El vino, noble pacificador que abaja las pasiones bélicas e inflama de amor
humano a los insociables; que endulza el carácter de los agresivos y corrige
el hígado de los melancólicos,5es
el más fecundo de los descubrimientos del hombre y el que mejor explica su historia.
Noble pacificador, ya lo dije, a pesar de que alguien se proponga objetar mi
tesis con el argumento de los italianos, pueblo que bajo Mussolini se volvió
agresivo e invadió Albania y Etiopía. Mas es oportuno recordar que a los italianos
les dio por la guerra cuando Mussolini llevó a la práctica un ambicioso programa
para que su pueblo tomara menos vino y más leche, y que si al fin resultaron
malos guerreros frente a los ingleses de Montgomery, en la llamada "batalla
del desierto", fue porque la cultura del vino que circulaba en su sangre,
les incitó a ofrecer a sus adversarios un vaso de Chianti o Bardolino en vez
de dispararles un bazukazo. Si los americanos pertenecieran a la cultura del
vino no habrían dejado caer sobre Hiroshima la primera bomba atómica, ni nos
habrían arrebatado Texas, California y Nuevo México. Es aleccionador que los
españoles, que no beben agua ni leche, se hayan retirado de Marruecos y del
Sahara como hermanos de los moros, sin disparar un solo tiro.
En acentuado contraste con leche, que cuando se ingiere sistemáticamente intoxica los organismos y los orilla al alcoholismo, el vino favorece la temperancia en grado tal que cualquier observador mediano sabe que únicamente en los países lactantes se han dado legislaciones draconianas, como la llamada "Ley Seca" de los Estados Unidos, y que sólo en un pueblo inglés, sueco o noruego hay más borrachos que en toda una provincia española, francesa o italiana; que en Truth or Consecuences, digamos, ciudad de Nuevo México con simbólico nombre puritano La Verdad o sus Consecuencias se conocen cien casos de ebriedad por uno que se da en Valdepeñas, cuyos treinta mil habitantes tienen a su alcance cincuenta bodegas en las que se producen los vinos manchegos que en España llaman "corrientes" porque se expenden a cinco pesetas el vaso, aunque en buena parte del mundo serían para celebrar las fiestas. Que en La Mancha haya buenos vinos, y que en varios de sus pueblos abunden más que el agua, tendrá que ver algo con el hecho, sólo en apariencia irrelevante, de que Cervantes la escogiera como teatro de aventuras para su héroe, hombre bueno si los hubo, y gran bebedor de vino.
La cultura del vino es tan vieja como la humanidad o casi, pues ya en Génesis (IX, 20 y 21) se dice que Noé principió a ser hombre de campo a raíz del Diluvio; "que plantó la vid, bebió el vino y se embriago". El inesperado desenlace se presta a varias consideraciones, una de ellas que el premier cru posdiluviano fuera un caldo más bronco que el Cariñena porque Noé carecía de dotes para vitivinicultor, o porque las tierras aledañas al Monte Ararat resultaran inadecuadas para el viñedo por las muchas sales que afloró la terrible inundación, y otra que Noé bebió el vino demasiado tierno, sin añejarlo en barricas de roble americano. Todavía podríamos echar mano de una tercera explicación: la de que si Noé se embriagó con su propio vino fue porque era imbécil de nacimiento.
Mas no obstante la mala imagen que adquirió el vino a raíz de la bíblica borrachera Noé fue precursor de los marinos actuales, que se ponen como cubas en cuanto bajan a tierra, su estro mejoró con el tiempo hasta el extremo de que el rey Salomón recomendó en el Eclesiastés: "Ve, come alegremente tu pan y bebe tu vino", consejo sapientísimo que Jesús tendría en mente al acudir a una boda en Caná de Galilea. Refiere san Juan (II, 6, 7, 8, 9 y 10) que habiéndose terminado el vino en las celebraciones, y hallándose allí unas tinajas de piedra, Jesús ordenó que las llenaran con agua, hecho lo cual mandó que se sacara líquido en un vaso y se le diera a beber al maestresala, quien certificó que lo que en las tinajas estaba no era agua sino vino. "Así, en Caná de Galilea hizo Jesús el primero de sus milagros", dicen san Juan. Milagro habría sido también que Jesús convirtiera el vino en agua, mas no habría sido un milagro bondadoso. Como los hechos ocurrieron según el texto de san Juan, en cambio, el Hijo del Hombre mostraba no sólo su condición todopoderosa sino, al mismo tiempo, su profunda simpatía por los invitados.
Mas no terminan en este punto las excelencias del pasaje evangélico, pues Juan agrega que el maestresala, una vez que probó el vino, llamó al desposado y le dijo: "Todos sirven al principio el vino mejor, y cundo los invitados han bebido ya a satisfacción sacan el más flojo. Tú, al contrario, has reservado el mejor vino para lo último", líneas que si bien comprueban que en Galilea se tenía la pésima constumbre de servir por delante los vinos buenos y posteriormente los malos o mediocres la técnica correcta para servir el vino es la contraria, Jesús, con su infinita sabiduría, los iluminó para que sirvieran el vino bueno al final. Me permito, además llamar la atención del lector en punto a que, según el Evangelio, el vino de las tinajas era un buen vino, o sea que el de las Bodas de Caná fue un milagro doble, pues si convertir el agua en vino malo habría sido ya extraordinario, volverla vino bueno fue plenitud de omnipotencia. Que Jesús tuvo la mejor opinión del vino pruébalo no sólo el texto evangélico sino, sobre todo, que en la hora superma de su vida hiciera del pan su cuerpo, y del vino su sangre para que comieran y bebieran sus discípulos.
Arruinado el mundo clásico con la irrupción de tribus bárbaras del Norte sobre tierras mediterráneas "quedó borrado el arte alimenticio junto con las demás ciencias de que ese arte es compañero y consuelo escribió Brillat-Savarin. La mayor parte de los cocineros fueron asesinados en los palacios donde servían; otros huyeron para no tener que festejar a los opresores de su país, y el corto número que se quedó sufrió la vergüenza de que no los aceptasen. Aquellas bocas feroces; aquellos gaznates quemados eran insensibles a las dulzuras de las comidas delicadas. Enormes cuartos de vaca y de venado; cantidades infinitas de las bebidas más fuertes bastaban para deleitarlos, y como los usurpadores tenían siempre armas consigo, la mayor parte de aquellas comidas degeneraban en orgías, y la sangre corría frecuentemente por el salón de festines".
En la historia de aquellos negros años, empero, ningún monarca se ensañó tanto con el vino como Chilperico, uno de cuyos ukases proscribió los viñedos. Nadie hasta hoy ha podido explicar la conducta de Chilperico, injustificable aun bajo la sospecha de que él y sus congéneres, los monarcas visigodos, fueron unos solemnes cuadrúpedos. Yo me inclino a suponer que Chilperico estaba enfermo del hígado, o bien que acomplejado por una serie de taras, o por el horrendo nombre que sus padres le impusieron, no halló mejor expediente para dejar constancia de su paso por la historia.
Ruego a mis lectores que no tachen de exagerada esa interpretación, que arraiga en los grandes descubrimientos contemporáneos de ciencias como la sicología y la siquiatría. Hoy sabemos que cuando un rey, dictador o presidente es tonto de remate acude a extremos reprobables para perpetuar su nombre, y consciente de su memez adopta conductas compensatorias sin medir las consecuencias. Lo ideal sería que los pueblos amenazados columbraran el riesgo a tiempo e internaran en un manicomio al presunto rey, dictador o presidente. O bien que le encerraran en su casa para que destruyera allí hasta el drenaje. Pero como las cosas no ocurren de ese modo, y tipos así llegan al poder sedientos de compensaciones, claro que resutan peligrosísimos. Por cierto que si Chilperico hubiera sido mexicano, alguno de nuestros políticos habría propuesto el traslado de sus restos al Monumento a la Revolución.
Mal andaban pues las cosas en la Edad Media, mas, pese a la tal chilpericada,
en abadías y conventos los frailes cultivaban sus viñedos y elaboraban sus vinos
con amor no exento de nostalgia hacia los buenos tiempos idos. Del vino de Burdeos
hay noticias desde el siglo IV
; el Papa Léon X compraba caldos
de la Champaña, y en los siglos XIV
y XV
eran famosos
los vinos de Borgoña. En cuanto a España, Plinio habla ya de sus vinos, mejores
sin duda al instalarse los árabes en la Península y cultivar los viñedos con
su refinado arte huertano. Tanto vino habría en España a fines de la Edad Media
que —se dice—, en la edificación del Ayuntamiento de Toro los albañiles
lo emplearon, para la obra, en vez de agua. Por entonces era ésa la única cultura
que regaba los surcos de la esperanza, Hasta que en el siglo XIII
salió el vino de los conventos y la historia del arte y de la ciencia principió
a escribirse junto a jarras de hermosos caldos granates. Tarde, en 1 600, se
dijo que el vino era, después del pan, "el segundo elemento entregado por el
Creador para la conservación de la vida, y el primero celebrado por sus excelencias",
mas en realidad tres siglos antes se sabía que entre el vino y lo di-vino
se daba convergencia exacta.
El vino es uno de los argumentos más poderosos al alcance del hombre para justificar su presencia en el planeta, pues si bien la filosofía de Kant fue un hito sobresaliente, por culpa de Hegel y Feuerbach terminó en el marxismo, dogmatismo antipático como todos los sistemas cerrados. El marxista no es precisamente un hombre sino una teoría con cabeza, tronco y extremidades; un ente prefabricado que cuenta con explicaciones irrebatibles sobre la obra de arte y el acto moral, sobre la guerra y las hambrunas, los campeonatos olímpicos y la inclinación de los yucatecos a salbutes y cochinita pibil. Es pues natural que sabios tan profundos y totales sean también aburridísimos, y sobre todo tan latosos como los torquemadas que el mundo ha conocido.
Tampoco podríamos regatear grandeza al descubrimiento de América, mas nuestro entusiasmo se enfría si recordamos que los anglosajones se colaron en el Continente por la puerta de servicio, y que además sacaron la castaña con la mano del gato. Que en nuestras fiestas elegantes se monten guardias para impedir que pasen los indeseables tendrá algo que ver con nuestra vieja experiencia continental, pues los angloamericanos se instalaron aquí sin que nadie los invitara y ahora no hay quién pueda con ellos. El vino, en cambio, no ha hecho mal a nadie, y es no sólo gloria de la especie sino vínculo, lazo de unión entre lo humano del hombre y lo divino que esconde su ser perecedero.
En lo personal creo que el vino es la bebida habitual de pueblos con señorío, que no se sienten superiores pero que lo son. Mas en beneficio de otro importante sector humano —creyente en farmacias y vitaminas—, considero de interés dedicar algunas líneas a sus virtudes higiénicas, terapéuticas y dietéticas, con argumentos que adopto del libro Soignez vous par le Vin, escrito por el doctor E. A. Maury, ex residente de la Royal Homeopatic clinic en la capital británica. Afirma el doctor Maury que cualquier ciudadano normal invierte en médicos y medicinas lo que más placenteramente y con resultados semejantes gastaría en vino, pues en el precioso caldo se encuentran trescientos tipos de minerales, fosfatos, calcio y vitaminas más asimilables, a su través, que mediante la ingestión de productos farmacéuticos. Los vinos blancos son ferrosos, recomendables en casos de anemias —dice el doctor Maury—, en tanto que los tintos, ricos en aluminio y potasio, son indicados para combatir la alta presión arterial. Mas no contento el doctor Maury con tales generalidades analizó tierras y climas hasta probar que los vinos de cada región contienen diversas cualidades terapéuticas: los de Alsacia, incomparables como diuréticos; los de Borgoña —Pommard, Chambertin— ideales para la bronquitis si se ingieren calientes; tres vasos de Burdeos Medoc con cada comida resuelven cualquier problema de diabetes, y tres copas de champán por día dejan como nuevo al reumático más espectacular. Si algún puritano me lee, y grita que el doctor Maury y yo somos charlatanes, le recordaré que el gran Pasteur fue quien primero recomendó el vino a sus pacientes. Por mi parte, no sólo creo que el doctor Maury sea uno de los médicos más geniales de la era actual sino que, además, estoy seguro de que en cuanto conozca los vinos de España hallará que carecen de rival en el tratamiento de enfermedades tan serias como el cáncer y la tuberculosis. Tan seguro estoy de sus virtudes que cada vez que en Madrid me piden un óbolo para la lucha contra el cáncer yo lo concedo, pero lo envío directamente a López de Heredia, a Bodegas Riojanas o a los Herederos del Marqués de Riscal.
Digamos también que ni Pasteur ni Maury descubrieron las virtudes del vino,
moneda corriente de muchos siglos a esta parte. En el Eclesiastés ya lo
vimos se pondera la significación de pan y vino en la vida humana, y aunque
el concepto de pan haya evolucionado, a partir de Salomón, hasta los más refinados
manjares, todavía es invariable la sustantividad del vino. Vieja convicción
es la que ve en el vino un don de Dios, y yo, que la comparto, me tomo la libertad
de excitar a los teólogos del mundo entero para que averigüen si el Creador
bondad y justicia plenas, no se propuso compensar al hombre, con el
encuentro del vino, por la pérdida del paraíso terrenal.
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