VII. LA HIGIENE

DESDE 1838, cuando se abre el Establecimiento de Ciencias Médicas, que venía a sustituir y a reunir la enseñanza de la medicina que se impartía en la Real y Pontificia Universidad con la de cirugía, a cargo del Real Colegio de Cirugía, empezó a enseñarse la higiene, reducida a "elementos" de una higiene individual que se avenía más o menos bien con la fisiología, cátedra de la cual la higiene era como un apéndice. Sin embargo, era imposible desligar del todo al hombre de su ambiente, según se desprende de la definición que el doctor Pedro Vander Linden daba de la higiene en 1839, al inaugurar la cátedra respectiva en la Universidad de Guadalajara:

La higiene, o arte de conservar la salud, se dedica a estudiar la influencia que pueden ejercer sobre el hombre las circunstancias en las cuales está colocado, las sustancias materiales o agentes físicos que emplear deba para permanecer en buen estado, los alimentos de que se nutre, los movimientos que ejecuta, la integridad o perversión de sus diversas expresiones, el reposo, la fatiga, el estado de desvelo o de sueño y las diversas pasiones que pueden agitar a su alma.


No sé cómo se enseñaba esta materia en la Escuela de Medicina de la ciudad de México por 1860 o 1861, cuando la cursó el doctor Eduardo Liceaga, quien a partir de los años ochenta sería presidente del Consejo Superior de Salubridad. De lo que sí hay constancia es de lo dicho por Liceaga al ser electo para formar parte de dicha corporación: que en la Escuela de Medicina no había aprendido nada en absoluto de higiene pública o de la "ciencia sanitaria".

Fue hasta 1868 cuando se separó la cátedra de higiene de la de fisiología, denominándose higiene y meterología médica. El médico, y después también sacerdote católico Ladislao de la Pascua, fue el profesor hasta 1873, sucediéndole el doctor José G. Lobato. El tercer maestro de la materia fue uno de los discípulos de Gabino Barreda, miembro de la Sociedad Metodófila en sus mocedades. Me refiero al doctor Luis E. Ruiz, veracruzano de Alvarado, partero en la práctica diaria e higienista por un autodidactismo cuyos frutos no fueron nada malos, por tratarse de un hombre inteligente.

En 1889, al tomar posesión de su cátedra, el maestro Ruiz expresó conceptos y trazó un programa que nos permiten saber qué era la higiene para los médicos mexicanos de hace casi un siglo. Para Ruiz, la higiene es el arte científico de conservar la salud y vigorizar el organismo. En consecuencia, la higiene es "la primera de las artes, puesto que la salud es el primero de los bienes".

Según Ruiz, la conservación de la salud consiste en la prevención de las enfermedades. Por lo que toca a la vigorización del organismo.

Se tienen tres recursos soberbios: primero, dar buena y adecuada alimentación y llevar vida activa, sobre todo muscular, porque de esta manera serán evitadas o vencidas las enfermedades que nos invaden cuando el organismo está debilitado; segundo, someterse de un modo incesante a la eficaz hidroterapia, pues de este modo es seguro que nos precavemos de todas las enfermedades que nos vienen del frío y de la humedad [...] y tercero, debemos someternos a las vacunaciones.


Resalta en los conceptos de Ruiz el aserto de que la higiene se fundamenta en el conocimiento "del mundo del hombre"; de ahí que su curso comprenda el estudio del suelo, del "aire y atmósfera", de la habitación, el vestido, los alimentos, el ejercicio y el reposo, todo lo cual queda englobado en lo que él llama higiene general.

Después de un corto espacio dedicado a la higiene especial o individual, donde se ocupa del hombre y sus funciones "bajo el aspecto de la salud", el maestro Ruiz trata de la higiene pública o social. Me ocuparé de algunos aspectos de la higiene general y de la higiene social.

En el primer caso, cuando Ruiz habla del suelo, dice que lo hace desde el punto de vista de su "importancia y valor higiénico". Con láminas que contienen planos y cortes geológicos, les enseña a los alumnos cómo es el suelo del valle de México, cuál es su "capacidad para el calor, los gases y el agua", y cuál la distribución de la vegetación "y su valor higiénico". Después extiende estos conocimientos, de manera general o superficial, a toda la República, incluyendo el tema del agua. En seguida Ruiz habla del saneamiento en general "y de sus aplicaciones a la ciudad de México".

Por lo que toca al aire y la atmósfera, una vez más se empieza por precisar su "importancia y valor higiénico", para en seguida tratar de los elementos normales, accesorios y accidentales del aire. Luego se les presentan a los alumnos "datos de meteorología médica general, algunos de la República y todos los de la capital". Se habla, por supuesto, de la aclimatación, tema entonces muy en boga, interesante sobre todo para los habitantes de la ciudad de México y muy en especial para quienes querían avencidarse en nuestra ciudad, situada "en las altas altitudes", según frase cacofónica entonces muy usada. A propósito, recordemos que en 1895 fue premiada por el Instituto Smithsoniano de Washington la obra de Alfonso Herrera y D. Vergara Lope, La atmósfera de las altitudes y el bienestar del hombre, que trata de la influencia de la presión barométrica en la constitución y desarrollo de los seres organizados, así como del tratamiento climático de la tuberculosis.

Volvamos a las clases del maestro Ruiz. Respecto de la habitación, el curso comprendía desde los "preceptos para la elección o preparación del sitio", hasta la presentación de modelos de ventiladores y excusados o comunes, habiendo tocado antes la "circunstancia que debe tener la construcción, la extensión, la distribución y la orientación, así como la aereación, la calefacción, la iluminación, la canalización aferente y eferente", etcétera.

Hablar del vestido, desde el punto de vista higiénico, obligaba a ocuparse de las fibras textiles, del color y la forma.

Después de clasificar a los alimentos, el profesor de higiene daba a conocer los "preceptos relativos de cada grupo y de cada variedad para las distintas personas, las diversas edades, todos los climas y cada circunstancia".

En la parte de higiene pública o social, el maestro Luis E. Ruiz principiaba ocupándose del "ser humano y sus caracteres bajo el aspecto del bienestar", y enseñaba una serie de "preceptos" que podemos dividir en tres grupos:

1) los que dependen de la constitución, el temperamento y la idiosincrasia del individuo; 2) los que tienen en cuenta la edad, el sexo, la herencia, la aptitud morbosa, "especialmente la erotomanía, la morfinomanía y el alcoholismo"; 3) los "preceptos en consonancia con los caracteres que enseña la antropología general y la etnografía de México".

En seguida, Ruiz se ocupaba del capítulo población, el cual comprendía los siguientes temas: nupcialidad, natalidad, mortalidad, vida media y vida probable en general y especialmente para México; en seguida trataba de la estadística, método estadístico y epidemiología. Dentro de este último capítulo los alumnos aprendían preceptos referentes a "los casos esporádicos", las endemias, las epidemias y las endemoepidemias.

El curso de higiene y meteorología médica continuaba con el tema "la ciudad y el campo" (por supuesto vistos desde el ángulo de la higiene), y proseguía con los "requisitos higiénicos de las habitaciones públicas" (hospitales, hospicios), y con los que del mismo tipo deberían llenar teatros y circos. Después se hablaba de la inhumación y cremación, así como de las reglas higiénicas para los mercados, rastros y baños públicos.

Bajo el rubro genérico Actividades sociales y sus preceptos peculiares, el maestro Ruiz se ocupaba de la higiene de ciertos grupos humanos como el infantil, el escolar, el industrial, el militar, el urbano, el rural y el de los "hombres de letras".

Terminaba el curso con el tema legislación sanitaria, donde se daba a conocer las legislaciones sanitarias nacionales y se hacía un sucinto análisis de las extranjeras. El "Código Sanitario de la capital de la República" y la reglamentación para bebidas y comestibles se contaban entre las primeras. Por 1889, y por lo que toca al Código Sanitario, Ruiz no podía enseñar otra cosa que el proyecto de dichas leyes, ya que éstas se publicarían hasta 1891.

Además de tan extensa e interesante enseñanza teórica, el curso de higiene del positivista doctor Luis E. Ruiz comprendía las siguientes actividades prácticas: análisis del agua, del aire, leche, carne, pan, huevos, chocolate, café, té, vinos, cervezas, pulque, vinagre y granos.

Ahora sí ya existían sobradas razones para que el profesor de higiene de la Escuela Nacional de Medicina fuera miembro honorario del Consejo Superior de Salubridad, según lo había dispuesto desde 1841 el reglamento de esta corporación.

Por el destacado papel que el doctor Luis E. Ruiz tuvo en la enseñanza de la higiene, recuerdo sus principales datos biográfico-académicos: nació el 12 de febrero de 1853 en Alvarado, Veracruz; se tituló de médico en 1879; inició su enseñanza de la higiene como preparador, y en 1878 ganó por oposición el adjuntazgo en la cátedra de higiene y meteorología médica de la Escuela Nacional de Medicina. Cuando en 1882 el doctor Ildefonso Velasco, presidente del Consejo Superior de Salubridad, organizó un congreso higiénico-pedagógico, Ruiz fue el relator de los dictámenes cuarto y quinto. En el Congreso Nacional de Higiene, organizado por el Consejo Superior de Salubridad en 1883, Ruiz representó a la Escuela de Medicina y fue el relator del dictamen quinto. En 1887 ingresó a la Escuela Nacional Preparatoria como profesor de higiene. Se publicaron sus apuntes. En 1889 se hizo cargo de la cátedra de higiene y meteorología médica en la Escuela Nacional de Medicina, cuyo plan de estudios ya conocemos. Finalmente, el 5 de junio de 1901, Luis E. Ruiz daba una conferencia en la Academia Nacional de Medicina sobre las condiciones higiénicas de los edificios destinados a escuelas y las ventajas que ofrecía la inspección médica escolar.

Cierro las anotaciones sobre la higiene con lo dicho en aquel entonces por el positivista y culto doctor Porfirio Parra. Decía el maestro Parra que la higiene personal es la base de la higiene pública, y que aquella estaba estrechamente relacionada con la economía y con "cierta cultura intelectual y moral". Ciertamente, para que un individuo siga los preceptos higiénicos, el primer requisito es que tenga los medios para hacerlo:

No cumple con la higiene todo el que quiere, sino el que además de querer, puede.
En efecto, los primeros mandamientos de la higiene se refieren a la habitación, que debe ser amplia, bien ventilada, bien iluminada, etcétera; a los vestidos, que deben ser convenientes y adecuados; a la alimentación, que debe componerse de alimentos de buena calidad, ingeridos en cantidad conveniente; al aseo personal, lo cual supone agua y jabón, y por lo menos varias piezas de ropa interior.


Esmerar estas condiciones —proseguía Parra—, era lo mismo que decir que ellas no podían ser cumplidas "por los desheredados de la fortuna y del trabajo", subrayando con ello la profunda e ineludible relación de estos factores con las condiciones socioeconómicas de un individuo o de una comunidad. No obstante, y tal vez para tranquilidad de la conciencia de los higienistas, decía Parra que continuaban perorando y dictando leyes sin mirar la situación social y económica que impedía su cumplimiento.

Otro punto que tocaba Parra era el de "cierta cultura intelectual y moral", sin la cual los individuos eran incapaces de someterse a los preceptos de la higiene. La educación, en consecuencia, era uno de los pilares de las prácticas higiénicas; los individuos que las acataban y las hacían parte de su vida cotidiana eran aquellos "capaces de forjarse un ideal y de proponerse una norma de conducta para la vida". Al respecto, recordaba Porfirio Parra que "el cumplimiento de un precepto es siempre doloroso y supone una prohibición", y que para cumplirlo se requiere "aquella disciplina de carácter que nos hace renunciar a un placer transitorio e inmediato para conquistar con este sacrificio un bien de más estima".

Aparte de esta cualidad moral, para que el hombre siguiese los mandamientos de la higiene era necesario que conociera, siquiera en forma general o rudimentaria, los hechos científicos en que se fundamentan las reglas higiénicas, y por supuesto a estas mismas. En pocas palabras, Parra insistía en que la higiene individual, base de la higiene pública, estaba estrechamente relacionada con el temple moral, la educación y los factores económicos.

Pero... ¿cuál de estos factores era el más importante? Según el discípulo de Gabino Barreda, sin la fuerza de carácter para modificar hábitos, para ver por el bien propio a largo plazo, la información sobre la higiene poco podía hacer. No es que Parra estuviera en contra, por ejemplo, de la tarea que en tal sentido venía realizando el Consejo Superior de Salubridad, repartiendo "a menudo cartillas y hojas impresas destinadas a ilustrar a los indoctos sobre los medios de precaverse de la tisis, el tifo y de otras plagas semejantes", sino que pensaba que sin la "educación moral" adecuada, la mella de estos impresos en la conducta o hábitos de los individuos era mínima. A este respecto, Parra prefería las conferencias, pues éstas producían "una impresión duradera, hiriendo de un modo conveniente la imaginación del auditorio".

LA REVOLUCIÓN SUSCITADA POR LA IDENTIFICACIÓN DE LA ETIOLOGÍA BACTERIANA DE CIERTAS ENFERMEDADES

Como vimos, por 1900 la higiene buscaba conservar la salud por el medio muy directo de evitar las enfermedades y por el recurso, no tan directo, de vigorizar al Organismo. Lo primero es lo que en algunas publicaciones se llama higiene profiláctica, dentro de cuya historia decimonónica y mexicana es posible hablar de un inmenso cambio, revolucionario en muchos aspectos: el conocimiento de la etiología bacteriana de ciertas enfermedades infecciosas o transmisibles, con la aplicación de las consecuentes medidas: preventivas y terapéuticas entonces recomendadas.

Al respecto, la década de los ochentas —hace precisamente un siglo—, es digna de recordarse. En los trabajos que Eberth publicara entre 1880 y 1883 daba a conocer sus investigaciones sobre el bacilo causante de la fiebre tifoidea, descripción y biología que en 1887 vinieron a completar Chantemesse y Widal, aunque sin poder reproducir por la inocculación peritoneal con Bacillus typhosus de ratas y ratones, la entonces muy frecuentemente mortal "dotienenteria" humana.

Por la misma década, Koch informaba a la Comisión Sanitaria Alemana sobre los resultados bacteriológicos de sus estudios en Egipto, los cuales había llevado a cabo durante una epidemia de cólera. Koch dijo, en aquella memorable fecha, que dicha enfermedad era producida por un microbio en forma de coma —por eso lo llamó Koma bacillus,aunque ahora lo conozcamos como Vibrio cholerae—, que se encontraba en el intestino y en las evacuaciones de los enfermos, pero no en la sangre.

De Alejandría, Koch se fue a la India para proseguir sus investigaciones. Ahí, después de estudiar cuarenta y dos enfermos y veintiocho autopsias, confirmaba lo visto en Alejandría. Esto sucedía en 1884, pero ya antes, en 1882, Koch había identificado el bacilo de la tuberculosis.

Por otra parte, Luis Pasteur, además de sus descubrimientos acerca de la etiología microbiana de algunas enfermedades no humanas, inventaba procedimientos que andando el tiempo se considerarían como el punto de partida de esta disciplina llamada inmunología, pilar indiscutible—-no el único, por supuesto— de la medicina científica más avanzada.

LOS INSTITUTOS PATOLÓGICO Y BACTERIOLÓGICO

Mucho contribuyeron al desarrollo de la anatomía patológica y la bacteriología el Instituto Patológico Nacional y, después, el Instituto Bacteriológico.

En febrero de 1895, Rafael Lavista "persiguiendo una idea superior a todo encomio, y poniendo en servicio de ella todo el valimiento de su posición científica y social", proponía al ministro de Justicia la creación de un Museo de Anatomía Patológica, que tendría por objeto "coleccionar ejemplares de órganos enfermos, debiendo servir para el estudio de nuestras enfermedades y aprovechar la colección formada para dar a la medicina nacional su carácter científico".

El citado museo se creó. Un año más tarde se le agregó un gabinete de química y otro de microscopía "al servicio de la clínica". Los nuevos laboratorios se inauguraron en marzo de 1896; ese mismo mes apareció el primer número de la Revista Quincenal de Anatomía Patológica y Clínica Médica, donde se empezaron a publicar los estudios que se llevaban a cabo en el hasta entonces Museo Anatomo-Patológico.

Ya con las características antes señaladas, y siendo el objetivo estudiar los especímenes patológicos desde la autopsia hasta el laboratorio de microscopía, comprendiendo también la toma in situ de productos para las investigaciones bacteriológicas, actividades que no solamente se orientaban al estudio de las enfermedades que se observaban en México, sino a la enseñanza de la medicina —Manuel Toussaint, jefe de trabajos del Museo, debía ser el profesor de anatomía patológica en la Escuela de Medicina, materia "algo abandonada hasta la fecha"—, existían todas las razones para que el doctor Rafael Lavista solicitase que el primitivo Museo Anatomo-Patológico se convirtiese en el Instituto Patológico Nacional, lo cual tuvo lugar en el mismo año de 1896. Más tarde se derivó de éste el Instituto Bacteriológico, donde se acrecentó el estudio de la etiología de las enfermedades producidas por microorganismos.

Regresemos a los descubrimientos de Pasteur, para recordar al doctor Eduardo Liceaga, quien trajo a México, de París, un cerebro de conejo infectado con el virus rábico para preparar en el país la vacuna antirrábica. Así se llamaron genéricamente estos productos biológicos, derivando su nombre del de la enfermedad bovina que Jenner genialmente empleó en la prevención de la viruela.

Eduardo Liceaga fue presidente del Consejo Superior de Salubridad de 1885 a 1914. Al ser invitado a formar parte de esta corporación, encargada de velar por la salud pública, Liceaga confesó que no sabía nada de higiene pública o general, pues tal disciplina no se enseñaba en la Escuela de Medicina en los años en que él estudió (1859 a 1865; se recibió en enero de 1866). No obstante, se interesó vivamente por la materia y, aprovechando un viaje a Europa, recurso para aliviarse de un surmenage en que lo había hundido el exceso de trabajo (clases en la Escuela de Medicina, operaciones quirúrgicas en el Hospital de Maternidad e Infancia, clientela privada y la presidencia del Consejo Superior de Salubridad), la estudió prácticamente en las ciudades que visitó, según él mismo lo dijera en Mis recuerdos de otros tiempos.

Pero no solamente Liceaga adquirió conocimientos, sino también diversos aparatos, como la estufa de desinfección que se usaría para la ropa y utensilios de los enfermos contagiosos, y un cerebro de conejo debidamente infectado con el virus de la rabia. Éste, puesto en un frasco e inmerso en glicerina esterilizada, viajó de Saint Nazaire a Veracruz, en un camarote vacío del mismo barco en que viajaba Liceaga. Llegó a la ciudad de México el 8 de febrero de 1888. Gracias a tal espécimen, el 18 de abril de 1888 se llevaba a cabo la primera vacunación contra la rabia en nuestro país, o sea tres años después de que Pasteur se atreviera a vacunar al niño Joseph Meister, desde entonces famoso, sobre todo porque, con la vacuna, la rabia que había seguramente adquirido al ser mordido por un animal atacado de dicho mal, no se le declaró.

Por lo que toca a la investigación de bacterias patógenas, en mayo de 1901 se hacía saber a los médicos mexicanos y público en general, que en el laboratorio de bacteriología del Consejo Superior de Salubridad se hacían estudios microscópicos de la expectoración, para buscar bacilos de Koch en las muestras de enfermos pobres que remitieran los médicos con una tarjeta diseñada para este objeto.

Mas no se vaya a pensar que hasta el año de este aviso se estaban iniciando los estudios bacteriológicos en el Consejo Superior de Salubridad. Ya en 1893 los higienistas canadienses que visitaron las instalaciones del Consejo encomiaron el laboratorio de química y bacteriología, el cual ocupaba "muchas piezas". Los aparatos e instrumentos eran los más modernos y venían "de las mejores fábricas". Anexo al laboratorio de bacteriología, se encontraba el Instituto Antirrábico Mexicano, fundado por el doctor Eduardo Liceaga en enero de 1888, donde, aparte de observar el "tratamiento de la rabia" según el método de Pasteur, los canadienses visitaron la cámara donde se cultivaba el virus rábico. Había ahí conejos inoculados, otros que esperaban la inoculación y otros más que acababan de sucumbir a la rabia.

Volviendo a la tuberculosis, la campaña contra este mal estaba activa desde finales de los ochentas. Por ejemplo, en 1899 el Consejo Superior de Salubridad había publicado un cuadernillo donde se recomendaba que no se escupiera en el suelo sino en escupideras medio llenas con una solución antiséptica; que los tosijosos que anduvieran por la calle emplearan "escupideras de bolsa", y, a todos, que vivieran en las mejores condiciones de higiene.

Se informaba además en dicho impreso lo fundamental de la etiología y patogenia de la tuberculosis, conocimientos que, según el cronista que escribía en la revista La Escuela de Medicina al final de los años ochenta del siglo pasado, ya eran "vulgares" entre nuestros médicos, a los cuales se les pedía en el dicho cuadernillo que dieran aviso al Consejo de Salubridad cuando un tuberculoso se mudase de casa (con muy poca leche el autor de esta crónica dice que los tuberculosos no se mudan de domicilio, sino que se mueren), para que dicha institución procediera a la desinfección de la habitación y mobiliario.

Hablando de las medidas utilizadas contra la infección tuberculosa, se decía por las mismas fechas que si el Consejo Superior de Salubridad no se daba abasto con las desinfecciones para evitar la propagación del tifo, de la difteria, de la viruela, etcétera, peor le iba a ir ahora que se implantaba la desinfección de casas y objetos de tuberculosos. Además, tales desinfecciones se hacían a veces como de mentiras. Por ejemplo, don Fernando Zárraga, médico que en todos sus retratos que conocemos luce unos enormes bigotes, demostró que "no había un átomo de bicloruro de mercurio en la solución que se llevó para desinfectar una casa". En otro caso, un inspector sanitario descubrió que la desinfección se estaba haciendo con agua del pozo.

Se sugería al Consejo Superior de Salubridad que hiciera "investigaciones bacteriológicas" después de desinfectar las habitaciones "con una simple pulverización con solución de mercurio", pues tal vez los microbios continuaran vivos. Se sugería también que se probara la desinfección con "formaldehído", sustancia que además servía para curar la tuberculosis.

Pero no en todas las enfermedades infecciosas de interés social se había descubierto el microbio causal, por lo que en tales casos las creencias sobre la etiología y la profilaxis no habían cambiado. Tal era la situación del tifo.

En enero de 1889, el Consejo Superior de Salubridad declaraba que el tifo, enfermedad endémica en la capital del país, estaba adquiriendo aquel principio de año caracteres de epidemia. Tratándose de una enfermedad, decían los miembros del Consejo, "que reconoce por origen principal la putrefacción de las materias orgánicas, en particular las de desechos de la población", en primer lugar y como medida preventiva general, recomendaban la limpia de la ciudad. Además, dictaban medidas para "cortar" el contagio del tifo, en consecuencia aplicables a los enfermos y su ambiente más próximo, y consejos que debían seguir "los particulares para precaverse de esa misma enfermedad". Asimismo, el Consejo sugería lo que tenían que hacer las autoridades para hacer efectivo el aislamiento de los enfermos y para "la práctica conveniente de la desinfección", y precisaba las obligaciones de los propietarios de fincas de remediar las malas condiciones higiénicas de las habitaciones que más favorecían el desarrollo del tifo.

La limpia de la ciudad comprendía el lavado de las atarjeas, la vigilancia para que no se arrojara a los canales y calles ni basura ni animales muertos, y la sustitución de las fuentes públicas por "llaves automáticas para tomar agua.

Las disposiciones "para cortar el contagio del tifo" consistían fundamentalmente en el aviso sobre casos de tifo que estaban obligados a dar al Consejo Superior de Salubridad, médicos, dueños y administradores de hoteles, casas de huéspedes y mesones; los directores de colegios, fábricas o talleres y los jefes de cualquier establecimiento donde era habitual la reunión de varios individuos, para que el médico de la inspección de policía visitara a los enfermos reportados y decidiera si podían atenderse en el sitio donde se encontraban o deberían ser trasladados al hospital.

Se declaraba obligatorio el aislamiento en el hospital en los casos siguientes: 1) cuando la casa del enfermo fuera muy reducida en relación al número de personas que la habitaban, lo cual hacía imposible el aislamiento del paciente; 2) cuando en dicha casa hubiera más de un enfermo de tifo; 3) cuando la familia se rehusase al aislamiento del tifoso; 4) en el caso de que las condiciones higiénicas de la casa fueran tan malas que hacían imposible toda buena asistencia.

Si el médico de la inspección de policía opinaba que el enfermo podía atenderse en su domicilio o lugar que habitaba, dicho facultativo entregaría al jefe de familia el instructivo que abajo glosamos, y lo responsabilizaría de su cumplimiento. En el desgraciado y no raro caso de que el tifoso falleciera, no se permitirían "honras fúnebres". Tanto en estos casos, como en el traslado del enfermo al hospital, sería cuidadosamente desinfectada la habitación, así como colchones, sábanas y otros objetos de que el paciente se hubiese servido. Tal desinfección sería gratuita para los pobres, pero no para quienes tenían posibilidades de pagar.

Veamos ahora las instrucciones para precaverse del tifo: 1) las habitaciones se ventilarían de la mejor manera posible, en particular las recámaras, "abriendo para ello ampliamente y durante largo tiempo las puertas y ventanas"; 2) se evitaría la acumulación de basura e "inmundicias capaces de entrar en putrefacción", y se cuidaría de "manera muy especial de la limpieza de caños y comunes", o sea excusados; 3) hasta donde fuera posible, se recomendaba que no durmieran en el mismo cuarto muchas gentes y que no lo hicieran en los cuartos bajos de las casas de la ciudad de México, húmedas en todo tiempo y hasta con agua debajo de las vigas del entarimado del piso; 4) el agua para beber debía provenir de pozos artesianos. Quien pudiera comprar "un filtro Chamberland sistema Pasteur", tanto mejor.

Hasta aquí medidas que podríamos llamar de higiene del medio, a las que se agregaban las siguientes disposiciones o recomendaciones sobre la higiene del individuo: éste debería estar limpio de cuerpo y vestidos, evitar las desveladas frecuentes y los "desórdenes" de cualquier tipo, pues al deprimir "las fuerzas del organismo", estaba predispuesto a contraer la enfermedad.

Además de otros puntos que omito, el instructivo contra el tifo de que me vengo ocupando daba tres fórmulas de soluciones desinfectantes: una hecha a base de bicloruro de mercurio, la segunda de sulfato de zinc, y la tercera, recomendada "para arrojar en los comunes y para recibir las evacuaciones", a base de sulfato de cobre.

FIN DE UNA ÉPOCA

Al pasar revista a las ideas que antes de los descubrimientos de Koch se tenían acerca de las enfermedades infecciosas o contagiosas, sobre todo en lo tocante a las causas de dichos problemas, al origen y a la manera de diseminación o transmisión de los elementos etiológicos, a la forma de evitar su producción o su propagación y, en fin, respecto a la terapéutica de las enfermedades propiamente dichas —véase lo dicho y hecho por Isidoro Olvera respecto de la epidemia de Toluca de 1844 (capítulo VI)—, descubrimos la coherencia con las medidas de medicina preventiva adoptadas, así como con lo que se enseñaba en las cátedras de higiene.

Hasta los años ochenta del siglo XIX no hubo ningún cambio cualitativo fundamental en los conocimientos o creencias sobre la etiología de las enfermedades infecciosas o contagiosas y, por supuesto, sobre las teorías y prácticas higiénicas relacionadas con éstas. Ciertamente, los médicos conocedores de la historia de su disciplina, y quienes se interesaban por hipótesis cuya validez el descubrimiento del microscopio quizá podría ayudar a comprobar, tal vez sabían que desde el siglo XVII Fracastorio había hablado de ciertas "semillas" o seminaria, como elementos causantes de ciertas enfermedades; que por 1658, Atanasio Kircher había escrito un libro llamado Scrutinium physico-medicum pestis, donde dice que los "efluvios" están constituidos por pequeñísimos cuerpos vivientes. Gracias a su tamaño, proseguía Kircher, estos cuerpos son transportados por el aire y se introducen entre las fibras de las telas de vestidos y muebles, o bien a través de los poros de la madera y aun de los metales. De este modo, estos materiales, con los que se hacen infinidad de objetos, se convierten en vectores de dichos gérmenes, en elementos a través de los cuales se transmite la enfermedad que aquéllos producen.

Es todavía más posible que nuestros colegas mexicanos de mediados del siglo pasado conocieran los trabajos de P. F. Bretoneau, presentados a la Academia de Medicina de París en 1821, pero publicados hasta cinco años más tarde, en los que el autor hablaba de la especificidad de la difteria en tanto enfermedad producida por un germen determinado. Posteriormente, este inteligente médico se ocupó de la dotienenteria o fiebre tifoidea, donde volvió a insistir en la existencia de un germen reproductor específico.

Es más difícil que los médicos mexicanos de hace ciento y pico de años hayan conocido los trabajos de Agostino Bassi, tanto porque éste no era francés como porque su descubrimiento no pertenecía a la medicina humana. Fue Bassi, sin embargo, quien en 1835 demostró que la enfermedad de los gusanos de seda que los franceses llamaban muscardini y los italianos mal del signo, calcinaccio, calcino o cannelino, era producida por una planta del genere delle crittogame, un fungo parassito.

Aunque por su progresiva ceguera Bassi tuvo que suspender sus investigaciones por medio del microscopio, extendió lo encontrado en los gusanos de seda al hombre, sugiriendo que la viruela, el tifo, la peste, la sífilis y el cólera eran enfermedades producidas por seres vivos microscópicos.

Planteada ya firmemente la etiología microbiana de ciertas enfermedades, por los años ochenta del siglo XIX se suceden importantes descubrimientos que se inician con la identificación, por Roberto Koch, del bacilo de la tuberculosis (1882) y del vibrión del cólera (1883). Entonces la historia de la medicina muestra el desarrollo de la investigación en dos corrientes: 1) la encaminada a descubrir la etiología microbiana de las enfermedades; 2) la orientada a la prevención y tratamiento de dichas enfermedades teniendo en cuenta dicha etiología.

Ya sabemos que el doctor Eduardo Liceaga trajo a México en 1888 un cerebro de conejo inoculado con el germen de la rabia, material de donde partió la posibilidad de fabricar en una sección del Consejo Superior de Salubridad, que después se llamaría Instituto Antirrábico, la vacuna contra tan terrible mal. Así se iniciaban en nuestro país los métodos de laboratorio para obtener las llamadas vacunas, en honor al descubrimiento de Jenner sobre la viruela, procedimientos basados precisamente en la etiología microbiana de las enfermedades y en el apenas desbrozado fenómeno de la inmunidad, el cual, sobre todo a partir de los años noventa del siglo pasado, empezaría a ser investigado a fondo tanto en sus aspectos humorales como celulares.

Más o menos parejo al principio del conocimiento de la inmunidad se desarrolló el de la enfermedad producida por toxinas bacterianas, o visto el asunto de otra manera, la identificación de éstas dio lugar a descubrimientos de medios de protección o profilaxis, como sucedió con la difteria y el tétanos. En efecto, inyectando a un animal la toxina de estos gérmenes, se producían sustancias que, inyectadas oportunamente al enfermo, podían evitar la enfermedad o curar un mal ya declarado. En la navidad de 1891 fue aplicada la primera inyección de antitoxina en Berlín.

En síntesis, al principiar la última década del siglo XIX se entra de lleno a una nueva época; ahora son otros los conceptos y otras las acciones para luchar contra las enfermedades que constituyen problemas de salud pública. Lo que en adelante se haga tendrá que enmarcarse en oros conocimientos o teorías. El corte histórico se impone.

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