I. ¿ QUÉ VAMOS A ESTUDIAR ?

OBSERVE el lector cuidadosamente el contenido de la reproducción del cuadro de Van Gogh intitulado Naturaleza muerta con que ejemplificamos, en gran parte, el contenido de esta obra. El título de la obra de arte es muy sugestivo. En efecto, los trozos de pan, el cuchillo, el vino contenido en la garrafa y en las copas, el resto de los objetos que componen el tema de la obra de este gran artista aparentan ser inmutables con el tiempo. Todo el conjunto produce una sensación de reposo, de calma absoluta. Y en efecto, así es para el observador que admira la obra sin pensar en otra cosa más que en la imagen gruesa, macroscópica, como dicen los científicos, que quiso proyectar el pintor. Sin embargo, cada uno de los trozos de materia sólida ahí pintados, el vino de la garrafa, las copas y la atmósfera, imperceptible en el cuadro, pero que evidentemente debió haber constituido el medio ambiente en que se encontraban esos manjares, están constituidos por partículas muy pequeñas, imperceptibles al ojo humano llamadas átomos, o por conglomerados de átomos conocidos por moléculas. ¿Podremos imaginar qué hacen o cómo se comportan los átomos o moléculas que constituyen el pan, el cristal, el vino, etc., motivos de esta pintura? ¿Si pudiésemos penetrar con un ultramicroscopio u otro artefacto a las entrañas de estos trozos de materia nos encontraríamos a estos átomos también quietos, en reposo, proyectando esa imagen de tranquilidad, de quietud y de calma que caracterizan a esos pedazos grandes de materia?



Figura 1. Naturaleza muerta de Vincent Van Gogh.


¿Podría un artista de la talla de Van Gogh pintar el mismo cuadro concibiendo a cada uno de sus componentes como un conglomerado de millones y millones de átomos o moléculas y proyectar una imagen tan bella y tranquila como la que estamos contemplando?

Intrigados por este cuestionamiento, dejemos un momento esta magnífica obra de arte y motivados por su imagen pensemos un poco en el mundo que nos rodea, por ejemplo, en algunos de los objetos más comunes en nuestra vida cotidiana. Empecemos por el acto más común a horas tempranas de la mañana cuando llenamos una olla con agua para hacernos una taza de café. Esa porción de agua que ponemos en la olla, si la dejamos reposar un rato antes de hervirla, nos dará la misma sensación que el vino contenido en la garrafa del genial Van Gogh. Un líquido inanimado, en reposo, pero sin el atractivo del vino, desde luego. Inconcientemente tomamos esa olla, encendemos la estufa y de nuevo, al cabo de unos minutos, regresamos para contemplar un fenómeno completamente distinto. Si somos curiosos, el fenómeno empieza cuando se comienza a observar un vapor blanco surgir de la superficie del líquido, al que todos conocemos como vapor de agua, seguido de la formación de unas cuantas burbujas que surgen de las paredes y del fondo de la olla para "brotar" en la superficie. Unos segundos después, el agua empieza a agitarse violentamente, aparecen burbujas chicas y grandes, el agua se agita, e incluso se escuchan ruidos característicos de este fenómeno: en ese momento decimos que el agua hierve. Si apagamos la lumbre, vertemos el café y esperamos otros minutos, recobramos un cuadro muy similar al original: un líquido en reposo, pero ahora de color café obscuro, el cual, excepto por el cambio en su color, los residuos sólidos del café, y quizás algo de espuma en la superficie, aparece tan inanimado como el agua que empleamos para hacerlo, antes de hervirla. ¿Qué ha sucedido en todo este proceso? ¿Cuál es el efecto tan notable del calor suministrado por la lumbre de la estufa que provoca toda esa efervescencia en el líquido, el cual se pierde paulatinamente al dejarlo enfriar? ¿Por qué hay tan pocas obras de arte que capten este fenómeno tumultuoso y otros similares? ¿Es más fácil pensar en la materia como algo inanimado?

Examinemos estas cuestiones un poco más. Al escribir estas líneas uso un líquido, la tinta azul que emana de la pluma, y un sólido, posiblemente un plástico, con el que está fabricada la pluma. La hoja también es un sólido, y sobre su superficie existe inevitablemente una capa de aire, del mismo aire que respiramos todo el tiempo. Convivimos, pues, con la materia misma en sus tres fases: gas, líquido y sólido. Nos es también familiar el hecho de que es factible, bajo determinadas circunstancias, pasar de una fase a otra. Ya vimos que al hervir el agua la convertimos en vapor, sinónimo de gas. Si ahora la enfriamos en una hielera, la convertimos en hielo, en un sólido. Esta hoja de papel es conceptualmente posible de licuar y ciertamente de gasificar. Lo mismo podríamos hacer con la tinta o con el material plástico de que está fabricada la pluma. Estos cambios, así como las propiedades mismas de la materia en sus tres fases, deben estar relacionadas con el comportamiento de los átomos o las moléculas que los forman. Es además evidente de los ejemplos anteriores que los procesos de calentamiento y enfriamiento tienen una influencia notable, tanto en las propiedades mismas de las tres fases en que nos encontramos a la materia, como en los cambios entre ellas. ¿Es posible establecer una relación entre todas estas facetas tan diferentes y caprichosas que exhiben los gases, los líquidos y los sólidos, concebidos como conglomerados de miles de millones de átomos o moléculas? Sorprendentemente la respuesta es afirmativa y la rama de la física que se encarga de decirnos cómo y por qué ocurren todos estos fenómenos se conocen como la teoría cinética, ¿de quién?, claro, de la materia. Penetremos pues en ese mundo que nuestro gran artista, aunque quizás conocedor de él, no pudo, o posiblemente no quiso, expresarnos por medio de una obra de arte. Y es que para captar este fascinante mundo microscópico, para percatamos de la presencia de estos pequeños constituyentes de toda la materia, los átomos que al constituirse en verdaderas sociedades de millones y millones de ellos de alguna forma armónica y sincronizada, nos revelan su presencia justamente a través de las formas caprichosas que exhiben los líquidos, los sólidos y los gases en diferentes circunstancias, tenemos que emplear herramientas mucho más delicadas, finas y sensibles, que las que utilizan normalmente los pintores. Veamos qué podemos aprender acerca de ello.

Para empezar recordemos un poco la historia de la ciencia en la época de la especulación filosófica. Ya desde el año 400 a. C. los filósofos griegos Leucipo y Demócrito habían imaginado el mundo como formado por partículas muy pequeñas que llamaron átomos, partículas indivisibles, de extensión finita pero de número infinito. Estos átomos están además en movimiento constante. En su magnífica obra De la naturaleza de las cosas, el gran poeta y filósofo Lucrecio, nacido según fuentes fidedignas el año 95 a. C., se refería a esta concepción atomística de la materia en forma muy semejante a la descrita al referirnos a la pintura de Van Gogh. En efecto, en el libro II del poema, al referirse a la aparente quietud de las cosas, dice:
Las cosas aparecen quietas aunque los principios (átomos) se muevan sin tregua; sus movimientos no se ven porque ellos son invisibles. Incluso las cosas visibles, si están lejos, ocultan sus movimientos...

Por reales y contemporáneas que nos parezcan estas frases no dejan de ser meras especulaciones que cayeron en el olvido rápidamente al no concordar con descubrimientos posteriores que permanecieron vigentes por casi 16 siglos después de Lucrecio. Es, sin embargo, interesante subrayar que pasaron por la mente de estos grandes hombres a pesar de estar basadas en observaciones muy burdas de algunos fenómenos naturales que esencialmente proporcionaban evidencia acerca de la conservación de la materia.

La teoría cinética de la materia en realidad vio sus primeras luces a principios del siglo XVIII, en un trabajo, todavía con carácter especulativo, escrito por el gran matemático suizo Daniel Bernoulli, bajo el título de Hydrodynamica. En esta obra Bernoulli construyó una teoría muy completa y en esencia correcta de la teoría cinética de los gases. Desafortunadamente fue escrita en una época en la que todavía existían grandes polémicas sobre la naturaleza del trabajo y el calor y su relación con el concepto de energía. Como ya hemos expuesto en otra obra de esta serie, De la máquina de vapor al cero absoluto,1 estos conceptos y sus relaciones no fueron correctamente enunciados y comprendidos sino hasta mediados del siglo XIX con los trabajos de Rumford, Joule, Mayer, Clausius y Von Helmholtz, que culminaron en lo que ahora se conoce como la termostática o termodinámica clásica. Fue realmente en esta época en que adquirió sentido la posibilidad de interpretar todos los fenómenos descriptibles por las leyes de la termostática en términos de los átomos que componen a la materia: la teoría cinética de la materia encuentra entonces su escenario natural. Veamos pues cómo se desarrolla este proceso.

NOTAS

1 Ver la referencia (2) de la bibliografía.

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