Voltaire, su Carlos XII, escrito en Inglaterra en 1728, a su Ensayo sobre las costumbres, si así puede traducirse l'Essai sur les Moeurs et l'Esprit des Nations, cuyo primer esbozo hecho en Cirey data de alrededor de 1740, aunque el libro no se publicó sino hasta 1756. El siglo de Luis XIV se sitúa entre estos dos: empezando en 1735, no vio la luz pública sino hasta 1754.
El Carlos XII, como lo dice su título, es una historia más que una biografía. Voltaire nos dice muy poco sobre la vida íntima y personal (si es que la tuvo) de este austero devoto del honor y de la gloria. Pero en cambio nos brinda un soberbio relato de las aventuras de este rey de Suecia, que aterró a toda Europa, pisoteó a Polonia, convirtió a su rey en un maniquí, lanzó una y otra vez a sus exiguos pero disciplinados y enérgicos batallones contra las indómitas hordas de Pedro, hasta que las derrotó, enseñándoles así a emplear mejor sus masas. El relato se transforma en una sorprendente tragicomedia al describir la estancia en Turquía de este rey chiflado, que resulta por turnos huésped, amo y prisionero del sultán . Aun pasado este episodio culminante , el interés no disminuye entre las intrigas y las fantásticas aventuras de los últimos años, Voltaire como tuvo que admitir el mismo Samuel Johnson, poseía genio narrativo, pues cualquier cuentista menos hábil hubiera estropeado esta historia. Contiene escenas que Voltaire logra manejar con el arte de un consumado dramaturgo. Aunque no estuvo nunca en Turquía, adivinó con extraordinaria intuición la mentalidad y los modales de los pachás turcos que consiguieron encadenar aquel cometa humano. Más tarde, en obras de más sobriedad y mayores vuelos que siguieron a ésta, Voltaire tiene sus mejores logros cuando puede obsequiarnos con una emocionante narración. Sería difícil mejorar dentro de sus propios límites una descripción como la de las aventuras del Joven Pretendiente, o como la historia de viaje de Anson alrededor del mundo. Su relato de la difícil victoria alcanzada por los franceses en Fontenoy es uno de los pocos capítulos de la historia bélica que conmueven vivamente y que puede ser leída sin cansar la atención. Luego se interrumpe para entretenernos con la comedia de las escapadas del rey Teodoro en Córcega. Pero suele ahorrarnos las anécdotas. Según propia frase, "duda de todo, especialmente de las anécdotas", y no repetía nada de lo que no estuviera muy cierto. Pero algunas réplicas e historietas famosas sobrevivieron con éxito a los rigores de su criba. La respetable de las queridas del rey, Madame de Maintenon, una señora que poesía como nadie el don de manejar a los poderosos, consiguió al fin casarse secretamente con Luis XIV, ya anciano. Soportaba difícilmente el tedio de las veladas hogareñas, al amor de la lumbre, en compañía del piadoso y aburrido monarca. Confesó a su hermano que prefería haberse muerto. "En ese caso, supongo," le repuso éste " que el Padre Eterno te ha dado promesa de matrimonio". Su historia de la Iglesia durante los periodos de oscurantismo contiene una maravillosa colección de milagros bien autorizados. Un monje había realizado tantos que su prior le tuvo que prohibir hacer más. Cierto día vio un bardador cayéndose desde el tejado de una casa. El monje lo hizo permanecer suspendido en el aire mientras corría a pedirle permiso al Superior par hacer un milagro más . Fue debidamente amonestado, pero conseguida la autorización volvió corriendo y trajo a tierra al pobre obrero sano y salvo.
Si Voltaire sabe sacar el mayor partido posible de una situación dramática y también contar un cuento, en cambio se muestra muy deficiente al interpretar un carácter. Lo que se dice para explicar la sublime demencia de Carlos XII es bastante trivial y se encuentra ya en la superficie de la narración misma. En otro lado pide excusas por su intento de esbozar caracteres. Es, según él, un juego de charlatanes para inventar la descripción de personas que no se han conocido. Pero él conocía a todo el que representó algo en el reinando de Luis XV y, a pesar de ello, sus retratos, en la continuación que se ocupa de ese reinado, son más escasos y más superficiales aún que en el Siglo mismo. Éste es un dato decepcionante, porque empleó muchos de sus ocios en recoger impresiones de boca de los supervivientes del reino de Luis XIV. Es indudable que utilizó luego todo este material, pero empleándolo más bien para aclarar hechos dudosos que para enriquecer con retratos su museo mental. Lo cierto, por muchas vueltas que queramos darle, es que a Voltaire le faltó un sentido humano de los caracteres. Esto se evidencia doblemente en sus tragedias y en sus cuentos. En los últimos se hallan sin embargo, méritos suficientes para contrarrestar este defecto, que explica a su vez el fracaso de sus pocas comedias.
Voltaire era un muchacho de veinticuatro años cuando mataron a Carlos XII y vio con frecuencia a su ministro, el barón Gortz. Un historiador moderno en su caso hubiera visitado Suecia, Polonia, Rusia y Turquía en busca de datos. Pero a Voltaire no se le ocurrió jamás semejante cosa y además ignoraba los idiomas de estos países. Esto, dado el uso que hacía entonces del francés y también del latín, no era una deficiencia tan importante como lo sería hoy. No pudo tampoco trabajar con documentos oficiales, pero es probable que éstos no ofreciesen ninguna ventaja, pues su Historia de Pedro el Grande basada en ellos, carece de vida si se compara con la anterior. Pudo recoger bastante material de primera mano en forma de memorandums inéditos y de cartas escritas por personajes menores de aquel drama. En años sucesivos encontró más datos de esta clase con los que enriqueció su libro a medida que salían nuevas ediciones. Entre las personas que lo informaron se incluyen dos coroneles del ejército sueco, tres civiles que integraron con el héroe, tres embajadores franceses que tuvieron que habérselas con él, un mariscal de campo sajón que peleó contra él, su maniquí el rey de Polonia, un pariente de Voltaire que fue primer dragomán ante la Sublime Puerta, la vieja duquesa de Marlboroguh y otros muchos, príncipes y ayudas de cámara, que encontraba y a los que interrogaba en Londres, en París, y en la corte polaca de Luneville. Imprimió un impresionante elogio de su exactitud escrito por el rey Estanislao. Que pesaba la verdad escépticamente está ya demostrado en su libro y en sus posteriores trabajos. A veces le faltaban informes sobre las condiciones físicas de los países distantes, pues carecería de esa imaginación reconstructiva que poseyó por ejemplo, Defoe. Así nos dice que el clima de la India es ideal, porque se adaptan allí todas las especies humanas y que el Canadá es un desierto de hielo sin valor alguno, inútil para la colonización. Por otra parte presentía la psicología de los turcos y los polacos con misterioso poder "vendía sus votos pero rara vez sus afectos", y se ríe de la pobre gente "mientras cuida los caballos de su amo, presume de elegir a los reyes y destruir a los tiranos". Las fuentes en que se documentó para el Siglo de Luis XIV son más difíciles de descubrir, porque en esos tiempos no era aún costumbre el dar referencias. Muchas de ellas eran orales. Sin embargo es evidente el cuidado con que trataba las responsabilidades inherentes a los sucesivos ministros. La mayor parte del libro y su continuación se fundan sin duda en el testimonio contemporáneo de actores y observadores bien situados, que coleccionó y eligió con gran intuición y trabajo. Voltaire apenas nos dice en qué libro investigó los hechos para escribir su Ensayo sobre las costumbres, pero está claro que echó mano de todos los documentos asequibles, desde los Padres de la iglesia hasta los relatos de los misioneros jesuitas en China, utilizando con igual abundancia los ensayos en lengua inglesa que los franceses y latinos.
Entre sus obras históricas hay tres que no vale la pena mencionar, por los pocos elementos personales que contienen . Los Anales de Imperio son, como su título lo indica, una recopilación y nada más. En su Historia de Pedro el Grande tuvo que atenerse a los datos que le proporcionó Catalina II. El libro es sumamente inferior a Carlos XII, aunque el genio constructivo de Pedro interesara a Voltaire mucho más que las proezas militares del conquistador sueco. Hace un penoso esfuerzo en pro de la objetividad al escribir el relato de las crueldades políticas de Pedro, especialmente el asesinato de su hijo Alejandro. Resultan divertidas ciertas notas personales, por ejemplo, énfasis con que habla del entusiasmo de Pedro por la manufactura de la seda, que era también la chifladura del autor. La Historia del Parlamento de París, aunque escrita con intención polémica, es un trabajo de minuciosa investigación, basado en su mayor parte en documentos inéditos. La influencia que pudo ejercer sobre la opinión pública acabó al mismo tiempo que la propia monarquía.
Actualmente Voltaire le debe su fama como historiador al Luis XIV. El Ensayo es sin duda la más original y fuerte de las dos obras, siendo también la más larga. Es más sincera atrevida, y expresa con mayor libertad el punto de vista del autor sobre ciertos temas resbaladizos . Puede afirmarse, sin exagerar, que todo Voltaire está allí. Por desgracia la ciencia histórica ha progresado de tal modo desde que se escribió, que ahora resulta un documento antiguo, estimado sobre todo como un reflejo de al mente de Voltaire. Por otra parte, el Luis XIV es aún una fuente indispensable para el estudio de una gran época, y asimismo uno de los clásicos indiscutidos de la literatura francesa. Al leer el olvidado Ensayo, nos parece realizar una exploración y, en cambio, se supone que cualquier francés culto conoce su menos dinámica historia. En Luis XIV, Voltaire procuró portarse bien, pues el libro pertenece a ese desdichado periodo de su vida que aspiraba a recibir los favores de la corte. Claro que ésta es una verdad relativa pues el autor de este libro sigue siendo Voltaire y no el historiador de la Corona. Expresa sus juicios y sus críticas con suficiente claridad, aunque si lo hubiese escrito años después es probable que esos pasajes serían más largos y redactados con menos contención. A pesar de su tono moderado, la historia no pudo publicarse en Francia. Pero hasta cierto punto el autor está aún deslumbrado por el resplandor del glorioso reino. Bebió esta leyenda en la escuela, y aunque pinta las sombras con tal fidelidad que el lector no se siente impresionado por la gloria, es evidente está influido aún en sus espíritu. Como en el Ensayo, pero en menor escala, intenta escribir una historia de la civilización, lo cual resulta muy atrevido si se recuerda que fue el primer esfuerzo de este género. Para Voltaire la grandeza de este siglo reside no en la magnificencia de la corte, ni en las perpetuas guerras de Luis, pero sí en su progreso técnico e intelectual. Fue el primer siglo de "filosofía", o sea, de racionalismo. Si Voltaire despliega toda la majestad de su retórica para exaltar su grandeza en la literatura, la ciencia y las artes, es porque el autorregalarse con este complaciente parabién anima a sus lectores para que rompan definitivamente con las anteriores épocas de oscuridad y superstición. Ése fue el gran siglo porque empezó con la fundación de la Academia y culminó con la Enciclopedia. Toda esta parte del libro está escrita de modo admirable, noblemente y ocupa el espacio que le corresponde. En cambio la historia económica, pese a algunos pasajes asombrosos de adivinación, es demasiado ligera. Este pionero comprendió la importancia de la economía, pero le faltaba ayuda y entrenamiento para aquilatar debidamente sus intuiciones. A pesar de sus frecuentes polémicas contra los historiadores que llenaban sus libros con crónicas de guerras, también él consagra demasiado espacio a este asunto, hasta resultar aburrido, como él mismo reconoce en su Continuación. No hace falta decir que al detallar la historia de las luchas religiosas de ese siglo, logra ser ameno, eficaz e ingenioso. Sin embargo su relato adolece de una superficialidad deliberaba. Le faltó esa simpatía imaginativa indispensable al mejor historiador. Reconozcamos que estas querellas teológicas entre jansenistas y jesuitas eran bastante mezquinas, si se observan a la luz de nuestra larga historia y admitimos que esas proposiciones sobre las diferentes formas de la Gracia, expresada en una jerga bárbara, carecen de valor para un espíritu moderno lo mismo que para Voltaire. Sin embargo, un análisis más fino ¿no nos hubiera dado a conocer cómo ciertas características permanentes de la inteligencia humana, ciertas necesidades intelectuales y emocionales de nuestra especie, se revolvían entre las telas de araña de dogma y la tradición, buscando un modo claro de expresarse, que hallaron luego es una que otra página de Pascal? Voltaire siente tal hostilidad hacia los fanáticos de todos los credos, que ni siquiera reconoce que la insistencia de los protestantes al recabar su derecho de libre interpretación de las Escrituras patrocinó la causa del libre pensamiento. Esta impermeabilidad frente a la resonancia de las ideologías religiosas resulta una falla en el Luis XIV, pero lo perjudica más seriamente en el Ensayo cuando tiene que habérselas con la Edad Media, las órdenes religiosas y los primeros reformadores. Describe con soltura las persecuciones infligidas a estos primeros herejes, pero apenas le inspira curiosidad su esfuerzo ideológico. Esta injusticia no es deliberada. Al contrario su espíritu consciente lucha todo el tiempo para ser objetivo y honrado. Así siente alguna parcialidad por los cuáqueros en homenaje a su humanitarismo y nos sorprende que elogie su conducta con los indios de Pensilvania. Aunque la hace más favor el que escriba con idéntico entusiasmo acerca de la colonia jesuita establecida en el Paraguay, haciendo resaltar estos dos casos como excepciones redentoras en la horrible crónica del trato de los blancos con las razas primitivas. Por lo visto, su descripción del Paraguay en Cándido debe considerarse como una broma. Mientras nos rinde sus constantes polémicas en contra de los jesuitas, los elogia más de una vez por sus aportaciones literarias y se desvía de su ruta habitual para defenderlos de la acusación que jansenistas y protestantes alzaron contra ellos —la de ser unos corruptores de la moral. Aunque su primer enemigo es siempre el papado, tiene cosas buenas y agradables que contar de algunos papas contemporáneos. Lo más curioso es que el Ensayo, elige a Adriano IV para dedicarle un notable elogio y presenta a Alejandro III, por sus esfuerzos para abolir la esclavitud, como el hombre que mejor sirvió a la humanidad durante la Edad Media y el más grande de todos. Voltaire, a pesar de sus deficiencias, consigue al fin lo que se proponía. Cuando consideramos el largo alcance de sus miras, toda esta pasión de las sectas cristianas por dogmas sin sentido nos parece bastante ridícula. Él nos induce a erguirnos como Emerson bajo las estrellas y preguntarnos: "¿Por qué acalorarse tanto, hijitos?" Ésta fue, entre otras, la razón que le hizo dedicar tanto trecho en su Ensayo a la India, la China, Turquía y el Japón. "Sería útil para los que se obstinan en disputas, echar un vistazo sobre la historia general del mundo. Pues al observar tantas naciones, costumbres y religiones diferentes se da uno cuenta de lo poco que representa un molinista o un jansenista sobre la superficie del globo. Entonces nos ruboriza el acalorarnos de esa manera por un partido que se pierde entre la masa y en la inmensidad de las cosas".
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