I. ¿EN DÓNDE ESTÁS?

ñLos ojos! Por los ojos el Bien y el Mal nos llegan.
La luz del alma en ellos nos da luces que ciegan.
Ojos que nada ven, almas que nada entregan.
CARLOS PELLICER

LA EXPLOSIÓN

MUCHO tiempo después de la explosión, cuando recuperó el conocimiento y trató de organizar sus pensamientos, fue cayendo lentamente en la cuenta de su situación. Todo estaba negro, no podía percibir ninguna imagen, ni siquiera ver la luz: estaba ciego. Se esforzó en percibir ruidos, algún sonido que le permitiera por lo menos una aproximación para saber en qué sitio estaba, qué lo rodeaba, quiénes lo atendían o se movían en el cuarto en que se encontraba (pues suponía que estaba en un cuarto). Sin embargo, sólo percibía el silencio. De vez en cuando le parecía escuchar rumores vagos, aislados o murmullos extraordinariamente distantes, pero no podía decir si realmente esos sonidos eran reales, producidos en el exterior, o eran el producto de su esfuerzo concentrado y su deseo imperioso de oír algo. Tuvo que aceptar, después de un tiempo, que estaba sordo.

En ciertos momentos le parecía percibir una extraña, lejana sensación que asociaba a recuerdos muy específicos ocurridos hacía mucho tiempo: una manzana que comía con gran placer bajo un árbol, una cabellera sobre la que apoyaba su barba, sus ojos, su rostro entero, un hospital que alguna vez había tenido que visitar, unas flores en una recámara que significaba mucho para él, un bosque de pinos, una fogata junto a un riachuelo... Concluyó que esas asociaciones se debían a la percepción de olores, que apenas era capaz de captar. Olores mal definidos, ligerísimos, que muy de vez en cuando le parecía —no podría asegurar que fueran verdaderos— percibir casi como en sueños. Estos apenas identificados olores lo hacían imaginarse los platillos que más le gustaban: sabores llenos también de recuerdos, casi escozores en la lengua, el paladar y los labios producidos por el chile, por la pimienta, por la carne de cerdo marinada en limón, naranja, ajo y orégano, por un pollo bañado en mole negro de Oaxaca. Y reconoció entonces que no estaba comiendo, que desde el terrible accidente no había vuelto a sentir en su lengua ningún sabor, ninguna de esas sensaciones que produce el cosquilleo de ciertos manjares o vinos cuando se ponen en contacto con la lengua y se manipulan dentro de la boca para ser deglutidos.

Al cabo de un gran esfuerzo de concentración pudo darse cuenta que estaba acostado boca arriba. Algo sentía sobre la piel de la espalda, quizá el peso de su propio cuerpo descansando sobre esa piel que establecía precisamente el límite de su espalda, el límite de su cuerpo. Hasta pudo identificar una, dos pequeñas arrugas de la sábana que se hundían levemente en la piel de su espalda y que le confirmaron que sí sentía en esa región. Pero nada más. No le era posible sentir en ninguna otra parte del tronco, ni mucho menos con las manos, con los dedos, con la piel de la palma de la mano.

Cuando intentó moverse, lo hizo inicialmente con las manos, pero éstas no le respondían. Quiso apretar los dedos, después mover la mano entera sobre la muñeca, más tarde el antebrazo completo: imposible. Lo mismo le sucedió con las piernas. No tenía la menor posibilidad de respuesta, ni en el pie, ni en la rodilla, ni en el muslo. También trató de mover la cabeza: logró moverla ligeramente, calculó no sin esfuerzo apenas unos milímetros.

Quiso hablar. Se imaginó con precisión sus labios, su lengua en el interior de la boca, y la levísima contracción en su garganta. Pero no logró emitir ningún sonido, ni aún gutural, mucho menos articulado, imposible una palabra estructurada.

Con el paso del tiempo (tiempo dedicado con todas sus fuerzas a sentir algo, lo que fuera pero algo, y por moverse un poco, siquiera ligeramente, sin obtener sensación o respuesta alguna) tuvo que concluir que la explosión —que recordaba vagamente pero de cuya ocurrencia no tenía duda alguna, pues había estado luchando por horas para escapar de ese sitio antes que ocurriera— lo había dejado completamente mutilado. Que no tenía brazos, ni piernas, que su cara había quedado destrozada, que su boca, nariz y lengua ya no existían, que las quemaduras en el tronco le habían dejado insensible también la piel, que sus oídos se habían dañado al romperse los tímpanos. Que lo habían recogido creyéndolo muerto pero que su corazón seguía latiendo, que aún respiraba, que por alguna razón no se había desangrado antes que los cirujanos cosieran, cerraran, amputaran, eliminaran el tejido muerto. Era, pues, un cerebro sano, pensante, normal, con sus funciones mentales, recuerdos, experiencias, deseos, sentimientos, imaginación, voluntad y conciencia. Pero un cerebro aislado, que no podía recibir información ni mensajes del mundo exterior, y que tampoco podía enviar a ese mundo exterior ninguna idea de lo que le pasaba, no podía comunicar sus pensamientos ni sus deseos, ni expresar sus sentimientos. Era un cerebro aislado.

LOS SENTIDOS

El hipotético caso que acabamos de relatar ejemplifica con claridad las funciones más evidentes del sistema nervioso, aquellas que nos permiten comunicarnos con el exterior, con el medio ambiente que nos rodea, en dos direcciones: de afuera hacia nosotros y de nosotros hacia afuera.

Es sorprendentemente cierto —aunque nos parezca demasiado obvio— cómo dependemos estrictamente de los sentidos, y por consiguiente de los órganos de los sentidos para poder percibir lo que ocurre a nuestro alrededor. Lucrecio, en el siglo I antes de Cristo, describía de esta manera las variedades de percepciones que los sentidos recogen en su gran poema filosófico De la naturaleza de las cosas:

Si un hombre cree que no sabe nada, tampoco eso puede saber, pues confiesa que no sabe nada. Omitiré, pues, disputar este caso con ése que de este modo puso su cabeza en sus pies. Y sin embargo, aunque yo conceda que al menos sabe esto, preguntaré: si antes nada vio verdadero en las cosas ¿de dónde sabe qué es el saber y el no saber, a su turno; qué cosa creó el conocimiento de lo verdadero y lo falso, y qué cosa probó que difiere entre lo cierto y lo dudoso? Encontrarás que de los sentidos fue primero creada la noción de lo verdadero y no se pueden refutar los sentidos. Pues de mayor certeza debe considerarse lo que espontáneamente puede vencer con lo verdadero a lo falso. Y entonces, ¿qué puede juzgarse de mayor certeza que los sentidos? ¿Podrá la razón nacida de falso sentido contradecirlos, la que nació toda entera de los sentidos? Si éstos no son verdaderos, también la razón se hace falsa. ¿O podrán las orejas reprender a los ojos, o el tacto a las orejas? ¿O a este tacto argñirá el gusto de la boca, o refutarán a las narices los ojos? No es así, opino; pues cada uno tiene su potestad aparte, cada uno su fuerza. Y por eso debemos percibir lo que es blando y frío o caliente por una facultad distinta, por otra percibir los diferentes colores de las cosas y así ver todo cuando esté conexo con los colores. Tiene, aparte, fuerza el sabor de la boca; los olores nacen aparte, aparte el sonido. Y así es necesario que los sentidos no puedan convencerse unos a otros. Ni podrán, además, reprenderse ellos mismos, pues deberá siempre tenérseles igual fe. Por eso, lo que a cada sentido pareció en cualquier tiempo, es verdadero.

¿Qué sino percepciones a través de los sentidos reflejan estas sensaciones maravillosamente descritas por Alejo Carpentier en La consagración de la primavera?:
Me detenía atónito, ante un viejo palacio colonial que me hablaba por todas sus piedras, ante la gracia de una cristalería polícroma que me arrojaba sus colores a la cara, ante la salerosa inventiva de una reja un tanto andaluza en cuyos enrevesamientos descubría yo algo como los caracteres de un alfabeto desconocido, portador de arcanos mensajes. Una repentina emoción me suspendía el resuello al sentir la llamada de una fruta, la musgosa humedad de un patio, la salobre identidad de una brisa, la ambigua fragancia del azúcar prieta. El aliento de los anafes abanicados con una penca, la leña de los fogones, el estupendo sahumerio gris del café en tostadero, el sudor de la caña en molino de guarapo, el potente aroma de los grandes almacenes de tabaco, próximos a la Estación Terminal; el vetiver, la albahaca, la yerbabuena, el "agua de Florida" de la mulata puesta en olor de santería —ya que no de santidad—, el nardo ofrecido en los altos portales del Palacio de Aldama, las repentinas presencias del ajo, la naranja agria y el sofrito en vuelta de una esquina, y hasta el acre hedor de marisco y petróleo, brea y escaramujos, en los muelles de Regla, me conmovían indeciblemente...

Todas estas sensaciones, acumulaciones de estímulos que nos llegan de todo lo que nos rodea y son capaces de suscitar en nosotros emociones, recuerdos, tristezas, alegrías, angustias y placeres, todas llegan a nosotros, a nuestro cerebro, a través de los sentidos. El filósofo y científico inglés John Locke escribió en el siglo XVII, en su Ensayo sobre el entendimiento humano, lo siguiente:
Si los objetos externos no están unidos a nuestras mentes cuando producen ideas en ellas; y sin embargo percibimos estas cualidades originales cuando caen cada una bajo nuestros sentidos, es evidente que algún movimiento debe ser continuado por nuestros nervios, o espíritus animados por algunas partes de nuestros cuerpos, hacia los cerebros o el asiento de la sensación, para producir allí en nuestras mentes las ideas particulares que tenemos de ellas.
Y puesto que la extensión, figura, número y movimiento de los cuerpos de un tamaño observable pueden ser percibidas a distancia por la vista, es evidente que ciertos corpúsculos imperceptibles deben salir de ellos hasta los ojos y ahí enviar al cerebro algún movimiento; y esto produce las ideas que tenemos de ellos en nosotros.

NEURONAS RECEPTORAS

Si sólo a través de los sentidos podemos darnos cuenta de lo que sucede en el mundo exterior a nosotros, y por consiguiente qué lugar ocupamos en ese mundo, cabría preguntarse cómo es que tal cosa ocurre. Naturalmente, la primera respuesta es que existe un órgano diferente para cada sentido. Justamente los llamados órganos de los sentidos. Pero, ¿qué tiene de particular el ojo para que pueda ver, el oído para que pueda oír, la nariz para que pueda oler? ¿Cómo es que ni el ojo ni la nariz oyen, ni el oído ni la nariz ven; y sin embargo casi en cualquier parte del cuerpo podemos sentir dolor, aunque éste pueda tener tan distintas características? La respuesta a estas preguntas está en las células particulares que son capaces de captar cada sensación. A nadie se le ocurriría tomar fotografías con un micrófono, pues es claro que ni el micrófono ni lo que está detrás de él —cables, amplificadores, bocinas— es sensible a la luz, mientras que la película fotográfica sí lo es. De manera similar, cada órgano de los sentidos —ver, oír, oler, gustar, tocar (incluyendo en este último la sensibilidad a la presión, al dolor y a la temperatura, no solamente a la textura)— tiene elementos que son sensibles a distintos estímulos, y por lo tanto estos elementos son distintos entre sí. En el ojo son sensibles a la luz, en el oído a la vibración que el sonido produce en la membrana del tímpano, en la mucosa nasal a ciertas moléculas volátiles que llegan a ella y así en las otras percepciones.

¿Qué son estos elementos, y qué tienen en común a pesar de ser tan diferentes en cuanto a lo que son sensibles? Todos son células de un tipo especial, conocidas como células nerviosas, también llamadas neuronas. Estas neuronas de los órganos de los sentidos tienen una región muy especializada en uno de sus extremos (véase la Figura 1), mediante el cual captan o reciben los estímulos específicos que hemos revisado, según el sentido de que se trate. Pero es claro que estas neuronas receptoras —llamadas así porque reciben los estímulos— no servirían de nada si no pudieran transmitir lo que reciben hasta el cerebro, órgano maestro del sistema nervioso. Es por esto que las neuronas receptoras poseen una prolongación, que parte de la zona especializada en reconocer y recibir los estímulos específicos correspondientes, y se dirige hacia el cerebro. En algunas neuronas receptoras, como las del tacto, esta prolongación es muy larga, mientras que en otras, como las que perciben la luz en la retina del ojo o las olfatorias que reconocen los olores desde la parte más alta del interior de la nariz, son muy cortas. En los siguientes capítulos revisaremos hacia dónde van y cómo están organizadas estas prolongaciones. Por ahora, baste decir que a lo largo de ellas transmiten la información que captan, mediante mecanismos eléctricos que también mencionaremos posteriormente. Todo esto quiere decir que todas las neuronas de los órganos de los sentidos son el sitio sobre el que las cosas que nos rodean hacen su marca y ejercen su acción. Son las páginas en que se inscribe o escribe lo que los objetos emiten o causan, sean luz, sonido, sabor, olor, presión, calor, etc. El gran problema es de qué manera estas páginas, sobre las que se escribe en primera instancia el mensaje del exterior, transmiten hacia el cerebro este mensaje y cómo es captado, ya no como lo que inicialmente se percibe, sino como un objeto preciso que el cerebro da un nombre y reconoce como tal a distintas distancias y en muy diversas condiciones, una pintura, un determinado instrumento musical, una sinfonía o la voz de cierta persona. (Figura 2.)



Figura 1. Algunas neuronas receptoras. Estas neuronas se han especializado en recibir un tipo específico de estímulo, mediante las estructuras que se observan en la porción más superior de cada una de ellas. La primera célula de arriba es una neurona auditiva, que es capaz de percibir la vibración característica de los sonidos y los ruidos. La segunda es una neurona olfatoria, capaz de captar las moléculas volátiles que constituyen los olores. La primera de abajo es una neurona sensible al tacto, con la cual percibimos texturas, la suavidad de una piel o la aspereza de una soga. La última neurona capta el grado de estiramiento de los músculos, lo cual permite regular con precisión la intensidad de su contracción. La información de estímulo específico que estas neuronas receptoras captan es enviada hacia el cerebro a través de las prolongaciones largas que se observan.


Figura 2. Dibujo de Elvira Gascón que aparece en Tres poemas de antes de Rubén Bonifaz Nuño, UNAM, 1979.


Pero además de percibir el mundo exterior mediante estas neuronas receptoras, existe otro mundo, el mundo de nuestro propio organismo interior, que debemos también conocer para funcionar normalmente, aunque en este caso ese conocimiento no llegue al nivel de la conciencia, es decir, no nos damos cuenta de él como con lo que sucede con los sentidos. Este mundo interior es también extraordinariamente rico en información y de su correcto funcionamiento depende, por supuesto, que todo marche bien. Por ejemplo y como una primera aproximación pensemos en el simple movimiento de un brazo o de una pierna. Podemos flexionar el brazo sobre el antebrazo, utilizando para ello la articulación del codo. Pero también podemos extenderlo. Esto implica que tenemos músculos flexores y músculos extensores, pero también establece que la actividad de estos músculos es opuesta: si los dos se contrajeran al mismo tiempo, no podríamos ni flexionar ni extender el brazo, el cual estaría rígido, en una sola posición, pues los dos tipos de músculos intentarían ganarle a su opuesto con el resultado lógico de que el brazo estaría inmovilizado. ¿Cómo es entonces que podemos flexionar y extender el brazo a voluntad? Esto no podría hacerse si el músculo flexor no "supiera" o "aceptara" que tiene que relajarse cuando el extensor se contrae y viceversa. Este "saber" o "aceptar" relajarse cuando el opuesto se contrae, requiere de un flujo de información para que se pueda dar esa precisa coordinación. Y de manera similar a lo que sucede con los sentidos y la información del mundo exterior, existen neuronas receptoras a estos estímulos internos, en este caso particular, a la tensión de los músculos, es decir a qué tanto están contraídos o relajados. También de modo similar, estas neuronas poseen una zona especializada receptora de la señal que representa el grado de tensión del músculo, y deben, a través de prolongaciones, enviar esta información hasta la médula espinal, en donde, a través de una precisa organización, que veremos posteriormente, un mensaje es enviado al músculo opuesto para que se relaje o se contraiga, según el caso.

REFLEJOS

Hay sin embargo una diferencia muy importante entre estas neuronas receptoras de estímulos internos y aquellas que reciben los estímulos externos. La información que estas últimas reciben debe llegar al cerebro para que podamos ver, oír, oler, etc. En cambio, la información de las primeras no se hace consciente, porque la respuesta apropiada al estímulo en cuestión se produce sin necesitar que la información llegue a las regiones del cerebro encargadas de hacer conscientes los estímulos. Así, en nuestro ejemplo de los músculos que se oponen, los flexores y los extensores, ya mencionamos que la información llega sólo hasta la médula espinal para que se establezca la regulación correcta entre la contracción de un músculo y la relajación de su antagonista. Afortunadamente esto es así, ya que si dependiera de las mismas zonas del cerebro con las que captamos y respondemos a los estímulos externos, tendríamos que poner atención en demasiadas cosas al mismo tiempo. Es a este tipo de mecanismos de funcionamiento involuntario que se llama reflejos. Un reflejo es, pues, una respuesta que se lleva a cabo inconsciente e involuntariamente.

A pesar de que los receptores a la tensión muscular que hemos tomado como ejemplo responden normalmente a los cambios naturales del funcionamiento del organismo, es decir, a cambios internos; en ocasiones es posible demostrar su existencia mediante un estímulo exterior que sea capaz de excitar al receptor de manera similar al estímulo interior. Esta demostración es de todos conocida: es el reflejo rotuliano, consistente en aplicar un golpe breve, preciso y no demasiado intenso, al tendón de los músculos extensores de la pierna, inmediatamente abajo de la rodilla. Al realizar esta operación, un receptor localizado en dicho tendón, que responde precisamente al estiramiento momentáneo provocado por el golpe, es excitado y envía su información hasta la médula espinal, en donde es transmitida a las neuronas que a su vez van a hacer que el músculo extensor se contraiga (véase la Figura 3). Como resultado, la pierna se levanta levemente sobre la articulación de la rodilla, y este movimiento es completamente involuntario, pues todo sucede en la médula espinal y la información no llega al cerebro. Este reflejo es de los más simples que se conocen e ilustra con claridad, la existencia de estos receptores a estímulos internos.


Figura 3. Camino del reflejo rotulinario. Una neurona receptora, del tipo de la cuarta de la Figura 1, detecta el estiramiento del tendón y conduce la información hasta la médula espinal, que se muestra cortada. El cuerpo o soma de la neurona receptora, como se observa, está cerca de la médula espinal, y su prolongación penetra a la médula por su región posterior y transmite la información a una neurona motora, la cual a su vez envía la información al músculo para que éste se contraiga a través de la prolongación que sale de la médula espinal y la información no llega al cerebro, el músculo se contrae involuntaria e inconscientemente de manera refleja: el cerebro no se entera de lo que pasa.


MEDIO EXTERNO Y MEDIO INTERNO

Pero el antagonismo de los músculos flexores y extensores no es sino uno de los muy numerosos mecanismos que se regulan mediante receptores a la información interna del organismo. Entre los muchos otros existentes, podemos mencionar los que son capaces de detectar cuánta azúcar tenemos en la sangre, cuál es la presión arterial, cuánta sangre está circulando, el grado de llenado de la vejiga o del recto, qué tan ácida está la sangre, o qué tan distendido está el estómago. En todos estos casos, como en muchos más, el receptor capta el estímulo correspondiente y envía la información hasta las zonas correspondientes de la médula espinal o del cerebro, en donde, sin que estemos conscientes de ello, se activan los mecanismos que originarán una respuesta adecuada al estímulo en cuestión, todo ello para mantener al organismo en un estado de equilibrio y de normalidad, que cuando se rompe, origina lo que conocemos como enfermedad. El gran fisiólogo del siglo pasado Claude Bernard describe así la importancia del medio interno:

El medio interno de los seres vivos está siempre en relación directa con las manifestaciones vitales normales o patológicas de las unidades orgánicas. Conforme ascendemos en la escala de los seres vivos, el organismo crece en complejidad, las unidades orgánicas se hacen más delicadas y requieren un medio ambiente interno más perfecto. Los líquidos circulantes, el suero de la sangre, y los líquidos del interior de los órganos, constituyen el medio interno de los seres vivos. El medio interno, que es un verdadero producto del organismo, preserva las necesarias relaciones de intercambio y equilibrio con el medio del mundo exterior, pero conforme el organismo crece en perfección, el medio de los órganos se especializa y se aísla más y más del medio ambiente que lo rodea.

De lo que hasta ahora hemos dicho, concluimos que estamos continuamente situados "entre" dos medios: por una parte, el medio externo, constituido por todo lo que nos rodea y el cual conocemos a través de los sentidos que llevan la información al cerebro mediante las células receptoras en primera instancia y; por otra parte el medio interno, formado por nuestros líquidos —fundamentalmente la sangre— y nuestros órganos, cuyo estado es informado también mediante neuronas receptoras que, igualmente, transmiten la información a la médula espinal y al cerebro —a regiones que no tiene que ver con la conciencia—, de modo que su operación es totalmente independiente de la voluntad.

NEURONAS MOTORAS

Anteriormente mencionamos que cada individuo está entre el mundo exterior que nos rodea y el medio interno de nuestros órganos. Es a través de la información que recibimos desde esos dos medios que podemos reaccionar, voluntaria o involuntariamente, según el tipo de estímulo de que se trate, para mantener ese estado de equilibrio y armonía que se traduce como salud. Pero ¿quién es el que está entre el medio ambiente externo y el interno? ¿Quién es el que percibe y responde a esos estímulos? ¿Es el cerebro? ¿Es la mente, es decir, el yo? Pero... ¿ es que podemos hablar de la mente sin hablar al mismo tiempo del cerebro? No trataremos en este momento de contestar estas preguntas, que por lo demás van más allá de los límites de este libro. En el último capítulo abordaremos algunos aspectos de ellas. Por lo pronto, lo que nos interesa es plantear el otro aspecto de lo que hemos venido considerando hasta este momento que se refiere a la reacción ante los estímulos del medio externo: ¿cómo es que el organismo se manifiesta, se defiende, reacciona y se expresa ante el mundo externo, a veces tan atractivo, a veces tan amenazante?

Conviene aquí regresar a nuestro hipotético caso con que iniciamos este capítulo. Si el hombre sin piernas, brazos y cara no puede darse cuenta de lo que lo rodea, ¿podrá expresar lo que siente, lo que piensa, lo que quiere? A primera vista parecería que sí, puesto que su cerebro y su médula espinal están intactos, y el hombre mutilado piensa correctamente, ya que es capaz de enlazar palabras mentalmente para formar frases llenas de sentido. Puede asimismo recordar con precisión hechos de su vida pasada, las personas a quienes conoce, los sitios en donde ha vivido, los países que ha visitado, las experiencias que ha sufrido y el peso que sobre su vida han tenido. Es capaz también de sentir, a través de revivirlas por los recuerdos, las múltiples emociones que en distintos momentos de su existencia ha sentido: el amor por ciertas personas, el miedo ante determinada situación, el coraje y la desesperación, la tristeza, la alegría, la ira, la angustia... También su imaginación está despierta, pues si la deja correr puede llegar a páramos desconocidos, a cascadas inaccesibles, a rocas de formas inverosímiles o bien a ciudades encantadas habitadas por hombres cariacontecidos y mujeres resplandecientes; o con un esfuerzo mayor se puede ver a sí mismo corriendo por un campo verde, agitando los brazos y gritando de júbilo bajo un cielo azul y un sol quemante. Puede quizá elevarse un poco sobre su cuerpo para contemplar lo que queda de él y compadecerse a sí mismo. Pero todo lo que puede pensar, sentir, recordar, imaginar, ¿cómo lo expresa? ¿cómo hacer que los que lo rodean, que el mundo alrededor de él, lo conozca?, ¿cómo manifestarse? Para hablar necesitaría la boca, la lengua, los labios, y no los tiene; para escribir le haría falta un brazo, una mano, unos dedos; para hacer un gesto, un leve movimiento de las cejas o un giro en sus ojos, requeriría de la cara; para hacer señas, para por lo menos rotar su tronco hacia un lado, necesitaría por lo menos de las piernas. Así pues, el hombre está completamente aislado, no sólo por lo que puede percibir, sino también en cuanto a su expresión: no puede expresarse porque no tiene con qué hacerlo; no tiene músculos. En efecto, la única manera como podemos manifestarnos hacia el mundo exterior es mediante los músculos. Los movimientos de la boca, la lengua, los labios, brazos, dedos, ojos, cara, cejas, piernas, pies, todos, todos dependen de los músculos (la lengua es un músculo).



Figura 4.

Volvamos ahora al cerebro. Así como lo que sucede en el mundo exterior es captado por las neuronas receptoras de los órganos de los sentidos, y la información es transmitida por medio de las células nerviosas hasta el cerebro, así este órgano maestro ejerce una acción sobre los músculos para responder a los estímulos exteriores y para manifestar lo que en él se ha procesado. Es decir, existen otras células nerviosas que, inversamente a lo que sucede con las neuronas que llevan la información al cerebro, conducen la información hasta los músculos para que éstos se puedan contraer y al hacerlo pueda manifestar lo que el cerebro quiere, piensa, siente o imagina. Las neuronas especializadas en hacer que los músculos se contraigan se llaman neuronas motoras (porque mueven) y son así la contrapartida de las neuronas receptoras que llevan información al cerebro. Mientras éstas la transmiten de fuera hacia dentro, del medio exterior al sistema nervioso para que éste procese la información, las neuronas motoras permiten —también mediante una larga prolongación que conduce la información— relacionarse en forma activa con el medio exterior, a través de los movimientos musculares en sus múltiples formas de manifestarse.

¿Qué podría el más creativo pintor hacer con sus cuadros por él imaginados sin los músculos de sus brazos, mano y dedos para mover con habilidad el pincel, y sin los músculos de sus ojos y su cuello para seguir con precisión el movimiento del pincel, por él mismo producido? ¿Qué haría el más inspirado poeta sin movimiento muscular para escribir o dictar sus ideas hechas palabras? ¿Qué cosa hace un bailarín sino precisamente mover con agilidad, precisión, soltura y armonía los músculos de todo su cuerpo? ¿Y cómo un músico ejecuta su instrumento, ya sea éste de viento con su poderosa fuerza metálica o su delicadeza de madera, de cuerdas con su vibración sutil y encantadora, de percusión con su solemnidad estentórea? ¿Cómo expresamos a quienes amamos lo que por ellos sentimos? Y en un terreno más estrictamente biológico, ¿cómo podrían los animales sin movimientos musculares realizar los actos de comer y beber, de huir ante un peligro o pelear con un enemigo, de perpetuar la especie mediante la copulación, de comunicarse mediante la emisión de sonidos, de la locomoción ya sea caminando, nadando, volando o arrastrándose?


Figura 5. Esquema de una neurona motora. La información es recibida en las dendritas (flechas cortas), procesada en el cuerpo y enviada hacia el músculo a través del axón (flecha larga), el cual puede ser muy largo, hasta de más de un metro, pues el cuerpo de la neurona se encuentra en la médula espinal y los músculos pueden estar muy alejados, como los que mueven los dedos de las manos o, aún más, los de los pies.

Sor Juana Inés de la Cruz en su extenso Primero sueño describe así el despertar de los músculos y los sentidos, que reanuda la relación con el mundo, la manifestación de la recepción de estímulos y de la expresión de las respuestas a ellos:
...y la falta sintiendo de alimento
los miembros extenuados,
del descanso cansados,
ni del todo despiertos ni dormidos,
muestras de apetecer el movimiento
con tardos esperezos
ya daban, extendiendo
los nervios, poco a poco, entumecidos
y los cansados huesos
(aun sin entero arbitrio de su dueño)
volviendo al otro lado,
a cobrar empezaron los sentidos,
dulcemente impedidos
del natural beleño,
su operación, los ojos entreabriendo...

LAS RESPUESTAS INVOLUNTARIAS

También la otra parte del sistema nervioso que hemos mencionado y que lleva información del medio interno del organismo, tiene su contrapartida en neuronas que parten del cerebro hacia todos los músculos que no podemos contraer a voluntad, pero de cuya actividad depende el correcto funcionamiento del organismo. Son estas neuronas del sistema autónomo las que, también mediante sus prolongaciones, llevan la información para que, como respuesta a lo que las correspondientes neuronas receptoras captaron, se contraigan los músculos que a su vez contraen las arterias y así aumente la presión arterial, se acelere la frecuencia de los latidos del corazón, se muevan el estómago y el intestino para que se digieran los alimentos, o se secreten a la sangre las hormonas que regulan la química sanguínea. Como en el caso de la percepción de este tipo de señales, todas estas respuestas son automáticas y no dependen de la voluntad, lo cual es muy afortunado pues de otro modo estaría nuestra mente ocupada constantemente en regular todas estas funciones, y no podríamos pensar ni imaginar prácticamente nada más.

Basta con considerar, por ejemplo, qué difícil sería si cada vez que comemos tuviéramos que secretar conscientemente la saliva a la boca, el jugo gástrico de la pared del estómago hacia el interior del mismo, el jugo intestinal hacia la luz del intestino delgado; y que, además, así como debemos masticar voluntariamente la comida, debiéramos también hacer que el estómago iniciara sus movimientos característicos de la digestión en este órgano, y que después tuviéramos que lograr que el alimento parcialmente digerido pasara del estómago al intestino y que éste se contrajera con su peculiar peristaltismo que va empujando al bolo alimenticio por su interior, y simultáneamente debiéramos secretar las enzimas digestivas que componen el juego intestinal, y por si fuera poco hacer que se contraiga la vesícula biliar para que la bilis, que fue formada en el hígado y se almacenó en la vesícula, se vierta al intestino a ejercer su importante papel en la digestión de las grasas. Y además de todo esto, tendríamos también que preocuparnos por relajar los músculos de la pared de las arterias del tubo digestivo, pues después de comer debe aumentar el caudal de sangre que llega a él, pero sin que disminuya la sangre que llega al cerebro, que debe mantenerse a toda costa, sin olvidar además al corazón, de cuya frecuencia de contracción depende también que haya la suficiente presión arterial.

Es pues, muy afortunado que estemos situados entre un medio externo y un medio interno pero que no tengamos que preocuparnos más que del primero, porque todo lo que sucede en el segundo está regulado en forma autónoma, a base de reflejos que por su misma naturaleza no requieren que la información sea consciente y que por lo tanto funcionan involuntariamente.

En lo que hemos visto hasta ahora está implícito que el sistema nervioso se puede dividir en dos grandes partes en cuanto a su función: la de relación (medio externo), que también se llama somática, y la autónoma (medio interno) que también se llama vegetativa. Pero además, el sistema nervioso también se puede dividir en dos grandes partes en cuanto a su organización estructural: la que lleva información de los medios interno y externo hacia el cerebro, la cual se llama sistema nervioso periférico, y la parte que procesa esa información y emite las señales hacia la periferia. Esta parte es el sistema nervioso central, y está constituida por la médula espinal, que se encuentra en el interior de la columna vertebral, el tallo cerebral, porción superior de la médula que se "introduce" en el cerebro, y el cerebro mismo, encerrado y protegido por los huesos del cráneo y al que llega directamente —sin pasar por la médula espinal— la información de la vista, el oído, el olfato y el gusto, así como el tacto y la sensibilidad de la cara.


Figura 6. El cerebro humano visto desde abajo (dibujo superior) y en el interior de la cabeza, como se vería en un corte sagital por en medio de ella (dibujo inferior). La médula espinal (núm. 11) arranca como continuación del tallo cerebral (10), alojada en el interior de la columna vertebral, la cual puede verse en el dibujo de la derecha y está señalada con los números 12 y 13. Los otros números indican: 1 y 4, huesos del cráneo; 2, quiasma óptico, que es el sitio en que los nervios ópticos, provenientes de la retina, se cruzan; 3, hipófisis; 5, hemisferio cerebral; 6, cuerpo calloso (véase el Capítulo VI para más información sobre la función de esta estructura); 9, cerebelo. El dibujo de la derecha muestra el gran conjunto de nervios que constituye el sistema nervioso periférico, a través del cual se recibe toda la información del mundo exterior y del estado de los órganos del cuerpo, y también se envían las señales a todos los músculos que se contraigan. Los nervios son conjuntos de axones que parten de (o llegan a) la médula espinal; podemos ver que su longitud puede ser enorme. El último dibujo superior fue realizado por Vesaglio en el siglo XVI.

Es el cerebro el órgano central del procesamiento de toda la información, y es allí donde, en palabras que Hipócrates escribió hace 24 siglos:

...se originan las alegrías, los placeres y las risas, así como las tristezas, las penas, el dolor y las lágrimas. Es con el cerebro que adquirimos sabiduría y conocimientos, y vemos y oímos, y sabemos qué es correcto o incorrecto, dulce o insípido... Y por ese mismo órgano podemos sufrir locura o delirio, y nos asaltan miedos y terrores de día o de noche...

Así, el sistema nervioso está presente en todo el organismo y es el tejido especializado en la comunicación, tanto con el medio externo como con el medio interno. Es gracias a esta finísima trama de células nerviosas, a través de sus extraordinariamente largas y delgadas prolongaciones, que el sistema nervioso se comunica con todos nuestros órganos y nos comunica con el medio ambiente. Así sabemos en dónde estamos y qué lugar físico ocupamos en ese medio.

La pregunta que ahora nos haremos es mediante cuáles mecanismos se comunican las neuronas, cómo pueden conducir y transmitir la información que reciben, sea del exterior hacia el cerebro o viceversa. Posteriormente veremos con mayor detalle los sitios y el funcionamiento de la comunicación entre las neuronas, dentro del cerebro mismo. Sin embargo, hacernos la pregunta de cómo se comunican las neuronas, implica necesariamente que hagamos una serie de consideraciones previas sobre los mecanismos generales de comunicación entre los componentes de todos los seres vivos, es decir, las moléculas y los átomos. Además, es indispensable que conozcamos la estructura de las neuronas como células. Así, nos abocaremos en el próximo capítulo a conocer los mecanismos generales de comunicación en la química y en la biología, lo cual nos dará pie para que en el tercer capítulo entremos de lleno a conocer de cerca las neuronas y poder así llegar, en el cuarto capítulo, a uno de los aspectos centrales en este libro, por su enorme importancia: los mecanismos de comunicación interneuronal. Pasemos pues a revisar lo que nos interesa respecto a la comunicación entre las moléculas biológicas.

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