VII. LA HIGIENE

DESDE 1838, cuando se abre el Establecimiento de Ciencias M�dicas, que ven�a a sustituir y a reunir la ense�anza de la medicina que se impart�a en la Real y Pontificia Universidad con la de cirug�a, a cargo del Real Colegio de Cirug�a, empez� a ense�arse la higiene, reducida a "elementos" de una higiene individual que se aven�a m�s o menos bien con la fisiolog�a, c�tedra de la cual la higiene era como un ap�ndice. Sin embargo, era imposible desligar del todo al hombre de su ambiente, seg�n se desprende de la definici�n que el doctor Pedro Vander Linden daba de la higiene en 1839, al inaugurar la c�tedra respectiva en la Universidad de Guadalajara:

La higiene, o arte de conservar la salud, se dedica a estudiar la influencia que pueden ejercer sobre el hombre las circunstancias en las cuales est� colocado, las sustancias materiales o agentes f�sicos que emplear deba para permanecer en buen estado, los alimentos de que se nutre, los movimientos que ejecuta, la integridad o perversi�n de sus diversas expresiones, el reposo, la fatiga, el estado de desvelo o de sue�o y las diversas pasiones que pueden agitar a su alma.


No s� c�mo se ense�aba esta materia en la Escuela de Medicina de la ciudad de M�xico por 1860 o 1861, cuando la curs� el doctor Eduardo Liceaga, quien a partir de los a�os ochenta ser�a presidente del Consejo Superior de Salubridad. De lo que s� hay constancia es de lo dicho por Liceaga al ser electo para formar parte de dicha corporaci�n: que en la Escuela de Medicina no hab�a aprendido nada en absoluto de higiene p�blica o de la "ciencia sanitaria".

Fue hasta 1868 cuando se separ� la c�tedra de higiene de la de fisiolog�a, denomin�ndose higiene y meterolog�a m�dica. El m�dico, y despu�s tambi�n sacerdote cat�lico Ladislao de la Pascua, fue el profesor hasta 1873, sucedi�ndole el doctor Jos� G. Lobato. El tercer maestro de la materia fue uno de los disc�pulos de Gabino Barreda, miembro de la Sociedad Metod�fila en sus mocedades. Me refiero al doctor Luis E. Ruiz, veracruzano de Alvarado, partero en la pr�ctica diaria e higienista por un autodidactismo cuyos frutos no fueron nada malos, por tratarse de un hombre inteligente.

En 1889, al tomar posesi�n de su c�tedra, el maestro Ruiz expres� conceptos y traz� un programa que nos permiten saber qu� era la higiene para los m�dicos mexicanos de hace casi un siglo. Para Ruiz, la higiene es el arte cient�fico de conservar la salud y vigorizar el organismo. En consecuencia, la higiene es "la primera de las artes, puesto que la salud es el primero de los bienes".

Seg�n Ruiz, la conservaci�n de la salud consiste en la prevenci�n de las enfermedades. Por lo que toca a la vigorizaci�n del organismo.

Se tienen tres recursos soberbios: primero, dar buena y adecuada alimentaci�n y llevar vida activa, sobre todo muscular, porque de esta manera ser�n evitadas o vencidas las enfermedades que nos invaden cuando el organismo est� debilitado; segundo, someterse de un modo incesante a la eficaz hidroterapia, pues de este modo es seguro que nos precavemos de todas las enfermedades que nos vienen del fr�o y de la humedad [...] y tercero, debemos someternos a las vacunaciones.


Resalta en los conceptos de Ruiz el aserto de que la higiene se fundamenta en el conocimiento "del mundo del hombre"; de ah� que su curso comprenda el estudio del suelo, del "aire y atm�sfera", de la habitaci�n, el vestido, los alimentos, el ejercicio y el reposo, todo lo cual queda englobado en lo que �l llama higiene general.

Despu�s de un corto espacio dedicado a la higiene especial o individual, donde se ocupa del hombre y sus funciones "bajo el aspecto de la salud", el maestro Ruiz trata de la higiene p�blica o social. Me ocupar� de algunos aspectos de la higiene general y de la higiene social.

En el primer caso, cuando Ruiz habla del suelo, dice que lo hace desde el punto de vista de su "importancia y valor higi�nico". Con l�minas que contienen planos y cortes geol�gicos, les ense�a a los alumnos c�mo es el suelo del valle de M�xico, cu�l es su "capacidad para el calor, los gases y el agua", y cu�l la distribuci�n de la vegetaci�n "y su valor higi�nico". Despu�s extiende estos conocimientos, de manera general o superficial, a toda la Rep�blica, incluyendo el tema del agua. En seguida Ruiz habla del saneamiento en general "y de sus aplicaciones a la ciudad de M�xico".

Por lo que toca al aire y la atm�sfera, una vez m�s se empieza por precisar su "importancia y valor higi�nico", para en seguida tratar de los elementos normales, accesorios y accidentales del aire. Luego se les presentan a los alumnos "datos de meteorolog�a m�dica general, algunos de la Rep�blica y todos los de la capital". Se habla, por supuesto, de la aclimataci�n, tema entonces muy en boga, interesante sobre todo para los habitantes de la ciudad de M�xico y muy en especial para quienes quer�an avencidarse en nuestra ciudad, situada "en las altas altitudes", seg�n frase cacof�nica entonces muy usada. A prop�sito, recordemos que en 1895 fue premiada por el Instituto Smithsoniano de Washington la obra de Alfonso Herrera y D. Vergara Lope, La atm�sfera de las altitudes y el bienestar del hombre, que trata de la influencia de la presi�n barom�trica en la constituci�n y desarrollo de los seres organizados, as� como del tratamiento clim�tico de la tuberculosis.

Volvamos a las clases del maestro Ruiz. Respecto de la habitaci�n, el curso comprend�a desde los "preceptos para la elecci�n o preparaci�n del sitio", hasta la presentaci�n de modelos de ventiladores y excusados o comunes, habiendo tocado antes la "circunstancia que debe tener la construcci�n, la extensi�n, la distribuci�n y la orientaci�n, as� como la aereaci�n, la calefacci�n, la iluminaci�n, la canalizaci�n aferente y eferente", etc�tera.

Hablar del vestido, desde el punto de vista higi�nico, obligaba a ocuparse de las fibras textiles, del color y la forma.

Despu�s de clasificar a los alimentos, el profesor de higiene daba a conocer los "preceptos relativos de cada grupo y de cada variedad para las distintas personas, las diversas edades, todos los climas y cada circunstancia".

En la parte de higiene p�blica o social, el maestro Luis E. Ruiz principiaba ocup�ndose del "ser humano y sus caracteres bajo el aspecto del bienestar", y ense�aba una serie de "preceptos" que podemos dividir en tres grupos:

1) los que dependen de la constituci�n, el temperamento y la idiosincrasia del individuo; 2) los que tienen en cuenta la edad, el sexo, la herencia, la aptitud morbosa, "especialmente la erotoman�a, la morfinoman�a y el alcoholismo"; 3) los "preceptos en consonancia con los caracteres que ense�a la antropolog�a general y la etnograf�a de M�xico".

En seguida, Ruiz se ocupaba del cap�tulo poblaci�n, el cual comprend�a los siguientes temas: nupcialidad, natalidad, mortalidad, vida media y vida probable en general y especialmente para M�xico; en seguida trataba de la estad�stica, m�todo estad�stico y epidemiolog�a. Dentro de este �ltimo cap�tulo los alumnos aprend�an preceptos referentes a "los casos espor�dicos", las endemias, las epidemias y las endemoepidemias.

El curso de higiene y meteorolog�a m�dica continuaba con el tema "la ciudad y el campo" (por supuesto vistos desde el �ngulo de la higiene), y prosegu�a con los "requisitos higi�nicos de las habitaciones p�blicas" (hospitales, hospicios), y con los que del mismo tipo deber�an llenar teatros y circos. Despu�s se hablaba de la inhumaci�n y cremaci�n, as� como de las reglas higi�nicas para los mercados, rastros y ba�os p�blicos.

Bajo el rubro gen�rico Actividades sociales y sus preceptos peculiares, el maestro Ruiz se ocupaba de la higiene de ciertos grupos humanos como el infantil, el escolar, el industrial, el militar, el urbano, el rural y el de los "hombres de letras".

Terminaba el curso con el tema legislaci�n sanitaria, donde se daba a conocer las legislaciones sanitarias nacionales y se hac�a un sucinto an�lisis de las extranjeras. El "C�digo Sanitario de la capital de la Rep�blica" y la reglamentaci�n para bebidas y comestibles se contaban entre las primeras. Por 1889, y por lo que toca al C�digo Sanitario, Ruiz no pod�a ense�ar otra cosa que el proyecto de dichas leyes, ya que �stas se publicar�an hasta 1891.

Adem�s de tan extensa e interesante ense�anza te�rica, el curso de higiene del positivista doctor Luis E. Ruiz comprend�a las siguientes actividades pr�cticas: an�lisis del agua, del aire, leche, carne, pan, huevos, chocolate, caf�, t�, vinos, cervezas, pulque, vinagre y granos.

Ahora s� ya exist�an sobradas razones para que el profesor de higiene de la Escuela Nacional de Medicina fuera miembro honorario del Consejo Superior de Salubridad, seg�n lo hab�a dispuesto desde 1841 el reglamento de esta corporaci�n.

Por el destacado papel que el doctor Luis E. Ruiz tuvo en la ense�anza de la higiene, recuerdo sus principales datos biogr�fico-acad�micos: naci� el 12 de febrero de 1853 en Alvarado, Veracruz; se titul� de m�dico en 1879; inici� su ense�anza de la higiene como preparador, y en 1878 gan� por oposici�n el adjuntazgo en la c�tedra de higiene y meteorolog�a m�dica de la Escuela Nacional de Medicina. Cuando en 1882 el doctor Ildefonso Velasco, presidente del Consejo Superior de Salubridad, organiz� un congreso higi�nico-pedag�gico, Ruiz fue el relator de los dict�menes cuarto y quinto. En el Congreso Nacional de Higiene, organizado por el Consejo Superior de Salubridad en 1883, Ruiz represent� a la Escuela de Medicina y fue el relator del dictamen quinto. En 1887 ingres� a la Escuela Nacional Preparatoria como profesor de higiene. Se publicaron sus apuntes. En 1889 se hizo cargo de la c�tedra de higiene y meteorolog�a m�dica en la Escuela Nacional de Medicina, cuyo plan de estudios ya conocemos. Finalmente, el 5 de junio de 1901, Luis E. Ruiz daba una conferencia en la Academia Nacional de Medicina sobre las condiciones higi�nicas de los edificios destinados a escuelas y las ventajas que ofrec�a la inspecci�n m�dica escolar.

Cierro las anotaciones sobre la higiene con lo dicho en aquel entonces por el positivista y culto doctor Porfirio Parra. Dec�a el maestro Parra que la higiene personal es la base de la higiene p�blica, y que aquella estaba estrechamente relacionada con la econom�a y con "cierta cultura intelectual y moral". Ciertamente, para que un individuo siga los preceptos higi�nicos, el primer requisito es que tenga los medios para hacerlo:

No cumple con la higiene todo el que quiere, sino el que adem�s de querer, puede.
En efecto, los primeros mandamientos de la higiene se refieren a la habitaci�n, que debe ser amplia, bien ventilada, bien iluminada, etc�tera; a los vestidos, que deben ser convenientes y adecuados; a la alimentaci�n, que debe componerse de alimentos de buena calidad, ingeridos en cantidad conveniente; al aseo personal, lo cual supone agua y jab�n, y por lo menos varias piezas de ropa interior.


Esmerar estas condiciones —prosegu�a Parra—, era lo mismo que decir que ellas no pod�an ser cumplidas "por los desheredados de la fortuna y del trabajo", subrayando con ello la profunda e ineludible relaci�n de estos factores con las condiciones socioecon�micas de un individuo o de una comunidad. No obstante, y tal vez para tranquilidad de la conciencia de los higienistas, dec�a Parra que continuaban perorando y dictando leyes sin mirar la situaci�n social y econ�mica que imped�a su cumplimiento.

Otro punto que tocaba Parra era el de "cierta cultura intelectual y moral", sin la cual los individuos eran incapaces de someterse a los preceptos de la higiene. La educaci�n, en consecuencia, era uno de los pilares de las pr�cticas higi�nicas; los individuos que las acataban y las hac�an parte de su vida cotidiana eran aquellos "capaces de forjarse un ideal y de proponerse una norma de conducta para la vida". Al respecto, recordaba Porfirio Parra que "el cumplimiento de un precepto es siempre doloroso y supone una prohibici�n", y que para cumplirlo se requiere "aquella disciplina de car�cter que nos hace renunciar a un placer transitorio e inmediato para conquistar con este sacrificio un bien de m�s estima".

Aparte de esta cualidad moral, para que el hombre siguiese los mandamientos de la higiene era necesario que conociera, siquiera en forma general o rudimentaria, los hechos cient�ficos en que se fundamentan las reglas higi�nicas, y por supuesto a estas mismas. En pocas palabras, Parra insist�a en que la higiene individual, base de la higiene p�blica, estaba estrechamente relacionada con el temple moral, la educaci�n y los factores econ�micos.

Pero... �cu�l de estos factores era el m�s importante? Seg�n el disc�pulo de Gabino Barreda, sin la fuerza de car�cter para modificar h�bitos, para ver por el bien propio a largo plazo, la informaci�n sobre la higiene poco pod�a hacer. No es que Parra estuviera en contra, por ejemplo, de la tarea que en tal sentido ven�a realizando el Consejo Superior de Salubridad, repartiendo "a menudo cartillas y hojas impresas destinadas a ilustrar a los indoctos sobre los medios de precaverse de la tisis, el tifo y de otras plagas semejantes", sino que pensaba que sin la "educaci�n moral" adecuada, la mella de estos impresos en la conducta o h�bitos de los individuos era m�nima. A este respecto, Parra prefer�a las conferencias, pues �stas produc�an "una impresi�n duradera, hiriendo de un modo conveniente la imaginaci�n del auditorio".

LA REVOLUCI�N SUSCITADA POR LA IDENTIFICACI�N DE LA ETIOLOG�A BACTERIANA DE CIERTAS ENFERMEDADES

Como vimos, por 1900 la higiene buscaba conservar la salud por el medio muy directo de evitar las enfermedades y por el recurso, no tan directo, de vigorizar al Organismo. Lo primero es lo que en algunas publicaciones se llama higiene profil�ctica, dentro de cuya historia decimon�nica y mexicana es posible hablar de un inmenso cambio, revolucionario en muchos aspectos: el conocimiento de la etiolog�a bacteriana de ciertas enfermedades infecciosas o transmisibles, con la aplicaci�n de las consecuentes medidas: preventivas y terap�uticas entonces recomendadas.

Al respecto, la d�cada de los ochentas —hace precisamente un siglo—, es digna de recordarse. En los trabajos que Eberth publicara entre 1880 y 1883 daba a conocer sus investigaciones sobre el bacilo causante de la fiebre tifoidea, descripci�n y biolog�a que en 1887 vinieron a completar Chantemesse y Widal, aunque sin poder reproducir por la inocculaci�n peritoneal con Bacillus typhosus de ratas y ratones, la entonces muy frecuentemente mortal "dotienenteria" humana.

Por la misma d�cada, Koch informaba a la Comisi�n Sanitaria Alemana sobre los resultados bacteriol�gicos de sus estudios en Egipto, los cuales hab�a llevado a cabo durante una epidemia de c�lera. Koch dijo, en aquella memorable fecha, que dicha enfermedad era producida por un microbio en forma de coma —por eso lo llam� Koma bacillus,aunque ahora lo conozcamos como Vibrio cholerae—, que se encontraba en el intestino y en las evacuaciones de los enfermos, pero no en la sangre.

De Alejandr�a, Koch se fue a la India para proseguir sus investigaciones. Ah�, despu�s de estudiar cuarenta y dos enfermos y veintiocho autopsias, confirmaba lo visto en Alejandr�a. Esto suced�a en 1884, pero ya antes, en 1882, Koch hab�a identificado el bacilo de la tuberculosis.

Por otra parte, Luis Pasteur, adem�s de sus descubrimientos acerca de la etiolog�a microbiana de algunas enfermedades no humanas, inventaba procedimientos que andando el tiempo se considerar�an como el punto de partida de esta disciplina llamada inmunolog�a, pilar indiscutible—-no el �nico, por supuesto— de la medicina cient�fica m�s avanzada.

LOS INSTITUTOS PATOL�GICO Y BACTERIOL�GICO

Mucho contribuyeron al desarrollo de la anatom�a patol�gica y la bacteriolog�a el Instituto Patol�gico Nacional y, despu�s, el Instituto Bacteriol�gico.

En febrero de 1895, Rafael Lavista "persiguiendo una idea superior a todo encomio, y poniendo en servicio de ella todo el valimiento de su posici�n cient�fica y social", propon�a al ministro de Justicia la creaci�n de un Museo de Anatom�a Patol�gica, que tendr�a por objeto "coleccionar ejemplares de �rganos enfermos, debiendo servir para el estudio de nuestras enfermedades y aprovechar la colecci�n formada para dar a la medicina nacional su car�cter cient�fico".

El citado museo se cre�. Un a�o m�s tarde se le agreg� un gabinete de qu�mica y otro de microscop�a "al servicio de la cl�nica". Los nuevos laboratorios se inauguraron en marzo de 1896; ese mismo mes apareci� el primer n�mero de la Revista Quincenal de Anatom�a Patol�gica y Cl�nica M�dica, donde se empezaron a publicar los estudios que se llevaban a cabo en el hasta entonces Museo Anatomo-Patol�gico.

Ya con las caracter�sticas antes se�aladas, y siendo el objetivo estudiar los espec�menes patol�gicos desde la autopsia hasta el laboratorio de microscop�a, comprendiendo tambi�n la toma in situ de productos para las investigaciones bacteriol�gicas, actividades que no solamente se orientaban al estudio de las enfermedades que se observaban en M�xico, sino a la ense�anza de la medicina —Manuel Toussaint, jefe de trabajos del Museo, deb�a ser el profesor de anatom�a patol�gica en la Escuela de Medicina, materia "algo abandonada hasta la fecha"—, exist�an todas las razones para que el doctor Rafael Lavista solicitase que el primitivo Museo Anatomo-Patol�gico se convirtiese en el Instituto Patol�gico Nacional, lo cual tuvo lugar en el mismo a�o de 1896. M�s tarde se deriv� de �ste el Instituto Bacteriol�gico, donde se acrecent� el estudio de la etiolog�a de las enfermedades producidas por microorganismos.

Regresemos a los descubrimientos de Pasteur, para recordar al doctor Eduardo Liceaga, quien trajo a M�xico, de Par�s, un cerebro de conejo infectado con el virus r�bico para preparar en el pa�s la vacuna antirr�bica. As� se llamaron gen�ricamente estos productos biol�gicos, derivando su nombre del de la enfermedad bovina que Jenner genialmente emple� en la prevenci�n de la viruela.

Eduardo Liceaga fue presidente del Consejo Superior de Salubridad de 1885 a 1914. Al ser invitado a formar parte de esta corporaci�n, encargada de velar por la salud p�blica, Liceaga confes� que no sab�a nada de higiene p�blica o general, pues tal disciplina no se ense�aba en la Escuela de Medicina en los a�os en que �l estudi� (1859 a 1865; se recibi� en enero de 1866). No obstante, se interes� vivamente por la materia y, aprovechando un viaje a Europa, recurso para aliviarse de un surmenage en que lo hab�a hundido el exceso de trabajo (clases en la Escuela de Medicina, operaciones quir�rgicas en el Hospital de Maternidad e Infancia, clientela privada y la presidencia del Consejo Superior de Salubridad), la estudi� pr�cticamente en las ciudades que visit�, seg�n �l mismo lo dijera en Mis recuerdos de otros tiempos.

Pero no solamente Liceaga adquiri� conocimientos, sino tambi�n diversos aparatos, como la estufa de desinfecci�n que se usar�a para la ropa y utensilios de los enfermos contagiosos, y un cerebro de conejo debidamente infectado con el virus de la rabia. �ste, puesto en un frasco e inmerso en glicerina esterilizada, viaj� de Saint Nazaire a Veracruz, en un camarote vac�o del mismo barco en que viajaba Liceaga. Lleg� a la ciudad de M�xico el 8 de febrero de 1888. Gracias a tal espécimen, el 18 de abril de 1888 se llevaba a cabo la primera vacunaci�n contra la rabia en nuestro pa�s, o sea tres a�os despu�s de que Pasteur se atreviera a vacunar al ni�o Joseph Meister, desde entonces famoso, sobre todo porque, con la vacuna, la rabia que hab�a seguramente adquirido al ser mordido por un animal atacado de dicho mal, no se le declar�.

Por lo que toca a la investigaci�n de bacterias pat�genas, en mayo de 1901 se hac�a saber a los m�dicos mexicanos y p�blico en general, que en el laboratorio de bacteriolog�a del Consejo Superior de Salubridad se hac�an estudios microsc�picos de la expectoraci�n, para buscar bacilos de Koch en las muestras de enfermos pobres que remitieran los m�dicos con una tarjeta dise�ada para este objeto.

Mas no se vaya a pensar que hasta el a�o de este aviso se estaban iniciando los estudios bacteriol�gicos en el Consejo Superior de Salubridad. Ya en 1893 los higienistas canadienses que visitaron las instalaciones del Consejo encomiaron el laboratorio de qu�mica y bacteriolog�a, el cual ocupaba "muchas piezas". Los aparatos e instrumentos eran los m�s modernos y ven�an "de las mejores f�bricas". Anexo al laboratorio de bacteriolog�a, se encontraba el Instituto Antirr�bico Mexicano, fundado por el doctor Eduardo Liceaga en enero de 1888, donde, aparte de observar el "tratamiento de la rabia" seg�n el m�todo de Pasteur, los canadienses visitaron la c�mara donde se cultivaba el virus r�bico. Hab�a ah� conejos inoculados, otros que esperaban la inoculaci�n y otros m�s que acababan de sucumbir a la rabia.

Volviendo a la tuberculosis, la campa�a contra este mal estaba activa desde finales de los ochentas. Por ejemplo, en 1899 el Consejo Superior de Salubridad hab�a publicado un cuadernillo donde se recomendaba que no se escupiera en el suelo sino en escupideras medio llenas con una soluci�n antis�ptica; que los tosijosos que anduvieran por la calle emplearan "escupideras de bolsa", y, a todos, que vivieran en las mejores condiciones de higiene.

Se informaba adem�s en dicho impreso lo fundamental de la etiolog�a y patogenia de la tuberculosis, conocimientos que, seg�n el cronista que escrib�a en la revista La Escuela de Medicina al final de los a�os ochenta del siglo pasado, ya eran "vulgares" entre nuestros m�dicos, a los cuales se les ped�a en el dicho cuadernillo que dieran aviso al Consejo de Salubridad cuando un tuberculoso se mudase de casa (con muy poca leche el autor de esta cr�nica dice que los tuberculosos no se mudan de domicilio, sino que se mueren), para que dicha instituci�n procediera a la desinfecci�n de la habitaci�n y mobiliario.

Hablando de las medidas utilizadas contra la infecci�n tuberculosa, se dec�a por las mismas fechas que si el Consejo Superior de Salubridad no se daba abasto con las desinfecciones para evitar la propagaci�n del tifo, de la difteria, de la viruela, etc�tera, peor le iba a ir ahora que se implantaba la desinfecci�n de casas y objetos de tuberculosos. Adem�s, tales desinfecciones se hac�an a veces como de mentiras. Por ejemplo, don Fernando Z�rraga, m�dico que en todos sus retratos que conocemos luce unos enormes bigotes, demostr� que "no hab�a un �tomo de bicloruro de mercurio en la soluci�n que se llev� para desinfectar una casa". En otro caso, un inspector sanitario descubri� que la desinfecci�n se estaba haciendo con agua del pozo.

Se suger�a al Consejo Superior de Salubridad que hiciera "investigaciones bacteriol�gicas" despu�s de desinfectar las habitaciones "con una simple pulverizaci�n con soluci�n de mercurio", pues tal vez los microbios continuaran vivos. Se suger�a tambi�n que se probara la desinfecci�n con "formaldeh�do", sustancia que adem�s serv�a para curar la tuberculosis.

Pero no en todas las enfermedades infecciosas de inter�s social se hab�a descubierto el microbio causal, por lo que en tales casos las creencias sobre la etiolog�a y la profilaxis no hab�an cambiado. Tal era la situaci�n del tifo.

En enero de 1889, el Consejo Superior de Salubridad declaraba que el tifo, enfermedad end�mica en la capital del pa�s, estaba adquiriendo aquel principio de a�o caracteres de epidemia. Trat�ndose de una enfermedad, dec�an los miembros del Consejo, "que reconoce por origen principal la putrefacci�n de las materias org�nicas, en particular las de desechos de la poblaci�n", en primer lugar y como medida preventiva general, recomendaban la limpia de la ciudad. Adem�s, dictaban medidas para "cortar" el contagio del tifo, en consecuencia aplicables a los enfermos y su ambiente m�s pr�ximo, y consejos que deb�an seguir "los particulares para precaverse de esa misma enfermedad". Asimismo, el Consejo suger�a lo que ten�an que hacer las autoridades para hacer efectivo el aislamiento de los enfermos y para "la pr�ctica conveniente de la desinfecci�n", y precisaba las obligaciones de los propietarios de fincas de remediar las malas condiciones higi�nicas de las habitaciones que m�s favorec�an el desarrollo del tifo.

La limpia de la ciudad comprend�a el lavado de las atarjeas, la vigilancia para que no se arrojara a los canales y calles ni basura ni animales muertos, y la sustituci�n de las fuentes p�blicas por "llaves autom�ticas para tomar agua.

Las disposiciones "para cortar el contagio del tifo" consist�an fundamentalmente en el aviso sobre casos de tifo que estaban obligados a dar al Consejo Superior de Salubridad, m�dicos, due�os y administradores de hoteles, casas de hu�spedes y mesones; los directores de colegios, f�bricas o talleres y los jefes de cualquier establecimiento donde era habitual la reuni�n de varios individuos, para que el m�dico de la inspecci�n de polic�a visitara a los enfermos reportados y decidiera si pod�an atenderse en el sitio donde se encontraban o deber�an ser trasladados al hospital.

Se declaraba obligatorio el aislamiento en el hospital en los casos siguientes: 1) cuando la casa del enfermo fuera muy reducida en relaci�n al n�mero de personas que la habitaban, lo cual hac�a imposible el aislamiento del paciente; 2) cuando en dicha casa hubiera m�s de un enfermo de tifo; 3) cuando la familia se rehusase al aislamiento del tifoso; 4) en el caso de que las condiciones higi�nicas de la casa fueran tan malas que hac�an imposible toda buena asistencia.

Si el m�dico de la inspecci�n de polic�a opinaba que el enfermo pod�a atenderse en su domicilio o lugar que habitaba, dicho facultativo entregar�a al jefe de familia el instructivo que abajo glosamos, y lo responsabilizar�a de su cumplimiento. En el desgraciado y no raro caso de que el tifoso falleciera, no se permitir�an "honras f�nebres". Tanto en estos casos, como en el traslado del enfermo al hospital, ser�a cuidadosamente desinfectada la habitaci�n, as� como colchones, s�banas y otros objetos de que el paciente se hubiese servido. Tal desinfecci�n ser�a gratuita para los pobres, pero no para quienes ten�an posibilidades de pagar.

Veamos ahora las instrucciones para precaverse del tifo: 1) las habitaciones se ventilar�an de la mejor manera posible, en particular las rec�maras, "abriendo para ello ampliamente y durante largo tiempo las puertas y ventanas"; 2) se evitar�a la acumulaci�n de basura e "inmundicias capaces de entrar en putrefacci�n", y se cuidar�a de "manera muy especial de la limpieza de ca�os y comunes", o sea excusados; 3) hasta donde fuera posible, se recomendaba que no durmieran en el mismo cuarto muchas gentes y que no lo hicieran en los cuartos bajos de las casas de la ciudad de M�xico, h�medas en todo tiempo y hasta con agua debajo de las vigas del entarimado del piso; 4) el agua para beber deb�a provenir de pozos artesianos. Quien pudiera comprar "un filtro Chamberland sistema Pasteur", tanto mejor.

Hasta aqu� medidas que podr�amos llamar de higiene del medio, a las que se agregaban las siguientes disposiciones o recomendaciones sobre la higiene del individuo: �ste deber�a estar limpio de cuerpo y vestidos, evitar las desveladas frecuentes y los "des�rdenes" de cualquier tipo, pues al deprimir "las fuerzas del organismo", estaba predispuesto a contraer la enfermedad.

Adem�s de otros puntos que omito, el instructivo contra el tifo de que me vengo ocupando daba tres f�rmulas de soluciones desinfectantes: una hecha a base de bicloruro de mercurio, la segunda de sulfato de zinc, y la tercera, recomendada "para arrojar en los comunes y para recibir las evacuaciones", a base de sulfato de cobre.

FIN DE UNA �POCA

Al pasar revista a las ideas que antes de los descubrimientos de Koch se ten�an acerca de las enfermedades infecciosas o contagiosas, sobre todo en lo tocante a las causas de dichos problemas, al origen y a la manera de diseminaci�n o transmisi�n de los elementos etiol�gicos, a la forma de evitar su producci�n o su propagaci�n y, en fin, respecto a la terap�utica de las enfermedades propiamente dichas —v�ase lo dicho y hecho por Isidoro Olvera respecto de la epidemia de Toluca de 1844 (cap�tulo VI)—, descubrimos la coherencia con las medidas de medicina preventiva adoptadas, as� como con lo que se ense�aba en las c�tedras de higiene.

Hasta los a�os ochenta del siglo XIX no hubo ning�n cambio cualitativo fundamental en los conocimientos o creencias sobre la etiolog�a de las enfermedades infecciosas o contagiosas y, por supuesto, sobre las teor�as y pr�cticas higi�nicas relacionadas con �stas. Ciertamente, los m�dicos conocedores de la historia de su disciplina, y quienes se interesaban por hip�tesis cuya validez el descubrimiento del microscopio quiz� podr�a ayudar a comprobar, tal vez sab�an que desde el siglo XVII Fracastorio hab�a hablado de ciertas "semillas" o seminaria, como elementos causantes de ciertas enfermedades; que por 1658, Atanasio Kircher hab�a escrito un libro llamado Scrutinium physico-medicum pestis, donde dice que los "efluvios" est�n constituidos por peque��simos cuerpos vivientes. Gracias a su tama�o, prosegu�a Kircher, estos cuerpos son transportados por el aire y se introducen entre las fibras de las telas de vestidos y muebles, o bien a trav�s de los poros de la madera y aun de los metales. De este modo, estos materiales, con los que se hacen infinidad de objetos, se convierten en vectores de dichos g�rmenes, en elementos a trav�s de los cuales se transmite la enfermedad que aqu�llos producen.

Es todav�a m�s posible que nuestros colegas mexicanos de mediados del siglo pasado conocieran los trabajos de P. F. Bretoneau, presentados a la Academia de Medicina de Par�s en 1821, pero publicados hasta cinco a�os m�s tarde, en los que el autor hablaba de la especificidad de la difteria en tanto enfermedad producida por un germen determinado. Posteriormente, este inteligente m�dico se ocup� de la dotienenteria o fiebre tifoidea, donde volvi� a insistir en la existencia de un germen reproductor espec�fico.

Es m�s dif�cil que los m�dicos mexicanos de hace ciento y pico de a�os hayan conocido los trabajos de Agostino Bassi, tanto porque �ste no era franc�s como porque su descubrimiento no pertenec�a a la medicina humana. Fue Bassi, sin embargo, quien en 1835 demostr� que la enfermedad de los gusanos de seda que los franceses llamaban muscardini y los italianos mal del signo, calcinaccio, calcino o cannelino, era producida por una planta del genere delle crittogame, un fungo parassito.

Aunque por su progresiva ceguera Bassi tuvo que suspender sus investigaciones por medio del microscopio, extendi� lo encontrado en los gusanos de seda al hombre, sugiriendo que la viruela, el tifo, la peste, la s�filis y el c�lera eran enfermedades producidas por seres vivos microsc�picos.

Planteada ya firmemente la etiolog�a microbiana de ciertas enfermedades, por los a�os ochenta del siglo XIX se suceden importantes descubrimientos que se inician con la identificaci�n, por Roberto Koch, del bacilo de la tuberculosis (1882) y del vibri�n del c�lera (1883). Entonces la historia de la medicina muestra el desarrollo de la investigaci�n en dos corrientes: 1) la encaminada a descubrir la etiolog�a microbiana de las enfermedades; 2) la orientada a la prevenci�n y tratamiento de dichas enfermedades teniendo en cuenta dicha etiolog�a.

Ya sabemos que el doctor Eduardo Liceaga trajo a M�xico en 1888 un cerebro de conejo inoculado con el germen de la rabia, material de donde parti� la posibilidad de fabricar en una secci�n del Consejo Superior de Salubridad, que despu�s se llamar�a Instituto Antirr�bico, la vacuna contra tan terrible mal. As� se iniciaban en nuestro pa�s los m�todos de laboratorio para obtener las llamadas vacunas, en honor al descubrimiento de Jenner sobre la viruela, procedimientos basados precisamente en la etiolog�a microbiana de las enfermedades y en el apenas desbrozado fen�meno de la inmunidad, el cual, sobre todo a partir de los a�os noventa del siglo pasado, empezar�a a ser investigado a fondo tanto en sus aspectos humorales como celulares.

M�s o menos parejo al principio del conocimiento de la inmunidad se desarroll� el de la enfermedad producida por toxinas bacterianas, o visto el asunto de otra manera, la identificaci�n de �stas dio lugar a descubrimientos de medios de protecci�n o profilaxis, como sucedi� con la difteria y el t�tanos. En efecto, inyectando a un animal la toxina de estos g�rmenes, se produc�an sustancias que, inyectadas oportunamente al enfermo, pod�an evitar la enfermedad o curar un mal ya declarado. En la navidad de 1891 fue aplicada la primera inyecci�n de antitoxina en Berl�n.

En s�ntesis, al principiar la �ltima d�cada del siglo XIX se entra de lleno a una nueva �poca; ahora son otros los conceptos y otras las acciones para luchar contra las enfermedades que constituyen problemas de salud p�blica. Lo que en adelante se haga tendr� que enmarcarse en oros conocimientos o teor�as. El corte hist�rico se impone.

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