IV. EL ESTABLECIMIENTO DE CIENCIAS MÉDICAS

EN UNO de aquellos ejemplares años del segundo tercio del siglo pasado, cuando México lucha por convertirse en nación frente a enemigos de dentro y de fuera, ocupa la vicepresidencia de la República el médico Valentín Gómez Farías figura histórica sobre la que se han vertido las más encontradas opiniones pues, según dice un exégeta de su obra, "mientras las fuerzas tradicionalistas, que siempre han luchado por mantener a nuestro país en estado estacionario y al servicio de los intereses creados, lo denigran con pasión, descendiendo hasta la injuria personal a su memoria, otros también exaltados, que militan en el campo contrario, lo elogian hasta el ditirambo, haciendo del personaje que tratan de elevar un motivo artificioso y fantástico".

Lo cierto es que el 19 de octubre de 1833 el Congreso Nacional otorga al Poder Ejecutivo, a la sazón ejercido por Gómez Farías por ausencia del presidente Santa Anna, amplias facultades para arreglar la enseñanza pública en todos sus ramos. En consecuencia, el médico vicepresidente decreta la supresión de la Universidad y la creación de una Dirección General de Instrucción Pública, encargada, por medio de una junta directiva, de reorganizar y centralizar la administración de la educación, desde el nivel primario hasta los colegios de estudios mayores. Tal organismo tendría a su cargo todos los establecimientos públicos de enseñanza, además de los depósitos de "los monumentos de artes, antigñedades e historia natural", los fondos públicos consignados a la enseñanza y todo lo perteneciente a la instrucción pública pagada por el gobierno.

La disposición que reformaba la enseñanza superior recogía inquietudes que databan desde los últimos años de la Colonia. Además, los integrantes de la junta directiva eran gente experimentada en el asunto. El propio Gómez Farías, automáticamente presidente de la flamante Dirección General de Instrucción Pública por su investidura de vicepresidente de la República, había expresado sus ideas sobre la enseñanza médica en el Congreso Constituyente e intervenido en la promulgación de la Ley de Enseñanza Pública para el estado de Zacatecas, una de las legislaciones más avanzadas y completas sobre la materia, según opinión de Dorothy Tanck. El vocal presidente de la junta, Juan José Espinosa de los Monteros, era a la sazón miembro de la junta del Colegio de San Gregorio y había participado en el Plan de educación para el Distrito y Territorios presentado por Pablo de la Llave en 1828. El secretario de dicha junta, Manuel Eduardo de Gorostiza, había publicado un estudio sobre la legislación educativa en los Países Bajos. Respecto al resto de los miembros, Andrés Quintana Roo colaboró en el plan de De la Llave a que hicimos referencia; Juan Rodríguez Puebla era rector del Colegio de San Gregorio y José Bernardo Couto, como alumno de José María Luis Mora, había participado con éste en la elaboración de un plan para reformar el Colegio de San Ildefonso. Digamos, de paso, que mucho se ha dicho que detrás de Gómez Farías estaba como ideólogo el famoso doctor Mora.

Según otro decreto publicado también el 19 de octubre de 1833, serían seis los Establecimientos de Instrucción Pública que por el momento habría en el Distrito Federal: 1) de Estudios Preparatorios; 2) de Estudios Ideológicos y Humanidades; 3) de Ciencias Físicas y Matemáticas; 4) de Ciencias Médicas; 5) de Jurisprudencia; 6) de Ciencias Eclesiásticas.

El citado decreto estipulaba cuáles serían las cátedras que se impartirían en cada establecimiento. De las correspondientes al de Ciencias Médicas, más adelante nos ocuparemos. El mismo decreto le asignaba sede al Establecimiento de Ciencias Médicas: el convento de Belén.

Tendría el de Medicina, como los demás Establecimientos, director y vicedirector, que se encargarían "exclusivamente de su gobierno económico interior", en el que no participarían los profesores; el primero ganaría dos mil pesos al año y el segundo mil quinientos, cifras que adquieren sentido si las comparamos con los seis mil que por entonces ganaba un general de división.

Los profesores se sujetarían "precisamente en sus lecciones a los principios y doctrinas" de los libros elementales; darían lecciones desde el 11 de mayo de un año hasta el 31 de marzo del siguiente, con excepción de los días de riguroso precepto eclesiástico, la semana santa —si cayera fuera del tiempo de vacaciones— y las festividades nacionales.

El tiempo de cada lección no podría durar menos de una hora y a los profesores que faltasen sin justificación se les descontaría de su sueldo la cantidad respectiva. Su salario anual no sería menor a los mil doscientos pesos, ni excedería a los mil quinientos.

El 23 del mismo mes de octubre —hoy día del médico en recuerdo de aquella fecha—, se publicó el plan de estudios del Establecimiento de Ciencias Médicas y se nombró director al doctor Casimiro Liceaga, vicedirector al doctor José María Benítez y secretario al afamado cirujano Pedro Escobedo.

Como se sabe, la reforma implantada por Gómez Farías abarcó a otros campos además del de la instrucción pública. En consecuencia, la reacción contraatacó, y apenas habían transcurrido ocho meses cuando Santa Anna dio marcha atrás. Se reabría la Universidad, a la vez que desaparecía la Dirección General de Instrucción Pública, así como casi todas sus dependencias.

Quién sabe por qué el Establecimiento médico tuvo un trato de excepción. En vez de suprimirse, se le ordenaba al claustro de medicina de la recién abierta Universidad que visitase al Establecimiento citado, el cual continuaría en sus funciones docentes, y que informase sobre las características de estas actividades. El gobierno se reservaba sus decisiones sobre el método de enseñanza, autores y cátedras, hasta conocer el informe de los profesores visitadores. El informe fue positivo, en vista de lo cual en noviembre de 1834 el gobierno decretó lo siguiente: "El Colegio que fue de Belén continuará con el nombre de Colegio de Medicina dedicado al estudio de esta ciencia."

La institución estaba salvada, pero había cambiado de nombre; el de Establecimiento de Ciencias Médicas pertenecía oficialmente al pasado, aunque se seguiría usando.

Pero volvamos a 1833. El 4 de diciembre se iniciaban las clases contando con diez cátedras, de las que en otra parte nos ocupamos. En el convento de Belén se carecía de anfiteatro, mas de inmediato empezó a corregirse la deficiencia. También con prisa se iniciaron las gestiones para que en el Hospital de San Andrés se impartiesen las clases de clínica. Si bien no se disponía de amplitud "y hasta de decencia", al menos se daban las clases en un local con características de escuela pública, pese a las circunstancias de que en sus aulas no había más material de enseñanza que el que llevaban los maestros. Es casi seguro que parte del edificio lo ocupase la Escuela Filantropía de la Compañía Lancasteriana, pues hay evidencias de que este establecimiento de enseñanza primaria existió en Belén desde 1823 hasta 1890.

Más de una vez el primer director del Establecimiento, el doctor Casimiro Liceaga, se expresó en buenos términos acerca del edificio de Belén. También el claustro de medicina de la Universidad, que en 1834 visitara el Establecimiento Médico según ha sido consignado dejó constancia de la "bella disposición del edificio".

En síntesis, tal parece que la primera casa del Establecimiento de Ciencias Médicas no estaba tan mal. Pero en 1836, un sacerdote miembro del senado, el padre Lope de Vergara, individuo por demás retrógrado, fanático y de poquísimo alcance intelectual, según calificativos del historiador Francisco Flores, propuso que el edificio que ocupaba la escuela médica pasase a manos de las monjas de Santa María de Guadalupe e Inditas o de la Nueva Enseñanza. El gobierno ordenó a los profesores de medicina que desalojaran Belén. Tal hecho ocurrió el 26 de octubre de 1835. A partir de entonces, cada profesor dio en su domicilio la clase que tenía encomendada.

Mas las gestiones de los médicos en pro de su Establecimiento no desmayaban. Por fin lograron que el gobierno les asignara el convento del Espíritu Santo. Unos autores dicen que esto sucedió en 1839; otros afirman que en 1842.

En 1843 se reformó el plan de estudios. Alumnos y profesores continuaban trabajando en las ruinosas, obscuras y antihigiénicas piezas del convento del Espíritu Santo. Como era materialmente imposible continuar impartiendo ahí las lecciones teóricas —la anatomía, la clase de operaciones y las clínicas se enseñaban en el Hospital de San Andrés—, el presidente de la República, general Valentín Canalizo, ordenó el traslado de estudiantes y profesores de medicina al Colegio de San Ildefonso, del cual era rector don Sebastián Lerdo de Tejada. Esto molestó tanto a profesores como a alumnos ildefonsinos, sobre todo a los estudiantes internos. Éstos se rebelaron, los secundaron los externos, y para acabar con el problema las autoridades ordenaron un nuevo cambio del Colegio de Medicina, esta vez a unas "piezas exteriores" del Colegio de San Juan de Letrán, cuyo rector era el gran José María Lacunza.

Entonces tuvo lugar la tristemente célebre invasión norteamericana. La Escuela de Medicina se sintió sacudida "como por la apertura de una corriente galvánica", aglutinándose bajo el sentimiento patrio los profesores con los alumnos.

Caída la capital en poder del invasor, éste ocupó los edificios públicos, entre ellos el Colegio de San Juan de Letrán, por lo que la Escuela de Medicina no tuvo más remedio que aceptar el asilo que le brindaba el Colegio de San Ildefonso, de donde poco antes había salido con cajas destempladas. En [1850] se mudó al San Hipólito.

En la Historia general de la medicina en México de Francisco Flores se dice que los profesores de la Escuela compraron en cincuenta mil pesos, haciendo uso de sus sueldos devengados pero no cubiertos por el gobierno, la parte conocida como "Hospital Militar" del convento de San Hipólito. He aquí cómo Flores relata tal hecho:

Tranquila estaba la Escuela en el año de 1850, lamentando la poca estabilidad con que había estado en cada uno de los edificios que se le habían ido sucesivamente dando, cuando en el mes de julio fue llamado su director por el ministro de Instrucción Pública, quien le manifestó que podía adquirir en propiedad la Escuela el edificio llamado Hospital Militar, que estaba en el ex-convento de San Hipólito, si daba en compensación al Ayuntamiento, que era el propietario del edificio, alguna cantidad. El director se apresuró a dar cuenta de esto a la junta de catedráticos; ésta, considerando ventajosas, relativamente, las proposiciones que se le hacían, y viendo la buena disposición del Gobierno, autorizó a aquél para que llevara a cabo los arreglos necesarios, y se dio tal prisa en el asunto, que en el mes de agosto le avisaba el ministro que podía tomar posesión del edificio, mediante la cesión de cincuenta mil pesos que hacían los profesores del Establecimiento de las cantidades que se les adeudaban, y que les manifestara la alta estima con que había visto el Gobierno tal acto de desprendimiento.


Se cumplen los pormenores de la compraventa y, el primero de septiembre, pasa oficialmente a poder de la Escuela de Medicina la parte del ex convento de San Hipólito que se ha venido mencionando. Un mes después, el director, doctor José Ignacio Durán, toma posesión del edificio y nombra en comisión para su arreglo a los profesores Leopoldo Río de la Loza y Miguel F. Jiménez. Nuestra fuente agrega que el Gobierno, por su parte, dispuso bondadosamente que se tomaran de los fondos públicos las cantidades necesarias para hacer al edificio las convenientes reparaciones".

Es, sin embargo, hasta septiembre de 1851 cuando se legaliza la nueva posesión de la Escuela.

Para Maximino Río de la Loza (hijo de Leopoldo Río de la Loza), testigo de vista o participante en los hechos, el cambio del Colegio Médico a San Hipólito fue benéfico, tanto por lo espacioso del nuevo local como porque la Escuela ya no tenía coartada su libertad por las disposiciones del rector del Colegio de San Ildefonso. Sin embargo, este mismo informante nos da a conocer algunas deficiencias del edificio, como la carencia de un verdadero anfiteatro para los estudios anatómicos. Lo que llevaba tal nombre era un cuarto maloliente y oscuro situado en el fondo del inmueble, al que se llegaba atravesando un patio cubierto de maleza, la que no carecía de utilidad pues era utilizada, ya bien seca, para quemar el cabello de los cadáveres y de este modo acabar con los piojos. El mobiliario se reducía al asiento del profesor, la plancha para el cadáver y las gradas para los estudiantes.

Mas a finales de 1853 el gobierno despojó a los médicos de su casa de estudios y la convirtió en cuartel. En consecuencia, al iniciarse 1854 la Escuela de Medicina fue a parar una vez más al Colegio de San Ildefonso, donde según opiniones de los periódicos de la época permanecería definitivamente. Pero otra vez surgieron problemas al rebelarse los estudiantes de medicina ante las reglas del citado Colegio, que consideraban humillantes. Se negaron a concurrir a clases, a la vez que ofrecían su contribución económica para el arrendamiento de una casa donde se les diesen las lecciones teóricas. Entre tanto, éstas volvieron a impartirse en el domicilio de cada profesor, mientras que la anatomía y las demás materias prácticas continuaban enseñándose en el Hospital de San Andrés.

Fue una costumbre muy generalizada en la sociedad colonial y en la de México independiente hasta no ha muchos años, escribe Herrera Moreno en 1924,

...que las instituciones escolares tuvieran, al igual que las de beneficiencia, fondos propios; estos fondos procedían casi en su totalidad de dos fuentes principales, las donaciones y legados por un lado y el aprovechamiento de determinados impuestos por el otro. En el territorio que unas veces fuera el Distrito Federal y en otras ocasiones asiento del gobierno central, existía una contribución sobre herencias transversales1, de cuyo producto correspondía una parte a la Escuela de Medicina; la ley no permitía que los ingresos obtenidos con el impuesto fueran directamente aprovechables en las necesidades de la enseñanza, sino que forzosamente debían ser colocados a censo redimible sobre bienes raíces, con el objeto de que el capital se conservara intacto y únicamente se utilizaran para los gastos de la institución los réditos convenidos con los censatarios. La tesorería de la Escuela de Medicina pudo de este modo guardar en sus actas las escrituras de hipotecas otorgadas por las personas que habían tomado dinero a censo, escrituras que representaban su valor en efectivo por ser documentos negociables.


Los profesores de la Escuela de Medicina, bien empapados de los anteriores pormenores, conciben la idea de emplear parte del capital propio en la compra (ñotra vez!) de un edificio donde la institución de enseñanza médica quedase instalada definitivamente. Pusieron el ojo en el edificio de la Inquisición, a la sazón propiedad del arzobispado y sede, en parte, del Seminario Conciliar.

La parte del edificio que la Escuela de Medicina deseaba comprar, y el Seminario estaba dispuesto a vender, era el patio principal y un segundo patio que linda con el primero por el ángulo del noroeste, y las construcciones anexas a estos patios". Se hizo un avalúo un poco amañado para que el valor real —unos noventa mil pesos— se redujese a lo que podía pagar la Escuela de Medicina: cincuenta mil pesos. La escritura se extendió el 7 de junio de 1854 ante el escribano público de la Nación Ramón de la Cueva; firmó por la parte vendedora el doctor don Salvador Zedillo, canónigo de la catedral y juez de Hacienda del Seminario Conciliar y del juzgado de capellanías y obras pías del arzobispado. La parte compradora estuvo representada por don José Urbano Fonseca, magistrado de la Suprema Corte e inspector general de Instrucción Pública.

En el mismo acto se seleccionaron las escrituras que la Escuela de Medicina iba a endosar en favor del Seminario Conciliar y como éstas sólo llegasen a 47 494 pesos con veintinueve centavos, se convino que el resto lo reconociese la Escuela con el rédito del seis por ciento anual, por el tiempo que requiriese para saldar el adeudo. Después se tuvieron que hacer ciertos ajustes, pues resultó que una escritura que importaba dos mil pesos a fin de cuentas no se pudo endosar al Seminario. Esto aumento en la misma cantidad la deuda de la Escuela, pero nada más hasta septiembre de 1855, cuando la institución médica pudo hacer uso de otra escritura por valor de cinco mil pesos y pico, con lo que se saldó toda la cuenta. Desde ese momento, "la Escuela de Medicina quedó dueña exclusiva de una gran parte del vasto edificio que en la época colonial ocuparon los inquisidores".

En esta nueva operación otra vez los profesores de la Escuela de Medicina intervinieron de manera importante. En efecto, de ellos fue la elección del inmueble; ellos hicieron las gestiones ante el arzobispado y frente a don José Urbano Fonseca para la realización de la compraventa. Finalmente, enterados los maestros de los recursos económicos de la Escuela, decidieron echar mano de éstos para solventar la operación.

Cabe señalar que autoridades y profesores de la Escuela no cesaron de reclamar la propiedad de San Hipólito. Por ejemplo, en 1856 pedían se les autorizase a venderla para resarcirse de los gastos que acababan de hacer en la compra y arreglo del edificio de la plaza de Santo Domingo. Un tal señor González Pliego ofrecía cuarenta y seis mil pesos.

EN EL ESTABLECIMIENTO DE CIENCIAS MEDICAS SE ENSEñABA FISIOLOGÍA MODERNA

El decreto que da vida al Establecimiento de Ciencias Médicas incluía la lista de cátedras que ahí debían impartirse: 1) anatomía general, descriptiva y patológica; 2) fisiología e higiene; 3) primera y segunda cátedras de patología interna; 4) primera y segunda cátedras de patología externa; 5) materia médica; 6) primera y segunda cátedras de clínica interna; 7) primera y segunda cátedras de clínica externa; 8) operaciones y obstetricia; 9) medicina legal y 10) farmacia teórica y práctica.

El 27 de octubre de 1833 el gobierno nombra profesor de anatomía a Guillermo Cheyne; de fisiología e higiene a Manuel Carpio; a Ignacio Erazo de patología interna; a Pedro Escobedo de patología externa; a Isidoro Olvera de materia médica; a Francisco Rodríguez Puebla de clínica interna; a Ignacio Torres de clínica externa; a Pedro del Villar de operaciones y obstetricia; a Agustín Arellano para medicina legal y a José Vargas para farmacia.

En la tarde del 5 de diciembre de 1833 el director Casimiro Liceaga convocó a la primera junta, en la que "pidió a los profesores de los ramos prácticos que presentaran a la mayor brevedad posible una nota de los instrumentos y utensilios que consideraran indispensables para la enseñanza". Además, se eligieron las piezas —del convento de Belén— donde se darían las cátedras.

"Sin independerse absolutamente de las ideas aún dominantes" —dice el historiador Flores—, se nombró al padre Crescencio Bonilla capellán del Establecimiento. También fue nombrado el médico. Por ciento veinte pesos anuales Ignacio Torres se comprometió a desempeñar tal cargo, los cuales venían a sumarse a los mil y pico que ganaría como profesor de clínica externa. Estas y otras "dotaciones no pasaron de ser cuentas alegres, pues puede decirse que jamás fueron cubiertas. El país pasaba por una de sus peores crisis económicas.

Si hemos de atenernos a aquello de lo que poseemos información más o menos segura, ya sea directa o indirecta, tendremos que decir que no hay evidencias de que en el flamante Establecimiento de Ciencias Médicas o Colegio de Medicina se haya enseñado anatomía general a la manera de Bichat, pues en el texto de la cátedra, lo que en algunas fuentes aparece como "anatomía, anatomía general y anatomía patológica", es el compendio de anatomía descriptiva de J. P. Maygrier. Nosotros hemos localizado en la biblioteca del Departamento de Historia y Filosofía de la Medicina de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México una traducción al español hecha por Manuel Hurtado de Mendoza (de la cuarta edición francesa) y publicada en Madrid en 1820. Se trata de un buen compendio de anatomía descriptiva, pero nada más.

En vista de lo anteriormente expuesto, nos referiremos tan sólo al paso hacia la medicina científica que constituyó la enseñanza de la fisiología siguiendo el Précis de Physiologie de Franñois Magendie. Desde su fundación en 1833 y por varios años, la cátedra estuvo a cargo de nuestro conocido Manuel Eulogio Carpio.

Veamos, siquiera de pasada, la almendra de las ideas y obra de Magendie:

Franñois Magendie fue un médico francés (1783-1855), que a principios del siglo XIX mucho contribuyó a la edificación de la medicina científica. Para Magendie, la fisiología, la ciencia de nosotros mismos, estaba por hacerse. Se haría, dijo Magendie, siguiendo los pasos de Galileo y de Newton, es decir, observando y experimentando, mas no imaginando o creyendo a pie juntillas en lo que habían dicho los autores de la Antigñedad como Aristóteles y Galeno.

Estando ya construida la ciencia de nosotros mismos o fisiología, según la había denominado Francis Bacon, la medicina se convertiría también en una ciencia, pues para Magendie la medicina no era sino la fisiología del hombre enfermo, es decir, la ciencia de nosotros mismos, pero enfermos.

Mas no vayamos tan de prisa y veamos cómo entiende Magendie la evolución de las ciencias naturales, entre ellas la fisiología:

Las ciencias naturales han tenido, como la historia, sus tiempos fabulosos. La astronomía empezó por la astrología; hasta hace poco tiempo la química era alquimia; por muchos años la física sólo fue un conjunto vano de sistemas absurdos. ñSingular condición de la mente humana; tal parece que necesita vivir largo tiempo en el error antes de osar el abordaje de la verdad!
Las ciencias naturales estuvieron sumergidas en el tiempo fabuloso hasta el siglo XVII. Entonces surgió Galileo y sus admirables descubrimientos le enseñaron al mundo que para conocer la Naturaleza no bastaba con imaginar, o con creer lo que habían dicho los antiguos, sino que era indispensable observarla y, sobre todo, interrogarla por medio de experiencias.
Esta fecunda filosofía fue la de Newton. Desde sus inmortales trabajos ella no cesa de inspirarnos. Esta misma filosofía fue la de los hombres de genio que en el siglo pasado aniquilaron la vieja doctrina de los cuatro elementos, es decir, aquella según la cual todo estaba constituido por tierra, agua, aire y fuego
ñGloria pues a Galileo! Al demostrar por ejemplos memorales las inmensas ventajas de la observación y la experiencia; al apartar a la mente humana de aquella falsa dirección donde por tantos siglos sus fuerzas se agotaron en vano, este hombre genial realmente ha puesto las bases de las ciencias físicas; de esas ciencias que elevan la dignidad del hombre, que aumentan sin cesar su poder, que aseguran la riqueza y el bienestar de las naciones, que colocan a nuestra civilización por encima de todas las del pasado y preparan un brillante provenir a las nuevas generaciones.


Me gustaría decir, prosigue Magendie, que la fisiología, esa ciencia de nosotros mismos, ha tomado el mismo vuelo y experimentado la misma metamorfosis que las ciencias físicas. Mas desgraciadamente no ha sido así:

La fisiología aún es, en muchas mentes y en muchos libros, una obra de la imaginación. Tiene sus creencias muy diversas, sus sectas opuestas, militantes; se admiten seres quiméricos que, semejantes a los dioses del paganismo, presiden los fenómenos vitales; se invoca la autoridad de los autores antiguos, considerados como infalibles.


Estamos, recuérdese, a principios del siglo XIX es decir con un pie en lo imaginado, en lo creído, y con otro en lo observado y experimentado. Esta etapa de transición se ve en la fisiología:

Mas, por fortuna, gracias al empleo del método experimental al estudio de la vida, la ciencia fisiológica se ha enriquecido, pero no en su forma general. Ciertamente, al lado del conocimiento experimental de los fenómenos de la circulación de la sangre, de la contracción muscular, etc., existen, y se les da la misma importancia, simples metáforas como sensibilidad orgánica, algunas creaciones imaginarias como fluido nervioso o ciertos términos ininteligibles como fuerza o principio vital.


Bien sabe Magendie la serie de dificultades que tiene que vencer aquel que se empeñe en el progreso de las ciencias en general, y en especial en el de la fisiología. Éstas son, según nuestro personaje, las principales: 1) una repugnancia extrema ante los experimentos hechos en animales vivos, así como la pretendida imposibilidad de aplicar al hombre las deducciones así obtenidas; 2) la ignorancia casi absoluta sobre la manera de proceder para conocer la realidad; 3) el apego a las viejas ideas, siempre protegidas por la pereza y la incapacidad de dudar; 4) esa especie de pasión tenaz que ponen los hombres para persistir en sus errores.

Enormes obstáculos que era indispensable vencer. Y Magendie los venció porque estaba convencido que iba en la vía correcta y contaba "con la leve pero constante influencia de la verdad", y ya el medio no era tan cerrado. En efecto, hoy —decía Magendie por 1830—,

... las hipótesis sobre las funciones orgánicas ya no son acogidas con tanto favor como antes; la creencia, tan nociva como absurda, de que las leyes físicas no tienen ninguna influencia en los cuerpos vivos ya no tiene la misma fuerza que antes; las mentes superiores empiezan a entrever que puede haber en los seres vivos diversos órdenes de fenómenos y que los fenómenos puramente físicos no excluyen a las acciones propiamente vitales. Finalmente, ya nadie duda hoy en día que las investigaciones hechas experimentalmente en animales son aplicables al hombre con una notable precisión.


Bajo estas progresistas luces, creía Magendie que en poco tiempo la fisiología, ligada estrechamente a las ciencias físicas, adquiriría el rigor del método de éstas, la precisión de su lenguaje y la certidumbre de sus resultados.

La medicina, que, como hemos dicho, para Magendie no era sino la fisiología del hombre enfermo, no tardaría en seguir la misma dirección, de alcanzar la misma altura.

Magendie introdujo en las ciencias médicas la experimentación en animales. Por los años ochenta del mismo siglo XIX, su seguidor Claude Bernard —el alumno superó al maestro—, le llamaría a esta investigación de laboratorio con animales medicina experimental, expresión que en la mente de Bernard era igual a medicina científica.

Hay por ahí una que otra información aislada y escueta que nos permite decir que alrededor de los años treinta del siglo XIX el profesor de fisiología en el Establecimiento de Ciencias Médicas o Colegio de Medicina, el doctor Manuel Eulogio Carpio, solía hacer experimentos en animales. Ya veremos más adelante que al correr de los años este adelantado método de enseñanza fue tan poco empleado, que cuando algún profesor osaba recurrir a él, los alumnos volteaban la cara horrorizados.

CAMBIOS NO REVOLUCIONARIOS

El primitivo plan de estudios del Establecimiento de Ciencias Médicas fue reformado en octubre de 1834. Las novedades eran las siguientes; la separación que ya se señaló de la obstetricia y las operaciones, y a la vez la unión de la enseñanza de estas últimas con la de la anatomía, en tanto que la clase de obstetricia se enriquecía con la enseñanza de las enfermedades de mujeres y niños. (Quizá se tratara de las dolencias de las "mujeres en puerperio" y de las enfermedades de los niños recién nacidos.)

Otras novedades fueron que la cátedra de materia médica se llamó "Terapéutica y materia médica", aunque quizá correspondía otro contenido a esta denominación; y el hecho de que a la de farmacia se agregara la de botánica. Llama la atención que en el plan de estudios de 1834 ya no se hable de la "anatomía general, descriptiva y patológica". ¿Quiere decir que se volvió a la enseñanza tradicional de la anatomía descriptiva, o que jamás se salió de ella?

Es interesante hacer notar que a partir de este plan de estudios se iniciaron entre la reabierta Universidad y el Establecimiento de Ciencias Médicas o Escuela de Medicina —nombre que oficialmente adquiere en 1842— unas relaciones habitualmente difíciles. Por el momento no bastaban, para adquirir el grado de doctor en medicina, los cursos que se impartían en esta institución, sino que se necesitaba que el estudiante asistiese a la Universidad para cursar y aprobar zoología, medicina legal, medicina hipocrática e historia de la medicina.2

En 1843 hubo otra reforma al plan de estudios de la Escuela de Medicina: la carrera se haría en once años; los seis primeros tendrían el carácter de estudios preparatorios y comprenderían las siguientes cátedras: gramática castellana, latina y francesa; ideología, lógica, metafísica, moral, matemáticas, física experimental, historia natural médica, física y química médicas.

En los cinco años de estudios propiamente profesionales, se cursarían anatomía y fisiología, ésta con elementos de higiene; anatomía patología, farmacia y clínica quirúrgica; patologías externa e interna, medicina operatoria y clínicas médica y externa; terapéutica y materia médica; obstetricia, "enfermedades de mujeres paridas y de niños recién nacidos" y medicina legal.

La gran novedad de este plan es la inclusión en el ciclo preparatorio de la física y de la química médicas, sobre todo por lo que en el futuro dichas disciplinas contribuirán al conocimiento biomédico. Lamento no conocer más a fondo en qué consistían y cómo se impartían tales materias; sólo sé que se compraron algunos aparatos y que Leopoldo Río de la Loza, maestro de química, escribió unos apuntes o texto.

NOTAS

1 Herencia colateral. Se usó el término transversal en una ley de pensión de herencias transversales de mediados del siglo XIX. Colateral es el parentesco de los que no son ascendientes ni descendientes. Es, pues, el de hermano, tíos, primos, sobrinos.

2 Ya dijimos, al hablar de las cátedras "de perfección", que no hay noticias sobre el cumplimiento de este requisito.

ÍndiceAnteriorPrevioSiguiente