XIII. LA LUZ Y LA ESTRUCTURA DE LA MATERIA

APROXIMADAMENTE setenta años después de que Coulomb inventara la balanza de torsión, hace su aparición en la ciencia otro aparato que habría de ocupar un lugar de gran prominencia: el espectroscopio de Kirchhoff y Bunsen. El primer espectroscopio, que consistía de un prisma, una cajetilla de cigarros a la cual se le había recortado en su base una rendija, los extremos de dos viejos telescopios y una fuente de luz (un mechero de Bunsen), fue inventado en 1854 cuando estos dos científicos alemanes trabajaban en Heidelberg. Se colocaba una muestra del material que se deseaba estudiar en el mechero de Bunsen y se le calentaba hasta que estuviera incandescente. La luz que emitía se refractaba en el prisma, y luego pasaba por la rendija. Puesto que los diferentes colores se refractaban en el prisma de manera diversa, al mover los telescopios podía verse la imagen de la rendija con diferentes colores. Con este simple aparato, pronto descubrió Kirchhoff que cada elemento químico —cuya existencia, para ese entonces, comenzaba a establecerse firmemente gracias a los esfuerzos de Lavoisier, Proust, Dalton y tantos otros— produce al ser calentado un conjunto de líneas de colores que le es característico. Así, por ejemplo, el vapor de sodio incandescente emite una doble línea amarilla y el hidrógeno marca su presencia por una serie de líneas (la llamada serie de Balmer), cuyo espaciamiento disminuye a medida que su color se acerca más al azul. A estas líneas de colores, que son una especie de huella digital del elemento químico, se le llamó el espectro de ese elemento.

Con su espectroscopio, Bunsen y Kirchhoff pronto descubrieron nuevos elementos, el cesio en 1860 y el rubidio un año después. Kirchhoff descubrió también la ley que hoy lleva su nombre, según la cual un gas absorbe luz de la misma longitud de onda que emite al estar incandescente. De aquí dedujo la presencia de sodio en el Sol, así como de una docena de elementos más. El espectroscopio se convierte, pues, en un poderoso instrumento analítico que nos permite enterarnos de la constitución de las estrellas y, mucho más importante aún, nos da la llave para entrar en el mundo fabuloso de los átomos.

Además de jugar con su espectroscopio, Kirchhoff planteó también otro problema —el llamado cuerpo negro, que es el absorbedor de luz más perfecto—, cuyo comportamiento habría de constituir un gran enigma para los físicos del siglo XIX. La teoría clásica de la luz, basada en las leyes de Maxwell, unida a las leyes de la termodinámica, no es capaz de explicar la radiación del cuerpo negro. Tendría que venir un alumno de Kirchhoff, Max Planck, para explicarnos los misterios del cuerpo negro y establecer así las primicias de la teoría cuántica.

Como ya hemos dicho, un cuerpo negro absorbe todas las ondas que inciden sobre él, sin importar la frecuencia de esa radiación. Aunque el cuerpo negro perfecto no existe, se puede construir uno que casi lo sea mediante el simple truco de hacer un pequeño agujero en una caja cerrada con sus paredes interiores pintadas de negro; la luz que penetre por el agujerito tendría una probabilidad pequeñísima, casi despreciable, de volver a salir por la apertura: de hecho ha sido absorbida y el sistema se comporta como si fuera negro. Si ahora forzáramos el proceso inverso, calentando la caja hasta la incandescencia, del agujero saldría luz (o más precisamente, radiación electromagnética) de todas las longitudes de onda. De hecho, si el radiador negro emitiera en todas las frecuencias por igual, casi toda la energía se iría al radiar en la región de más alta frecuencia. Ya que la luz de mayor frecuencia en el espectro visible es la violeta, esta conclusión de la física clásica se llegó a conocer como "la catástrofe ultravioleta". La tal catástrofe nunca fue observada en el experimento, y se constituyó así en la catástrofe de la física clásica.

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