UN NACIMIENTO ANSIADAMENTE ESPERADO

Apenas terminaba de lavar los utensilios de la cocina, depués del temprano desayuno de la familia Malthus, cuando Anna, la sirvienta principal de la casa, recibió órdenes de salir a la plaza de la ciudad a comprar dos jofainas y varios lienzos de lino. La señora Malthus empezó súbitamente a experimentar dolores más frecuentes e intensos y todo indicaba que el hijo ansiadamente esperado podía llegar en cualquier momento. La nerviosa figura delgada y alta de Anna, subía y bajaba escaleras haciendo preparativos, buscando su chal y su gran canasta del mercado. Estaba excitada con la perspectiva del inminente arribo de un nuevo miembro de la familia; tanto, que su vieja costumbre de no salir de casa en los días 13 quedó olvidada en el fragor de la actividad.

Al abrir la puerta trasera de la bella mansión en la que la familia Malthus vivía, sintió el pellizco del aire frío de febrero en las mejillas, a pesar de que el Sol ya se había asomado, temeroso, sobre las colinas cubiertas de hayas. Al rodear la casa, Anna rozó los helados macizos de aretillos que, cuando florecían en el verano, desbordándose en un mar de púrpuras y lilas, le revivían el corazón; traspuso la verja del jardín y tomó la calle frontal que, colina abajo, la conducía directamente a la plaza de Wotton. Debió ir saltando con cuidado los hoyos llenos de lodo de la calle, afortunadamente sin tener que cuidarse demasiado de los carruajes, que a horas más tempranas corrían de bajada uno tras otro, abasteciendo de productos agrícolas a los clientes que acudían de muchas poblaciones pequeñas de los alrededores del condado de Surrey a esta ciudad, prácticamente incorporada a Dorking, que era el corazón comercial de un próspero distrito agrícola.

Además de ser extremadamente activa y trabajadora Anna tenía una virtud, rara entre las mujeres: cuando salía de compras al mercado, iba al grano; su lista de compras era una guía exacta, que seguía con precisión militar, de lo que tenía que adquirir y nada la separaba un milímetro de lo planeado. De esta manera, se encaminó directamente al almacén de artículos hogareños, donde sabía que encontraría lo que buscaba. Rechazó una de las dos jofainas que le ofrecieron, porque el peltre en el exterior estaba ligeramente desportillado, quejándose de la cada vez menor calidad con la que se elaboraban los productos en Inglaterra, al mismo tiempo que nerviosamente comunicaba al tendero las noticias del inminente arribo de otro miembro de la familia Malthus; una nueva jofaina impecable satisfizo a la exigente Anna. Los lienzos de fresco lino se añadieron a la compra y fueron colocados en la amplia canasta de Anna, debajo de las piezas de peltre. El dueño del almacén anotó parsimoniosamente la compra en la cuenta de la familia Malthus y Anna, después de recibir los mejores deseos de todos los presentes en el almacén, salió apresuradamente de regreso a casa.

Una cosa era bajar a la plaza de Wotton y otra regresar colina arriba con la cesta de la compra a cuestas. A pesar de ser delgada, Anna sufría el regreso de compras del mercado como un vía crucis; su compensación al esfuerzo de la subida era, al llegar a la parte más alta de la cuesta, la bellísima vista de las ondulantes colinas cubiertas de hayedos, por las que el condado era famoso. Aún jadeando, Anna vio que en la entrada de la casa había un carruaje estacionado; de repente el corazón le dio un salto: ¿habría nacido el niño mientras ella estaba de compras?, ¿habría surgido alguna complicación? Angustiada, se apresuró a rodear la casa para entrar por la puerta trasera y enterarse de lo que pasaba.

Al trasponer la cocina y abrir la puerta que daba hacia el comedor, Anna oyó una voz que le era familiar y se tranquilizó de inmediato. Era el placentero acento, mezcla de escocés y del norte de Inglaterra, del viejo amigo de la familia David Hume. Una vez depositada la compra en la recámara de Henrietta Catherine Graham, ahora la señora Malthus, y reconfortada al saber que todo iba bien con el proceso de parto, Anna sirvió el té mañanero a los señores Malthus y Hume y se retiró a su habitación.

La amistad de Hume, el connotado filósofo, economista e historiador, con Daniel Malthus II era antigua y se basaba en el interés de ambos caballeros y en su comunidad de puntos de vista sobre aspectos filosóficos del entendimiento de la naturaleza de la sociedad humana. El motivo de la visita de Hume a la casa de los Malthus era su reciente regreso de París, donde permaneció tres años como miembro de la embajada británica. Hume relataba animadamente cómo había logrado internar como refugiado político en Inglaterra a Juan Jacobo Rousseau, el famoso pero perseguido pensador francés, a quien ambos admiraban por sus ideas filosóficas. La conversación entre ambos era en extremo animada; hacía varios años que no se veían, los acontecimientos políticos en Europa resultaban muy interesantes y el próximo arribo del nuevo heredero en la familia Malthus se añadía a la excitación de la reunión.

Al filo del mediodía, Anna conminaba a la familia Malthus a ir al comedor para el almuerzo. Estaban sentados a la mesa Daniel Malthus, Hume, Sydenham (el primogénito de los Malthus), Henrietta Sarah, la hija mayor y preferida de Daniel Malthus, que ya tenía nueve años y se comportaba como toda una señorita, y la prima consentida de Daniel, Jane Dalton. El resto de la progenie de los Malthus comía en una pequeña habitación entre la cocina y el comedor, ya que todas, Eliza Maria, Anne Catherine y Mary Catherine, tenían entre cinco y dos años y no eran toleradas en la mesa principal. En esos momentos la señora Malthus estaba en cama, bajo la vigilancia del partero, quien había arribado a la casa antes de que Anna retornase del mercado.

Como era costumbre, todos los jueves se servía, para desolación de las hijas menores, sopa de cola de buey. Apenas había servido Anna las generosas porciones del humeante líquido, cuando el agudo llanto de un recién nacido cortó de un hachazo el cuchicheo expectante de la familia. Daniel Malthus soltó sus cubiertos y corrió, saltando de tres en tres los escalones, a su habitación que se encontraba en el piso superior de la casa; al precipitarse al interior, vio que el partero mostraba a Henrietta un pequeño bulto, envuelto en el fresco e inmaculado lienzo de lino que sólo unas horas antes Anna comprara.

Daniel se dirigió a la cabecera de la cama y besó a Henrietta, quien lloraba de gusto: finalmente, después de cuatro niñas seguidas, había dado a luz a un varón. Sin embargo, un instante después, al explorar a su nuevo retoño, ambos padres sintieron que su rebosante corazón se hundía en un cubo de agua fría: la rosada cara del bebé estaba deformada; el niño había nacido con el labio leporino y el paladar hendido.

La profunda angustia de los Malthus era comprensible. Primero que nada, sufrían el dolor de pensar que su hijo llevaría toda su vida las facciones desfiguradas. Pero también los apesadumbraba la oculta carga de una superstición social muy extendida en ese tiempo: un labio leporino en un hijo era el castigo para un pecado fuera de lo ordinario.

Thomas Robert, como sería bautizado el viernes 14 de febrero, al día siguiente de su nacimiento, llegaba así al hogar de los Malthus, una familia acomodada de la clase media en la Inglaterra preindustrial de 1766. El jefe de familia era un gentleman inglés, fundamentalmente autodidacto, cuyo soporte económico procedía de la posesión de tierras de cultivo. Daniel Malthus II, el padre de Thomas Robert, era un ávido y culto lector, de definidas tendencias liberales, fascinado por el pensamiento humanista de Rousseau y de Hume, y por los principios que inspiraron los grandes cambios sociales (tales como la Revolución francesa) que se empezaban a gestar en Europa. El bisabuelo de Thomas Robert (a quien en lo sucesivo reconoceremos como Thomas), por parte de padre, se llamó también Daniel y fue el boticario privado de la reina Ana y del rey Jorge I.

Al día siguiente del bautizo de Thomas, David Hume se despedía de los Malthus para regresar a Londres, aprovechando el fin de semana. Daniel le entregó una carta dirigida a Rousseau, a quien Hume vería en unos días más; en ella Malthus lo invitaba a instalarse en su casa de Wotton por el tiempo que quisiera, o al menos hasta encontrar una casa apropiada para su periodo de exilio en Inglaterra. Sin embargo, Rousseau no aceptó la generosa oferta de Daniel y, de hecho, en una visita a Surrey, permaneció en casa de Malthus solamente una tarde. Daniel se sintió muy mortificado por la negativa de Rousseau, pero continuó guardándole una devoción explicable sólo por la admiración que causaba en él su pensamiento liberal. Unos meses después Daniel viajó durante unas semanas con Rousseau, quien visitaba la campiña del sur de Inglaterra; en este periodo Rousseau le transmitió a Malthus un especial interés por la botánica, ciencia por la que el filósofo francés tenía, como muchos otros intelectuales de su época, especial afición.

Al igual que su padre, Thomas (como el resto de sus hermanos) recibió en casa su primera educación, en la que su padre ponía especial atención y cuidado, y en la que trató personalmente de influir con sus convicciones e ideas; ésta pudo haber sido una influencia contra la que, más adelante, Thomas parece haber reaccionado vehementemente, a juzgar por su pensamiento filosófico-social.

Poco después del nacimiento de Thomas, su padre vendió, sin razón aparente, la bella propiedad de Wotton para cambiarse varias veces de casa (¿la presión social alrededor de un hijo con labio leporino?), hasta que finalmente, en 1773, alquiló un ala de una enorme mansión, propiedad de Richard Graves, ubicada en Claverton, un pequeño poblado cerca de la ciudad de Bath. Graves era el dueño de una escuela que funcionaba en parte de la casa y que proporcionó al joven Thomas educación de tipo tutorial. Pronto la familia Malthus continuó con su peregrinaje domiciliario, pero Thomas permaneció en la escuela de Claverton hasta 1782.

Este periodo de nueve años bajo la tutela de Graves fue crucial en la sólida educación de Thomas; leía ávidamente a los clásicos de la literatura y de la ciencia, su educación en matemáticas fue excelente y tuvo un contacto social amplio con sus compañeros, provenientes de familias con ciertos medios económicos, aunque no de la clase rica o la aristocracia inglesa. Su defecto físico, que no solamente era de apariencia sino que también afectaba notablemente su habla, le produjo frecuentes ocasiones de pelea con sus compañeros, pero al parecer se sobrepuso a este problema en forma suficientemente afortunada como para que nunca fuera un chico huidizo y tímido.

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