IV. LOS MECANISMOS DE AGRESI�N

LAS SEMILLAS DEL MAL

LA CAPACIDAD de un microorganismo para producir enfermedad en el ser humano depende de tres factores primordiales. En primer lugar, el par�sito debe propagarse de un hu�sped a otro; es �sta la propiedad de comunicabilidad. Debe, en segundo t�rmino, tener la habilidad de invadir el organismo hu�sped; ello implica la presencia de un conjunto de factores que determinan la penetraci�n del par�sito, la resistencia de �ste a los mecanismos de defensa del hu�sped, as� como la posibilidad de sobrevivir y multiplicarse en el seno de los tejidos invadidos. El tercero de los factores requeridos para que un agente produzca enfermedad es su capacidad de da�ar los tejidos del organismo que invade. No basta, pues, que un microorganismo produzca da�o; debe contar con un medio eficaz para propagarse de un hu�sped a otro; debe poder colonizar, invadir y ser inmune a la respuesta inmune del hu�sped; encontrar en �l los medios requeridos para su supervivencia y, por �ltimo, producir lesi�n en el hu�sped.

La notoria capacidad de la Entamoeba histolytica de producir da�o extenso en los tejidos del ser humano durante el transcurso de la amibiasis invasora ha sido bien conocida por largo tiempo. Recordemos tan s�lo las vastas lesiones encontradas en la colitis amibiana fulminante, en las que casi la totalidad de la mucosa del intestino grueso se encuentra alterada, o bien los grandes abscesos hep�ticos amibianos, que llegan a destruir buena parte del �rgano (Figuras 16 y 17).



Figura 16. Lesiones intestinales producidas en humanos por la Entamoeba histolytica. (Cortes�a del doctor Ruy P�rez Tamayo.)



Figura 17. Abscesos hep�ticos amibianos. (Cortes�a del doctor Ruy P�rez Tamayo.)



Por algo, seg�n vimos en el primer capitulo, Schaudinn decidi� llamar a la amiba histol�tica, es decir, productora de lisis de tejidos; el gran acierto de la denominaci�n de Schaudinn ha hecho que desde 1903 esta amiba "en su nombre lleve la fama".

Fue esto, sin embargo, lo �nico que durante largo tiempo hicieron los investigadores en relaci�n al problema de determinar la capacidad pat�gena de la amiba: adjudicarle un nombre descriptivo.

LAS ARMAS DEL AGRESOR

Tal vez sea el conocimiento de los mecanismos de agresi�n de la amiba histol�tica el campo m�s explorado de la amibiasis experimental durante los �ltimos diez a�os. El tema interesa por igual a los bi�logos celulares, quienes indagan las mol�culas y los procesos celulares involucrados en el efecto citop�tico, a los inmun�logos, atra�dos por el reto de descubrir los medios de que se valen las amibas pat�genas para burlar las defensas del hu�sped, a los pat�logos, que analizan en animales de experimentaci�n o en material de biopsias y necropsias de casos de amibiasis invasora, las complejas interacciones celulares que dan por resultado la necrosis de un tejido invadido por las amibas. Del concurso de todas las observaciones ha emergido en a�os recientes una idea, cada vez m�s precisa, de la complejidad del fen�meno de la patogenia de la amibiasis.

Durante casi medio siglo, el conocimiento de la patogenia de la amibiasis se estanc�, adormilado por falsos dogmas que satisfac�an la escasa curiosidad de contados investigadores interesados en esta "Cenicienta" de las enfermedades parasitarias. Se aceptaba, sin discusi�n, la capacidad de las amibas de destruir al hu�sped infectado en la ausencia de respuesta inmune: no hay inflamaci�n, se dec�a; "las amibas liberan enzimas —no importaba mucho cu�les, ni el hecho de que no hubieran demostrado— capaces de destruir los tejidos que invaden; al mismo tiempo se multiplican y cada generaci�n de amibas resultante renueva la necesidad nunca satisfecha de alimentarse a expensas del hu�sped".

�C�mo era posible que un microorganismo, sin duda poseedor de ant�genos diferentes a los del organismo humano, no despertara reacci�n inflamatoria alguna? �Cu�les son las supuestas enzimas, que lo mismo destruyen tejidos epiteliales que armazones conjuntivos? �C�mo vence la fr�gil amiba la formidable muralla de la mucosa intestinal y la compleja estrategia defensiva de c�lulas y mol�culas encargadas de la inmunidad local? �Por qu� es s�lo el hombre y no otros mam�feros, v�ctima frecuente de la actividad agresora de la amiba?

Estas y muchas otras preguntas de inter�s para el conocimiento de la amibiasis invasora languidecieron durante d�cadas. Sin duda, el hecho m�s importante, responsable del resurgimiento de dicho inter�s, fue la obtenci�n de un procedimiento para el cultivo de amibas libres de bacterias ideado por Diamond en 1961 (Figura 18) que permiti� analizar el par�sito sin ning�n otro microorganismo asociado y emplearlo en intentos de reproducir la enfermedad humana en animales de experimentaci�n. Hasta entonces, el experimentador se ve�a obligado a emplear muestras que, m�s que amibas, conten�an, sobre todo, sinn�mero de bacterias indefinidas y gran cantidad de part�culas, como arroz o gl�bulos rojos, requeridas para satisfacer el voraz apetito de los min�sculos predadores.



Figura 18. Retrato del doctor Louis Diamond.



Estas mezclas malolientes eran inyectadas en el intestino o en el h�gado de sufridos roedores, al cabo de semanas o meses se extra�an los �rganos afectados para que, a trav�s del examen histopatol�gico de esas lesiones, el experimentador diera rienda suelta a su imaginaci�n y describiera, a partir de los restos de la batalla, los proleg�menos y el desarrollo de la confrontaci�n entre las amibas y su caldo, por un lado, y las defensas del roedor en cuesti�n, por otro. Mal parados quedaban en esos an�lisis postreros los defensores, los leucocitos, a los que se les adjudicaba la culpabilidad de no haber siquiera advertido la llegada de los protozoarios intrusos.

El cultivo ax�nico cambi� el panorama y dot� al experimentador de condiciones adecuadas para analizar el efecto devastador de las amibas pat�genas, tanto en modelos de laboratorio, in vitro, como en modelos animales en los que ahora solamente se inoculan amibas.

Los sistemas in vitro han confrontado amibas pat�genas con c�lulas humanas libres como gl�bulos rojos, leucocitos polimorfonucleares y macr�fagos, o bien con c�lulas fibrobl�sticas o epiteliales de mam�fero, a los que se les a�aden los par�sitos. El tiempo de experimentaci�n se reduce dr�sticamente en estos sistemas; la acci�n letal de las amibas se estudia, no en semanas o meses, como era tradicional en los modelos de animales de experimentaci�n, sino en horas o a�n en minutos.

A continuaci�n se relata en forma resumida, la secuencia —no siempre uniforme, pues la amiba no sabe de formalismos— del efecto l�tico de la amiba cuando se pone en contacto con c�lulas de mam�fero.

EL BESO DE LA MUERTE

El paso primero es la adhesi�n de los trofozo�tos a las c�lulas blanco. La superficie de unos y otras entra en estrecho contacto sin llegar no obstante a la fusi�n de las membranas plasm�ticas en interacci�n. A diferencia de lo que piensan muchos investigadores de mente molecular, pero de ignorancia microsc�pica —porque nunca observan al microscopio las c�lulas que estudian— el contacto no debe necesariamente ser prolongado. La microcinematograf�a revela c�mo las amibas tocan a sus v�ctimas pero no se aferran a ellas; es el efecto que llaman los anglosajones de hit and run, "golpear y huir". Hay consenso general de que ese contacto estrecho, aunque fugaz, es necesario; de no ocurrir, no se inicia la fase siguiente, la del da�o de la c�lula blanco. Esto significa que, o bien las amibas pat�genas no liberan al medio los componentes que afectan las c�lulas, o estas toxinas son inactivadas r�pidamente en el medio extracelular; se requerir� por ello contacto estrecho para crear un espacio cerrado en el que las toxinas amibianas se concentren y ejerzan su acci�n l�tica, libres ya del efecto neutralizador o diluyente del l�quido extracelular.

Movidos por la moda, sin duda plausible en su intento de interpretar toda relaci�n entre par�sito y hu�sped en t�rminos moleculares, varios investigadores han buscado afanosamente compuestos amibianos que faciliten la adhesi�n. Se han descrito lectinas en la superficie de las amibas y se ha demostrado que al a�adir az�cares espec�ficos (si bien en concentraciones tales que m�s que endulzar el medio lo que se hace es convertirlo en verdadero jarabe) se impide la adhesi�n y se elimina parcialmente el efecto citop�tico. Seguramente existen ciertos mecanismos de reconocimiento molecular que facilitan la interacci�n entre par�sitos y c�lulas v�ctimas, pero parece l�gico pensar que la adhesi�n amibiana no es un fen�meno puramente qu�mico que depende de la interacci�n de una especie molecular con otra.

Al cabo de pocos minutos, despu�s del contacto con las amibas, las c�lulas blanco empiezan a dar se�ales de alteraci�n; las delicadas microvellosidades que recubren la porci�n externa de las c�lulas epiteliales desaparecen o se engruesan grotescamente y las zonas de contacto entre c�lulas vecinas, o uniones celulares, pierden cohesi�n. Las capas celulares empiezan a fragmentarse; al retraerse las c�lulas individuales, se crean espacios cada vez mayores entre las c�lulas. Este da�o incipiente s�lo puede ser demostrado mediante microscop�a electr�nica o registros electrofisiol�gicos que analizan la estructura o la integridad funcional, respectivamente, de la superficie de las c�lulas empleadas como blanco de los par�sitos. La microscop�a electr�nica de barrido muestra con claridad las deformaciones morfol�gicas de las microvellosidades de la superficie epitelial y la p�rdida de continuidad de las monocapas celulares como resultado de la apertura de las uniones celulares (Figura 19). A su vez, la resistencia al paso de la corriente el�ctrica de un lado a otro de la monocapa en cultivo, �ndice fiel de la integridad de la capa celular, se abate casi por completo, tan s�lo cinco minutos despu�s del inicio del enfrentamiento entre amibas pat�genas y c�lulas epiteliales. Aun cuando no se han identificado con seguridad las mol�culas responsables de las alteraciones descritas, existe, sin embargo, la posibilidad de que intervenga en el da�o una prote�na liberada por la amiba, llamada prote�na formadora de poros, descubierta simult�neamente en la Universidad Rockefeller y en el Instituto Weizmann de Israel, en 1981. Dicha prote�na tiene la particularidad de insertarse en las membranas de las c�lulas blanco y crear canales a trav�s de los cuales entran y salen los iones, lo que rompe el gradiente i�nico entre citoplasma y n�cleo, requerido para funciones vitales de las c�lulas. No hay duda del inter�s del hallazgo de la prote�na formadora de poros, o amiboporo, pero su papel en la g�nesis de las lesiones amibianas no ha sido demostrado; por ello, y por el hecho de que el efecto citop�tico es, como veremos, multifactorial, los intentos de reducir la amibiasis invasora a una enfermedad producida por la liberaci�n de esa prote�na resultan, en el mejor de los casos, ingenuos.



Figura 19. Regi�n de contacto entre una amiba y una c�lula epitelial. En la porci�n superior ha penetrado parcialmente un colorante en la c�lula epitelial, a consecuencia de una lesi�n en la membrana plasm�tica.

El da�o a las c�lulas blanco contin�a progresivamente hasta llegar a producir degeneraci�n del n�cleo y del citoplasma y p�rdida de la continuidad de la membrana plasm�tica; las c�lulas se redondean, se despegan del substrato y mueren (Figura 20). Adem�s del efecto de la prote�na formadora de poros, la lisis celular puede ser producida por la acci�n de proteasas, glucosidasas y toxinas amibianas descritas por numerosos investigadores en a�os recientes. Cada grupo proclama la preminencia de la toxina o de la enzima descrita por ellos; no es remoto que, a fin de cuentas, todos tengan raz�n, y la acci�n pat�gena de las amibas, despu�s del contacto, se lleve a cabo por liberaci�n de m�s de una toxina y m�s de una enzima.



Figura 20. Fagocitosis de una c�lula epitelial muerta por un trofozo�to de Entamoeba histolytica.



Lo que hemos calificado de ignorancia microsc�pica ha hecho que los investigadores moleculares se olviden de la necesidad de tomar en cuenta la posible participaci�n de fen�menos mec�nicos en la realizaci�n del efecto citop�tico de las amibas pat�genas. Las evidencias morfol�gicas muestran, sin embargo, que la movilidad de las amibas, al desplazar c�lulas alteradas e invadir activamente resquicios intercelulares, contribuye a la destrucci�n de las capas celulares. A ello se unen dos fen�menos, tambi�n dependientes de la motilidad del par�sito: uno es el pinzamiento por parte de la amiba de peque�as porciones de la c�lula blanco, seguido de la retracci�n del par�sito; esto crea una soluci�n de continuidad en la superficie y el inicio de la muerte de la c�lula. El otro proceso, la fagocitosis, ya ha sido mencionado anteriormente; las amibas incorporan al citoplasma, mediante succi�n, c�lulas generalmente da�adas previamente por contacto con el par�sito.

La fase final del efecto citop�tico es la degradaci�n intracelular de las c�lulas o del material extracelular ingerido. La fagocitosis juega un papel crucial en la realizaci�n de ese efecto citop�tico. Adem�s de las pruebas citol�gicas, casi palpables, de la existencia de este fen�meno, Esther Orozco ha logrado demostrar c�mo las variaciones en la virulencia de una cepa amibiana van acompa�adas de modificaciones concomitantes en su fagocitosis; si se eliminan de una poblaci�n heterog�nea los elementos m�s fagoc�ticos, disminuye la virulencia; si, por el contrario, se recupera la virulencia de una cepa a trav�s de pases sucesivos por el h�gado de animales, el resultado ser�, junto con el incremento en la virulencia, el aumento en la capacidad fagoc�tica de esa cepa.

As� pues, las voraces amibas destruyen las c�lulas en sistemas in vitro por una combinaci�n de factores que incluyen la lisis por contacto, la fagocitosis y la degradaci�n intracelular; el resultado es la total destrucci�n del cultivo. A esto se a�na la capacidad de las amibas para liberar enzimas como la colagenasa, descrita por Lourdes Mu�oz; al actuar esta enzima sobre la matriz conjuntiva de los tejidos, permite seguramente la invasi�n del par�sito a trav�s de los componentes extracelulares.

Recordemos que la acci�n pat�gena de un microorganismo no depende tan s�lo de su capacidad para liberar mol�culas que da�en las c�lulas del hu�sped o debiliten el tejido conjuntivo que mantiene la cohesi�n de los tejidos; debe, tambi�n, ser capaz de eliminar, o al menos atenuar, los efectos de las defensas del hu�sped. Este aspecto crucial de la interrelaci�n hu�sped-par�sito hab�a sido muy poco estudiado. Se aceptaba, simplemente, que las amibas despertaban muy poca reacci�n inmunol�gica en el hu�sped; si acaso, se mencionaba la producci�n de anticuerpos ineficientes; prevalec�a el dogma de la total ausencia de inflamaci�n en la amibiasis invasora.

La experimentaci�n in vitro dio informaci�n de gran inter�s para comprender los medios de los que se valen las amibas pat�genas para reducir la eficacia de la reacci�n molecular y celular despertada por la presencia del invasor en los tejidos. del organismo humano. Se sabe ahora que las amibas son capaces de contender exitosamente con leucocitos polimorfonucleares y con macr�fagos. En este asunto es particularmente dif�cil realizar en el laboratorio experimentos que tengan relevancia para la situaci�n presente en la amibiasis invasora. �C�mo remedar la confrontaci�n entre leucocitos y amibas?; sobre todo, �cu�les son las proporciones que se presentan durante el inicio de las lesiones? Sabemos ahora que una sola amiba pat�gena es capaz de eliminar varios cientos de polimorfonucleares; esa sola amiba puede producir la muerte de cerca de un centenar de macr�fagos activados; es dif�cil decidir si la proporci�n es la correcta; en todo caso las observaciones atestiguan la formidable capacidad de las amibas para resistir y vencer las defensas celulares del organismo.

Estos par�sitos han logrado tambi�n, a trav�s de largo periodo de selecci�n, adoptar mecanismos que les permiten evadir componentes moleculares de la reacci�n de defensa; las amibas pat�genas resisten concentraciones elevadas de complemento o bien desarrollan gradualmente resistencia al mismo y, por otro lado, son capaces, como hemos visto anteriormente, de movilizar los complejos ant�geno-anticuerpo localizados en la superficie del par�sito, adem�s de eliminar ant�genos solubles que pueden realizar una labor de "distracci�n" al actuar sobre ellos los anticuerpos producidos contra las amibas.

Del conjunto de estudios realizados hasta la fecha sobre la acci�n pat�gena de la amiba, podemos concluir que se trata de un fen�meno complejo, multifactorial, no necesariamente ordenado en una secuencia definida. No exist�a duda alguna de que la amiba estuviese dotada de un armamento espeluznante capaz de desintegrar a la mayor�a de los tejidos del cuerpo humano; pero ha sido s�lo en los �ltimos a�os en los que se han empezado a conocer estas armas: mol�culas agresoras y fen�menos dependientes de movilidad —adhesi�n, pinzamiento, fagocitosis— que, en conjunto, hacen que nuestro par�sito tenga bien ganada la fama de su nombre.

Una cuesti�n relevante, a�n no resuelta, es el aumento en la virulencia de las amibas producida por asociaci�n con bacterias no pat�genas. Durante muchos a�os despu�s de la obtenci�n de cultivos ax�nicos, se consideraban �stos como curiosidad de laboratorio, pues se pensaba que no ten�an capacidad de producir lesiones. Fue gracias a la perseverancia de Miguel Tanimoto, en el hoy destruido Centro M�dico Nacional, que se logr� demostrar la patogenicidad de estas amibas; no se requiere en forma absoluta la asociaci�n bacteriana para que las amibas ejerzan papel pat�geno. La reiterada observaci�n de la ausencia de bacterias en los abscesos hep�ticos amibianos no hab�a sido tomada en cuenta, a pesar de que indica en forma clara la virulencia de las amibas per se. Sin duda, es dif�cil ser profeta en su tierra; este hallazgo ha pasado casi desapercibido en el conocimiento de la amibiasis, pero ha sido mucho m�s importante que cualquiera de las complejas caracterizaciones de mol�culas amibianas a las que nos hemos referido. Antes de que se demostrara la patogenicidad de las amibas ax�nicas, el problema de la virulencia amibiana se reduc�a a comprender c�mo eran las bacterias capaces de impartir mal�volas propiedades a las inocentes amibas; ahora sabemos que las amibas por s� mismas da�an animales de experimentaci�n, la asociaci�n con las bacterias se plantea en t�rminos diferentes: entender por qu� esta asociaci�n exalta la virulencia del par�sito. David Mirelman, en Israel, ha abordado el problema y encuentra que son s�lo unos cuantos tipos de bacterias los que producen este aumento en la virulencia: pero nada sabemos a�n sobre el mecanismo de la inducci�n.

Armados de un mejor conocimiento del efecto citop�tico producido por los trofozo�tos y sabiendo que las amibas ax�nicas, por s� mismas, pueden provocar lesiones, iniciamos la indagaci�n de la g�nesis de las lesiones en el absceso hep�tico y la ulceraci�n intestinal amibiana.

Despu�s de que Tanimoto demostr� la formaci�n de abscesos hep�ticos en el h�mster con inoculaci�n directa de amibas ax�nicas, V�ctor Tsutsumi perfeccion� el modelo al emplear la v�a portal, m�s natural, como v�a de inoculaci�n. Logr� la reproducci�n constante de lesiones que evolucionan hacia abscesos en todo semejantes a los encontrados en las fases finales de la amibiasis hep�tica en el humano. El modelo descrito ha permitido a Tsutsumi derribar, al menos en el caso de la amibiasis experimental, el dogma de la ausencia de reacci�n inflamatoria en la amibiasis invasora, y hacerlo, adem�s, de forma contundente. Seg�n sus observaciones, esta reacci�n no s�lo est� presente en los estadios iniciales del establecimiento de la lesi�n hep�tica, sino que es la misma lisis de las c�lulas inflamatorias la que provoca la extensa destrucci�n del h�gado. Seis horas despu�s de llegar las amibas al h�gado, la reacci�n inflamatoria aguda alrededor de los trofozo�tos es notable; a este tiempo empieza ya a observarse lisis de las c�lulas inflamatorias, �sta se acent�a r�pidamente en el transcurso de las siguientes horas. Poco tiempo despu�s, los leucocitos muertos son sustituidos por macr�fagos, que experimentan la misma suerte que los primeros, a pesar de utilizar sus mejores t�cticas de defensa, como es la formaci�n de empalizadas, en un vano intento por contener la extensi�n de la infecci�n. Esta inflamaci�n granulomatosa evoluciona r�pidamente hacia la necrosis; �reas cada vez m�s grandes del h�gado se necrosan, las lesiones confluyen entre s� y producen al cabo de una semana uno o varios abscesos. Ignoramos si la secuencia de eventos aqu� descrita ocurre en el humano durante el desarrollo del absceso hep�tico. Resulta evidente la dificultad de analizar en el humano, en el curso de los primeros d�as, lo que ocurre despu�s de la llegada al h�gado.

La amibiasis intestinal experimental era el �ltimo reducto de los que consideraban a las amibas ax�nicas como artificios de laboratorio, debido a que varios trabajos hab�an mostrado la imposibilidad de producir lesiones ulcerativas en el intestino de animales de laboratorio inoculados con tales par�sitos. Fernando Anaya produjo esas lesiones en h�mster o en cobayo, a condici�n de liberar, en la medida de lo posible, a las amibas de la influencia nociva del material intestinal normalmente presente en esos animales. Cuando esto se lleva a cabo, las amibas producen en menos de dos d�as �lceras visibles macrosc�picamente en el ciego de los animales. El an�lisis a�n inconcluso de este modelo sugiere tambi�n la participaci�n de las c�lulas inflamatorias en la g�nesis de las lesiones intestinales.

A pesar de los grandes avances en cuanto al conocimiento de la patogenia de la amibiasis, a�n queda mucho por saber; sobre todo, si recordamos que lo ya descrito es v�lido s�lo para la amibiasis experimental en animales de laboratorio. As�, queda por demostrar cu�les de los fen�menos descritos tienen realmente un papel en la formaci�n de las lesiones amibianas en el hombre. Creer que nuestros modelos son representativos de la enfermedad en el hombre tranquiliza nuestras conciencias, justifica nuestro trabajo y promueve la canalizaci�n de fondos para la investigaci�n, pero al fin y al cabo debemos recordar que los resultados ofrecen tan s�lo una posibilidad, pendiente de demostraci�n final.

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