X. INQUIETUD DEL HOMBRE POR LA EXPLORACIÓN SUBMARINA. PENETRACIÓN DEL HOMBRE EN EL MUNDO SUBMARINO

NO SE sabe cuándo ni dónde se produjo el primer contacto del hombre con el mar. Sin embargo, este hecho fue tan importante para la humanidad como aquel momento en que el hombre encendió fuego por primera vez, o como aquel en que inventó la rueda.

La historia demuestra que los seres humanos siempre han soñado con descender al fondo del mar y moverse libremente en el agua, con el fin de ir conociéndolo y poder conquistarlo. El extraño mundo submarino ha ejercido fascinación sobre ellos, quienes han considerado que la experiencia de sumergirse en él no tiene comparación.

Desde aquel lejano día en que el hombre descubrió el mar, éste pasó a formar parte de su vida, a veces como una presencia cotidiana y en ocasiones como algo misterioso y distante. Sin embargo, los pueblos que se asentaron en sus orillas no tardaron en adquirir una gran familiaridad con él.

Si bien es cierto que el hombre prehistórico fue sobre todo cazador, no por ello debió de haber dejado de practicar la pesca en las aguas someras de ríos y lagunas, e incluso en el propio mar, utilizando arpones de asta y hueso semejantes a los que emplean en la actualidad los esquimales. Esto significa que acosaba a los peces en su propio elemento, practicando quizás una modalidad primitiva de la pesca submarina actual.

Según la historia, los primeros hombres de la Antigñedad que se sumergieron en el seno de las aguas fueron los griegos, que eran los mejores pescadores de coral y esponjas del Mediterráneo, y de perlas en el extremo Oriente. Se desconoce qué aparatos de inmersión utilizaban, aunque Aristóteles menciona los lebeta en su obra Problemas; eran calderos invertidos llenos de aire que tenían forma de campana y un instrumento para "inhalar aire de la superficie". Esta técnica fue conocida y usada en el Mediterráneo desde la época clásica.

Puede decirse que el buceo profesional nació hace más de dos mil años, ya que dentro de los ejércitos griegos figuraban los llamados urinatores, comparables con los hombres-rana de las organizaciones militares actuales.

Los urinatores se armaban con cuchillos. Sus misiones consistían en atacar a mano las defensas enemigas, transportar víveres y armamentos a ciudades sitiadas o llevar mensajes escritos en brazaletes de plomo a sus compañeros de lucha. Para contrarrestar la acción de este tipo de guerreros se crearon varios medios de defensa, entre los que sobresalen redes sumergibles con cascabeles sujetos y grandes ruedas llenas de cuchillos, las cuales se hacían girar en el agua para provocar heridas a los urinatores.

Al derrumbarse la civilización grecorromana, los bárbaros no efectuaron exploraciones submarinas, pero los musulmanes, quienes eran excelentes navegantes, contaban con buceadores que, como los griegos, temían a los monstruos marinos, por lo que se embadurnaban el cuerpo con una sustancia negra, creyendo que este color los alejaba.

El milenario sueño del hombre de poder penetrar en el medio acuático tropezó con grandes dificultades, pues este medio es muy diferente al que habita. La presión del agua representaba uno de los principales obstáculos, y no fue sino en el siglo IV de nuestra era cuando se inició la época de los diseños de aditamentos para penetrar en el mar.

En su obra De Re militan, el militar romano Flavio Vegecio describe un capuchón provisto de un tubo respiratorio que llegaba hasta la superficie del mar, sostenido por flotador.

Años más tarde, Diego Ufano modificó el invento de Vegecio: en la parte del capuchón situada al nivel de los ojos añadió unos lentes de cuero muy delgado y transparente que permitía ver dentro del agua. Además, en los pies del buzo se amarraban pesas para facilitar la inmersión. Sin embargo, Ufano no conocía las leyes de la presión ni el hecho de que ésta aumenta en el mar a razón de una atmósfera por cada 10 metros de profundidad. Por ello, su invento tuvo que usarse sólo en aguas poco profundas, ya que a más de dos metros resultaba imposible respirar, lo cual originó numerosas desgracias.

Muchos de estos esfuerzos fueron resaltados con exageración. Por ejemplo, uno de los más impresionantes es el que se refiere a la famosa inmersión de Alejandro Magno en el interior de un tonel de vidrio, donde se supone que permaneció varios días mientras ante sus ojos desfilaban gigantescos peces.

Pasaron varios años sin que pudieran lograrse nuevos hallazgos. Fue hasta el Renacimiento, en el siglo XV, cuando Leonardo da Vinci dibujó las primeras aletas natatorias para colocarse en los pies —muy parecidas a las actuales—, y los primeros tubos respiratorios, así como depósitos de aire y caretas submarinas de cuero con forma de capuchón que tenían púas alrededor "para defender al buzo de los peces". Estas caretas iban unidas precisamente al tubo de respiración, cuyo extremo se sostenía en la superficie por un flotador.





Figura 33. Aditamento para sumergirse ideado por Vegecio.





Figura 34. Aletas y capuchón dibujados por Leonardo da Vinci.

En 1715, el inglés John Lethbridge construyó un aparato con el que pudo bajar 20 metros y permanecer en el agua alrededor de media hora. Consistía en un cilindro, donde cabía una persona, provisto de una tapa que se cerraba herméticamente para impedir la entrada de agua y evitar la salida del aire que utilizaba para respirar. Tenía una mirilla en una de sus paredes, como mangas de cuero acopladas por donde el buzo introducía los brazos a fin de poder maniobrar. Con este rudimentario aparato, Lethbridge realizó varias inmersiones y recuperó objetos de valor en barcos hundidos cerca de Plymouth, en la isla de Madera, en las Indias y en el Cabo de Buena Esperanza.

Los inventores de la época siguieron preocupándose por construir campanas de buzo más útiles, pero también artefactos que pudieran dar autonomía al buceador, y poco después elaboraron los primeros proyectos de escafandras autónomas o independientes".

Borelli diseñó el antecesor de la actual escafandra. Se trataba de una enorme bolsa de cuero u odre donde el buzo podía transportar su provisión de aire, introducida con un émbolo. La cabeza debía meterse en la bolsa, que llevaba una ventanilla, y para los pies había unas aletas en forma de garras. Posiblemente, este aparato nunca llegó a emplearse.

La construcción de campanas mejoró a fines del siglo XVIII, sobre todo cuando se logró comprender que el aire expelido por los pulmones debía renovarse. Este descubrimiento fue aprovechado por el astrónomo inglés Edmond Halley, quien consiguió enviar a una campana barriles de aire puro.





Figura 35. Aparato de John Lethbridge.

En 1716, Halley armó una enorme campana, en cuyo interior se instaló un banco sobre el que podían sentarse los buzos. Aunque no fue perfecta, ya permitía investigar a escasas profundidades.

Pero también se siguió trabajando en el diseño de la escafandra autónoma. El francés Freminet y el alemán Klingert tuvieron, entre 1771 y 1776, un notable progreso al respecto: elaboraron cascos con ventanillas y trajes de cuero con armazón metálico. Alimentaban los pulmones del buzo con aire comprimido, aunque de una manera rudimentaria, puesto que lo hacían por medio de un fuelle que manejaba el propio buzo.

Por su parte, Klingert modificó aún más aquel diseño, y en 1797 probó una escafandra con un depósito de aire comprimido por la presión del agua.

En Francia, Inglaterra y Alemania, en los albores del siglo XIX —entre 1805 y 1810—, se establecieron las bases de la fisiología del buceo al resolverse el problema que significaba proporcionar aire al buzo. Esto permitió confeccionar campanas más reducidas, de manera que sólo quedara contenida la cabeza. Tales aparatos contaban también con mirillas transparentes.

Estas campanas pueden ser consideradas como las antecesoras de la clásica escafandra moderna de casco, consideración que merece fundamentalmente la campana construida en 1819 por el alemán Augustus Siebe. Consistía en una estructura esférica que cubría la cabeza, y descansaba sobre los hombros, pero tenía un inconveniente: el buzo no debía inclinarse, porque de lo contrario el agua invadía la campana. El aire comprimido era proporcionado por una bomba colocada en la embarcación.

Siebe se empeñó en resolver aquel inconveniente y, en 1837, años después de su primer diseño, armó el modelo definitivo de la escafandra de casco. Constaba de un casco esférico de bronce, con mirillas al frente y a los lados, el cual se atornillaba a un peto, también de bronce, que llevaba dos pesas de plomo sobre el pecho y la espalda para equilibrar al buzo. A su vez, el peto se unía herméticamente a un traje de cuero para impedir la entrada de agua a la campana y proteger al buzo contra el frío. Los pies se cubrían con pesados zapatones de plomo. El aire llegaba a la escafandra por un tubo de goma conectado a una válvula, y era expulsado por otra de éstas.



Figura 36. Escafandra de Borelli.

Sin embargo, Siebe no tomó en cuenta que el medio acuático es casi 800 veces más denso que el aire ni que la presión del agua aumentaba conforme el buzo descendía, llegando a duplicarse a los 10 metros de profundidad. Esto provocaba que el desplazamiento del buzo fuera muy difícil, y también fue causa de algunos accidentes.

Este modelo se fue perfeccionando con cambios técnicos para solucionar el problema de la presión y, en 1855, en la Exposición Internacional de París, se presentó un traje con casco que recibió el nombre definitivo de escafandra. Así apareció el buzo que, caminando, exploró los fondos marinos durante un siglo.

Los inventores de la época tuvieron una nueva inquietud: la de la facilitar al buzo mayor autonomía. Entre 1855 y 1860, el ingeniero de minas Benoit y Rouquayrol y el oficial de marina Auguste Denayrouze adaptaron a la escafandra de Siebe un regulador para la presión de aire que se puede considerar como el antecesor del descompresor actual. Así pues, el buzo llevaba en la espalda un pequeño tanque de aire que, al desconectarse de la toma de aire principal, le permitirá obtener libertad de movimiento por varios minutos. De esta manera se originó el antepasado de la escafandra autónoma que se utiliza en la actualidad.

Posteriormente se logró un progreso esencial en el mecanismo de la escafandra: al regulador se le añadió una batería con tres botellas de aire comprimido, que hacía al buzo más independiente. Este invento permaneció olvidado durante medio siglo debido a la falta de conocimientos sobre fisiología del buceo. Fue hasta 1926 cuando el comandante de marina Yves le Prieur dio un nuevo paso en el diseño de la escafandra autónoma, considerado por algunos como el más espectacular; incluso, lo han denominado creación del hombre pez.

El equipo de Le Prieur estaba provisto de un regulador manual de aire y de una botella de aire comprimido a 150 kilogramos por centímetro cuadrado. La cabeza del buceador, en lugar de llevar el casco de bronce, estaba cubierta por una máscara, conectada al tubo de aire, que le protegía los ojos, la nariz y la boca.

Y ya no se usaban las pesas de plomo, y los pies se equiparon con unas aletas de caucho que fueron diseñadas ese mismo año por el comandante De Corlieu.

Con este modelo el buzo ya no tenía que caminar en posición vertical, sino que empezó a nadar en forma horizontal impulsándose con sus aletas. Al eliminar el peso excesivo, pues se suprimieron algunos plomos, adquirió mayor movilidad: efectuaba ascensos y descensos libremente.

Sin embargo, esta escafandra tenía varios inconvenientes: poca capacidad de aire en el tanque y desperdicio del mismo, en virtud de que la válvula se ajustaba a mano, además de que la careta no era práctica.

El francés Jacques-Yves Cousteau y el ingeniero Emile Gagnan crearon, en 1943, un prototipo de escafandra autónoma que constituye la herramienta más significativa de que dispone el hombre en la actualidad para introducirse a diferentes profundidades de las aguas oceánicas y observar sus maravillas.

La escafandra de Cousteau y Gagnan, bautizada por los anglosajones con el nombre de aqualung, consta de un tanque de acero o de una aleación ligera, con aire comprimido a 150 o 200 kilogramos por centímetro cuadrado; cuenta con un regulador automático que, por medio de un sistema de membranas o láminas de hule, permite que el aire llegue al buceador a la presión del ambiente, y posee dos tubos que parten del regulador y se unen a una boquilla que el buzo se introduce en la boca y es sujetada con los dientes.

Los tanques, que pueden ser hasta tres, se cargan en la espalda en una especie de mochila, y los ojos y la nariz se protegen con una careta de hule provista de un vidrio que permite tener gran visibilidad. En los pies se usan las aletas de De Corlieu. Para evitar el esfuerzo que significa bajar nadando se coloca un cinturón de lona provisto de pesas de plomo.

El regulador automático, que es la modificación más importante de este modelo, consiste en un cilindro aplanado con dos cámaras separadas por una membrana de hule que se acciona de manera automática; el aire, comprimido a 150 atmósferas, entra a la primera cámara, donde su presión es reducida a ocho atmósferas; de ahí pasa a la segunda, en donde éstas son reguladas a la presión que necesita el buzo. El aire viaja por una de las mangueras y llega hasta la boquilla; a su vez, el usuario expulsa por la boca el aire utilizado, que pasa al regulador a través de la otra manguera y sale al exterior por unas válvulas.

Además de la escafandra autónoma se diseñó una serie de accesorios que permiten al buzo moverse en las diferentes condiciones del mar. Uno de los principales es el traje confeccionado con una materia sintética porosa llamada neopreno, la cual ayuda a mantener la temperatura del cuerpo y facilita el trabajo a temperaturas bajas.




Figura 37. Buzo con aqualung.

Otros accesorios que utiliza el buzo en sus actividades son el manómetro de inmersión o profundímetro, el cuchillo de acero inoxidable, las tablillas para tomar notas, las redes para recoger ejemplares, así como las lámparas, cámaras fotográficas y cinematográficas submarinas.

La escafandra autónoma se ha ido modificando y proporciona cada vez mayor autonomía al hombre, con la posibilidad de permanecer más tiempo dentro del mar y de alcanzar profundidades considerables. Su diseño es sencillo y práctico, y no resulta muy costoso. Con él se ha podido explorar una capa de agua de 50 metros de hondura, aunque el hecho de establecer marcas mas altas de profundidad no es tan importante como el de estudiar el comportamiento de los organismos.

Todo este esfuerzo del hombre por penetrar en el mundo submarino ha tenido como objetivo vencer su principal obstáculo: el hecho de que, como ser humano, es un organismo de respiración aérea que toma oxígeno del aire atmosférico para llevarlo a los pulmones y que, cuando se sumerge en el agua, no puede realizar esta misma función, porque el oxígeno está disuelto en ella.

Sólo los seres vivos que tienen branquias pueden aprovechar el oxígeno del agua, como los peces. Por lo tanto, el hombre tiene que llevar consigo una cantidad determinada de aire respirable, lo que limita la duración de su estancia en el mar. Además, este hecho suele provocar dificultades fisiológicas graves.

Para resolver este problema y después de muchos experimentos, se planteó un camino: respirar aire a la presión atmosférica, sin importar la profundidad. Con esta idea, se construyeron aparatos pesados y sólidos capaces de resistir la presión exterior. Esto permitió contar con aire que era transportado en forma comprimida o que era alimentado a través de un tubo flexible conectado a una compresora desde la embarcación en las batisferas, escafandras rígidas y batiscafos.





Figura 38. Evolución de la escafandra.

Otro camino consistió en respirar aire a presiones que variaban según la profundidad, así que no había necesidad de contar con una protección sólida, pues la presión exterior e interior se equilibran automáticamente, como en las escafandras de casco y las autónomas de tipo Cousteau-Gagnan.

Actualmente, la humanidad cuenta con aparatos más perfeccionados de ambos tipos, pero cuya utilización sigue estando limitada por la profundidad de la zona donde se va a trabajar. Las escafandras, herramientas de exploración y de trabajo más cómodas, tienen, un límite de 90 metros, cuando se respira aire, y de 160, cuando se usan mezclas ligeras. Se espera que en un futuro puedan emplearse a 200 metros. Para poder bajar a mayores profundidades, el hombre debe encerrarse en esferas o torretas.

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