El circo romano

El valle de 650 metros de largo y poco menos de 100 metros de ancho que se extiende entre las dos estribaciones casi paralelas del Aventino y el Palatino parecía haber sido creado ex profeso por la naturaleza para escenario de torneos, especialmente de carreras de carros; ya en los tiempos más antiguos se celebraban allí en honor de Conso, el dios de las cosechas, no lejos del sitio en que se alzaba su altar subterráneo, los torneos de las yuntas de labranza, y era también allí donde la leyenda situaba el escenario en que los primeros romanos raptaron a sus novias. A medida que se desarrollaban el poder y la grandeza de la ciudad, crecían también el esplendor y la magnificencia del culto. Hacíanse cada vez más frecuentes y periódicas las fiestas de los dioses nacionales o de los dioses extranjeros reconocidos por el Estado, que terminaban casi siempre con algún espectáculo circense; y al lado de estas fiestas fijas iban multiplicándose también las ocasiones extraordinarias en que el pueblo se congregaba en el hipódromo. Parece que ya en la época de la monarquía se realizaron algunas obras en este valle para que el público pudiera ver las carreras sentado. Las graderías de madera convirtiéronse con el tiempo en graderías de piedra, y por último, el mármol sustituyó a la piedra caliza y los dorados a las pinturas de colores. Después de las obras emprendidas por Julio César y terminadas por Augusto, el Gran Circo figuraba entre las construcciones más fastuosas de Roma. El lugar reservado a los espectadores, separado de la pista por un foso de cerca de tres metros de ancho y dispuesto en forma de graderías a manera de anfiteatro, constaba de tres pisos. Sólo uno, el más bajo de todos, era de piedra; los otros dos eran de madera y siguieron conservando este carácter, por lo menos en gran parte, pues todavía en una época relativamente tardía hablan las fuentes del derrumbamiento de estos pisos; bajo Antonino Pío se dice que perdieron la vida en una de estas hecatombes 1 112 individuos; sabemos que se produjo otro desplome de los pisos altos reinando Diocleciano y Maximiano.

Bajo Augusto, la construcción del circo no era todavía muy elevada; desde los pisos altos de las casas vecinas podía verse el espectáculo, y Augusto gustaba de presenciarlo desde allí.

Fue Nerón, al parecer, quien emprendió la primera reconstrucción amplia del circo, pues sabemos que el gran incendio del año 64 estalló en él y lo destruyó, por lo menos, en gran parte; este emperador cegó también el foso que circundaba la pista y aprovechó el espacio ganado de este modo para instalar asientos especiales para los caballeros. Domiciano y especialmente Trajano hicieron obras en el circo que, al mismo tiempo que los embellecieron, le dieron mayor amplitud; en la inscripción de su dedicatoria, Trajano se jacta de haberlo convertido en un recinto lo bastante espacioso para dar cabida al pueblo romano. Ahora (en el año 100), la inmensa longitud del circo competía, según las palabras de Plinio el Joven, con el esplendor de los templos; era un recinto digno de la nación vencedora de tantos pueblos y tan grandioso como los espectáculos que dentro de él se celebraban. Las fuentes sólo hablan rara vez y de pasada de las restauraciones y ampliaciones posteriores. Se ha calculado que, después de las últimas obras de ampliación, el Gran Circo podía dar cabida a 180 000 o 190 000 espectadores. Las gradas inferiores, las más cercanas a la pista, estaban reservadas a los senadores, las situadas encima de ellas a los caballeros; en las demás se acomodaban las gentes del tercer Estado. En el circo, las mujeres no tenía lugares separados como en los demás espectáculos, sino que se acomodaban entre los hombres. Los asientos del emperador y su familia se hallaban entre los de los senadores, en cuyas graderías se alzaban también los palcos que algunos emperadores mandaron construir para ellos y sus acompañantes.

El circo hallábase magníficamente decorado, desde todos los puntos de vista. En una descripción del siglo IV se elogian, por ejemplo, los riquísimos adornos de bronce de las graderías. Pero su ornato principal era el obelisco que Augusto mandó erigir en su centro (el que ahora se levanta en la Piazza del Popolo), al que Constancio añadió otro mayor que el primero (el que actualmente se alza en la Plaza de Letrán). El circo hallábase rodeado por fuera, en toda su extensión, por arcadas con puertas y escaleras por las cuales podían entrar y salir desahogadamente miles de personas al mismo tiempo. Bajo las bóvedas de estos atrios había, además, tiendas y locales de diversas clases para mayor comodidad de los espectadores, encima de los cuales se encontraban las viviendas de sus propietarios; al parecer, los dos atrios se turnaban, dedicándose uno a tiendas y otro a entrada del circo. De aquí que bajo sus bóvedas reinase siempre un animado abigarrado ajetreo, no siempre, por cierto, muy honesto. Ya en la época de Cicerón sabemos que el circo era el lugar predilecto y permanente de reunión de los astrólogos de portal; por eso Horacio habla del "circo mentiroso"; cuando salía a pasear al atardecer, gustaba de detenerse a conversar con los adivinos congregados bajo aquellas arcadas, y también en tiempo de Juvenal tenían allí su sede estos profetas de menor cuantía, que vendían sus consejos y sus oráculos a la gente humilde por unas cuantas monedas. Augusto no tenía reparo en hacer actuar para regocijo de los invitados a sus fiestas a modestos artistas que bajo aquellas bóvedas divertían a las clases más bajas de la población. El incendio neroniano (año 64) estalló en la parte del circo más próxima al Palatino y al Celio, en las tiendas llenas de materias fácilmente inflamables. Una inscripción habla de un comerciante en frutas establecido en el Gran Circo. Pero las arcadas que rodeaban el circo (como las que hoy rodean los teatros y muchas universidades) servían de albergue, sobre todo, a las rameras baratas, a lo que alude un escritor cristiano cuando dice que el camino que conduce al circo pasa por el burdel. Entre estas prostitutas figuraban muchas sirias y otras mujeres orientales vestidas con sus trajes exóticos y ejecutando sus danzas lascivas al son de panderetas, címbalos y crótalos.

Con el tiempo, los espectáculos del circo fueron aumentando, como los demás, en duración, variedad y lujo en cuanto a la presentación. Los más importantes eran, en todas las épocas, las carreras de carros. Había, además, carreras de caballos, en las que los jinetes, imitando al parecer una maniobra de combate de los númidas, saltaban de un caballo a otro en plena carrera. Manilio describe cómo estos caballistas cabalgaban y se sostenían de pie tan pronto sobre un caballo como sobre otro, volaban de uno a otro y ejecutaban cabriolas sobre los caballos lanzados al galope, esgrimían sus armas en lo alto del caballo o se lanzaban desde él a tierra, sin detenerlo, para coger el trofeo de la victoria. También debían de presenciarse con frecuencia en el circo otras hazañas de que nos hablan las fuentes, tales como el tenderse sobre un caballo al galope o el saltar de través sobre una cuadriga. Los púgiles, los corredores y los luchadores exhibían también en el circo su fuerza y su destreza en tiempos antiguos, y en parte también en épocas posteriores, en que estos torneos solían celebrarse ya en estadios construidos al efecto; sabemos, por ejemplo, que en el año 44 d. C. se celebró en el circo un torneo atlético. Una inscripción sepulcral encontrada cerca del bosque de los arvales y que se refiere a un corredor de los "verdes" (es la primera en que encontramos una referencia a este bando) llamado Fusco, muerto a los 24 años, indica que la persona allí enterrada salió vencedor 53 veces en Roma, dos veces en el circo de los arvales y una vez en Bovila (una de cuyas victorias la obtuvo al repetirse la carrera), y que fue el primer corredor que triunfó corriendo por primera vez (en el año 35). Plinio habla de las carreras de larga duración que en su tiempo se ejecutaban en el circo; los datos que da acerca de las distancias recorridas parecen casi inverosímiles: dice que en el año 59 un muchacho de ocho años recorrió desde el mediodía hasta el anochecer 75 millas (111 km) y que otros llegaron a recorrer 160 millas (237 km), mientras que la inscripción funeraria de un corredor imperial registra como una hazaña extraordinaria el recorrido de 94 millas (140 km) en un día entero. Se dice que el corredor inglés Fletcher llegó a recorrer 60 millas inglesas (91 km) en 14 horas, y Barclay 90 (137 km) en 21 horas y media; los corredores ligeros de los incas del Perú cubrían hasta 50 leguas (220 km) en 24 horas.

Durante la República, los jóvenes ciudadanos ejecutaban en el circo, revestidos con armadura completa, simulacros de combates y otros espectáculos militares; en la época del imperio solían organizarse simulacros de éstos, en los que tomaban parte unidades de tropas, tanto de infantería como de caballería. Espectáculos parecidos a éstos, que tenían por escenario el circo, eran celebrados también por el orden ecuestre, que se presentaba en estas ocasiones formando en sus seis destacamentos, cada uno de ellos con su capitán al frente y a la cabeza de todos el "primero entre los jóvenes" (que era generalmente el príncipe heredero), luciendo indudablemente sus ropas más solemnes y más lujosas. Los muchachos de los linajes nobles solían mostrarse también ante el pueblo, en el circo, en la llamada fiesta de Troya, que Augusto restableció al igual que otras costumbres caídas en desuso y que se celebró repetidas veces bajo los emperadores de la dinastía Julia, la cual, como es sabido, se jactaba de descender de Eneas. Los muchachos, principalmente los de familias senatoriales (incluyendo los príncipes de la casa imperial), clasificados en dos categorías: los jóvenes (tal vez hasta los 11 años y los mayores (de los 11 años a los 17, probablemente) ejecutaban también en el circo sus ejercicios de caballería, con sus brillantes arreos. Los acosos de fiestas y los torneos de gladiadores, cuyo escenario habitual era la arena del anfiteatro, celebrábanse a veces, sobre todo cuando se organizaban en gran escala, en el circo, que antes de terminarse el Coliseo era probablemente su lugar habitual. Fue allí, por ejemplo, donde tuvo lugar aquel gran acoso de fieras en que ocurrió el célebre episodio de Androclo y el león.

Sin embargo, de todos estos espectáculos y ejercicios, muchos de los cuales aparecían rodeados de gran brillo y revestían gran importancia por la categoría social de las personas que participaban en ellos, ninguno llegó a tener, ni con mucho, el relieve de las carreras de carros. El interés que despertaba este espectáculo, el cual suscitaba como ninguno otro la afición y las pasiones de las masas, no obedecía primordialmente, como en los juegos sagrados de los griegos, a la parcialidad por las personas de los corredores, ni, como en las modernas carreras de caballos, al interés por los caballos que corrían, sino que estaba determinado muy principalmente por las banderías, es decir, por la adscripción a las llamadas facciones en que estaban encuadrados los caballos y los corredores. Sin embargo, a medida que creció y se extendió la pasión por las carreras, debió de aumentar, indudablemente, el interés por los conductores de carros y por los jinetes, fortaleciéndose este factor de pasión, que en un principio era puramente indirecto.

En los tiempos antiguos, los ciudadanos tomaban parte en las carreras con sus tiros y sus esclavos, y las coronas ganadas en estos torneos considerábanse tan honrosas, que se colocaban sobre el féretro del propietario de la cuadriga vencedora, al igual que las conquistadas por los combatientes victoriosos. Sin embargo, la actuación de la propia persona en estos espectáculos destinados a la diversión del pueblo llevaba consigo una cierta mácula de deshonor, aunque el guiar un carro no se considerase tan infamante como el actuar en escena o el tomar parte en los torneos de gladiadores; por eso, esta industria tan díficil y tan peligrosa corría a cargo de gentes de baja estofa, de libertos y de esclavos, y éstos llegaban a obtener a veces su libertad como premio a sus victorias. Las recompensas corrientes consistían unas veces en palmas y en coronas y otras veces en premios en dinero, y más tarde en valiosas y lujosas prendas de vestir. Algunos conductores de carros llegaban a reunir grandes fortunas, conseguidas seguramente, más que por la generosidad de los promotores de las fiestas, por la competencia entre los diversos bandos, cada uno de los cuales procuraba atraerse a los mejores corredores. Entre los aurigas, a los que conocemos por sus monumentos, son relativamente raros ejemplos como el de Escirto, que corrió durante 13 años en el mismo bando (el de los "blancos"). De otro, llamado Diocles, sabemos que ingresó en uno de ellos, el de los "rojos", después de haber probado fortuna en los otros tres; y las inscripciones nos dicen que otros obtuvieron victorias en los cuatro bandos sucesivamente, obteniendo elevadas remuneraciones o una participación considerable en los premios conseguidos. El auriga Escorpo, famoso bajo Domiciano, ganó en una hora como vencedor, según Marcial 15 bolsas de oro, y Juvenal calculaba que otro (del bando rojo) ganaba tanto como 100 abogados juntos. A veces, los mismos corredores llegaban a participar en la dirección de los distintos bandos. Sus ingresos aumentaron más tarde considerablemente, aunque sin llegar, ni mucho menos, según lo más probable, a lo que ganan los jockeys más famosos de los tiempos actuales. Todavía Libanio habla de las riquezas de los conductores de carros en el Oriente.

Como hemos dicho, también las personas de los héroes de la pista atraían en gran medida la atención y el interés del público los recibía y acompañaba durante su actuación con gritos y aclamaciones. Cierto es que a veces estas manifestaciones de entusiasmo no eran precisamente espontáneas. San Jerónimo dice expresamente que los conductores de carros solían comprar los aplausos del público. Sin embargo, las figuras más famosas tenían siempre un tropel de admiradores entusiastas, que los seguían a todas partes. Marcial cantó en dos poesías a Escorpo, llamándolo, después de su muerte prematura, a los 27 años, "prez del ruidoso circo, alegría de Roma y meta de sus aplausos". El poeta conjura a las deidades de la victoria, del favor, del honor y de la fama a llorar su muerte. La parca, envidiosa, le había tomado por un anciano, al contar sus palmas. Los ociosos habituales del pórtico de Quirino no se ocupaban de los últimos epigramas de Marcial, como él mismo confiesa, hasta que estaban cansados de hablar y apostar sobre Escorpo y el corredor Incitato. Ya en el año 89 abundaban en Roma los bustos en bronce dorado y las estatuas del primero, y no cabe duda de que los monumentos levantados junto a la pista en honor de los vencedores serían cada vez más numerosos. Los extranjeros que visitaban la ciudad de Roma hacia mediados del siglo II se sorprendían ante el gran número de estatuas que representaban aurigas circenses con sus trajes típicos, y todavía hoy se conservan numerosos monumentos de las más diversas clases, demostrativos de que todas las artes se ocupaban en perpetuar la fama y las victorias de estos corredores.

Además, las hazañas de los conductores de carros "más eminentes", para quienes no parece que se consideraba demasiado grande el honor de una citación en el anunciador público y diario de la ciudad, debían de registrarse de vez en cuando (bien por ellos mismos o por sus admiradores) en minuciosos documentos grabados sobre lápidas de piedra. Algunos de estos documentos han llegado a nosotros. En ellos se mencionan los caballos con los que los corredores celebrados obtuvieron la victoria; se enumeran, clasificándolos por categorías, los precios obtenidos; y se elogian con grandes ditirambos, como algo sin precedente, las condecoraciones (insignia) de los vencedores. De estas inscripciones se deduce asimismo el gran incremento que el deporte de las carreras de carros tomó durante el siglo I. El auriga Escirto, del bando de los "blancos", obtuvo en total, durante 13 años (del 13 al 25 d. C., que fue, evidentemente, el periodo de Roma más pobre en espectáculos), siete victorias con su cuadriga y cuatro en la segunda carrera (revocatus), habiendo sacado 39 veces el segundo premio y 60 veces el tercero. Un siglo más tarde, había ya una clase especial de corredores, los llamados "miliarios" (miliarii), que eran los que habían llegado a obtener de 1 000 victorias para arriba. Del auriga Crescente, del bando de los "azules", un moro que había empezado a empuñar las riendas de la cuadriga a la edad de 13 años, se nos dice que corrió, en 10 años (del 115 a 124), 686 veces en total, habiendo obtenido 47 primeros premios, 130 segundos y 111 terceros, con un total de ganacias de 1 558 346 sestercios, una parte considerable de los cuales le correspondería, indudablemente, a él. En el monumento erigido bajo Antonino Pío (después del año 146) al auriga español C. Apuleyo Diocles, del bando de los "rojos", se mencionan dos corredores, Flavio Escorpo (sin duda el cantado por Marcial) y Pompeyo Muscloso, con las cifras de 2 048 y 3 559 victorias respectivamente. El monumento de Diocles le fue elevado por sus admiradores y por los secuaces de su bando, al retirarse del oficio después de 42 años de conducir el carro. Había empezado a empuñar las riendas a la edad de 18 años, habiendo corrido 4 257 veces y obtenido 1 462 victorias (de ellas, 1 361 para el bando de los "rojos"); en las carreras de un carro (por cada bando, o sea cuatro en total) había triunfado 1 064 veces, en las de dos carros 347 veces y en las de tres 51 veces. Entre las 1064 carreras de carro ganadas por él había habido varias con tiros de seis y siete caballos y 92 en las que los corredores se disputaban premios en dinero (de 30 000 a 60 000 sestercios). Diocles había llegado a ganar un total de 35 863 120 sestercios. Había convertido a dos caballos en "centenarios" (es decir, en ganadores de 100 o más carreras) y a uno en "bicentenario". Sus "condecoraciones" consistían en las hazañas con las que había eclipsado a sus más famosos antecesores. Había logrado obtener en un solo año 134 victorias; de ellas, 118 en carreras de un solo carro (que eran las más apreciadas); es decir, más que Talo, que era el que antes de él había conseguido el mayor número de triunfos en esta clase de carreras. Era el primero que desde la fundación de la ciudad había vencido ocho veces en carreras premiadas con 50 000 sestercios, y además con los mismos tres caballos; en total, había llegado a obtener 29 premios de esta clase, o sea, uno más que sus tres antecesores más famosos juntos. Había corrido dos veces en un día por el premio de 40 000 sestercios, con un tiro de seis caballos, saliendo victoriosos las dos veces, cosa que hasta entonces jamás había sucedido; con siete caballos enganchados el uno al lado del otro y sin yugo (cosa que tampoco se había visto nunca), había triunfado en una carrera de 50 000 sestercios, y en otra de 30 000 sestercios corrió y salió vencedor sin fusta, cubriéndose con esta innovaciones de doble fama, etcétera.

Estos héroes de la pista romana ofrecen una semejanza bastante grande con los jockeys de nuestros días; éstos tienen para los círculos deportivos de toda Europa una importancia análoga a la que aquéllos tenían para las facciones de Roma y, al igual que los aurigas romanos, ganan sumas enormes y producen, con sus triunfos o sus derrotas, ganancias o pérdidas fabulosas para los jugadores y especuladores. Hemos leído en una revista hípica un artículo sobre Fred Archer, "el más famoso y, al mismo tiempo, el más afortunados de los jockeys de nuestro tiempo", que recuerda en más de un aspecto las inscripciones romanas sobre los conductores de carros Diocles y Crescente. Cuando se escribió aquel artículo, Archer "había subido a la silla 570 veces, de las cuales había salido premiado 199, una de ellas después de una carrera muerta; recibió cinco veces el homenaje de los triunfadores, obteniendo 126 segundos premios y 80 terceros y quedando 165 veces sin clasificar. Calculando solamente el salario de jockey, a razón de tres y cinco libras. Se asegura, sin embargo, que puede calculársele a este jockey un ingreso de 8 000 a 10 000 libras anuales, teniendo en cuenta en forma de honorarios fijos como de regalos que de vez en cuando le hacen los propietarios de las cuadras. Hay una multitud de jugadores que siguen sistemáticamente sus carreras y apuestan a los caballos que él corre. En total, durante los seis años en que este jockey modelo se ha mantenido a la cabeza de su profesión, ha obtenido 1 172 victorias y participado en todas las grandes carreras sobre los hipódromos ingleses. Después de Archer viene Charles Wood, que ha corrido 458 veces, obteniendo 89 victorias, etc. Entre los seis primeros jockeys difícilmente llegarán a contar tantas victorias como las que Fred Archer ha conseguido él solo". Al morir el 8 de noviembre de 1886, cuando sólo contaba 29 de edad, el récord de sus victorias ascendía ya a 2 749 y dejó a sus herederos una considerable fortuna.

El interés por los héroes de las pistas de carreras, en Roma, trascendía también a las altas esferas sociales, no sólo a través de la pasión con que en ellas se seguían las luchas entre los diversos bandos, sino también por la afición verdaderamente desaforada que las gentes de las clases altas sentían por el arte de la conducción de carros, afición que los censores más indulgentes estaban dispuestos a perdonar tratándose de la juventud, pero que era objeto de acres censuras cuando se manifestaba en personas de edad madura y elevada dignidad y, sobre todo, cuando se daba en los propios emperadores. Había jóvenes de las mejores familias romanas que no sólo empuñaban las riendas de sus coches en las carreteras, sino que descendían hasta echar ellos mismos la retranca, llenaban personalmente de pienso el comedero de las bestias y juraban como carreteros y arrieros por Epona, que era la diosa de los caballos. Cn. Domicio Ahenobarbo, padre de Nerón, había llegado a ser, de joven, "famoso por el arte de conducir carros". Vitelio, a quien en su juventud se le había visto muchas veces almohazando caballos en las cuadras del bando azul, ganó las simpatías de Calígula y de Nerón por el entusiasmo que ponía en el arte de la conducción de carros, del que el primero era diletante y en el que el segundo pretendía incluso llegar a brillar como virtuoso. Entre los favoritos de Calígula figuraban el auriga Eutico, del bando de los "verdes", que a los postres de un festín recibió de manos del emperador un regalo de dos millones de sestercios y cuyos caballos se alojaban en cuadras construidas expresamente por los pretorianos. L. Vero, Cómodo, Caracalla, Geta y Heliogábalo compartían también, en mayor o menor medida, la predilección por este arte y por sus virtuosos. Heliogábalo, sobre todo, elegía entre ellos a sus favoritos y sacó a la madre del primero de éstos, Hierocles, del estado de esclavitud para elevarla al rango consular; y a otro conductor de carros llamado Cordio lo nombró prefecto de la guardia urbana.

Huelga decir, pues el oficio mismo lo llevaba consigo, que los aurigas circenses, reconocidos y considerados socialmente, según vemos, como personajes de importancia, eran por lo general gentes insolentes y desvergonzadas. Ya en los primeros tiempos del Imperio se había extendido el abuso de que estos cocheros ensoberbecidos se dedicasen a vagar por la ciudad (probablemente en ciertos y determinados días), campando por sus respectos y cometiendo, bajo la máscara de la broma, toda suerte de robos y tropelías, abuso que se declaró prohibido bajo Nerón. Claro está que con estas prohibiciones y otras medidas aisladas no podía ponerse coto a un desenfreno al que estos hombres se veían empujados, aun independientemente del trato privilegiado que los emperadores les daban, por la conciencia de que eran gentes mimadas e indispensables.

Los mejores caballos de carreras procedían de las provincias, aunque también algunas regiones de Italia se dedicaban a la cría caballar en gran escala, como ocurría sobre todo en las grandes praderas de la Apulia y la Calabria. Allí tenía sus posesiones Tigelino, quien se dedicaba con gran entusiasmo a criar caballos para el circo; fue él, al parecer, quien estimuló a Nerón en su pasión por las carreras. Parece que los caballos más apreciados eran los de Hirpinia; sin embargo, Plinio asegura que los de Italia podían competir en la pista con los mejores. Producía enormes yeguadas la isla de Sicilia, donde ya a comienzos del Imperio, a medida que el país iba quedando despoblado, las tierras de labor tendían a convertirse cada vez más en campos de pastos; todavía cuando Gregorio el Grande puso en venta todos los caballos que pastaban en Sicilia en terrenos de propiedad de la Iglesia, la cifra de 400 que se decidió retener allí se consideró insignificante en relación con la cantidad total de caballos vendidos. Los caballos sicilianos de carreras figuraban también entre los mejores. En Grecia, donde la despoblación hacía también que se convirtiesen en terrenos de pastos grandes superficies de tierras antes cultivadas, había regiones como Etolia, Acarnania y Epidauro que suministraban magníficos caballos; las fuentes hablan, principalmente, en las lizas de la época, los africanos, distinguiéndose entre los moros y los cirenaicos; eran muy famosos sobre todo, por su velocidad, los caballos de sangre española criados en África; en los siglos III y IV estaban considerados como los mejores caballos de carreras los de la Capadocia y España. En aquella época, Antioquía, la fastuosa capital de Siria, cuyos juegos circenses eran famosísimos, no escatimaba ni rehuía dificultades, a pesar de las enormes distancias, para llevar a correr en sus pistas las nobles bestias apacentadas en las riberas del Tajo y del Guadalquivir.

El entrenamiento de los caballos de carreras empezaba al cumplir éstos los tres años, pero nunca se les dejaba correr antes de los cinco, mucho más tarde, por tanto, que en los tiempos actuales, en que los caballos de tres años desempeñan ya importante papel en las carreras. La inmensa mayoría de los caballos de circo que figuraban en las listas que han llegado a nosotros y de que tenemos noticia por otro conducto tienen nombres masculinos. Era asombroso también el tiempo de vida de los caballos de carreras famosos. "Tusco", el caballo de cabecera de un tal Fortunado, del bando de los "verdes", salió vencedor 386 veces, y "Víctor", el cabezalero de Guta Calpurniano, obtuvo 429 victorias; tomando como base la proporción númerica que indican todos los datos que poseemos acerca de aquella época, hay que suponer que para ello correrían cuatro veces más en sus cuadrigas correspondientes, lo que da un total de 1 600 a 1 700 carreras, que en el Gran Circo representa una cantidad mucho mayor de millas recorridas. Sin embargo, cuando un caballo llegaba a obtener 100 victorias, se consideraba ya como una gran hazaña. A estos caballos se les confería el honroso título de "centenarios" y se les colocaría también, probablemente, un distintivo especial.

No cabe duda de que los buenos caballos de carreras llegaban a alcanzar precios muy elevados y se cotizaban más alto que los esclavos. La cría de estos animales era objeto de grandes cuidados y solían escogerse para sementales los caballos de carreras laureados. Los aficionados a las carreras y los conocedores de caballos hallábanse familiarizados con los nombres, la ascendencia, el pedigree, la edad, los años de servicios y las victorias ya obtenidas por los más famosos caballos de circo; conocían de memoría su árbol genealógico y contaban multitud de anécdotas sobre su inteligencia y su entrenamiento. Cuenta, por ejemplo, Plinio que en los juegos seculares del emperador Claudio un auriga del bando de los "blancos" fue lanzado del carro poco después de empezar la carrera, a pesar de lo cual sus caballos se colocaron en cabeza, conservaron su puesto a pesar de todos los esfuerzos de los demás corredores, hicieron por sí mismos lo que habrían podido hacer bajo la dirección del más experto de los aurigas, llegaron los primeros y se pararon en seco al alcanzar la meta. Otro escritor de la época dice que muchas veces en los juegos circenses se excitaba a los caballos en su carrera por medio de sonidos de la flauta, las danzas, los colores vivos y el fuego de las antorchas. En las carreras de cuadrigas, que eran las más usuales, el mejor de los caballos se enganchaba siempre en la parte de fuera del lado izquierdo, pues su velocidad y su entrenamiento eran decisivos al tomar la vuelta anterior a la meta: de este caballo dependía la obtención del premio, por lo cual la atención de los espectadores se concentraba casi exclusivamente en él. Los nombres de estos caballos estaban en labios de todo el mundo, se les saludaba y animaba con gritos cuando salían a la pista perfectamente bien si era "Paserino" o "Tigris" el que corría. A pesar de la fama de que en Roma disfrutaban sus poesías, Marcial era menos conocido que el caballo "Andremón". Existen todavía monumentos en los que rinde homenaje a los caballos de carreras más famosos en su tiempo. No pocas veces, la pasión por estos caballos degeneraba en manía. Se dice que Calígula llegó a pensar seriamente en hacer cónsul a uno de ellos, llamado "Incitato"; cuando iba a correr, los soldados ordenaban unos días antes que nadie hiciese ruido en las inmediaciones de su cuadra, para no perturbar su descanso. Cuenta Epicteto que un espectador que vio a su caballo favorito quedar atrás en la pista se cubrió la cara con el manto y se desmayó; cuando, inesperadamente, volvió a tomar la delantera hubo que hacer volver en sí a su admirador, rociándole la cabeza con agua. Nerón asignaba una especie de salario de jubilación a los mejores caballos de carreras incapacitados por su edad para poder seguir prestando servicios. Y lo mismo se cuenta de L. Vero y Cómodo.

Como los promotores de las fiestas rara vez podían organizar los juegos circenses con caballos y corredores propios, lo normal era que el suministro de estos elementos corriese a cargo de especiales sociedades de capitales y propietarios de grandes contingentes de esclavos y cuadras de caballos. Por regla general, tomaban parte en los torneos cuatro carros, por lo cual existían cuatro sociedades de este tipo, cada una de las cuales suministraba un carro, con sus caballos y su auriga, para cada carrera; desde que los carros y sus conductores tenían como distintivo un color determinado, este color era también el de la sociedad para la que corrían, y esto hacía que se considerase a las cuatro como otras tantas facciones o bandos. Se hallaban a la cabeza de ellos sus directores (domini factionum), uno o varios, los cuales pertenecían, generalmente, como casi todos los hombres de negocios más o menos importantes, al orden ecuestre; y ya veíamos cómo entre los mismos aurigas había algunos que lograban también escalar esta categoría social. Los organizadores de los juegos tenían que entenderse necesariamente con estas compañías o facciones para que les suministrasen los caballos, los carros y el personal para conducirlos; el costo de este servicio variaba, naturalemente, con arreglo a las circunstancias. Cuando, al comienzo de su reinado, Nerón amplió los juegos circenses hasta hacer que durasen varios días seguidos, los directores de las citadas empresas no se prestaban a contratar su personal ni sus caballos para juegos de menor duración y acogían con la mayor altivez las ofertas de los cónsules y los pretores. En el año 54, el pretor Aulo Fabricio, no queriendo someterse a las injustas exigencias de aquellos contratistas, presentó en la pista carros tirados por perros amaestrados en vez de caballos; este gesto hizo que el bando de los "rojos" y el de los "blancos" desistiesen de su actitud, pero los "azules" y los "verdes" persistieron en ella hasta que Nerón intervino, fijando los precios. De Cómodo se cuenta que alargó considerablemente los juegos circenses con el fin de enriquecer a los contratistas. Éstos solían recibir también ayudas y regalos del gobierno o de los particulares; sabemos, por ejemplo, que Gordiano I, cuando aún no era emperador, distribuyó entre ellos 100 caballos capadocios y 100 sicilianos (donación que sólo podía ser aceptada previa autorización imperial) y que Símaco regaló cinco esclavos a cada uno con ocasión de los juegos cuestorios organizados por su hijo. Sólo tenemos noticia de que los directores de las cuatro facciones organizasen un espectáculo a su costa una vez (en el año 12 d. C.), en combinación al parecer con los pantomimos; sin embargo, no debió de ser ésta la única vez que lo hicieran, pues más adelante las fuentes mencionan varios espectáculos organizados por estos otros artistas.

El personal de las cuatro empresas o "facciones", que era muy numeroso, estaba formado por esclavos y hombres libres a sueldo y comprendía, además de los corredores (agitatores), las gentes que trabajaban en las yeguadas, en las cuadras y en la misma pista y un número bastante crecido de artesanos, artistas y empleados de diversas clases. Las listas y documentos de esta época mencionan como agentes al servicio de las "facciones" a constructores de carros, zapateros, sastres y además médicos, profesores (en la conducción de carros), mensajeros, corredores, camareros, sumilleres y administradores. Las cuadras de las cuatro facciones se hallaban enclavadas en el noveno distrito, probablemente al pie del Capitolio, en las proximidades del Circo Flaminio. Habían sido construidas, en parte al menos, por los emperadores (desde luego, sabemos que Vitelio, durante su breve reinado, invirtió grandes sumas en estas construcciones) y estarían dotadas, indudablemente, de un lujo imperial, a juzgar por el hecho de que Calígula pasaba mucho tiempo en las cuadras de los "verdes" y comía con frecuencia allí. No es posible saber con claridad cuál era la relación de estas empresas con el fisco y con el municipio de Roma.

Eran cuatro los colores que servían de distintivo a las cuatro facciones; el blanco, el rojo, el verde y el azul. Al principio, parece que sólo se usaban los dos primeros, sin que podamos saber con certeza desde cuándo; sin embargo, es casi seguro que el empleo de los colores como distintivo de los bandos no sería anterior a la época del Imperio. Domiciano introdujo dos nuevos colores, el oro y el púrpura, los cuales es posible que tuviesen una significación puramente imperial; además, no tardaron en desaparecer, pues más tarde ya nadie alude a ellos. Desde los primeros tiempos del Imperio, los "verdes" y los "azules" relegaron a segundo plano los dos bandos primitivos; por último, éstos se unieron a aquéllos (los "blancos" a los "verdes" y los "rojos" a los "azules"), aunque sin dejar de existir en absoluto. En Constantinopla existían, todavía en el siglo IX cuatro colores; un escritor del siglo XII habla de estos bandos de las carreras como de algo perteneciente al pasado.

Las banderías que tanto en Roma como en Constantinopla agrupaban a la población en torno a los colores de las distintas facciones del circo constituyen uno de los fenómenos más importantes y más curiosos de la época del Imperio. Estas banderías dividían primero en cuatro campos y más tarde en dos a la inmensa mayoría del pueblo, desde los dominadores del mundo hasta los proletarios y los esclavos. Nada caracteriza mejor lo monstruosa que era la situación política de Roma que esta concentración del interés general en torno a las carreras y a los juegos del circo, y nada tampoco revela tan claramente el proceso de creciente degeneración moral y espiritual de la capital del imperio. No cabe duda de que los emperadores veían con buenos ojos estas banderías; podemos estas seguros de que los mejores hombres del Estado estimulaban con todas sus fuerzas este encauzamiento de las pasiones de la multitud en una dirección en que podían manifestarse, al parecer, sin el menor quebranto para los intereses del trono; por lo menos, no sabemos de que nadie intentase siquiera poner coto a estos manejos. Lejos de ello, nos consta que varios emperadores tomaban partido abiertamente por uno de los bandos: Vitelio y Caracalla, entre otros, por los "azules"; Calígula, Nerón, Domiciano, L. Vero, Cómodo y Heliogábalo por los "verdes", que en los primeros tiempos del Imperio son los que parecen haber afirmado la primacía. Pero los emperadores no se contentaban con estimular las banderías mediante su participación en ellas, sino que además oprimían y aterrorizaban, por lo menos algunos, el bando o a los bandos contrarios, persiguiéndolos con la violencia más brutal. Estas facciones podían estar seguras de encontrar gran predicamento entre el pueblo, entre otras razones porque disponían de una organización sistemática, manejaban sumas importantes, sostenían y daban trabajo a gran cantidad de gentes y no escatimaban, evidentemente, gastos para extenderse afianzarse. Pero lo que daba a este juego de las cuatro banderías circenses una importancia verdaderamente extraordinaria de que por sí era el hecho de que brindaba a la masa una magnífica oportunidad para tomar partido en pro o en contra en cuantos litigios o controversias surgiesen. Bastaba con que alguien le gritase dándole la consigna. Eran relativamente pocos los que se interesaban, con conocimiento de causa, por los caballos y los corredores; por los colores, en cambio, interesábase todo el mundo. Los caballos y las aurigas cambiaban, pero los colores quedaban, eran siempre los mismos. El griterío de las tribunas en pro o en contra de este o el otro color se trasplantó durante 500 años de generación en generación, en el seno, además, de una población cada vez más salvaje, y si los excesos y los tumultos eran el pan nuestro de cada día en todos los espectáculos, el circo, agitado por las pasiones de los colores, convertíase a cada paso en escenario de sangrientas batallas. Lo mismo daba que dominase el mundo Nerón o Marco Aurelio, que el Imperio viviese en paz o sacudido por la insurrección y la guerra civil, que los bárbaros amenazasen las fronteras o fuesen rechazados por los ejércitos romanos: lo que en Roma interesaba a todo el mundo, altos y bajos, libres y esclavos, hombres y mujeres, lo que agitaba las esperanzas y los temores, era el saber si ganarían los "verdes" o los "azules". Ya el cristianismo había destronado a los antiguos dioses, aquellos en cuyo honor se habían instituido los juegos del circo, y todavía los bandos circenses seguían peleando por la primacía con la misma furia que en los primeros tiempos. Las exhortaciones de su predicadores no lograron disuadir a los cristianos de su pasión por los espectáculos del circo. A aquellas exhortaciones replicaban que no había por qué despreciar las diversiones concedidas al hombre por la bondad divina. Y hasta llegaban a invocar las Sagradas Escrituras, alegando que Elías había subido al cielo en un carro, lo que demostraba que las artes de las urigas circenses no tenían nada de pecaminoso. León el Grande, obispo de Roma en los años de 440 a 461, quejábase amargamente ante sus diocesanos de que los abominables espectáculos del circo atrajesen a más gente que los lugares de los santos mártires, cuya protección había salvado a la ciudad de la más espantosa catástrofe en manos de las hordas de Atila. El presbítero Salviano de Masilia escribe que cuando los pueblos bárbaros amenazaban las murallas de Cirta y Cartago (año 439), los cartagineses corrían como locos a presenciar las carreras del circo. Después de haber sido conquistada y destruida por tres veces la ciudad de Tréveris, algunos nobles treverenses que habían sobrevivido a la triple catástrofe pidieron a los emperadores que se organizasen en la ciudad en ruinas espectáculos circenses, los cuales, de haber llegado a celebrar, habrían tenido por escenario un montón de escombros y cenizas entreverados con los huesos de miles de muertos.

Sin embargo, no fue en Roma ni en el Occidente donde las banderías circenses llegaron a su apogeo, sino en Constantinopla, ciudad en la que, al parecer, la pasión desenfrenada de los espectadores desencadenaba verdaderos tumultos ya a mediados del siglo IV. En la época acerca de la cual poseemos informes más precisos, los dos partidos entre los que existía allí una verdadera pugna, aunque subsistiesen todavía en segundo plano los otros dos, eran los de los "azules" y los "verdes". La rivalidad adquiría aquí, por lo menos en ciertos momentos, un matiz marcadamente religioso y político, lo cual hacía que tomase caracteres de verdadera furia e hiciese estremecer a todo el imperio. Los afiliados a uno de los bandos sacrificaban a él su fortuna, soportaban con gusto el martirio y la muerte y eran capaces de robar y de matar por él; la pasión por el bando en que se militaba estaba por encima del parentesco y la amistad, de la familia y la patria, la religión y la ley; hasta las mujeres, que por aquella época no asistían a ningún espectáculo, se dejaban arrastrar por esta pasión desenfrenada; era una verdadera locura colectiva: no había otro modo de calificarla. "Las carreras de caballos —dice Coricio (bajo Justiniano)— enloquecen los espíritus de los espectadores mucho más de lo que los divierten y han llevado ya a la ruina a muchas grandes ciudades". La llamada sublevación de Nica, que estalló en el circo de Constantinopla el año 532, habría costado a Justiniano el trono y la vida, a no ser por la presencia de espíritu de su esposa Teodora y por la fidelidad de Belisario; en ella se dice que perdieron la vida 30 000 hombres. Por lo demás, podemos suponer como probable que los afiliados a estos bandos lucirían por lo menos en el circo sus colores respectivos; sólo encontramos una alusión a esto en un epigrama de Marcial, en el que se dice que un manto escarlata no cuadra a un partidiario de los "verdes" o los "azules" y que quien obtuviese una prenda de ese color en un sorteo de lotería se exponía a la tentación de desertar de su partido.

Las referencias de los contemporáneos al Circo Romano y a sus banderías son demasiado escasas para que podamos investigar de un modo coherente cómo fue creciendo el mal hasta convertirse de unos orígenes insignificantes en un peligro verdaderamente gigantesco. Tenemos que limitarnos a inferir la importancia y la extensión de la enfermedad partiendo de unos cuantos síntomas aislados. Así, sabemos que ya bajo Tiberio se dio el caso de que en el entierro de un conductor de carros llamado Félix, del bando de los "rojos", uno de sus fanáticos partidarios se arrojase a la pira funeraria. Así lo refiere Plinio el Viejo, tomando la noticia del anunciador público, que en cosas de estas constituia, indudablemente, una fuente muy fidedigna. Podría pensarse que se trataba de un demente; sin embargo, Plinio, después de relatar el caso, añade que el bando contrario, en su afán de empequeñecer la fama del auriga muerto, echó a rodar la especie de que el suicida se había aturdido con las emanaciones de las sustancias olorosas quemadas en la pira y que de buena gana habría achacado el suicidio a locura si hubiese tenido el menor pretexto para ello. No obstante, pese a casos aislados del tipo de éste, es indudable que las banderías circenses no se hallaban todavía, por aquel entonces, organizadas con la misma amplitud ni tan desarrolladas como llegarían a estarlo una generación más tarde. Ovidio convierte el circo en escenario de una de sus elegías; asiste a una de las carreras, sentado junto a su amada; es cierto que habla de los distintos colores que se disputan el premio, pero su interés y el de su novia se concentran exclusivamente en la persona de un determinado corredor y no en el color de un bando o de otro. Horacio, que habla frecuentemente del interés de los romanos por el teatro y los gladiadores, apenas se refiere nunca al circo ni alude jamás a los distintos bandos circenses. Las banderías no empezaron a desarrollarse sino en el transcurso del siglo I, siendo atizadas sobre todo por la pasión con que en ellas participaron algunos emperadores, como Calígula, Nerón y Vitelio. De la parcialidad de Calígula por los "verdes", hemos hablado ya; Dión Casio refiere que llegaba incluso a envenenar a los caballos y los aurigas del bando contrario. Nerón hubo de ser reprendido ya por su maestro, siendo un muchacho, porque no hacía más que hablar de los juegos circenses; un día en que, a pesar de la prohibición del profesor, se lamentaba delante de sus condiscípulos de que un auriga de los "verdes" hubiese sido arrastrado por sus caballos, el maestro le amonestó, pero el futuro emperador, sin simularse, le dijo que estaba hablando de Héctor cuando fue arrastrado por Aquiles. Siendo ya emperador, Nerón no se contentaba con favorecer por todos los medios y con la mayor parcialidad la causa de los "verdes", sino que abrazó personal y descaradamente este color, haciendo que la arena que tapizaba el circo fuese sustituida por un polvillo verde llamado crisócola; así apareció tapizada la pista, por ejemplo, en los juegos que Nerón ofreció en honor del rey armenio Tirídates. Vitelio, del que ya hemos dicho que no había tenido inconveniente en aceptar un puesto de mozo de cuadra en el bando de los "azules", debió, según se dice, su nombramiento de gobernador de la Germania inferior a T. Vinio, personaje muy influyente en la corte de Galba, a quien se hallaba vinculado por lazos de bandería circense. Siendo ya emperador, recurría a los procedimientos más indignos para ganar el favor de la plebe para su bando y llegó hasta el extremo de asesinar a algunas gentes del pueblo que habían despreciado en público a los "azules", por entender que lo hacían por odio contra él y con la esperanza de un cambio en la dirección del gobierno. Como es lógico, aunque los siguientes emperadores no intervinieron directamente en estos manejos, el desarrollo de las banderías circenses manteníase al unísono con el desarrollo y la difusión de la pasión del público por los espectáculos en general; y esta pasión, que ya a fines del siglo I dominaba los espíritus hasta el punto de no dejar sitio en ellos para los altos y nobles afanes de la cultura, acabó convirtiéndose en una verdadera plaga, tan perniciosa que quienes calaban con la mirada en lo hondo tenían sobradas razones para sentirse seriamente preocupados. Los jóvenes no tenían, en su casa y en las aulas, otro tema de conversación que las carreras y los juegos del circo, y hasta los mismos profesores se creían obligados a tomar parte en estas conversaciones, para no ser menos que sus alumnos. Las discusiones en torno a los "azules" y los "verdes" encontraban también ambiente en los círculos de las gentes cultas, entre otras razones porque no eran temas políticamente capciosos. Es en la época más brillante del Imperio cuando el interés del pueblo romano parece concentrarse en el famoso lema de panem et circenses. Bajo el reinado de Trajano, los observadores imparciales asombrábanse de ver que miles y miles de gentes apiñadas en el circo no se apasionasen precisamente por la velocidad de los caballos o la destreza de las aurigas, sino simplemente por los colores que lucían; si estos colores se trocasen en plena carrera, cambiarían también de color el entusiasmo y el griterío del público, y los que aclamaban y animaban de lejos, con sus gritos y sus voces, a este o al otro caballo, a tal o cual conductor de carro, pasarían a aclamar de pronto a los contrarios. Y no se crea que era solamente la plebe la que estaba pendiente de una miserable túnica de tal o cual color. Los hombres más serios de Roma entregábanse apasionadamente al mismo juego, y Plinio el Joven, de quien tomamos estas consideraciones, no puede recatar impulsos pasionales. Si los "verdes" perdiesen en el circo, dice Juvenal, bajo Adriano, Roma sentiríase tan abatida y consternada como después de la derrota de Cannas. Marco Aurelio, que se crió en la corte de Adriano, considerábase obligado a gratitud para con el hombre que le había educado por haberle mantenido al margen de las banderías entre los "verdes" y los "azules". No cabe duda de que de estas palabras se trasluce cierto reproche contra su corregente Lucio Vero, quien no sólo era un amante apasionado de los espectáculos circenses, acerca de los cuales sostenía una extensa correspondencia con amigos provinciales, sino que abrazaba además con verdadera furia el bando de los "verdes", cuya causa defendía por todos los medios, sin reparar en nada, razón por la cual se hallaba expuesto a que los "azules" le insultasen sin miramiento alguno, como ocurrió muchas veces en presencia del propio Marco Aurelio. Hasta el maestro de ambos emperadores, Frotón, estaba contaminado de aquella pasión epidémica por las carreras, de la cual no le preservaba ni su ropaje de erudita pedantería. En un relato sobre la ciudad de Roma escrito hacia esta época por un visitante griego se señalan como notas características de la capital el trajín del circo, las estatuas de los aurigas, las continuas discusiones acerca de estos temas en las calles y en las plazas y los grandes estragos de aquella verdadera hipomanía, que hacía mella hasta en muchas personas excelentes; no tiene nada de particular que la importancia de las banderías circenses, a que no se alude para nada aquí, escapase a la atención de un observador extranjero. Sin embargo, Galeno, que residió en Roma en los años del 162 al 166 y a partir del 169, señala el interés demostrado por los diversos colores como ejemplo de lo que son las pasiones irracionales y dice de pasada que los fanáticos partidarios de los "azules" o los "verdes" llegaban hasta a oler el estiércol de los caballos de carreras para convencerse de la bondad de su pienso.

En medio de la pobreza extraordinaria de noticias que han llegado a nosotros del siglo III, es muy poco lo que sabemos acerca del circo y de sus banderías durante esta época; sólo poseemos algunos detalles con respecto al reinado de Caracalla, de quien sabemos que no se recataba para empuñar personalmente las riendas de su carro en la pista, ante el público congregado en el circo, y que un día, como un grupo de espectadores se pusiesen a insultar a un auriga de su bando (el de los "azules"), ordenó a la guardia que matase a los que gritaban y convirtió el circo en un infierno de pánico, violencia y muerte. Siglo y medio más tarde, pinta Amiano Marcelino las costumbres de Roma en una época en que la desintegración interior del imperio ha llegado a su punto culminante y en que los peligros que lo acechan desde el oriente y el occidente son cada vez más pavorosos y amenazadores; sin embargo, tampoco este escritor, a quien la pasión de los romanos por el circo llenaba de asombro y de desprecio, alude para nada —cosa muy extraña— a las banderías circenses. El circo era, para la masa, templo, morada, lugar de reunión y meta de todos sus deseos. Por tadas partes se veían grupos discutiendo apasionadamente sobre las carreras, hombres de edad avanzada invocando su experiencia de largos años y jurando y perjurando por sus arrugas y sus canas que el imperio se hundiría si no seguía el derrotero preconizado por ellos. En los días de fiestas circenses, el pueblo corría al circo antes de que rompiese el alba y eran muchos los que en la noche anterior no podían conciliar el sueño, por la tensión nerviosa de la espera. Aquella muchedumbre innumerable de gente que seguía con una agitación apasionada el desarrollo de las carreras ofrecía un espectáculo maravilloso. Pero no era menos vivo el interés que por ellas mostraban los círculos de la orgullosa nobleza, en cuyo seno eran recibidos los mensajeros que venían a anunciar la llegada de nuevos aurigas o nuevos caballos con el mismo interés con que en otro tiempo habían recibido a los Dióscuros que traían la noticia de la victoria de Roma sobre los Tarquinos. Ciento cincuenta años más tarde, cuando hacía ya mucho tiempo que el Imperio yacía desintegrado bajo los embates de la transmigración de los pueblos y gobernaba en Roma Teodorico, el rey de los godos, el circo seguía siendo escenario de las mismas pasiones desencadenadas, como si nada hubiese sucedido. Teodorico obsequiaba con frecuencia a los romanos con sus juegos favoritos y, en agradecimiento, el pueblo le aclamaba con los nombres de Trajano y Valentiniano, cuyos reinados había elegido aquél como modelo. En el año 509 estalló en el circo una verdadera batalla. Dos senadores, Importuno y Teodoro, partidarios de los "azules", atacaron a la facción de los "verdes" y en el tumulto perdió la vida un hombre. Teodorico tomó bajo su protección al bando más débil. En un rescripto referente al circo redactado por el sabio Casiodoro, secretario de cámara del rey, se habla de la fuerza asombrosa con que las pasiones desatadas por estos juegos arrastran a los espíritus, con una furia mucho mayor que en otros espectáculos. Cuando un "verde" toma la delantera, una parte del público se siente consternada; si pasa delante un "azul" cunde el desaliento en otra parte de los espectadores; la gente se siente presa del frenesí del triunfo sin salir ganando nada o se deja arrastrar por la desesperación sin que en ello le vaya ninguna pérdida, surgen y toman incremento las más fútiles discusiones con tal violencia, que parece como si se ventilase la suerte de la patria amenazada. En esta época, los entretenimientos del circo seguían desplazando a los más nobles y elevados intereses, dando pábulo a las luchas más vanas, destruyendo la pasión por la moral y la equidad y alimentando copiosamente las disensiones y la discordia. Están en lo cierto, termina diciendo este escrito, quienes piensan que un espectáculo como este, que lleva a los hombres tan lejos de todo lo que es recto y honorable, se halla condenado por fuerza a la idolatría. El rey lo protege simplemente en gracia al pueblo, que está acostumbrado a divertirse con él y porque a veces no hay más remedio que ser lo bastante necio para dar satisfacción a sus deseos. Por lo demás bajo Teodorico ya no se ocupaba el circo en toda su extensión para las carreras. Uno de sus rescriptos indica que el senador Volusiano se hallaba en posesión de una torre del circo (y de un sitial en el anfiteatro), que después de su muerte había sido arrebatado contra todo derecho a sus hijos.

Vemos, pues, que las banderías de los colores circenses sobrevivieron incluso al Imperio Romano de Occidente; en Roma, estas luchas sólo terminaron con los mismos espectáculos del circo. Las últimas carreras de carros fueron organizadas, en una Roma ya muy despoblada, empobrecida y decadente, por el rey de los ostrogodos Totila, en el año 549.

Para tener una idea del esplendor con que los altos magistrados de Roma rodeaban ya en los primeros tiempos del imperio los juegos circenses organizados bajo su autoridad, tenemos que recurrir a una fuente de una época muy posterior: la correspondencia mantenida por Símaco con su hijo a fines del siglo IV sobre los preparativos para los juegos pretorios, correspondencia que ha llegado a nuestros días. Podemos estar seguros de que los senadores romanos de los primeros siglos del Imperio no cederían ni un ápice a sus sucesores en cuanto a la riqueza y a la suntuosidad principescas con que dotaban aquellos espectáculos y de que el esplendor de que unos y otros los rodeaban sólo se diferenciarían en cuanto a las modalidades del aparato empleado, es decir, en lo tocante a los hombres y a los caballos que tomaban parte en ellos. Parece que a comienzos de la época del Imperio eran las facciones las que suministraban estos elementos, mientras que Símaco, por lo que de sus cartas se desprende, compraba ya y alquilaba los caballos y los aurigas para sus carreras sin la mediación de aquellas empresas. Y aunque Símaco no figuraba —como ya hemos dicho— entre los senadores más ricos de su tiempo y los espectáculos organizados por su hijo fueron sobrepasados en cuanto a riqueza por otros, no cabe duda de que produjeron gran sensación y pueden darnos la norma de lo que eran los juegos circenses de brillantez excepcional.

Quinto Aurelio Símaco, que poseía tres palacios en Roma, había ocupado las más altas magistraturas del Estado y era, desde todos los puntos de vista, uno de los personajes más eminentes de su tiempo. Asociado a gran número de personas que pensaban como él, aspiraba con el mayor entusiasmo a defender la causa, ya perdida, del paganismo contra el cristianismo victorioso. Sus esfuerzos y los de sus amigos encaminábanse tanto hacia el renacimiento de la literatura clásica como hacia el de la fe pagana, con la que se hallaban íntimamente relacionados los espectáculos tradicionales; y por la misma razón por la que los cristianos combatían estos espectáculos como una abominación propia de idólatras, Símaco consideraba, indudablemente, como un deber sagrado restaurar en la medida de lo posible un instrumento como aquél, tan importante para la religión de sus mayores, herida ya de muerte, tanto más cuanto que entre las magistraturas que había desempeñado figuraban dos de los más altos cargos sacerdotales. Había, además, otras razones de carácter secular que contribuían a excitar su celo: un elevado concepto de lo que la dignidad del pueblo romano exigía, la grandeza de su casa y el deseo de no ser menos que otros hombres de su mismo rango.

Puso, pues, a contribución todos los medios de que disponía, su enorme influencia, su fortuna bastante considerable y sus numerosas relaciones, que llegaban a todos los puntos del imperio, para sobrepasar incluso, si ello era posible, al subir su hijo a la pretura (en el año 401), las grandes esperanzas despertadas por los juegos organizados por él en anteriores etapas de mando. Casi todos los caballos necesarios para las carreras fueron traídos por él de España. A un hombre de su posición no podía serle difícil conseguir que sus mandatarios fuesen autorizados a utilizar los servicios de la posta imperial para estos envíos. Destacó, pues, a España numerosos agentes provistos de grandes sumas de dinero y envió relaciones y cartas a los propietarios de las mejores yeguadas y a los más expertos conocedores de caballos para que le ayudasen en la selección, recomendándolos, además, eficazmente a los personajes influyentes y a las primeras autoridades de la provincia española. Símaco creíase obligado, sin embargo, a tener en cuenta también los deseos del público, ávido siempre de variaciones; por eso pide a un propietario de cuadras llamado Eufrasio, aun sabiendo, como le dice, que sus yeguadas superan por la nobleza de su sangre a todas las demás de España, que le ayude también a conseguir cuatro cuadrigas de las cuadras de un tal Laudacio. Todos sus agentes sin excepción llevaban el encargo de escoger los mejores caballos de carreras de todas las razas. Una selección como ésta que había de realizarse con el más exquisito cuidado, requería, naturalmente, mucho tiempo, más de lo que era habitual en tales casos, por lo cual podía echarse encima el invierno, entorpeciendo o haciendo imposible el transporte de los caballos hasta Roma.

Símaco, en previsión de este caso, había escrito a un amigo que vivía en el sur de Francia, para rogarle que alojase en sus cuadras y cebase durante los tres o cuatro meses del invierno los caballos comprobados y que, además, si en la región de Arlés encontraba caballos de carreras verdaderamente excelentes los comprase para añadirlos a la expedición. Sin embargo, dadas las distancias y el mucho tiempo que habían de mediar hasta que los caballos llegasen a Roma, era inevitable que las enfermedades y otros accidentes mermasen considerablemente el envío; y, en efecto, de las cuatro cuadrigas enviadas como regalo por un tal Salustio sólo llegaron vivos 11, de los cuales aun murieron después algunos. Por eso hubieron de aceptarse también las ofertas de un criador de caballos de Italia llamado Elpidio, a quien Símaco pide que escoja para él los mejores ejemplares de sus cuatro cuadrigas y que atienda más a la calidad de los caballos que a su número, ya que ante la casi seguridad de recibir de España una regular cantidad era necesario seleccionar con mayor cuidado todavía los que se adquiriesen en Italia. Las defectuosas e irregulares comunicaciones por mar hacían que le preocupase también a Símaco el conseguir los conductores para los carros, a pesar de que todos ellos habrían de venir de Sicilia. Tan pronto como su agente siciliano le comunicó que todos había partido de la isla con dirección a Roma, encargó a un yerno suyo que residía en el golfo de Nápoles que enviase a gentes de confianza a recorrer la costa hasta Salerno para recibir a los viajeros en el sitio en que se desembarcasen. Un amigo común se encargaría de facilitarles todo lo necesario y de hacerles seguir viaje hasta Roma por mar. Pero, como pasaba el tiempo sin que se supiese nada de la llegada de los aurigas, Símaco creyó necesario pedir a un funcionario que hiciese averiguaciones a lo largo de la costa. No sabemos si el barco llegó a su destino a su debido tiempo o surgieron complicaciones.

A medida que iba acercándose la fecha de unas fiestas como éstas u otras parecidas, preparadas con tal lujo de cuidados y gastos, aumentaban en Roma la expectación y la nerviosidad. No se hablaba en toda la ciudad de otra cosa, y todo el mundo discutía y apostaba sobre los resultados de las próximas carreras. Llovían las consultas sobre los adivinos; Fírmico Materno aconseja a los astrólogos que se mantengan al margen de las tentaciones de los espectáculos, para que nadie pueda pensar que pecan de parcialidad a favor de uno de los bandos. También se recurría a veces a las artes de la brujería para acelerar la velocidad de los caballos del bando amigo y entorpecer la de otros. Se enterraban en fosas, tablillas de plomo y se conjuraba a los demonios que moraban allí para que detuviesen en su carrera a los caballos y los aurigas cuyos nombres aparecían escritos en las tablillas; en la Vía Apia y en Cartago se han descubierto algunos ejemplares de estos anatemas. En uno de ellos se pide que el demonio prive de fuerzas a los caballos del bando contrario para que no puedan correr ni andar, arrancar, tomar la delantera ni doblar en las columnas de la pista, y se vengan a tierra con sus aurigas. En cuanto a éstos, el demonio debía privarlos de la vista o, mejor, hacer que fuesen lanzados del carro y derribados al suelo y arrastrados por los caballos, sobre todo al llegar cerca de la meta, con daño para sus cuerpos y para sus cuadrigas. En otro de los anatemas se pide que un conductor de carros "se vea encadenado mañana en el circo como lo está este gallo, por los pies, las manos y la cabeza". Amiano habla, entre otras cosas de este jaez, de un auriga condenado a muerte en el año 364 después de confesar que había mandado a su hijo, un muchacho, a aprender las artes de la magia negra con un brujo. Otro había implorado la ayuda de San Hilarión contra un mago que, con sus brujerías, enloquecía a sus caballos y les impedía correr. Cuenta Casiodoro que el auriga Tomás, trasladado a Roma desde el Oriente, tenía fama de brujo por la frecuencua con que triunfaba en las carreras. Las gentes del circo, cuya superstición se acrecentaba indudablemente por los grandes riesgos propios de su oficio, hacían un uso abundante de amuletos para ellos mismos y para sus caballos. Como tales se ha clasificado una parte de las medallas trabajadas en los siglos IV y V, con grandes bordes (contorniatas) y figuras y escenas referentes al circo, sobre todo las decoradas con la cabeza de Alejandro Magno, a quien una creencia muy extendida atribuía una virtud mágica de protección. A los caballos les colgaban campanillas para protegerlos contra el embrujamiento.

Cuando por fin llegaba el tan esperado día de las carreras, las calles se llenaban de curiosos varias horas antes de que amaneciese. Calígula mandó una vez que dispersasen a latigazos a la muchedumbre que corría hacia el circo y que le había despertado en plena noche con sus gritos y voces; en el pánico consiguiente perecieron 20 hombres de rango ecuestre, otras tantas mujeres casadas y una cantidad incontable de gentes de la clase baja. De Heliogábalo se cuenta que un día mandó echar una gran cantidad de culebras entre la multitud de gentes que, como de costumbre, se congregaban antes de que amaneciese para tomar asiento en el circo; las mordeduras de aquellos bichos provocaron un pánico horroroso en medio de las sombras, todo el mundo se dio a la fuga y hubo bastantes heridos. Bajo Claudio y Nerón se asignaron a los senadores y a los caballeros lugares separados, en los que, naturalmente, podían acomodarse sin necesidad de madrugar, mientras que los miles y miles de espectadores del tercer Estado tenían que ganar los suyos a codazos y entre grandes apreturas, a pesar de las numerosas entradas del circo, pues éste resultaba siempre insuficiente, por lo menos en los primeros siglos, para contener a todo el público deseoso de presenciar el espectáculo. Una de las ilusiones más acariciadas por los pobres, en la época de Adriano, era poseer dos vigorosos esclavos de la Mesia que les abriesen paso para llegar a conseguir un buen sitio en el circo. Al parecer, se vendían entre los espectadores cojines especiales con un tosco relleno de juncos (el llamado acolchonado circense) para que pudieran sentarse más cómodos. Como las galerías no se hallaban cubiertas por ninguna lona, no cabía más protección contra el sol que los sombreros y las sombrillas, y contra la lluvia y el viento empleábanse grandes mantos. Esto no era obstáculo para que entre los más entusiastas adeptos del circo se encontrasen también las mujeres, quienes, a pesar de las aglomeraciones, el calor y el polvo, se presentaban en las galerías ataviadas con sus mejores galas y cuya presencia añadía un nuevo incentivo para los hombres asiduos a este espectáculo, ya que aquí se sentaban juntos, como hemos dicho, hombres y mujeres.

Servía de preludio a los juegos circenses una solemnidad de carácter religioso. Bajaba del Capitolio a través del Foro, ricamente decorado para la fiesta, una gran procesión con numerosas imágenes de dioses; esta procesión doblaba luego a la derecha por entre las tiendas del barrio etrusco, cruzaba el Velabro y el Forum Boarium, entraba por la puerta central del circo y recorría la pista dando la vuelta a las columnas situadas al final de ella. Iba a su cabeza el magistrado promotor de los juegos, de pie en un carro alto si se trataba de un cónsul o pretos, con el traje y las insignias de un general en triunfo, envuelto entre los pliegues de la amplia toga purpúrea orlada de oro, debajo la túnica bordada con hojas de palma y en la mano el cetro de marfil coronado con el águila; un esclavo público sostenía sobre su cabeza una gran corona de hojas de robles talladas en oro y salpicadas de piedras preciosas. Sentados en el carro o en los caballos iban, al parecer, sus hijos, como en los desfiles triunfales. Precedían al carro del magistrado largas filas de músicos y otros acompañantes, y lo rodeaba un tropel de clientes vestidos con toga blanca. Un día que no se encontraba bien, Augusto hizo que le transportasen en una litera, para no renunciar a tan grande honor. La procesión avanzaba entre los sones de los flautistas y los tubicines; las imágenes de los dioses eran transportadas sobre tronos y angarillas y sus atributos (exsuviae) los seguían en carros lujosísimos y ricamente ataviados, tirados por mulas, caballos o elefantes; las acompañaban numerosos sacerdotes y los cofrades de las corporaciones religiosas. El ceremonial de esta procesión se hallaba prescrito hasta en sus últimos detalles con la minuciosa pedantería propia del culto romano, y la menor infracción podía invalidar toda la fiesta, en cuyo caso había que volver a empezar los juegos desde el principio. Y como quienes se beneficiaban por unas razones u otras de estas repeticiones no podían provocarlas a su antojo sin más que infringir de cualquier modo el ceremonial, Claudio ordenó que los juegos circenses sólo podrían repetirse durante un día, con lo cual puso fin prácticamente a estos abusos. El público recibía a la procesión y al magistrado que la encabezaba poniéndose de pie, aplaudiendo y prorrumpiendo en gritos de aclamación, y lo mismo que hoy en las procesiones católicas de Italia muchos aclaman en especial a sus dioses tutelares y se encomiendan a su protección, en la Roma de aquel tiempo los labradores aplaudían a Ceres, los soldados a Marte, los enamorados a Venus, y cuando una de las imágenes de estos dioses se bamboleaba un poco al pasar por delante de ellos, les parecía, como dice Ovidio, que les hacía señas con la cabeza. Pero estas procesiones daban también, a veces, como ya dijimos, pretexto para que el público manifestase sus simpatías y sus deseos políticos, a lo que contribuía el hecho de que entre las efigies religiosas figurasen también las imágenes de los emperadores y de los personajes de las familias imperiales, sobre todo, naturalmente, aquellos a quienes se tributaban los honores religiosos tan prodigados en aquella época. No faltarían, tal vez, los observadores reflexivos que, en los tiempos de Tito o de Trajano, evocasen los grandiosos y los sombríos cuadros del pasado al ver cruzar por delante de ellos las efigies de los hermosos hombres y mujeres de la familia de los Césares, los rasgos geniales del primer César, el rostro inescrutable de un Augusto, la inmaculada belleza de la mujer que lo dominaba, la fisonomía del gran Germánico, la de la magnánima Agripina y todos lo demás, hasta llegar a la efigie conmovedora de aquel muchacho llamado Británico, cuya juventud, tan tierna y colmada de esperanzas, vino a segar un asesinato tan cruel. Sin embargo, a la mayoría de los especuladores les parecía que aquel desfile que se movía ante ellos con solemne lentitud y que tantas veces había presenciado ya, no iba a terminar nunca; era para ellos , como un prólogo largo y aburrido y de buena gana lo saltarían, si pudieran, para abalanzarse a la ansiada lectura de la obra.

Tres columnas rematada por una esfera situadas en los extremos de la pista señalaban la dirección de la carrera y entre ellas, por el centro, a todo lo largo del terreno que había de recorrerse, discurría un muro bajo (o varios, rodeados de agua) sobre el que se erguían los dos obeliscos de que hemos hablado más arriba, y además columnas, estatuas de dioses y pequeñas capillas. La pista del Gran Circo tenía originariamente, a los dos lados de la puerta principal, cuatro puertas más, es decir, ocho en total, además de aquélla, cuyo número se elevó luego a 12, tal vez en tiempo de Dominiciano, lo mismo que se elevó de cuatro a seis el número de las "facciones". Por consiguiente, después de restablecer el primitivo número de los cuatro bandos, cabía la posibilidad de organizar carreras con tres carros por cada uno de ellos, pero rara vez eran tan numerosas las cuadrigas que corrían; eran mucho más frecuentes las de dos carros por cada bando y mucho más usuales todavía las de un carro por cada facción. Aquel auriga llamdo Diocles de que hablamos más arriba había salido vencedor 51 veces en carreras de la primera clase, 347 veces en las de la segunda y 1 064 veces en las de la tercera. Las cuatro cuadrigas que solían competir salían a la pista cada una por una de las cuatro puertas más cercanas a la principal. Para compensar las diferencias del recorrido que tenían que cubrir los diferentes carros, el pasillo que encuadraba la puerta no formaba una línea recta, sino una línea curva, lo que hacía que las entradas más próximas al centro quedasen más atrás y las más lejanas más adelante; además, se sorteaban, al parecer, los sitios por los que le tocaba entrar a cada carro. Las cuadrigas recorrían la pista por la derecha del muro desde la entrada hasta las columnas del fondo izquierdo hasta el punto de partida. Hacían siete veces este doble recorrido; y para que los espectadores pudieran saber en todo momento cuántas de la siete vueltas de una carrera habían sido recorridas ya, se colocaban sobre el muro que separaba las columnas situadas a ambos extremos siete delfines y otros siete remates en forma de huevo, a suficiente altura, de moco que todo el mundo los viera, y a cada vuelta se hacía descender uno de estos adornos. Quedaba vencedor el que a la séptima vuelta cruzase primero una raya blanca marcada con yeso en el suelo del lado izquierdo. Además de los premios otorgados al vencedor, había recompensas para los que llegasen en segundo y en tercer lugar.

El número de carreras de siete vueltas cada una (missus) de que constaba el espectáculo no era siempre el mismo. En los primeros tiempos del Imperio, lo normal, en Roma eran de 10 a 12 carreras por día; por primera vez en el año 37, en las fiestas organizadas por Calígula con motivo de la consagración de un templo en honor de Augusto, presentáronse 20 carreras el primer día y 24 el segundo. Pronto se hizo habitual este número de carreras, que llenaban todo el día, desde por la mañana hasta por la noche; desde el reinado de Nerón, pasó a ser permanente, y sólo en las fiestas de importancia secundaria se ofrecían al público menos carreras. A veces, en los juegos extraordinarios o cuando coincidían dos fiestas en un solo día, el número de carreras excedía de 24, como ocurría en el siglo IV, en las fiestas de conmemoración del cumpleaños de Trajano y de la victoria de Constantino sobre Licinio, celebradas el 18 de septiembre y el 8 de noviembre, en que se celebraban conjuntamente los cumpleaños de Nerva y de Constancio II; estas dos fiestas dobles celebrábanse con 48 carreras cada una. En otras tres fiestas consideradas de gran importancia brindábanse al público 30 o 36 carreras diarias. Sin embargo, es posible que cuando se rebasase considerablemente la cifra de 24 se hiciese necesario reducir proporcionalmente la duración de cada carrera.

Lo usual era que cada carro fuese tirado por dos o cuatro caballos, rara vez por tres. Los principiantes solían entrenarse con tiros de dos caballos. La inscripción sepulcral de un auriga de Tarraco perteneciente a la clase de los esclavos y muerto a los 22 años dice: "Yacen en esta tumba los restos de un aprendiz de la pista que, sin embargo, era ya bastante diestro en el manejo de las riendas. Ya no me daba miedo subirme a carros tirados por cuadrigas, aunque seguía conduciendo los tirados por dos caballos". Aquel Crescente de que hablamos más arriba conducía ya cuadrigas a los 13 años, y es seguro que las bridas de tiros de dos caballos se ponían en manos de muchachos más jóvenes. Los virtuosos del arte (aficionados a exhibir ante el público sus habilidades extraordinarias) competían también con carros tirados por seis, ocho, y hasta 10 caballos. Nerón se presentó en las carrreras de Olimpia sobre un carro tirado por 10 caballos, sin acordarse de que en una de sus poesías había censurado al rey Mitrídates (quien según otro llegó a correr hasta con 16 ) por haber hecho lo mismo, y le fue otorgado el premio a pesar de lo desdichada que resultó su exhibición. Los carros de dos ruedas, cuya forma es bien conocida por numerosas reproducciones antiguas, eran muy pequeños y ligeros. En las carreras más gustadas, las cuadrigas, los caballos se enganchaban el uno al lado del otro, colocando el mejor de todos, como ya hemos dicho, a la izquierda del tronco; los dos del centro iban emparejados bajo un yugo, llamándose por tanto introiugi, mientras que los de los extremos, solamente embridados, se llamaban funales. en las reproducciones muy detalladas de la época, las colas de los caballos de los extremos aparecen siempre atadas o sujetas, indudablemente para evitar en lo posible que se trabasen con otros troncos. Los aurigas iban de pie en los carros, vestidos con una túnica corta y sin mangas, sujeta al cuerpo con cuerdas, con la cabeza cubierta por un gorro en forma de yelmo que les cubría también la frente y las mejillas y les protegía un poco en las caídas, la fusta en la mano y en el cinturón un cuchillo para poder cortar las bridas en un caso necesario, precaución tanto más indicada cuanto que solían llevar las riendas atadas al cinto. Los conductores de carros solían emplear como medicamento para curar las heridas, seguramente muy frecuentes que se producían al ser arrollados y atropellados por otros vehículos, excremento de jabalí, cubriéndose con él a modo de ungüento, disuelto en alguna bebida; de Nerón se cuenta que lo bebió también desleído en agua. Las túnicas de los aurigas (y también, seguramente, los arreos y los carros) eran del color del bando al que pertenecían.

Momentos antes de la hora en que debía comenzar el espectáculo, un rumor parecido al de las olas del mar recorría la muchedumbre congregada en el circo. Todos lo ojos estaban fijos en los abovedados portones de entrada a la pista, cerrados por una soga, detrás de los cuales escarbaban el suelo con las patas y piafaban de impaciencia las cuadrigas preparadas para lanzarse a la carrera. El presidente de los juegos, sentado en un balcón que había encima de la puerta principal, daba la señal de salida lanzando a la pista un pañuelo blanco. Exactamente lo mismo que Ennio vio a la muchedumbre del circo pendiente de la señal que se disponía a dar el cónsul, la vio y la describe 400 años más tarde un escritor cristiano, Tertuliano, para quien aquel espectáculo pagano era un pecado abominable y a quien el pañuelo que volaba del balcón a la pista se le antojaba la imagen de Lucifer despeñándose. Por fin, caía la soga que bloqueaba las entradas y, por medio de un mecanismo que no conocemos, se abrían de par en par las puertas, los carros irrumpían en la pista a toda velocidad y un griterío enorme llenaba todos los ámbitos del circo y se oía a gran distancia. Espesas nubes de polvo envolvían enseguida, a pesar de que en los descansos se los rociaba indudablemente con agua, los carros lanzados hacia la meta, en los alto de los cuales los aurigas, inclinados hacia adelante, animaban a los caballos con sus gritos. La distancia por ellos recorrida después de cubrir siete veces la pista en ambas direcciones era de unos 28 000 pies (hacia 8.3 km), y cada carrera debía terminar en menos de un cuarto de hora. Los aurigas diestros e intrépidos valíanse de los más diversos ardides para llegar los primeros a la meta: después de colocarse en cabeza, corrían en zigzag para impedir que los que venían detrás los adelantasen; cuando ocupaban el centro de los carros corredores, describían una amplia curva sobre el lado derecho, "confiándose el espacio libre"; lanzábanse en línea recta hacia la meta y, sobre todo, procuraban reservar la decisión para el final de la carrera, escatimaban las fuerzas de sus caballos hasta el esfuerzo final y de este modo conseguían dejar atrás fácilmente a los principiantes, que se habían lanzado a todo galope desde la misma arrancada y que en el último tramo ya no lograban arrear a su tronco agotado, por mucho que restallasen la fusta. Lo mismo para el auriga que para el espectador experimentado, cada incidente de la carrera, cada momento de su desarrollo era importante y podía influir en el cálculo de probabilidades de la victoria. Parece que los triunfos obtenidos por los que marchaban a la zaga eran más estimados que los obtenidos por los que se colocaban desde los primeros momentos en cabeza o en el segundo lugar. Los aurigas salían muchas veces despedidos del carro y eran arrastrados por los caballos; pero la principal dificultad y el mayor peligro se presentaban al dar la séptima vuelta a las columnas del fondo de la pista. En este momento, los aurigas esforzábanse en revolver el carro con la mayor rapidez posible, esto hacía que chocasen unos carros contra otros y contra las columnas, los que venían detrás precipitábanse sobre ellos y en un instante todo, carros, caballos y aurigas, era un montón de astillas y de carne sanguinolenta.

Pero lo mejor de los espectáculos era, como observa con razón un escritor cristiano, el de los propios espectadores. Las graderías que se extendían a una respetable distancia, unos pisos sobre otros, estaban cubiertas por un mar humano y ondulante, por miles y miles de hombres de los que se apoderaba una pasión rayana en la locura. A medida que la carrera se iba acercando al final, aumentaban entre el público la tensión, la angustia, la ira, el júbilo y el desenfreno. Sin perder jamás de vista a los carros, los escpectadores aplaudían y gritaban con todas sus fuerzas, se levantaban sobre sus asientos, agitaban pañuelos y prendas de vestir, animaban con sus gritos a los caballos de su bando, alargaban los brazos como si quisieran abrazar la pista, rechinaban los dientes, hacían visajes y gestos amenazadores, se peleaban, maldecían resplandecían de júbilo, prorrumpían en explosiones de una alegría frenética. Por fin, llegaba a la meta el carro del vencedor y el griterío atronador y clamoroso de los partidarios de su bando, con el que se mezclaban los denuestos y las maldiciones de los otros, resonaba por todos los ámbitos de la Roma desierta, anunciando a los que se habían quedado en sus casas que la carrera había terminado, y todavía seguía clavado en los oídos de los viajeros que salían de la ciudad mucho tiempo después de dejarla a sus espaldas. Y a pesar de que las carreras duraban generalmente todo el día, desde por la mañana temprano hasta la caída de la tarde, interrumpidas sólo por pequeños descansos (sobre todo a mediodía), la muchedumbre no se movía de sus sitios aunque abrasase el sol o diluviase, sin fatigarse ni un momento, siguiendo desde el primer minuto hasta el último con la misma tensión aquel espectáculo para ella apasionante.

El valle enclavado entre el Aventino y el Palatino, que en la Antigüedad brillaba con un lujo esplendoroso y era un hervidero de vida y de pasiones, figura hoy entre los lugares más desolados, más solitarios y silenciosos de Roma. Sobre el Palatino se alzan las extensas ruinas de los palacios imperiales; en el Aventino se ven una cuantas iglesias y conventos desparramados entre viñedos y jardines. Grandes masas de escombros de las ruinas a que quedaron reducidos los templos y palacios que en otro tiempo descollaban sobre aquellas alturas fueron rodando a lo largo de los siglos por las vertientes del Aventino al fondo del valle. En medio de aquel páramo triste se halla enclavado un pobre y mísero lugar de eterno reposo, el cementerio de los judíos, que ni siquiera está cercado por una tapia. Por el fondo del valle corren las aguas del arroyo de la Marrana, en cuyas dos orillas susurra el viento por entre la espesura impenetrable de los cañaverales romanos, cuyos tallos rebasan la altura de cualquier hombre.

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