V. EN MÉXICO SE HACE CLÍNICA CIENTÍFICA. VIDA Y OBRA DE MIGUEL F. JIMÉNEZ

AL ESTUDIAR la historia de la clínica es posible distinguir dos extensas etapas. La primera abarca los tiempos cuando la clínica era toda la medicina; la segunda, que se prolonga hasta el presente, se inicia en el momento en que la clínica pasó a ser la parte aplicativa de la medicina, lo que se hacía y se hace al lado del paciente con el objeto de identificar y manejar médicamente un problema de salud. Esta segunda etapa a su vez puede dividirse así: a) cuando lo único que en verdad conocía el clínico del complejo fenómeno que es la enfermedad, eran sus síntomas y signos aparentes.1 En esta etapa el médico suplía con creencias o suposiciones su ignorancia acerca de la etiología y patogenia de la enfermedad; b) cuando los síntomas y signos fueron considerados como expresiones o manifestaciones de una alteración en la estructura del cuerpo humano; c) cuando esta relación significante-significado abarcó, además de la "lesión" anatómica o morfológica, la "lesión" dinámica o fisiológica; d) cuando el nexo semiótico síntoma-"lesión" o signo-"lesión", comprendió también a la "lesión" psíquica, a la alteración del individuo como persona. Veamos siquiera de pasada cada una de estas etapas.

CUANDO LA CLÍNICA ERA TODA LA MEDICINA

Esta etapa corresponde al estado integrado y unitario de la medicina, al más claramente ligado a su función. Ciertamente, si la medicina nace como respuesta a la necesidad profundamente humana de no enfermar, de no sufrir y hasta de no morir, o bien esa respuesta primitiva es nada menos, ni nada más, lo que hoy llamamos clínica, la medicina de entonces no iba más allá de ser pura clínica.

En vista de esto, podemos decir que en su principio clínica y medicina eran una misma cosa: la puesta en práctica, ante un enfermo o un hombre en posibilidad de enfermar, de una serie de recursos, en el primer caso para curarlo o aliviarlo, y en el segundo para evitar que enfermase. Esto último podría sorprender a algunos; sin embargo, el uso de amuletos, las recetas de diversos tipos para evitar contraer enfermedades, principalmente epidémicas, se encuentran a cada paso en la historia de la medicina. Tal información nos permite decir que la medicina preventiva es tan vieja como la curativa, que lo nuevo o reciente es la importancia dada a la primera.

Creo que conviene aclarar esto de que hubo una época en que la medicina se reducía a la clínica. La clínica es una praxis, o sea un hacer algo para alcanzar cierto fin, acción que está fincada en una "teoría", en algo que se cree, se supone o se sabe respecto a qué es la enfermedad y cómo se ha contraído, además de un saber o un creer respecto al cómo y el por qué tiene acción terapéutica lo que el médico dice y hace ante y con el enfermo.

Hubo una larga época en la que el clínico era la persona en la que se concentraba todo este saber, creer e imaginar; en que no había más médicos que los clínicos, en que la medicina no era más que clínica.

Pero cuando se descubrieron las alteraciones anatomopatológicas de los diferentes órganos o tejidos del cuerpo humano, y se consideraron como lo más seguro, lo menos inequívoco del fenómeno llamado enfermedad, razón por la cual dichas alteraciones fueron la base para una clasificación científica de las enfermedades y para una nomenclatura nosológica de igual carácter, la medicina se dividió cuando menos en dos ramas: la clínica y la anatomía patológica. Al principio, era posible que un solo individuo abarcase las dos. Tal fue el caso de Laennec en Francia y de Miguel Francisco Jiménez en México. Después, cada campo se constituyó en una especialidad, la que, al correr del tiempo y tener lugar la extensión del conocimiento que los años venían acumulando, se desmembró en varias subespecialidades.

Hasta una medicina sin enfermos empezó a desarrollarse. Entre los primeros médicos que hicieron una medicina sin enfermos, según expresión de Claude Bernard, se cuenta a este distinguido fisiólogo (1813-1878), quien enriqueció el conocimiento anatomopatológico de la "lesión" con su conocimiento fisiopatológico, y Rudolf Virchow (1821-1902), fundador de la llamada patología celular. Ellos abrieron el camino por el cual la clínica dejó de ser toda la medicina al mismo tiempo que hacían de esta última una semiótica, es decir, una ciencia y una técnica de síntomas y signos como elementos significantes de una patología subyacente.

LA CLÍNICA COMO PARTE APLICATIVA DE LA MEDICINA

En cierto momento de su historia, la medicina se divide en la clínica y el resto. Este resto, sin embargo, es el que en adelante hace posible la tarea clínica, el que la enriquece, la vuelve más efectiva y, en fin, el que le proporciona fundamento científico.

En efecto, el médico botánico se dedica a descubrir y describir plantas terapéuticamente útiles; el anatomista a precisar forma, tamaño, situación y relaciones de los órganos y aparatos del cuerpo humano, información que el clínico aprovechará en el diagnóstico y en el manejo terapéutico. Por su parte, el fisiólogo, desde su laboratorio de medicina experimental, le dirá al clínico, entre otras cosas, a qué anormalidades fisiológicas corresponden los síntomas y signos que él encuentra al estudiar clínicamente a sus enfermos.

En la actualidad, la parte no clínica de la medicina es inmensa; mas para que en verdad continúe siendo medicina —hago esta aclaración porque a veces se pierde el rumbo—, debe conservar la estructura propia e inmutable de la medicina, que es la de ser un conjunto de recursos orientados a conocer y manejar los problemas de salud del hombre.

La diferencia más aparente entre esta parte de la medicina y la clínica, es que mientras aquella se preocupa de generalizaciones, de abstracciones y teorías, o de asuntos que a primera vista no parece que tengan relación con la clínica, el imperativo de ésta es concretar y personalizar siempre su acción, proceder que consiste, la mayoría de las veces, en aplicar en determinada persona aquellos conocimientos generales que el resto de la medicina ha puesto a su disposición.

CUANDO LO ÚNICO QUE CONOCÍA EL MEDICO SOBRE LA ENFERMEDAD Y ALGUNOS SIGNOS ERAN SUS SÍNTOMAS

Para el fin que aquí perseguimos, podemos dividir al complejo proceso de la enfermedad en cuatro años:

a) el de la etiología; b) el de la patogenia; c) el de la "lesión", y d) el de los síntomas y signos.

El conocimiento empírico de la enfermedad empezó por el plano de los síntomas y signos, sin faltar ocasiones para conocer por este medio algunos elementos correspondientes a la etiología.

El conocimiento entendido no como la simple observación, sino como la reacción del sujeto a esa observación, empieza por integrar a la enfermedad en un solo plano: el de los síntomas y signos aparentes. En el principio, el síntoma o el signo aparente se toman como la enfermedad misma a la cual le dan nombre: diarrea, dolor de pecho, fiebre. El paso siguiente consiste en tomar en cuenta ciertas peculiaridades de los síntomas o signos aparentes, entre ellos la regularidad con los que dos o más se presentan al mismo tiempo. Van naciendo así, sobre bases plenamente empíricas, los conjuntos de síntomas y signos que más tarde recibirán el nombre de síndromes.

Para distinguir entre sí a las enfermedades reducidas al plano de los síntomas y signos aparentes, era necesario que el clínico observara con minuciosidad y describiera con apego a la realidad. La observación debería ser tan acuciosa y completa como la de los botánicos o "fitólogos", y la "reproducción" de lo observado por medio de la palabra escrita o hablada, tan fiel y completa como la de los pintores. Éstos eran los modelos —fitólogos y pintores— que Sydenham (1624-1689), apodado el Hipócrates inglés, les ponía a los clínicos del siglo XVII. Al seguirlo, los médicos se convirtieron en consumados nosografistas y en autores de extensas y embrolladas clasificaciones de las enfermedades, basadas, como se comprende, en sus síntomas y signos aparentes, casi siempre teniendo en cuenta su curso o evolución. Los nombres de Franñois B. de Sauvages (1706-1767) y Philippe Pinel (1745-1826), han pasado a la historia como grandes nosografistas.

CUANDO LOS SÍNTOMAS Y LOS SIGNOS SE CONSIDERARON COMO LAS MANIFESTACIONES CLÍNICAS DE LESIONES ANATÓMICAS

Llega un momento, que expresa bien Giovanni Battista Morgagni (1682-1771) en el siglo XVIII, en que se concreta el interés de encontrar y conocer la "sede" o sitio de la enfermedad, y la mirada se dirige al interior del cuerpo humano, a la intimidad de órganos y tejidos. La teoría y el método para esta búsqueda los aportan, primero, la anatomía y, después, la anatomía patológica.

Al seguir por este camino, el médico descubre "lesiones" y observa la coincidencia de algunas de ellas con determinados síntomas y signos. A partir de este momento el conocimiento de la enfermedad ya abarca dos planos: el de los síntomas y signos (estos últimos ya no reducidos a los aparentes), y el de la alteración orgánica que genéricamente hemos llamado "lesión". La primera disciplina científica que dio cuenta de ella fue la anatomía patológica. Este plano de lo morfológico con el tiempo se fue ampliando hasta comprender las "lesiones". fisiológicas, bioquímicas, inmunológicas, etcétera.

EL NACIMIENTO DE LA CLÍNICA MODERNA

El siglo XIX es producto de la Ilustración, aunque pronto se ve matizado por el romanticismo Se ha dicho que cansada Europa de su segunda Edad Media, o sea del barroco; cansada del dogma, fuese el católico romano o el puritano ginebrino; cansada de los monarcas absolutos "por la gracia de Dios", comenzó a virar hacia otras formas intelectuales y sociales. La nueva guía fue la razón, y la Ilustración el movimiento científico y social a que está tendencia dio lugar.

Las novedades históricas se expresan más tardíamente en la medicina que en el arte y la filosofía. Aunque en ésta ya es posible encontrar conceptos ilustrados desde finales del siglo XVII y principios del XVIII —"al seguir a la razón no dependemos más que de nosotros mismos, y por ello nos convertimos en cierto modo en dioses", decía Gilbert en 1700—, es hasta mediados del siglo XVIII cuando la nueva corriente domina en la medicina de vanguardia.

Podemos decir que la clínica moderna nace en los últimos años del siglo XVIII. En una primera etapa del conocimiento de la enfermedad, éste se limita al plano de los síntomas y de los signos aparentes, conocimiento al que se agregan "teorías", creencias o suposiciones sobre la manera de producirse estos fenómenos.

En una segunda etapa, la enfermedad se conoce en dos planos, y a veces en tres. El segundo, que es el que ahora me interesa tocar, es el de la "lesión" o alteración de órganos, tejidos o células. Es entonces cuando los síntomas y signos (a los signos aparentes se vendrán a agregar los signos físicos), entran de lleno al campo de la semiótica, es decir, se convierten en significantes de otros hechos o fenómenos —los que conforman ese segundo plano de la enfermedad del que venimos hablando—, y el diagnóstico se finca en dos tipos de acción: 1) la recolección de síntomas y signos y 2) el desciframiento de su lenguaje en tanto elementos semióticos —Laennec a la cabeza (1781-1826)—, es el espacio temporal en que tal hazaña tiene lugar. Fue necesario que a la razón se agregara la imaginación, el "sueño" romántico que la lanzase hacia lo no visible ni tangible.

Ciertamente, la manera de conocer propia de la Ilustración es la visión descriptiva. Ver y describir pormenorizada e inteligentemente es definir y definir es conocer, solía decirse entonces. No está bien definido —escribió Buffon (1707-1788)— sino lo que ha sido exactamente descrito.

Repárese en que por este camino el conocimiento llega hasta donde penetra la mirada, y que en esta limitación reside el alcance del método para obtenerlo. Por tanto, lo que se impone es volver accesible a la mirada hasta los espacios más recónditos y oscuros, hasta los objetos más lejanos o pequeños. En una palabra, hay que hacer visible lo invisible.

En una primera etapa, la genuinamente ilustrada, los ojos del clínico describen y definen lo que alcanzan a ver de manera directa; lo que, usando una expresión de la época, cae espontáneamente en la esfera perceptiva de los sentidos. No solamente de la mirada sino también del tacto, del olfato o del oído.

Estos fenómenos que "caían" dentro del campo perceptivo de los sentidos eran los síntomas y los signos aparentes. Con tales elementos se "construyó" a la enfermedad como algo totalmente visible, tocable, audible y aun gustable, todo ello evolucionando de cierta manera a través de determinado tiempo, ya hacia la curación, ya hacia la muerte.

Así nació una manera de describir y clasificar las enfermedades al "modo" botánico, o sea aprovechando todos sus caracteres aparentes, pero excluyendo los que se debían a la "idiosincrasia del enfermo", o a los efectos de la terapéutica. Divididas las enfermedades en géneros y especies, el diagnóstico consistía en identificar a qué especie y género correspondía la enfermedad que sufría determinada persona. Los seguidores de esta escuela fueron conocidos como los nosógrafos. El último de ellos fue Phillipe Pinel (1745-1826), aunque no puede considerársele un nosógrafo puro, pues ya toma en cuenta ese plano "lesional" de la enfermedad al que en cierto modo están ligados los síntomas y signos. De Pinel hemos hablado en el capítulo I de este libro.

En la primera mitad del siglo XIX, es ya corriente la interpretación de los síntomas y signos como expresiones de una "lesión" o "patología" que se encuentra en la intimidad del cuerpo humano. En consecuencia, la enfermedad, partiendo de un proceso superficial totalmente expuesto a la mirada de quien supiera verlo, adquiere otra dimensión que la adentra hasta la intimidad de los órganos, hasta la entraña del cuerpo humano; dimensión que el médico puede descubrir si sigue la flecha de los datos clínicos. Saber seguir esta "flecha", entender el lenguaje de los síntomas y signos, es la consigna de la nueva clínica. Ésta queda estructurada, por tanto, como un rico campo de significantes y significados que en una especie de movimiento continuo lleva, a quien quiera conocerlo, de la cama de hospital a la sala de autopsias. Bajo la influencia de Claude Bernard, otra figura del romanticismo, el viaje se hará triangular: cama de hospital, sala de autopsias y laboratorio de medicina experimental.

La consigna la había dado Xavier Bichat (1771-1802) en 1801, al decir que la medicina tendría derecho a asociarse a las "ciencias exactas" (de las que hasta entonces había sido rechazada) cuando, por lo menos en lo tocante al diagnóstico de la enfermedad, al conocimiento riguroso de los datos clínicos se agregase el de las respectivas alteraciones de los órganos... "¿Qué es, en efecto, la observación clínica, si se ignora dónde asienta el mal?", se preguntaba este hombre genial en quien Augusto Comte se apoyó para marcar el principio del positivismo en los conocimientos biomédicos.

Como se ve, y por favor no se olvide el aserto, "el mal", la enfermedad, ya no es el síntoma o el signo: son expresiones de alteraciones de los órganos, las cuales constituyen la enfermedad propiamente dicha. Quien quiera conocerla y clasificarla "positivamente", no debe recurrir a los datos clínicos sino a esas alteraciones o "lesiones" cuyas características son bastante más constantes y seguras que los síntomas y signos, según dijera Laennec por 1816.

Si la enfermedad es la "lesión" orgánica, se impone encontrar los medios más seguros para diagnosticarla. Al reflexionar sobre el asunto, Laennec dice que los médicos conocen la insuficiencia para tal objeto de los síntomas o signos provenientes del "estado general del enfermo y de la alteración de las funciones", y que siempre han deseado contar con datos más seguros. Es el propio Laennec quien satisface esta necesidad al enriquecer a la clínica con el signo físico. Éste es un fenómeno audible, visible o palpable (si se sigue determinada técnica y/o se usan ciertos aparatos), producto de una alteración orgánica, de una "lesión) anatomopatológica. De la revolución clínica que armó Laennec con la invención del estetoscopio y el descubrimiento de varios signos físicos de enfermedades cardiacas y respiratorias nos hemos ocupado en el capítulo II de este libro.

EVOLUCIÓN DE LA ENSEñANZA CLÍNICA EN MÉXICO

En 1844 —cuando lleva once años de fundado (no de trabajar ininterrumpidamente) el Establecimiento de Ciencias Médicas, por estas fechas llamado ya Escuela de Medicina—, el médico José María Reyes cree necesario señalar los "principales defectos de que adolece la enseñanza de cada rama de la medicina", y "por su importancia y pésimo arreglo", empieza con la clínica, diciendo que su estudio es uno de los más importantes...

supuesto que nadie ignora que el objeto principal del médico es conocer las enfermedades humanas e investigar los medios para combatirlas. Pero estos conocimientos deben ser prácticos: las bellas descripciones de los autores de patología y su erudición de nada sirven cuando acercándonos a la cabecera de un enfermo no sabemos apreciar cada uno de los síntomas que ofrece, ni podemos conocer los signos reales de su mal, porque no están conformes con las imágenes que nos había formado nuestra mente: entre el estudio teórico y el práctico hay en casi todas las ciencias una inmensa distancia que es preciso acortar, habituándonos a valorizar las nociones especulativas. Este hábito no se adquiere por sólo la naturaleza, sino que es preciso que el hombre ejercitado y conocedor nos lo vaya formando. En clínica más que en ningún otro ramo se hace necesaria esta enseñanza.


Tres puntos capitales habrán de tomarse en cuenta para mejorar la enseñanza de la clínica: "El primero corresponde a las funciones de los catedráticos; el segundo al arreglo de los hospitales, y el último a la conducta de los discípulos."

Por lo que toca al catedrático, éste

... no debe limitarse a ser un simple narrador de las doctrinas más o menos halagñeñas que cada sistema ha desenvuelto, ni debe afectarse de las preocupaciones de su secta, ni de las vulgaridades que tanto ascendiente ejercen aun en algunos hombres ilustrados: destinados a completar la instrucción de la juventud, en cuyas manos estarán muy pronto la salud y la vida de los hombres, una culpable ineptitud de su parte convertirá a muchos médicos en azote de la humanidad, y sólo ellos serán responsables de todas sus faltas.


Según Reyes, muchos profesores no tienen merecimientos ni agallas para serlo; solamente aceptan el nombramiento para presumir de que son catedráticos. Hace referencia también a los faltistas y a los que no siguen ningún método en la elección y estudio de los enfermos que muestran a los alumnos. Hay que ir "de lo simple a lo compuesto, de lo fácil a lo difícil y de lo claro a lo oscuro", señala. Pasar visita en media hora a cincuenta o sesenta enfermos "que se hallan confundidos bajo unas mismas condiciones higiénicas, es ciertamente no dar lección alguna e introducir mayor confusión en la mente de los jóvenes", dice claramente don José María.

Por lo que toca a los hospitales, "en el defectuosísimo San Andrés, que hoy sirve al Colegio de Medicina, por mucho empeño que se tome en mejorar la enseñanza siempre será incompleta e irá marcada con los vicios consiguientes al desorden bajo el cual, puede decirse, está sistemado".

Estas deficiencias del Hospital de San Andrés se atribuían a que el nosocomio no estaba dirigido en lo económico, y muchas veces tampoco en lo científico, por médicos. Esto traía por resultado, entre otras cosas, que existiera una mala botica, una peor alimentación y que enfermos de todo tipo se hacinaran en una misma sala.

Por lo que se refiere a los alumnos, bastaba con esta trascendente recomendación:

Además de [tener] los conocimientos antecedentes al estudio de la clínica y del empeño en aprovechar, deben inspirar confianza a los enfermos, acostumbrarse a ejercer cierto ascendiente sobre ellos, tratarlos con cariño sin familiarizarse demasiado, y observarlos varias veces al día, llevando siempre un apunte de los fenómenos que presentaron en las visitas anteriores.


Aquello que dijera Michel Foucault en su libro El nacimiento de la clínica acerca de que la clínica no tiene pasado, surge en estas observaciones del doctor José María Reyes que hoy tienen tanta vigencia como en 1844, año en que fueron publicadas en el Periódico de la Sociedad Filoiátrica de México.

En 1846 cambia la denominación de clínica médica y quirúrgica por la de interna y externa, respectivamente. Se sigue el texto de Raciborski en la primera y el de Tabernier en la segunda. La clase es diaria, de dos horas. El primer profesor de clínica médica fue el doctor Francisco Rodríguez Puebla. Le sucedieron en dicho puesto Miguel Francisco Jiménez y a éste Manuel Carmona y Valle.

En 1852 se estudian los mismos libros de texto. Los catedráticos son: Ignacio Torres, de clínica externa, y Miguel F. Jiménez de clínica interna. En cuanto al horario de esta última, Luis E. Ruiz, en sus Apuntes históricos de la Escuela Nacional de Medicina, dice que la clase es "diaria al amanecer".

En 1857 se suprimen "los libros que se estudian actualmente en las cátedras de clínica", y en el programa de estudios para 1862 aparecen los textos de Nélaton, para clínica externa, y el de Bouchard para clínica interna. Seis años más tarde desaparecen los textos para las materias clínicas, que ahora comprenden a la obstetricia. Pablo Martínez del Río es el profesor de esta nueva materia.

En el programa para 1872 se dice cómo se imparten las clínicas y también dónde. Son "lecciones a la cabeza de los enfermos en el hospital de San Andrés". Por lo que toca a la clínica de obstetricia, ésta es "lección práctica en el hospital de maternidad". En otro programa de estudios para el mismo año se señala que las tres clínicas consisten en "lecciones orales a la cabecera de los enfermos y en academias".

Para 1875, Francisco Montes de Oca se ha hecho cargo de la clínica externa, mientras que Miguel E. Jiménez continúa impartiendo la interna. En 1879, Ricardo Vértiz ha tomado el lugar de Montes de Oca y Manuel Carmona y Valle el de Miguel F. Jiménez.

Todo permanece igual hasta 1884, cuando la enseñanza de las clínicas externa e interna se extiende a dos años; la primera en el segundo y el cuarto años de la carrera, y la segunda en el tercero y quinto. Tobías Núñez se encarga de la clínica externa de segundo año y Rafael Lavista de la de cuarto. Ildefonso Velasco es el profesor de clínica interna de tercer año, y Manuel Carmona se queda con la de quinto. Juan María Rodríguez es el profesor de clínica de obstetricia y el libro de que es autor sirve de texto.

En 1894, entre las llamadas "clases de perfección" —éstas aparecen por primera vez en el programa de la Escuela Nacional de Medicina para l888—,2 encontramos a la "clínica infantil". Consiste en lecciones orales de dos horas y media, tres veces por semana, que imparte C. Tejada.

Al finalizar el siglo XIX la enseñanza de la clínica en la Escuela Nacional de Medicina comprende las siguientes asignaturas: clínica propedéutica médica y quirúrgica, clínica médica, clínica quirúrgica, clínica de obstetricia, de ginecología, de enfermedades de los niños, de oftalmologia y de enfermedades mentales. Hay en la ley de enseñanza respectiva alguna observación que vale la pena subrayar, como aquella de que la clínica propedéutica empezaría aplicando los medios de exploración al hombre sano "para conocer los órganos en estado fisiológico".

Desde el tercero hasta el sexto año —último entonces de la carrera—, el alumno recibiría entrenamiento clínico. "Las clínicas médica, quirúrgica y de obstetricia serán diarias; las de enfermedades de niños, ginecología y oftalmología, cada tercer día; y las de enfermedades mentales dos veces a la semana".

VIDA Y MUERTE DEL DOCTOR MIGUEL FRANCISCO JIMÉNEZ

La más importante figura en el desarrollo de la clínica moderna en México es el doctor Miguel Francisco Jiménez, nacido en Amozoc, Puebla, en 1813. De cuna humilde, queda huérfano a los 17 años. Estudia primero en el seminario e ingresa al recién creado Establecimiento de Ciencias Médicas en 1834. Cuatro años después presenta su examen de médico cirujano según consta en el acta que en seguida trascribimos:

El Ciudadano Miguel Francisco Jiménez, alumno cumplido del Establecimiento de ciencias médicas como lo comprobó por su respectiva certificación, abrió puntos para ser examinado en ambas facultades la tarde del 10 de septiembre de 1838; de las materias que le señaló la suerte eligió para su exposición la de Lesiones de continuidad en general.
Sufrió sus exámenes theorico y práctico en ambas facultades en la casa del presidente de la Facultad las tardes de los días 12 y 13 del referido mes y año y obtuvo la aprobación por unanimidad de votos, habiéndose solicitado por tres de sus sinodales que la votación fuese por aclamación, declarando su aprobación por lo bien que desempeñó sus exámenes. Fueron sus sinodales los SS. Gracia, Ballesteros, Becerril, Martínez y Bustillos.
México, septiembre 13 de 1838.
TERÁN
Srio.


Once días más tarde, Jiménez escribía de su puño y letra y bajo su firma, en la parte inferior de este documento, lo siguiente: "Recibí mi título hoy 24 de sept./38." Se iniciaba así una brillante carrera en la práctica médica y en la docencia. En el Establecimiento de Ciencias Médicas, Jiménez enseñó primero anatomía y después clínica interna.

Tuvo el doctor Jiménez la feliz decisión de escribir y publicar sus observaciones, investigaciones y lecciones clínicas. Sus trabajos más conocidos son los que tratan del absceso hepático, del cual trazó un cuadro clínico muy completo, según las distintas localizaciones del absceso. Se ocupó también de describir las complicaciones y de difundir el método curativo de la lesión hepática por medio de punciones evacuadoras.

El maestro Jiménez murió el 2 de abril de 1875. Una crónica de la época refiere que en la Escuela de Medicina (hoy Palacio de la Escuela de Medicina), donde estuvo depositado el cadáver desde el día 4, se efectuó una solemne ceremonia fúnebre el 8 de abril y que, concluido el acto,

...los alumnos tomaron en hombros el cadáver y organizada la comitiva fúnebre, se dirigió por las calles de los Sepulcros de Santo Domingo, Santa Catarina, etc. hasta Santa Ana; allí fue colocado el ataúd en el carro; el cortejo ocupó los carruajes, encaminándose a la ciudad de Guadalupe Hidalgo en cuyo panteón se verificó e entierro.


Mas no se crea que Jiménez había alcanzado el reposo definitivo. Por abril de 1906 se discutía en la Academia Nacional de Medicina si se compraba a perpetuidad la fosa en la que estaba enterrado el maestro en el cementerio de la Villa de Guadalupe, o bien se exhumaban los restos para depositarlos en otra "no tan humilde necrópolis". Esta propuesta fue la que ganó, por lo que el 18 de abril del citado 1906 fueron comisionados los doctores José Ramos, Gregorio Mendizábal y Eduardo Liceaga para arreglar la traslación de los restos al sitio que se eligiera, adquirir a perpetuidad el lugar y sobre él "levantar un pequeño monumento que conserve la memoria del maestro de muchas generaciones de médicos y fundador de la clínica nacional"

Por fin, el 22 de febrero del año siguiente —1907—, se llevó a cabo la exhumación, y a las 10 de la mañana del 2 de marzo se inhumaron los restos en la capilla de San Francisco Javier de la iglesia de la Santa Veracruz. Por lo que toca al monumento, en 1921 el doctor Everardo Landa decía lo siguiente:

Ignoramos por qué motivo no se ha cumplido con el acuerdo académico relativo a la erección del monumento; pero es enteramente factible y sobre todo justo el dicho proyecto. Jiménez brilló por su sabiduría y sus virtudes; Jiménez es acreedor a que su recuerdo perdure dignamente; Jiménez es una figura de primer orden en la historia de la medicina nacional y Jiménez parece que no vive sino en la memoria de unos cuantos.


LAS LECCIONES DE CLÍNICA MÉDICA DE MIGUEL F. JIMÉNEZ EN LA ESCUELA DE MEDICINA

De la obra escrita de Miguel F. Jiménez, sus Lecciones de clínica, que empezaron a publicarse en 1858, son los artículos que más directamente nos informan sobre su labor como profesor. Es la suya una enseñanza basada en el estudio de casos clínicos, alrededor de cuyas características va ocupándose de las maniobras y razonamientos que hacen posible el diagnóstico, de los datos en que fundamenta el pronóstico y de la terapéutica, por supuesto sin olvidar las características anatomopatológicas de la enfermedad. Veamos las lecciones sobre el hidrotórax.

Empieza el maestro recordando lo que "en la práctica" se entiende por hidrotórax:

Es costumbre generalmente recibida en la práctica designar con el nombre genérico de hydro-thorax o derrame de pecho las colecciones de líquido que espontáneamente se hacen en la cavidad de la pleura, ya sean de serosidad, de pus y también de sangre.


Advierte Jiménez que "convendría a la exactitud científica del lenguaje" llamar hidrotórax a la "simple hidropesía del pecho", denominar empiema a la colección de pus y "hemato-thorax" a la de sangre. Pero como es frecuente "en el curso del mal convertirse unos en otros los derrames referidos" y ser difícil a la cabecera del enfermo distinguir cada tipo, el maestro sigue la corriente de llamar hidrotórax a todo derrame pleural aunque, como se verá en seguida, se esforzará por enseñar a los alumnos a distinguir clínicamente el empiema del hemotórax y a ambos del simple derrame de serosidad.

El primer enfermo que Jiménez estudia se llama Antonio Campos. Es un panadero de 31 años, de constitución linfática, sin antecedentes personales ni familiares patológicos de importancia. Cincuenta y seis días antes,

... estando en su trabajo se sintió repentinamente herido de un fuerte dolor de costado derecho, que le embarazaba la respiración, y que muy luego se acompañó de tos muy tenaz, esputos con sangre y calentura que lo obligaron desde luego a hacer cama.


Con una sangría de 24 onzas, purgantes, bebidas diaforéticas, dieta y la aplicación de "aceites calientes en el lugar del dolor", al quinto día Antonio Campos parecía recuperado. Sin embargo, a las tres semanas

... volvió a sentirse menos apto para el trabajo; el decaimiento de fuerzas era invencible por las noches, en que además de la tos seca que se había hecho habitual, se sentía muy abochornado, inquieto, sudaba en muchas ocasiones y solía sentirse escalofriado. Al fin tuvo que abandonar su ejercicio, porque los esfuerzos que exige agitaban su respiración hasta llegar como a sofocarlo; perdió el apetito y comenzaron a hincharse los pies.


Después de esta valiosa información obtenida por medio de un interrogatorio bien dirigido, asistamos a la visita hospitalaria del 4 de febrero de 1856 y veamos cómo maestro y alumnos encuentran a Antonio Campos:

Hoy, 4 de febrero de 56, lo hallamos acostado sobre el lado derecho, único descúbito que puede conservar por largo tiempo: se incorporó con algún trabajo, y los movimientos respiratorios subieron entonces de 32 a 44 por minuto: persiste la tos seca, frecuente y no por accesos: los esputos son escasos, de mucosidad ligeramente turbia: hay diferencia notable a la vista en favor del volumen del lado derecho del thorax.


Hasta aquí lo que recoge una inspección general que comprende la observación del esputo. Luego viene la exploración física que empieza constatando, por la medición respectiva, el abombamiento del hemotórax derecho que ya conocemos. Además, la inspección de la región da cuenta de que "las costillas toman menos parte de las opuestas en los movimientos respiratorios [y que] los espacios intercostales están más anchos y como abovedados.

Con la palpación en los espacios más inferiores de los que muestran las alteraciones antes señaladas, "se siente fluctuación, apoyando particularmente la yema del dedo". Para que los alumnos aprendan los signos característicos de los derrames pleurales, Jiménez recalca que "no se palpan en esos puntos las vibraciones de la voz como en el lado izquierdo", señalando de paso que la buena clínica exige que la exploración física del tórax se haga en mitades —hemitórax derecho, hemitórax izquierdo—, siempre comparándolas.

En seguida se pasa a la percusión, la cual "da un sonido perfectamente macizo desde la base hasta el borde de la primera costilla por delante, y hasta la espina del omóplato por detrás".

Estamos ante otro de los signos casi patognomónicos del derrame pleural. Estamos también en la época en que, a falta de radiografías, el clínico tiene que recurrir a la percusión para saber hasta dónde llega el derrame. Pero falta algo más: los tratados de clínica dicen que lo característico de la matidez del derrame es que ésta cambie con la posición del tórax. Sin embargo, en el caso que se está estudiando, el nivel de la matidez "no cambia sensiblemente con las diversas posturas del enfermo".

Inspección, palpación, percusión y auscultación. He aquí la secuencia que debe seguir el estudio clínico de un enfermo, después del interrogatorio.

En 1852, año en que es estudiado en la clase de clínica del maestro Miguel F. Jiménez el panadero Antonio Campos, ya lleva 36 años de inventado el estetoscopio y de publicada la primera edición del Tratado de la auscultación mediata y de las enfermedades del tórax, de René T. J. Laennec (1816); ya han transcurrido 29 años desde que el doctor Manuel Eulogio Carpio tradujera al español y publicara en México (1823) el artículo sobre el pectoriloquo, nombre que también se le daba al estetoscopio, del Diccionario de ciencias médicas que se publicaba en París. Además, estamos seguros de que Jiménez conocía muy bien la segunda edición del libro de Laennec, porque la cita en alguno de sus trabajos.

Hemos hecho estos comentarios para que el lector de este ensayo ponga atención a los signos que proporciona la auscultación, pues son éstos, desde Laennec, los que tienen más valor para ver lo que está pasando dentro del tórax. Laennec, como Jiménez, es un virtuoso de la auscultación. En el caso de Antonio Campos, "no se oye en modo alguno la respiración en el área mate" (otro de los signos patognomónicos de derrame pleural). Además, "en la cúspide y entre la base del omóplato y la columna vertebral se escucha el murmullo vesicular muy débil, y sustituido en la fosa supra-espinosa por un soplo tubario suave, y alguna broncofonía". Por lo que más adelante diremos respecto al valor semiológico de la egofonía, Jiménez señala claramente que "no hay egofonía en ningún punto".

Con la información obtenida a través de este minucioso estudio clínico (no hemos transcrito todos los detalles), Jiménez es capaz de ver lo que sucede en el interior del tórax de Antonio Campos. Lo primero que mira el maestro es una ausencia:

Hasta una altura muy considerable, que casi es la total del pecho, la percusión nos ha dado un sonido macizo, y el oído no percibe ninguna especie de respiración ni de resonancia de la voz; luego allí no existe el pulmón.


Ausencia, sí, pero no vacío, pues es bien sabido que "la Naturaleza le tiene horror al vacío". Gracias a los datos clínicos puede decir Jiménez que el pulmón derecho "ha quedado sustituido por otro cuerpo impermeable al aire que llena la cavidad". Porque "en los puntos más altos [del hemitórax derecho] en que la resonancia es buena, la respiración es muy débil; [porque] allí y no abajo hay soplo tubario y broncofonía y en los espacios intercostales, ensanchados, abovedados y renitentes se siente fluctuación", Miguel F. Jiménez afirma que "lo que ha sustituido al pulmón es un líquido, y el diagnóstico en consecuencia será: Hydro-thorax del lado derecho".

Ya habíamos hecho notar que Jiménez recalcó la ausencia de la egofonía, voz de cabra o de polichinela. Así llamó Laennec a...

una resonancia particular de la voz que acompaña o sigue a la articulación de las palabras; parecería que una voz más aguda, más chillona que la del enfermo, y en cierto modo argentina, vibra en la superficie del pulmón; parece ser un eco de la voz del enfermo más que su voz misma[...]; es temblona, entrecortada, como la de una cabra; y su timbre [...]se asemeja asimismo al [del balido] de dicho animal.


El mismo Laennec descubrió que la egofonía se produce cuando existe "un derrame pleural medianamente abundante". ¿Por qué entonces no se escucha tal signo en el enfermo que Jiménez está estudiando? No existe, dice, porque "es bien sabido que ésta (la egofonía) no se desenvuelve sino a cierta altura". Tal hecho queda comprobado cuando seis días después a este examen, y mediando la extracción de "58 onzas de suero mal clarificado", el derrame se produce en mayor cantidad, llegando hasta arriba del ángulo del omóplato. Entonces sí "la resonancia de la voz tomó el timbre egofónico", precisamente en ese punto.

Establecido el diagnóstico de derrame pleural, faltaba saber si "el líquido derramado" era serosidad, pus o sangre, pues tal distinción era muy importante para el pronóstico. Veamos cómo razona el profesor Jiménez respecto de este problema:

Pero ¿cuál es la naturaleza del líquido derramado? ¿Qué influencia podrá tener en la vida de Campos? No habiendo fundamento alguno para atribuir su producción a otro origen que al dolor de costado de hace dos meses: habiendo seguido a éste tan cerca, que bien puede considerársele como la terminación del mal, o como se dice en patología, el paso de la pleuresía al estado crónico; persistiendo aún la calentura, que ha revestido la forma remitente con exacerbaciones y sudores nocturnos que empiezan a comprometer gravemente las fuerzas generales del enfermo, debemos creer que la colección es purulenta, es decir, un empiema.


La prolongación de una pleuresía con la persistencia de la fiebre y un ataque al estado general cada vez más severo, es en lo que funda Jiménez el diagnóstico del empiema, problema de mal pronóstico, "porque siempre es grave la existencia de una vasta colección de pus, encerrada en la economía, y todavía más si compromete seriamente un acto de la importancia de la respiración".

Ahora bien, el pronóstico no depende sólo del carácter del derrame, sino de que el pulmón pueda reexpanderse y "recobrar su volumen y posición normales".

Analizando el caso particular, un buen pedagogo tratará de ver qué partido podemos sacar "tanto de dicho análisis, como de su comparación con otros de su clase".

Por supuesto que el análisis de la enfermedad de Antonio Campos sólo puede hacerlo quien conoce nosología. Es el momento de citar conocimientos bibliográficos: "En los anales de la ciencia se registran hechos muy parecidos al anterior, en que una pleuresía prolongada por algún tiempo ha dejado un derrame purulento de consecuencias muy graves." Al conocimiento obtenido en los libros Jiménez agrega su propia experiencia: "y en las observaciones de empiema que me son propias, en todas, con excepción de dos algo dudosas, se describe o recuerda como antecedente inmediato un dolor de costado simple, o lo que es más común, acompañado de pulmonía."

El proceso mental del diagnóstico va dándose en la medida en que los datos clínicos que recoge el médico le van sugiriendo determinado síndrome o entidad nosológica, que por supuesto el doctor guarda en su memoria, ya porque lo ha aprendido de otros, ya porque él lo ha vivido a lo largo de su práctica. En consecuencia, en presencia de un dolor de costado y otros síntomas, Jiménez diagnostica pleuresía, y cuando la enfermedad se prolonga y aparece la fiebre y empieza a decaer el estado general, dice que la serosidad se ha convertido en pus; afirma todo esto, repito, por lo que ha aprendido en los libros y en los enfermos.

Hasta aquí las lecciones dadas por Jiménez alrededor de la cama de Antonio Campos. Para que sus alumnos conocieran casos en que el empiema a través del tiempo se convierte en "simple hydro-thorax"; para que los discípulos aprendieran a diagnosticar y tratar el "hematothorax", así como los derrames pleurales de los albuminúricos y de los cardiacos, el profesor Jiménez les presentó trece enfermos más que fueron estudiados con la acuciosidad aplicada al primero, y que omitimos por no ofrecer nada radicalmente diferente.

LA CLÍNICA DEL APARATO RESPIRATORIO SE ENRIQUECE CON EL ESTUDIO MICROSCÓPICO DEL ESPUTO

Leer con cuidado los escritos de Jiménez es adentrarse en la cotidiana tarea clínica de la época; es asistir a la interpretación de los síntomas y signos y a la discusión del diagnóstico; es concurrir a la mesa de autopsias para completar el razonamiento anatomoclínico iniciado en la sala de hospital; es apreciar las bondades de los novísimos recursos paraclínicos, como el examen químico de la orina y el uso del microscopio. Es, en fin, participar en la comprobación experimental del mecanismo de producción de ciertos signos físicos. Veamos lo más importante de todo esto.

El clínico Miguel F. Jiménez relata —y con su pluma nos permite ver al enfermo y saber lo que le pasa— cómo encontró el 14 de mayo de 1845 a Manuel Esteva, "indio, natural de Chalco, de cosa de 50 años, casado, [que] se ocupa de gritar por las calles para vender cabezas asadas; pero no carga el horno; tiene muy grande la caja del cuerpo, los miembros delgados, y una inteligencia muy reducida". Manuel había empezado a padecer de los ojos desde hacía dos o tres meses:

No podía ver la luz, le dolían con ardor; le lloraban y amanecían con mucha lagaña. El día 4 del corriente se le hinchó todo el lado izquierdo de la cara, contesta que le dolían entonces las muelas... El día 8 en la mañana sintió mucho calosfrío, luego calentura y dolor de cabeza (lo compara a una contusión) en el costado izquierdo que no lo dejaba resollar y le daba tos: lo que ha desgarrado no ha tenido sangre.


Aquel 14 de mayo de 1845, al pasar visita el maestro Jiménez, Manuel Esteva estaba "sentado en la cama [con] la cabeza inclinada huyendo de la luz"; contraía fuertemente los párpados; la conjuntiva estaba roja y "algo opaca", y la pupila contraída. Otros datos de interrogatorio, inspección general y exploración física son los siguientes:

Tos no muy frecuente ni tenaz, seca, y que mientras duró el examen sólo arrancó un esputo algo glutinoso, amarillento, sin mucha espuma y transparente, respiración corta y como abortada (a 50); dolor que no aumenta con la percusión, pero sí con la tos, en el costado izquierdo abajo y afuera de la tetilla; sonido mate desde el nivel del ángulo del omóplato hasta la base, algo más inferior hacia adelante, hasta los límites inferiores de la región precordial; falta absoluta de la respiración en toda esa área, menos en sus límites superiores en que hay soplo brónquico y además broncofonía. Esta se percibe alrededor el ángulo del omóplato; estertor crepitante en la línea posterior del espacio dicho; pero sólo se ausculta haciendo toser al enfermo.


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Después de esta completa y minuciosa exploración del tórax, Jiménez examina el pulso y la temperatura de la piel. Aquél es "no muy lleno, duro y a 135". Hay "calor de la piel, picante, seco, fijo, y elevó el termómetro puesto en la axila de 19 a 33 centígrados".

Con estos datos físicos y con los síntomas de cefalea, insomnio, adolorimiento de todo el cuerpo, sed, anorexia y otros, el doctor Jiménez hace el siguiente diagnóstico: "Pleuro-neumonía izquierda: está hepatizado el lóbulo inferior del pulmón, principalmente hacia atrás, y encima hay infarto (primer grado). Oftalmía externa."

En la visita del día siguiente, Jiménez se encontró en la escupidera "un esputo de un color más subido que el de los otros". Lo lleva al microscopio y observa "varios glóbulos de sangre". Además, repite la exploración física y anota los cambios; el más importante es un "frotamiento que aparece al tercer día, a la izquierda del área precordial. Con los datos obtenidos en la tercera visita y su comparación con los recogidos en los anteriores,

... se fijó el diagnóstico así: hepatización del lóbulo inferior del pulmón izquierdo y de la mitad inferior del superior hacia atrás; infarto del resto de este lóbulo hasta la cúspide y de toda su parte anterior, aunque no muy avanzada; falsas membranas en la pleura también izquierda con particularidad adelante y abajo. ¿Derrame en la misma cavidad?


Ese mismo día muere Manuel.

Abierto el pecho se hallaron las dos hojas de la pleura izquierda adheridas blandamente por falsas membranas delgadas y poco tenaces, menos hacia afuera sobre el cuarto espacio intercostal en que la adherencia era íntima por medio de una falsa membrana bien organizada, casi fibrosa, resistente al grado de necesitar el bisturí para destruirla, tan ancha como el disco de un real; sobre la parte anterior-inferior del lóbulo inferior, aquellas falsas membranas se presentaron en forma de una nata blanda, lisa y continua: había derramadas en ese lado dos cucharadas, a lo más, de serosidad, cuyo aspecto no pude apreciar por haberse teñido con la sangre: en el lado derecho sólo se notó en el centro de la cara externa del lóbulo medio una adherencia firme, pequeña y semejante a la del izquierdo.


Jiménez dice: "no pude apreciar", refiriéndose al aspecto de la serosidad pleural izquierda. Esto quiere decir que es don Miguel quien está practicando la autopsia. Son los tiempos en que el clínico hace personalmente las observaciones necrópsicas para confrontarlas con las clínicas. Prosigamos:

El lóbulo inferior del pulmón izquierdo se halló macizo, no crepitante, reblandecido, granuloso, de un color pardo en las incisiones que eran netas, y de las que exprimía un líquido ceniciento y nada espumoso: el parénquima se convertía entre los dedos en una especie de papilla pardo rojiza, y se podía cortar en rebanadas delgadas: iguales caracteres ofreció la mitad inferior y posterior del lóbulo superior, y sin transición alguna apreciable se veía la porción más superior del mismo lóbulo y casi toda su parte anterior roja, algo reblandecida, aún crepitante, más ligera que la agua, dejando exprimir un líquido rojo espumoso, pero sin granulaciones ni poderse convertir el parénquima en papilla ni cortarse en rebanadas: este aspecto era más apreciable en la parte posterior inmediatamente encima de la hepatización gris: en la unión del borde inferior con el anterior del pulmón, es decir, en el ángulo que ocupa el punto de unión de las ranuras costo-diafragmática y costo-mediastina, había un lobulillo lleno de aire y enteramente sano: hasta donde pude seguir el bronquio superior lo hallé libre; pero como los demás de ese lado, estaba muy rojo y algo reblandecido. Todo el pulmón derecho estaba sano, menos su lóbulo medio, en cuya cúspide profundamente metida entre las otras dos, y en su base, justamente debajo de la adherencia fibrosa descrita, se hallaron dos núcleos con aspecto idéntico al de las partes inferiores del pulmón izquierdo; esto es, con reblandecimiento purulento.


Sólo hemos transcrito los hallazgos torácicos. Ahora copiamos la relación que Jiménez establece entre éstos con los datos de exploración y el resultado del examen microscópico del esputo, pues dicha tarea expresa de manera inigualable que el razonamiento anatomoclinico ha pasado a ser el fundamento de la buena clínica mexicana, en la que ya tienen su lugar los que ahora llamamos exámenes de laboratorio:

La minuciosidad con que se recogieron los datos en el presente caso, nos dio en cierto modo derecho a establecer un diagnóstico preciso, y por decirlo así matemático, que en el cadáver hallamos plenamente comprobado. Lo consideraré ahora tal como se fijó el día 16 para hacer más perceptible su conformidad con lo observado en la necropsia. Había un dolor en el costado izquierdo, abajo y afuera de la tetilla, que aunque no aumentaba con la percusión, sí lo hacía con la tos: embarazaba la respiración, y la hacía incompleta: se oía al mismo tiempo un ruido de frotación en ambos movimientos respiratorios, sin que hubiera razón para atribuirlo a un enfisema pulmonar, a la sequedad de la pleura o a granulaciones (tuberculosas por ejemplo), subyacente a esa fuerte calentura y de origen reciente (7 días).


Con estos datos, Jiménez diagnostica pleuresía aguda con falsas membranas, a lo menos en las partes en que se dejaba percibir este último fenómeno, o sea, el "ruido de frotación" al que antes hizo mención.

Mas la clínica, ahora ayudada por el microscopio, todavía permite hacer otro diagnóstico, en este caso ya no de enfermedad de la pleura sino del pulmón:

La respiración era en extremo frecuente (58 movimientos por minuto), la resonancia del pecho nula hasta la espina del omóplato atrás, y hasta cosa del 8ñ espacio intercostal adelante; faltaba del todo la respiración en esa área, y en su lugar se oía hacia arriba soplo tubario y broncofonía muy claras; había tos, expectoración escasa y no rubiginosa, pero sí viscosa y de un color amarillo, que Andral ha probado de un modo innegable, y nosotros pudimos ver en el microscopio, que es debido a la presencia de la sangre en corta cantidad; luego todo el lóbulo inferior del pulmón izquierdo y el superior hasta el nivel de la espina del omóplato hacia atrás, estaba hepatizado.


Pero a Jiménez no le es suficiente saber que el pulmón está "hepatizado", sino que necesita conocer el estadio de dicha "hepatización", el cual se distingue por el color:

La estrema escasez de los esputos en los primeros días, y su falta absoluta en el último, nos pusieron en la imposibilidad de apreciar bien sus caracteres, y de juzgar con la aproximación a que lleva ese dato, si la hepatización era roja o gris.


Vienen ahora unas importantes consideraciones sobre por qué no se diagnosticó el derrame pleural que se encontró en la necropsia, y respecto a un error de diagnóstico que ésta demostró:

Finalmente, el sonido mate unido a la falta total de la respiración en la base de todo un lado de un pecho afectado de pleuresía daba lugar a la sospecha de que hubiese en él derrame: de facto lo había, pero no en cantidad que pudiese entrar a la parte de modo sensible en la producción de aquellos fenómenos; por lo mismo, deben considerarse como efectos exclusivos de la macicez del pulmón. Pero además de dichas lesiones, enteramente concordes con los síntomas observados, hallamos en el pulmón derecho dos núcleos de hepatización gris, uno en la cúspide y otro en la base de su lóbulo medio. Si únicamente hubiera existido el primero, nada extraño sería que ningún síntoma hubiese revelado su existencia durante la vida, colocado como se hallaba en un punto tan profundo; pero el de la base, evidentemente accesible a los medios de investigación, nos fue sin duda desconocido a causa de que fija nuestra atención en el pulmón izquierdo, las exploraciones comparativas que practicamos no tuvieron la detención debida. Es más natural esta explicación que el suponer que tales núcleos existieron sin dar de ello el menor indicio.
Si hubieran entrado en nuestra cuenta para fundar el pronóstico, es muy claro que habrían añadido a éste toda la gravedad que tienen las neumonías dobles.


De todos modos, el pronóstico, esa parte del juicio clínico en la que los médicos de antaño ponían tanto cuidado, era gravísimo. Veamos en qué se fundaba Jiménez para ser tan pesimista:

Sin eso juzgamos el caso gravísimo, y he aquí las razones de ese concepto. Se trataba de una persona no joven, miserable, mal nutrida, que sospecho entregada a los licores y con una conformación irregular, que tal vez indicaba la actividad en que habían estado los pulmones: se trataba de una pleuroneumonía intensa, sobrevenida en el curso de otras afecciones inflamatorias (fluxión de la cara, oftalmía), que inutilizó casi todo un pulmón; que tenía comprometida la respiración al grado de dar 50 y aun 58 movimientos abortados e incompletos por minuto, y desenvuelto un movimiento febril intenso, que ofrecía el síntoma gravísimo de la falta de esputos, cuya tendencia a invadir las partes sanas, fue rápida y manifiesta, y que se hallaba complicada, además de la oftalmía, con diarrea espontánea: se trataba, por último, de una persona cuyas fuerzas se agotaron rápidamente, y cuyo mal, lejos de ceder al tratamiento racional que se le opuso, parecía tomar con él nuevo aliento. Todo esto tuvimos presente al fundar nuestro pronóstico, y cuando en la visita del día 16 hallamos al enfermo sin fuerzas para incorporarse, con estertor traqueal, con los estremos fríos y sin pulsos, desesperamos enteramente del suceso.


Esas terribles dudas que siempre nos atosigan a los clínicos cuando el paciente no mejora, también las experimentó Jiménez:

Tal vez debimos en estos momentos cambiar de plan, y sujetar al enfermo a un tratamiento tónico; pero a decir verdad, no hallé en mi conciencia suficientes motivos para ese cambio de conducta. Sin embargo, me propuse volver pocas horas después a examinar los efectos de la nueva dosis del tártaro, y en caso de salir fallidas las esperanzas que podían librarse en este remedio, a ensayar otro que algunas veces se ha visto surtir, en casos tan desesperados como el actual; a saber: el alcanfor en la forma aconsejada por Tachegno; pero la muerte sobrevino, aun antes de que hiciese uso de las nuevas cucharadas.


Como digno broche de tan estupenda lección anatomoclínica, Jiménez, después de señalar otros hallazgos necrópsicos para los que sí tiene explicación, termina señalando lo que de "especial e incomprensible" encontró en el caso que nos ocupa:

una vez exhibidos los fundamentos de nuestros juicios, vienen oportunamente algunas consideraciones importantes, sobre ciertas circunstancias que se han apuntado. Sea la primera, la que hace nacer la falta absoluta de la respiración, observada únicamente el día 15, en la cúspide del pulmón, sin otro fenómeno patológico. Desde luego creímos que algún esputo había obstruido accidentalmente el bronquio respectivo, y esta idea quedó confirmada al día siguiente, en que volvimos a hallar la respiración muy clara y manifiesta; y en la autopsia, que nos hizo ver que esos puntos eran aún permeables al aire, y que el bronquio, aunque enrojecido, estaba libre. También es de repararse en el lobulillo, que permaneció enteramente sano, en medio de los profundos trastornos del pulmón a que pertenecía, y en el notable aumento de volumen del hígado, en su poca consistencia, y de muchos otros órganos como el corazón y el estómago, y en el color amoratado del duodeno, y mayor apariencia de sus glandulitas mucosas. Todo esto y la diarrea es muy común en los que abusan de los licores alcohólicos, y fundan la sospecha que tengo de que Manuel Esteva se había entregado a ese vicio fatal. Pero lo que excita un interés más vivo, son los desórdenes hallados en el aparato respiratorio. Es muy extraño que una neumonía de nueve días, cuyos progresos seguimos atentamente en los tres últimos, no se haya manifestado en el cadáver sino bajo dos formas extremas, sin transición alguna: quiero decir, que es muy extraño que la hepatización formada, por decirlo así, bajo nuestro estetoscopio, en la parte superior en las últimas 24 horas, haya pasado per saltum del simple infarto a la desorganización purulenta, sin dejar el más pequeño vestigio de la hepatización roja. Este hecho, los núcleos aislados y circunscritos de neumonía en cierto modo lobulillar (también en tercer grado) del pulmón derecho, el enrojecimiento de algunos puntos del aparato circulatorio y las circunstancias graves que acompañaron este caso, me hacen ver en él no sé qué de especial e incomprensible.


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Justo 26 años después de que Laennec diera a conocer su invento de la auscultación mediata, Jiménez ve formarse bajo su estetoscopio la hepatización del pulmón de Manuel Esteva y domina a la perfección el razonamiento anatomoclínico. Además, para estas fechas don Miguel ya recurre a la valiosa ayuda del microscopio para fundar sus diagnósticos, como lo hará un poco más tarde con los procedimientos del laboratorio químico. Pero antes de que nos ocupemos de este asunto, veamos el estudio clínico de un problema cardiaco.

TEODORO FERNÁNDEZ MURIÓ DEL CORAZÓN

Teodoro Fernández es un albañil de 35 años, grueso, bajo de cuerpo y de cuello corto; ha padecido escarlatina y nunca reumas, antecedentes que son importantes para el diagnóstico. He aquí lo fundamental del interrogatorio:

Asegura [el enfermo] que su mal comenzó hace seis meses con una tos seca y muy tenaz, sin dolor en el pecho, sin palpitaciones, aun cuando se agitara, sin aturdimientos, zumbidos de oídos ni calentura. A los tres meses comenzó a hincharse de los pies, y esa hinchazón ha ido subiendo progresivamente. En los últimos días había sido muy considerable hasta en el pecho. Ha solido escupir algunos rasgos de sangre.


En seguida viene lo que el clínico percibe en el momento que antecede a la inspección general y en el curso de ésta: "Dificultad para incorporarse: cara pálida y abotagada: entumecimiento edematoso de los párpados [...] Tórax ancho pero sin deformidad."

Jiménez primero percute y después palpa. Percibe "sonido mate en la región precordial, en un área de poco más de cuatro pulgadas cuadradas", y subraya que "apenas se distinguen al tacto las pulsaciones del corazón".

Al auscultar el área precordial (sin ayuda del estetoscopio), Jiménez ratifica la debilidad del latido cardiaco pues dice que las "pulsaciones no causan impulsión sobre la oreja". Ya en el terreno de la auscultación propiamente dicha, señala que "los ruidos [cardiacos] se perciben y analizan difícilmente y como a lo lejos", carácter que le dificultará precisar cierta parte del diagnóstico, según veremos después.

Continúa la auscultación: ñay un soplo áspero —ruido de "carda"—, que se escucha con más intensidad "afuera y un poco abajo de la tetilla" izquierda. Le parece al maestro que "sustituye al primer ruido normal".

En seguida Jiménez constata la presencia del edema ya conocido por el interrogatorio y precisa sus límites: "En los pies hay un poco de edema, se aumenta en los muslos, en las paredes del vientre y sobre el esternón." Al plantearse en su mente la posibilidad de que exista ansarca, Jiménez anota que "no hay síntoma que indique el derrame peritoneal".

Pasamos por alto otros datos de exploración, para referirnos al diagnóstico: "Lesión orgánica del corazón izquierdo: ¿insuficiencia de las válvulas bicúspides? Derrame en el pericardio."

Al día siguiente Jiménez vuelve a explorar al enfermo y rectifica: "El soplo coincide con el segundo y no con el primer movimiento del corazón." En consecuencia, también modifica una parte del diagnóstico, aunque lo pone entre interrogantes: ¿Estrechamiento del orificio aurículoventricular izquierdo?

Pasados dos días, "los latidos del corazón se oyen mejor, como más cerca, y causan alguna impulsión; esto hace que puedan analizarse bien los ruidos, y se note que el soplo tiene su maximum fuera y un poco arriba de la tetilla, y que coincide en efecto con el segundo ruido del corazón."

Con estos datos, se impone otro cambio en el diagnóstico: ¿"Insuficiencia de las válvulas aórticas?"

Al día siguiente muere el enfermo. En la autopsia habrá oportunidad de ratificar o rectificar el diagnóstico clínico y de exponer el razonamiento anatomoclínico que lo hizo posible. Recuérdese al respecto que el diagnóstico grueso de "lesión orgánica del corazón izquierdo jamás se puso en duda, ni tampoco el de "derrame en el pericardio". Lo que el científico cambió, cuando pudo oír más claramente los ruidos cardiacos, fue el de la lesión valvular.

Abierto el tórax, se encontró:

Derrame en el pericardio de 260 gramos (8 onzas, 2 y media dracmas)... volumen aparente del corazón bien considerable [...] espesor de las paredes del ventrículo izquierdo de nueve líneas castellanas. El del derecho es de tres líneas [...] Contra el tabique interventricular, cerca del orificio aórtico, y en el borde libre de la hojilla interna y anterior de la válvula sigmoidea que guarnece a éste, se hallaron íntimamente adheridos al endocardio muchos cuerpecitos fibrosos hasta el tamaño de un alverjón, que reunidos tenían el aspecto de una coliflor... La hojilla valvular que corresponde a la coronaria posterior, había desaparecido del todo...


En seguida veamos, con las propias palabras de Jiménez, cómo va explicando la constitución de sus diagnósticos. Señala, de paso, las dificultades que tiene todo clínico de los años cuarentas del siglo pasado para hacer el diagnóstico preciso de las aleraciones valvulares cardiacas. Para no hacer más larga la exposición, hemos dejado de lado una "pleuresía accidental", que también aquejó a Teodoro Fernández:

En este caso, ha habido dos enfermedades diversas, que es necesario considerar separadamente: la afección orgánica del corazón y la pleuresía accidental que aceleró el término que habíamos previsto. En el diagnóstico de la primera hay también dos partes, una que asentamos como cierta, y otra como dudosa, y que sufrió varias modificaciones conforme cambiaron los fenómenos que observamos. La parte cierta es afección orgánica del corazón izquierdo: derrame en el pericardio, cuyos fundamentos son fáciles de comprender. A pesar de que el enfermo aseguraba que no sentía, ni había sentido nunca incomodidad alguna en el corazón, palpitaciones, ni disnea; que su enfermedad no había consistido, ni consistía en otra cosa, que en una tos fuerte y seca de seis meses, que al cabo de tres determinó la anasarca, existía en la región precordial sonido mate en una área doble de lo normal; había un ruido de soplo áspero y profundo, que el primer día creímos que ocupaba el primer movimiento del corazón; pero después nos aseguramos que sustituía al segundo; el enfermo desgarraba con frecuencia estrias de sangre, sin que en el pulmón apareciese una causa suficiente para explicar ese fenómeno; la hidropesía había sido y era general, y en ningún otro órgano se hallaba la causa de ese síntoma; la constitución del enfermo era de las más predispuestas a las enfermedades del aparato circulatorio; era por tanto seguro que se trataba de un efecto orgánico del corazón.


Vienen ahora una serie de interesantes consideraciones sobre la distinción de los soplos cardiacos en orgánicos y funcionales, según decimos ahora, y respecto al diagnóstico diferencial entre hipertrofia del corazón y derrame pericárdico:

Pero este juicio tiene su mejor apoyo en que el soplo era áspero (ruido de carda), constante, y coincidía con el segundo movimiento de aquel órgano; circunstancias que excluyen de luego a luego la idea de otras afecciones que suelen producirlo (anemia, clorosis, etc.). Dicho soplo tenía su maximum fuera de la tetilla, de donde se sigue que la afección ocupaba las cavidades izquierdas, que topográficamente son las que corresponden a ese sitio. El ensanche que había tomado el área precordial en que no resonaba el pecho al percutirlo, y aun la obscuridad con que se oían los ruidos, pudo hacer creer que había una hipertrofia del corazón, pero atendiendo a que este músculo no sólo no golpeaba al latir contra las paredes del pecho, sino que ni dejaba percibir el impulso o empuje que le da cuando llega a un grado extremo de supernutrición, atendiendo a que los ruidos se oían como a lo lejos; a que fuera de la hemoptisis no había los fenómenos de congestión al cerebro, pulmones, etc., ni el vigor y dureza que toma el pulso en casos de hipertrofia; atendiendo, por último, a que había anasarca, y que por sólo este hecho era muy probable que todas las serosas contuviesen más o menos líquido derramado, debimos asentar que el pericardio estaba hidrópico.


Como vimos en el caso anterior, después de que Jiménez establece el diagnóstico grueso, su razonamiento clínico se dirige a precisar mejor la patología:

Mas si era cierto que existía una lesión física del corazón izquierdo, restaba saber cuál era ésta, y en qué punto preciso existía. Cualquiera que se haya versado un poco en el estudio práctico de esta clase de enfermedades, sabe lo difícil y arriesgado que es sentar un diagnóstico tan delicado, y cuántos desengaños mortificantes se encuentran en el cadáver; por lo mismo debimos hacerlo en nuestro caso con reserva, y siempre en forma de duda. Supuesto que la lesión existía del lado izquierdo, y que no había fundamento para atribuir el soplo a una hipertrofia aneurismática del corazón, que haciendo relativamente más estrechos los orificios suele producir aquel fenómeno, quedaba reducido el problema a resolver, ¿en qué orificio del lado izquierdo existía la lesión, y cuál era ésta?
La profundidad y lejanía con que se escuchaban los ruidos, debidas a la presencia del líquido derramado en el pericardio, que interponiéndose entre el oído y el corazón, sustraía a éste en cierto modo de nuestro examen, hizo que en los primeros días fluctuase nuestro juicio según el sitio y el tiempo en que creíamos percibir el fenómeno más importante (el soplo); pero cuando el día 17, sin duda a causa de la absorción de una parte del derrame, los ruidos se acercaron y pudimos analizarlos mejor, nuestras opiniones pudieron fijarse, aunque con la reserva indicada. Considerando el caso tal como se presentó en esa fecha, el soplo tenía su maximum arriba y afuera de la tetilla, y coincidía con el segundo movimiento; es decir, con la diástole ventricular. De lo primero se infiere que la lesión tenía su sitio en el orificio aórtico, que topográficamente corresponde a aquel punto, y como en el momento de la diástole éste queda cerrado normalmente y no deja refluir la sangre al ventrículo, si la dejaba volver en aquel acto, como era preciso, para que rozando produjese el soplo, las válvulas aórticas eran insuficientes para su objeto, y esto constituía la lesión.
Todo quedó plenamente confirmado en el cadáver; porque en verdad que una válvula no puede ser más insuficiente que cuando falta una de sus hojas, como en el caso actual, que bajo este respecto es en extremo curioso. Es muy de creerse que las concreciones fibrinosas adheridas al endocardio (efecto probable, así como la destrucción de la hoja valvular, de una inflamación antigua de aquella membrana), tuviesen su parte en la producción del soplo, y en el timbre áspero que ofreció porque la columna sanguínea debía, en su reflujo al ventrículo, de chocar con ellas, dividirse y dar origen con su frotamiento a una parte del fenómeno. /td>


Creo que la mejor apología que se puede hacer a ese razonamiento anatomoclínico y fisiopatológico de Jiménez es guardar un respetuoso silencio.

EL DATO DE LABORATORIO COMO SIGNO O COMO ENFERMEDAD. ESFUERZO POR DISTINGUIR LA ALBUMINURIA SECUNDARIA DE LA PRIMITIVA

Las observaciones y reflexiones que siguen expresan el interés de Jiménez por distinguir entre un síntoma y lo que no lo es, entre la albuminuria como enfermedad y la albuminuria como síntoma "muy digno de ser estudiado en su generación y valor semiótico". En este caso se encuentra la proteinuria de la escarlatina, del embarazo, de las congestiones renales y la del "vómito del Golfo" (fiebre amarilla), todas la cuales hace a un lado Jiménez para ocuparse únicamente de la "albuminuria primitiva o espontánea", cuya etiología "se encuentra hasta hoy envuelta en la misma obscuridad que cubre la de muchas otras enfermedades". Pretextos para explicarla los hay, pero son tantos, que dejan al médico perplejo y desorientado. Jiménez, sin embargo, empieza a ver alguna luz:

Encuentro, sin embargo, en mis observaciones [...] dos grupos numerosos que, por serlo, dan la idea de que su causa es al menos la más frecuente del mal. Éste ha seguido inmediatamente muchas veces a la inmersión única o repetida en el agua fría, a una mojada por la lluvia o a ciertas ocupaciones en que se trabaja dentro del agua [...] El otro [grupo] se ve formado por varios casos en que la albuminuria se ha descubierto en medio de un reumatismo de forma especial, y podría yo decir característica, con el que se enlaza íntimamente y al que sobrevive por más o menos tiempo.


Y viene ahora el caso clínico ejemplificador: El señor C. —con seguridad es un paciente particular, pues sólo da el nombre completo cuando se trata de enfermos del hospital—, es atendido por los doctores Jiménez y Vértiz. Sufre de un edema rojo, caliente y doloroso en la muñeca izquierda. El tal señor C. es "un hombre robusto, linfático, de cosa de 35 años y generalmente sano [ ...]. Amonestados por la forma del mal, examinamos la orina, tratándola por el calor, el ácido nítrico y el bicloruro de mercurio: de pronto sólo este último reactivo nos dio un precipitado característico; pero en los siguientes días lo obtuvimos muy característico con todos ellos".

En seguida Jiménez vuelve su mente hacia las diferentes formas de reumatismo, para señalar que su experiencia le enseña que la albuminuria no acompaña a todos sino a un reuma "sobreagudo, monoarticular, sin hidropesía de la sinovial, con grande tumefacción de los tejidos blandos circunvecinos, con pastosidad edematosa de ellos [...] todo recayendo en personas linfáticas". Es posible que tengan cálculos renales, o que los presenten posteriormente

Estamos ante un caso en que las características constitucionales del enfermo le permiten a Jiménez suponer la existencia de albuminuria, ya que ha visto que "una mayoría, que casi es la totalidad de éstos [albuminúricos], ha presentado un temperamento linfático y aun extremoso, una obesidad más o menos pronunciada, una palidez anémica, grande flaccidez de carnes y una apatía y torpeza en sus movimientos físicos y resoluciones morales. Ésta no es la primera observación de Jiménez sobre la albuminuria. Ya en 1856 había informado sobre la existencia de proteinuria en escarlatinosos. El dato de laboratorio solía coexistir con edemas, precederlos o aparecer después. Por su parte, José María Reyes, ya en 1843, examinaba la orina para buscar albuminuria y glucosa.

HASTA NO VER NO CREER

Ocupémonos ahora de un curioso experimento que emprende Miguel F. Jiménez para ver qué significa anatomopatológicamente el retintín metálico, signo auscultatorio descubierto por Laennec. Éste ha dicho que indica presencia de aire y líquido en la cavidad pleural, produciéndose por la "resonancia del aire agitado por la respiración, la voz o la tos, en la superficie del líquido". Dance y De Beau dicen que se debe a la "ruptura de las burbujas que levanta el aire al insinuarse por la fístula [broncopleural], ya que en el líquido derramado, cuando el orificio pleural de ésta se halla situado abajo del nivel líquido, ya en la materia de la caverna que le ha dado origen, cuando dicho orificio es superior al mismo nivel". La explicación de Raciborski es de física molecular: el rentintín metálico se debe —dice— a la "colisión entre las moléculas de un líquido contenido en un vaso de paredes sonoras y lleno en gran parte de aire".

Por los datos que observara Jiménez en la autopsia de Trinidad Muñoz y en la de José María Díaz —en el primero se escuchaba en vida un retintín submetalico—, decide hacer este experimento:

Hecha una incisión pequeña en el sexto espacio intercostal, directamente abajo de la axila, en el cadáver de un hombre que no había muerto hidrópico, introduje en la cavidad del pecho una varilla, que me sirvió para replegar el pulmón hacia arriba, y formar una cavidad grande llena de aire; se sustituyó después la varilla con una cánula armada en el extremo que correspondía al pecho, de un pedazo de tripa bien cerrada,3 llena de una solución de goma, y en uno de cuyos lados se había hecho con las tijera un ojal muy pequeño, de manera que soplando por el otro extremo de la cánula se formaran pequeñas burbujas en dicha abertura. Cerrada herméticamente la incisión con tiras aglutinantes, auscultamos sobre el lado correspondiente al mismo tiempo que se insuflaba poco a poco el aire por el extremo libre de la cánula. De pronto sólo oímos un ruido confuso,4 pero al fin comenzó a percibirse un ruido igual al que habíamos auscultado [en Trinidad]... es decir, un retintín submetálico.


El experimento se repite con una cánula de menor calibre y los resultados son los mismos. Ahora inyecta agua y se repite lo hecho con la cánula gruesa y con la delgada. En el primer caso se escucha claramente un limpio retintín metálico.

Al parecer Fournet había ya hecho algo semejante, porque Jiménez dice: "Estos resultados son en parte la confirmación de los de M. Fournet. " Pero la cosa no queda ahí: "Siguiendo el camino el doctor Bigelow, insuflé el estómago del mismo cadáver, y por medio de una cánula muy fina hice soplar introduciendo unas veces una poca de saliva, y otras sólo el aliento". El aire con saliva produce retintín metálico y la introducción de un poco de agua al estómago no modifica los resultados. "De esto se seguirá por conclusión —dice Jiménez—, que el retintín metálico es en todos casos el ruido metálico de Dance y De Beau."

CUANDO LA "CAUSA MATERIAL" NO ESTÁ EN ALGÚN ÓRGANO DEL CUERPO, ESTÁ EN EL AMBIENTE

El artículo de Miguel F. Jiménez que apareció en la Gaceta Médica de México el jueves primero de abril de 1875 contiene valiosa información sobre el aire malsano de la ciudad de México —por lo visto el problema no es nuevo— y respecto a lo que podríamos llamar relación clínico-ambiental. Hasta ahora nada más habíamos visto cómo Jiménez domina la relación anatomoclínica

El maestro Jiménez está preocupado porque en los últimos meses "de un invierno que no se ha hecho sentir", se han producido en la ciudad de México varias "muertes repentinas, o al menos de una rapidez extraordinaria". Por la gravedad de los sucesos y porque don Miguel tiene alguna idea sobre la causa y ha acumulado experiencia con el tratamiento a base de quinina, a mediados de marzo (1875) presenta tres casos a la Academia Nacional de Medicina, cuyo exitus no fue letal.

Se trata de dos mujeres y un hombre. De las primeras, una es una señora de treinta años y la otra una señorita de diecinueve. Del varón sólo sabemos que es un adulto. Como característica general, debemos anotar su excelente salud hasta el momento de sobrevenir la enfermedad motivo de la consulta, la cual sorprende al clínico Jiménez, no obstante sus casi cuarenta años de práctica privada y hospitalaria, "por la desproporción entre la gravedad ostensible del accidente y el padecimiento que acusaba el enfermo". Frente a un dolor torácico que cuando mucho se podía tomar como una "neuralgia fuerte", hay gran angustia, colapso y datos de inminente muerte.

En aquella clínica hecha a base de los educados sentidos del médico, la siguiente era la condición de la primera enferma: "Cara pálida, con la fisonomía descompuesta y cubierta de sombras violadas, expresando una gran angustia y con algún sudor frío y glutinoso en la frente." Por lo que toca a la exploración física, "un examen escrupuloso del pecho y de todo el resto de la economía no me hizo descubrir lesión alguna si no es la pequeñez, concentración y frecuencia del pulso".

Del segundo caso, el del hombre adulto, tomamos el siguiente análisis del dolor (torácico) como verdadero modelo de buen estudio clínico: "Ese dolor subía de punto, o mejor dicho, se resentía al respirar con fuerza, al sonarse, al cambiar de ciertas posturas y principalmente al querer toser o estornudar [....] pero ni era acompañado de tos, de ansia, de reacción ni de otro síntoma alguno perceptible por la percusión o la auscultación."

En el caso de la muchacha de diecinueve años, la historia clínica es tan minuciosa como las anteriores, aunque en ésta se anota el impacto de la enfermedad en el rostro de una bella señorita: "La hallé derribada a plomo en su cama en un completo abatimiento, pálida, desfigurado el semblante y con una expresión marcada de angustia, sustituido su hermoso color con sombras oscuras alrededor de los ojos y de la boca."

¿A qué se debían tan graves accidentes? Estaba claro que no a una lesión orgánica, pues en todos los casos la exploración física más minuciosa fue negativa, salvo la taquipnea y la aceleración del pulso. "No habiéndose descubierto lesión alguna material en el organismo que diese cuenta de una perturbación funcional tan grave, era preciso buscar la causa en las influencias exteriores —dice Jiménez—. Y el maestro de inmediato las encuentra en la deplorable "situación sanitaria en que hoy se encuentra la capital". En efecto, "las emanaciones infecciosas, y especialmente las pantanosas que envuelven a la población, han llegado en estos dos últimos meses, en que el invierno no se ha hecho sentir", a producir varios casos de enfermedades "intermitentes". Jiménez cree que sus casos corresponden a la variedad "sofocante" de la intermitente perniciosa, por lo que no dudó en prescribir grandes dosis de quinina.

NOTAS

1 De aquí en adelante llamaremos síntoma a toda manifestación subjetiva de enfermedad, como el dolor o la náusea, y signo a la manifestación objetiva. El signo aparente es el que el médico puede percibir digamos "a simple vista". El resto de los signos requiere de ciertas maniobras y/o del uso de ciertos instrumentos.

2 Ya habían existido en la Universidad, por los años treinta y después, las clases "de perfección" que referimos en el capítulo III.

3 Aún no había tubo de hule ni mucho menos de plástico

4 Jiménez lo atribuye al agua gomosa de la tripa.

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