LECTURAS DE PASATIEMPO

Durante la segunda mitad de 1838 ocurri� uno de los acontecimientos que sirvieron de inspiraci�n para moldear el concepto de selecci�n natural en el pensamiento evolutivo de Charles. A su regreso de Edimburgo, despu�s de una breve estancia en Shrewsbury y Maer Hall para visitar a su familia y a las primas Wedgwood, Charles regres� a su apartamento de Londres a continuar su trabajo sobre la zoolog�a observada durante el viaje del Beagle y a escribir el art�culo sobre las terrazas de Glen Roy. Su mente estaba en revoluci�n; las ideas sobre el matrimonio lo asediaban y su escape de ellas era sumergirse cada vez m�s intensamente en su trabajo. Por si todo lo anterior no fuese poco, Charles recibi� una tarde en su departamento de la calle Great Marlborough la visita de un irascible capit�n FitzRoy, quien estaba sumamente molesto por un comentario de Lyell en la introducci�n de su reci�n publicado libro Elementos de geolog�a. Lyell se lamentaba de que el Diario de las investigaciones, escrito por Darwin, a�n no saliese a la luz p�blica debido al retraso de los otros dos vol�menes, responsabilidad de FitzRoy. El capit�n se sent�a afectado en su dignidad, ya que el comentario de Lyell suger�a que era un harag�n. Charles recurri� a todo tipo de argumentos para calmarlo y reconfortarlo, asegur�ndole que �l no ten�a nada que ver con el comentario de Lyell y que se encargar�a de hacer saber a todos que FitzRoy ten�a una labor extraordinariamente compleja ante s� al tener que escribir el relato de dos viajes diferentes. Al fin tranquilo y antes de despedirse, FitzRoy se excus� por su violento arranque de ira contra Charles, quien unos d�as despu�s describi� a Lyell tal encuentro en una carta en que le comentaba que el capit�n "... requiere composturas en alguna parte de su cerebro".

Hacia septiembre y octubre de 1838, su trabajo con los libros de notas sobre las especies lo absorb�a cada vez m�s y m�s, manteni�ndolo en un estado de exacerbaci�n mental, en el que las ideas se precipitaban en un tumultuoso desorden. En una carta a Lyell, del 13 de septiembre, Charles le refiere la inquietud de su estado de �nimo: "En los �ltimos d�as he estado tristemente tentado a no trabajar —es decir, tan s�lo en lo que se refiere al trabajo en geolog�a— debido a que me ha asaltado en forma intensa un maravilloso n�mero de ideas sobre la clasificaci�n, las afinidades y los instintos de los animales, y que tienen que ver con el problema de las especies. He llenado muchos libros de notas con datos y hechos que claramente parecen ir orden�ndose por s� mismos bajo sub-leyes".

Charles sigui� trabajando intensamente por varias semanas m�s sobre distintos temas, pero el "problema de las especies", como lo llamaba, le iba demandando cada vez m�s y m�s atenci�n, Por lo general, a media tarde Charles se encontraba mentalmente exhausto y ten�a que recurrir a alguna distracci�n o pasatiempo, que fundamentalmente consist�a en leer con avidez todo tipo de obras:libros cient�ficos, metaf�sica, relatos de viajes, manuales de agricultura... Para satisfacer esta necesidad, Charles ten�a que hacer frecuentes incursiones a Yarrell, su librer�a favorita. Una tarde de octubre Charles regres� con varios libros, entre los cuales se encontraban la Historia del hombre de Horner y la sexta edici�n del Ensayo sobre el principio de la poblaci�n de Malthus, que ya por esta �poca ten�a 40 a�os de haber sido publicado.

El aire de esa tarde de octubre era fresco y h�medo, el sol estaba desdibujado por la niebla y el humo de las chimeneas y se filtraba rojizo, como un bot�n de cobre, entre las deshojadas ramas de los casta�os. Con los libros bajo el brazo y frot�ndose las manos para entrar en calor, Charles se acerc� a la entrada de su departamento, extrajo la llave del bolsillo de su chaleco y abri� apresuradamente la puerta. Sent�a deseos de prepararse una caliente taza del t� fuerte de Darjeeling que hac�a unos d�as Syms hab�a comprado, instalarse en su mullido y viejo sill�n de cuero junto al fuego de la chimenea, y zambullirse en alguno de los libros adquiridos. Una vez preparado el t�, servido junto con unos panecillos de frambuesa, y despu�s de avivar el fuego, Charles, envuelto en su saco de casa, se arrellan� en el sill�n y abri� el libro de Malthus, del que hab�a o�do comentarios vagos y contradictorios. Pens� que leerlo ser�a una buena distracci�n de su cada vez m�s intensa tormenta de ideas sobre las especies. Usando un abrecartas de hueso de ballena tallado separ� las p�ginas iniciales del libro para empezar la lectura del primer cap�tulo, el cual trataba de las "Tasas de incremento de la poblaci�n y de los alimentos".

Estaba saboreando la segunda taza del arom�tico t�, esta vez mezclado con un poco de leche, pues estaba demasiado cargado, cuando sinti� que su cuerpo, empezando por el cerebro, recib�a una descarga el�ctrica que lo hac�a levitar del sill�n. Ah�, en el texto que ten�a frente a los ojos, sus ideas y pensamientos sobre la diferenciaci�n de las especies y su origen mismo, que por meses estuvieron inconexos y revueltos en su mente, se ordenaban repentinamente como si hubiesen sido agujas met�licas alineadas por un enorme magneto, cada una girando en su propio eje y lugar, pero todas apuntando en la misma direcci�n. Un p�rrafo del libro de Malthus se convirti�, s�bitamente, en una especie de Piedra de Rosetta que le daba la clave para interpretar adecuadamente los elementos y la informaci�n acumulada acerca de lo que en la isla Isabela, en las Gal�pagos, describi� como "el misterio de los misterios". El p�rrafo electrizante dec�a as�:

... no hay l�mites a la naturaleza prol�fica de las plantas y los animales, excepto por lo que resulta de su hacinamiento e interferencia entre ellos por los medios de subsistencia...
Tanto en el reino vegetal como en el animal, la naturaleza ha diseminado las semillas de la vida con profusi�n y una mano liberal, pero ha sido comparativamente modesta en proveer el espacio y el alimento necesarios para criarlos. Los g�rmenes de la existencia contenidos en la Tierra, si pudiesen desarrollarse libremente, llenar�an millones de mundos en el curso de unos cuantos miles de a�os. La carencia de recursos, esa imperiosa y omnipresente ley de la naturaleza, los constri�e dentro de l�mites prescritos. La raza de las plantas y de los animales se limita bajo esta gran ley restrictiva; el hombre no puede, con ning�n esfuerzo, escapar de ella... la poblaci�n posee esta tendencia constante de crecer m�s all� de los medios para su subsistencia...

Charles no acab� siquiera de leer el primer cap�tulo del libro de Malthus. La feroz tormenta de ideas conformada tras meses de acumular datos, referencias, observaciones, repentinamente se despej� y ahora su cerebro, como si lo hiciera a trav�s de una l�mpida atm�sfera, ve�a con claridad cristalina cu�l era el motor que generaba esa infinitamente compleja maquinaria causante de la inmensa diversidad biol�gica sobre la faz de la Tierra y de los ejemplos de sutiles e incre�bles adaptaciones de los organismos que maravillaban a los naturalistas de su tiempo.

"Lo que sugiere y demuestra Malthus es que el hombre, pero seguramente tambi�n todas las especies —asent� Charles en su diario de notas— tiene una capacidad de incrementar el n�mero de sus individuos en forma tal que puede llegar a ser explosiva; la limitaci�n de recursos en su ambiente act�a como un potent�simo selector sobre el exceso de individuos; �stos, al ser diferentes uno del otro, var�an en sus caracter�sticas y, consecuentemente, en su capacidad de obtener los escasos recursos, escapar de sus depredadores, etc. Me es claro ya, por los resultados de la domesticaci�n de animales y plantas y por los datos que he obtenido con agricultores y granjeros, que las caracter�sticas de los individuos pueden ser transmitidas a su descendencia. Si los individuos m�s aptos son los que sobreviven y heredan estas caracter�sticas a su progenie, entonces se establece un mecanismo que puede cambiar, diferenciar e incluso dar origen a las especies. �Finalmente tengo una teor�a sobre la cual puedo trabajar!"

Charles no pudo seguir con la lectura del Ensayo sobre el principio de la poblaci�n; una euforia profunda, pero extra�amente tranquilizadora, como la que debe de sentir un r�o cuando desborda su cauce, lo permeaba. Antes de leer a Malthus present�a la existencia de un principio de selecci�n en el proceso de cambio de las especies; lo que Charles descubri� al leer el Ensayo fue c�mo aplicar ese principio. Estaba muy impresionado por la forma tan n�tida en que Malthus demostraba matem�ticamente los resultados de la tasa geom�trica de crecimiento de la poblaci�n humana, y la contrastaba con la tasa aritm�tica de incremento del alimento del que depende para su subsistencia. Por primera vez Charles conceb�a a los organismos de una especie como una poblaci�n, es decir como un conjunto de individuos �ntimamente relacionados entre s�.

Lo que esperaba a Charles ahora era el enorme trabajo de convertir esa idea di�fana, esa incipiente "teor�a sobre la cual ya puedo trabajar", en un cuerpo de conceptos bien fundamentado. Intu�a que la teor�a en que estaba bas�ndose era una que no podr�a probar f�cilmente de manera experimental, y que por lo tanto requerir�a de la mayor cantidad de ejemplos, pruebas y datos para sustanciar el edificio s�lido que quer�a construir, a fin de que resistiese las cr�ticas que sab�a que sus ideas podr�an generar y a las que �l tem�a. Intu�a en ese momento que ten�a tanto el tiempo para acumular todas las pruebas necesarias que hicieran justicia a su creatividad, como la perseverancia necesaria para lograrlo. No estaba equivocado en su intuici�n: lo esperaba un proceso de 20 a�os para ello, un proceso que ser�a todo, menos sencillo.

InicioAnteriorPrevioSiguiente