IV. GALAXIAS, HURACANES Y DESAGñES

Los movimientos con vorticidad son los más comunes en nuestro Universo. Desde el microscópico ámbito de los átomos hasta el inconmensurable espacio del Cosmos, los vórtices hacen acto de presencia simultánea en casi todos lados, es decir, ejecutan el portentoso acto de la ubicuidad. Y claro uno se pregunta ¿qué es la vorticidad?, ¿qué son los vórtices?, ¿cómo están relacionados estos conceptos?

Antes de intentar precisar ideas veamos algunos aspectos relacionados con ellas, siguiendo el adagio de "por sus obras los conoceréis".

Empecemos usando como imagen prototipo de vórtice a nuestro remolino favorito. Como en el caso de los fluidos, siempre es bueno tener un ejemplo sencillo en la mente; se sugería utilizar como prototipo al aire o el agua. Los casos extravagantes también sirven, como las sales radiactivas fundidas o el caldo de cilantro con ajonjolí, aunque pueden ser más apetitosos o dañinos que ilustrativos.

¿Quién no ha disfrutado al mirar las fotografías de una galaxia espiral o de la gran Mancha Roja de Júpiter? ¿Quién no ha sido atraído (o repelido) por las imágenes de un huracán o de un tornado? ¿Quién no ha visto un remolino de polvo o el que forma el agua en un desagñe? La primera pregunta la contestaremos a continuación, la segunda más adelante y la última queda de tarea.

Figura IV. 1. Galaxia espiral. Messier 81, en la Osa Mayor. Observatorio Hale.

Con respecto a los vórtices, de misterioso sólo tienen el mestizante efecto que da un buen espectáculo, lo que no significa que sean triviales de entender, manejar o predecir. De hecho, son protagonistas de algunos de los problemas más profundos de la física.

Figura IV. 2. La gran mancha Roja de Júpiter.

El interés por entender este truco giratorio que los alrededores practican sobre nosotros todo el tiempo no es, desde luego, ni reciente ni morboso. Se manifiesta ya en las estelas asirias, los jeroglíficos egipcios, los mitos más antiguos de las culturas nórdicas y las preocupaciones de los griegos. Lo encontramos también en los glifos mayas, en las grandes obras de la literatura universal, en los dibujos exquisitos de Leonardo da Vinci y en lo que nos contó una tía de su niñez casi olvidada. Este interés nos nace al ver volar un papalote o un paraguas, al lavarnos las manos, o cuando alguna vez jugamos con el agua de la orilla de un estanque prohibido. En los permitidos también se ven, dicen.

No sorprende entonces que los vórtices hayan desempeñado un papel importante en la elaboración de los modelos destinados a explicar el mundo y sus peculiaridades.

La primera teoría moderna del Universo se debe a Descartes, en el siglo XVIII. En ésta imaginaba un mar infinito en el que los planetas, el Sol y las estrellas se movían influidos mutuamente por el efecto de los vórtices que ellos mismos producían. El Sol, al girar, arrastraba a los planetas en un atractivo carrusel celeste. Newton, en cambio, se concentró en estudiar a los fluidos para probar que, al rotar, no generaban el modelo de movimiento observado, descartándose así, cien años después, el universo cartesiano de vórtices.

Uno de los últimos intentos por construir un universo dominado por los vórtices fue hecho por lord Kelvin, hacia finales del siglo XIX. Al formular la atractiva teoría de nudos, que es motivo de un renovado interés para describir, entre otras cosas, una parte de la dinámica de los plasmas, Kelvin intentó explicar la naturaleza atómica y molecular con anillos de vorticidad; los anillos de humo son un buen ejemplo. De esta manera, los átomos y sus compuestos eran interpretados como las diversas formas en que estos anillos podían combinarse, anudándose de acuerdo con ciertas reglas; las ideas originales de Kelvin sufrieron el mismo fatal decaimiento que sufren todos los vórtices.

Ya sea porque fueron mencionados en las epopeyas de Homero, en los andares por el Infierno de Dante o en las Reflexiones de Goethe, o porque fueron ilustrados en las pinturas de Van Gogh y Tamayo, y porque son sugeridos por los rollos de mar que se mueren en las playas o por el humo que sale a borbotones de una chimenea, los vórtices siguen siendo un tema recurrente para quienes estudian la naturaleza, desde cualquiera de sus enigmáticos ángulos.

IV .1. VÓRTICES Y VORTICIDAD

Donde hay un fluido en movimiento hay vorticidad y casi siempre vórtices; ahora que cuando hay vórtices, siempre hay vorticidad. Sí, hay que aceptarlo, es un tanto oscuro pero se irá aclarando, como la ropa con las lavadas.

Definir un vórtice no ha sido, hasta ahora, algo sencillo. Es más o menos claro que tiene que ver con el dar vueltas en torno a un punto y que el giro debe estar referido a un movimiento colectivo, que comprende a más de un objeto o partícula. Con estas ideas en mente podemos hacer la siguiente proposición: Un vórtice es el patrón que se genera por el movimiento de rotación de muchas partículas alrededor de un punto común (no necesariamente fijo en el espacio); recordando nuestro muy particular remolino o los ejemplos previos, la definición parece ser suficiente. Sin embargo, si uno busca en la bibliografía especializada resulta que no hay consenso sobre el asunto; no hay una definición clara y unívoca, ya no se diga matemática. Ingenieros, matemáticos o físicos, ni qué decir de otros especialistas, difícilmente aceptarían nuestra propuesta y cada quien sacaría su ejemplo preferido para mostrar la necesidad de ampliarla, recortarla o todo lo contrario. Más adelante veremos la importancia que tendría el poder contar con ella. La definición que hemos dado es la suma de lo que todos intuimos más algunos detalles adicionales. Eso sí, si el "remolino" que usted escogió no está correctamente descrito por la definición, por favor, piense en otro.

¿Qué es la vorticidad? La respuesta aquí es más sencilla, pues todos están de acuerdo. En cambio, es algo más abstracto y no tan evidente, ñlo opuesto a los vórtices! El concepto fue introducido por Cauchy y por Stokes. La vorticidad, para empezar, es un campo vectorial; es decir, su magnitud y dirección están definidas en cada punto del espacio ocupado por el fluido. En cierto sentido, es una medida de la velocidad con la que rota cada partícula de fluido.

Si imaginamos a una partícula de fluido con cierta forma, es fácil convencerse, y demostrar rigurosamente, que lo más que le puede pasar es una de tres posibilidades: cambia de posición, trasladándose con la misma orientación y forma; cambia su orientación, sin trasladarse o deformarse; se deforma, sin rotar o trasladarse. Cualquier otra cosa puede explicarse como una combinación de estas tres acciones simples. La vorticidad es justamente lo que caracteriza a la segunda transformación.

Para un fluido girando uniformemente alrededor de un punto, como lo haría una tornamesa, la vorticidad (que es constante) es igual al doble del número de revoluciones por segundo y su dirección es perpendicular al plano de giro, paralela al eje de rotación.

Aunque todos los vórtices tienen vorticidad, no siempre que hay vorticidad existe un vórtice. El flujo más sencillo que ilustra este punto es el paralelo cortante (Figura IV .3). Se le llama así porque las partículas de fluido se mueven paralelas unas a otras y porque las fuerzas, por unidad de área, son cortantes (capítulo II, figuras II. 1 y II. 2).

Figura IV. 3. Flujo cortante simple (paralelo cortante o de Couette plano).

En este flujo, también llamado de Couette plano, las partículas de fluido se mueven paralelas unas a otras; la velocidad que llevan depende de la distancia que hay al fondo. Las líneas muestran las trayectorias y las flechas el tamaño de la velocidad. Una partícula con extensión, por pequeña que sea, sentirá que la arrastran más por arriba que por abajo (debido a la viscosidad) y tenderá a rotar. Si se calcula la vorticidad de este flujo se encuentra que no es cero; su tamaño es igual a la velocidad de arriba dividida por la profundidad y su dirección es la de nuestro dedo al señalar la figura. Nadie (esperamos) diría que hay remolinos (vórtices) ahí dentro.

Basta con observar con atención para descubrir vórtices en casi cualquier lado. Las "presentaciones" en que éstos vienen son de lo más diversas; aparecen en gases, en líquidos y hasta con cuerpos sólidos y sus tamaños varían entre las dimensiones cósmicas y las atómicas.

Para darnos una idea de las escalas de tamaño y velocidad que tienen estas ubicuas estructuras, veamos unos ejemplos; algunos serán comentados con cierto detalle más adelante.


Vórtices
Diámetro (en metros)

Rotaciones internas en el núcleo atómico
10-17
Vórtices cuantizados en helio líquido
10-8
Remolinos más chicos en un flujo turbulento
10-3
Vórtices en la estela de una ballena
1-10
Tornados y huracanes
10-105
Estructuras atmosféricas en planetas
107
Convección interior en las estrellas
109
Galaxias espirales
1020

En este cuadro, vemos que las estructuras vorticosas más grandes tienen dimensiones de miles de años-luz (distancia que recorre la luz en un año; viaja a casi 300 000 km/seg) y las más pequeñas, en el interior de los núcleos atómicos, son de un metro dividido por un 1 seguido de diecisiete ceros; las longitudes son en ambos casos inimaginables...

Las velocidades de rotación varian dentro de un intervalo más chico. El límite superior siendo la velocidad de la luz, la máxima alcanzable en el Universo, mayor a los 1 000 000 000 km/h.

IV. 2. TORBELLINOS CÓSMICOS

Dentro del inmenso foro que constituye el Universo, muy lejos de nosotros, hasta donde podemos percibir con nuestros más potentes telescopios, hay objetos que parecen remolinos multicolores congelados en el espacio y el tiempo. Formados por miles de millones de estrellas que se revuelven en torno a un centro demasiado luminoso para desentrañarlo y entenderlo, descubrimos fantásticos vórtices de dimensiones inimaginables. De hecho, el grupo de estrellas del que forma parte nuestra estrella más cercana, el Sol, es una de estas exquisitas y arremolinadas estructuras.

Nuestra Galaxia, la Vía Láctea, es muy parecida a la que se ilustra en la figura IV. 1. Con un diámetro cercano a los 70 000 años-luz, nuestro Sistema Solar se encuentra en una zona cercana a la orilla, como a 30 000 años- luz del centro. Como un punto común y corriente, sin ninguna característica especial o privilegiada, el Sol gira alrededor del centro de la galaxia, de modo que da una vuelta cada 250 millones de años. Por la distancia a la que nos encontramos del centro, la velocidad efectiva de giro es de casi 1 000 000 km/h. Por algo Galileo dijo en voz baja para sí, ante mentes inmóviles, "y sin embargo, se mueve". ñLo hubiese gritado de haber sabido la velocidad de la Tierra en la Galaxia!

La estructura espiral de nuestra Galaxia es algo común en el Universo; se conocen cientos de ellas. Muchos modelos para explicar la forma en que está distribuida la masa (las estrellas), la forma en que giran (más rápidamente cerca del centro), etc., están sustentados en formulaciones hidrodinámicas. Es decir, se ignora que están formados por partículas (estrellas) y se estudian como a los fluidos (continuos), con ecuaciones muy semejantes.

Inmensas regiones de gases, millones de veces mayores que una galaxia como la nuestra, son estudiadas como fluidos autogravitantes en los que la densidad fluctúa; de estas contracciones locales de materia se generan nuevas estrellas y con ellas galaxias. De la manera en que la vorticidad puede estar distribuida y de cómo evoluciona es posible inferir mecanismos que expliquen las formas de los cúmulos de estrellas, los gigantescos chorros de materia que se observan con los radiotelescopios o la aparición de nuevas inhomogeneidades espaciales (irregularidades en la densidad de materia).

Si confinamos nuestras observaciones sólo a nuestro Sistema Solar y vemos con atención a los planetas mayores, desde luego que nos quedamos igual, pues no distinguimos más allá de puntitos luminosos. Ahora que si usamos un telescopio o pedimos una fotografía de las enviadas por las recientes naves interplanetarias (Voyagers y Vikings), nos sorprendemos por la maravillosa vida que presentan sus atmósferas. Secuencias de fotografías o videos de Saturno, de Neptuno y especialmente de Júpiter ponen de manifiesto una bellísima estructura y una intensa actividad. Aunque la complicada dinámica dista mucho de entenderse, los vórtices multicolores revelan parte de los mecanismos en juego.

La gran Mancha Roja de Júpiter es sin lugar a dudas el vórtice más famoso y conspicuo del espacio exterior a nuestro planeta. A 22ñ abajo del ecuador del planeta más grande del Sistema Solar se encuentra un gigantesco remolino rojo. Si este monstruoso torbellino se encontrase en la Tierra estaría ubicado en la latitud de Río de Janeiro (no es de sorprender que el remolino terrestre correspondiente lo formen los cariocas). Las dimensiones de la Mancha Roja son de 22 000 km de largo por 11 000 km de ancho y va disminuyendo poco a poco con el tiempo. Hace más de cien años, mientras Benito Juárez discutía las Leyes de Reforma, la Mancha Roja era del doble del tamaño y, como aún sucede, podría contener a todos los planetas internos, desde Marte hasta Mercurio, pasando por la Tierra. Su intenso color anaranjado, que varía entre el tenue crema sonrosado y el rojo carmín, se debe a las complejas reacciones químicas que ocurren entre los gases que conforman su atmósfera.

Sin contar con la misma belleza o las grandiosas dimensiones que posee la Mancha Roja, remolinos espectaculares se han observado en las superficies de Saturno, Neptuno y Urano. Como apocalípticas tormentas sobre inexistentes habitantes, estos gigantescos vórtices aparecen, se extienden y se disipan para regocijo de los astrofísicos planetarios. Sin embargo, los mecanismos que los engendran parecen ser muy distintos a los que generan los grandes huracanes venusinos, terrestres y marcianos.

Júpiter es un planeta en el que las estaciones no existen. Su eje de rotación es casi perpendicular al plano de su órbita y su temperatura varía muy poco entre los polos y el ecuador; la diferencia es de sólo tres grados centígrados, que contrasta con la correspondiente diferencia de temperaturas en la Tierra (encuestas entre peruanos y norfinlandeses así lo indican). Las estaciones se deben a que el eje de la Tierra está inclinado, no al carácter elíptico de la órbita. De hecho, la órbita terrestre es casi circular; se requieren medidas muy precisas para apreciar la excentricidad. Es decir, si dibujamos la órbita (elíptica) de la Tierra en una hoja como ésta, con nuestra pluma favorita, la diferencia con un círculo seria menor que el grosor del trazo.

La circulación atmosférica norte-sur no la conocen ni los jovianos ni los saturninos. De aquí la existencia de bandas o fajas paralelas al ecuador en los grandes planetas y la ausencia de éstas en los planetas más pequeños, aunque más divertidos. Estas bandas son regiones de alta y baja presión, llamadas zonas y cinturones, que corresponden a gigantescos chorros que se mueven en direcciones opuestas y en donde los vientos alcanzan velocidades de 500 km/h. En las regiones entre unas y otras, que se encuentran alternadas, aparece toda suerte de fenómenos exóticos; patrones regulares de vórtices que adornan miles de kilómetros, megavórtices como la Mancha Roja y su hija blanca un poco más al sur, conjuntos bailables de vorticillos (de sólo unos cientos de kilómetros) con ritmos y colores que no envidian ni a una pegajosa salsa ni al alegre vestuario de un carnaval. Júpiter se inspira sin duda alguna en la imaginativa obra plástica de Niermann.

Otros factores relativamente comunes entre la Tierra, Venus y Marte son las velocidades de rotación, la proporción entre superficie sólida y grosor de la atmósfera, las densidades atmosféricas y la diferencia entre la energía que reciben y la que reflejan o emiten; todo esto muy distinto a lo que sucede en los grandes planetas externos.

Por ejemplo, mientras que la Tierra emite la misma energía que recibe del Sol, Júpiter emite casi el doble de la que recibe; aún guarda energía de su proceso de formación al contraerse gravitacionalmente al principio de los tiempos. Desde la cuna fue más generoso que la Tierra. Siendo mucho mayor que nuestro planeta gira casi dos y media veces más rápido. Además, de grandes consecuencias climáticas, en la atmósfera de Júpiter la densidad depende sólo de la presión, o lo que es equivalente, las regiones con igual presión tienen la misma temperatura; se dice entonces que es barotrópica. Esto no sucede en nuestra blanquiazul envoltura que llamamos baroclínica. Por lo tanto, la dinámica atmosférica joviana es muy distinta a la terrestre (afortunadamente).

Los otros planetas mayores comparten con Júpiter algunas de sus vistosas características. Saturno presenta además su extraordinario sistema de anillos. Fuera de su atmósfera exhibe uno de los vórtices más fantásticos que se conocen, para no ser menos conspicuo que su hermano mayor. Como queriendo desafiar las leyes mecánicas que conocemos, muestra millares de anillos concéntricos, regulares y notablemente planos. Salvo por algunas irregularidades que transitan como fantasmas a lo ancho y largo de los anillos, la perfección del movimiento vorticoso de millones de trozos de hielo nos sigue asombrando. Como seguramente le sucedió a Galileo cuando descubrió sin entender la inverosímil estructura, las preguntas que se ocurren superan a las respuestas que tenemos.

Los anillos, como casi todas las características que se han ido encontrando en nuestros planetas vecinos, no son exclusivos de alguno en especial. Varios de ellos tienen bandas y anillos, algunos tienen superficies sólidas complejas y atmósferas activas, otros tienen satélites naturales, etc. Así los planetas, como sucede con los humanos y los animales en la granja de H. G. Wells, siendo todos iguales hay unos más iguales que otros y, sin embargo, no existen dos completamente iguales.

Del vasto espacio cósmico a la vecindad del Sol, los movimientos giratorios, como gigantescos tiovivos, son más la regla que la excepción. Nada parece moverse en línea recta. Nuestra galaxia gira, con muchas otras. En su movimiento hacia la constelación de Lira, nuestra estrella local se revuelve en torno al misterioso centro de la Vía Láctea; los planetas, que tanto estimulan la imaginación por los deseos de una inexistente compañía, rotan alrededor del Sol y sobre sí mismos. Desde su tenue superficie hasta el inaccesible interior, cada planeta manifiesta una agitada vida dominada por vórtices.

IV. 3. HURACANES Y LAVABOS

La Tierra, el único sitio habitado que conocemos, vista desde fuera parece una esfera azul con caprichosas pinceladas blancas que cambian suavemente con el paso del tiempo. Con cada revolución parecen generarse de la nada, se organizan y se desvanecen otra vez para recomenzar otra composición plástica. Un aspecto curioso del espectáculo pictórico permanente es la tendencia a girar de estas móviles decoraciones. Bajo circunstancias especiales, las hermosas espirales se estabilizan por un rato, se organizan hasta cubrir cientos de kilómetros y en un recorrido aparentemente loco se convierten en fuentes de destrucción y, paradójicamente, de vida.

Huracán, que viene de la palabra furacán, y que escuchara Cristóbal Colón de los nativos durante su segundo viaje, es el nombre más común que se da a los vórtices atmosféricos terrestres más grandes. Son tormentas caracterizadas por vientos huracanados (mayores de 120 km/h) que, en trayectorias espirales, se mueven hacia un centro común conocido como el ojo del huracán. En el hemisferio norte el giro es invariablemente ciclónico, es decir, en contra de las manecillas del reloj, y en el hemisferio sur al contrario. Llamados también tifones y ciclones, entre otros muchos nombres, se empezaron a registrar en forma regular a partir del descubrimiento de América.

La historia de muchos de estos fenómenos usualmente va acompañada de tragedias. Vastas inundaciones, numerosas embarcaciones desaparecidas, incalculables daños materiales e incontables pérdidas de vidas humanas sellan los recuentos del paso de los huracanes.

Kamikazi, el viento divino, es el nombre que recibió el tifón que en 1281 acabó con las aspiraciones de Kublai Khan para invadir el Japón. La flota completa, con más de 100 000 soldados chinos, mongoles y coreanos, desapareció en la Bahía de Hakata, Japón.

En términos de vidas humanas, las mayores catástrofes registradas fueron en 1737, cerca de Calcuta, India; en 1881 en Haifong, Vietnam, y en 1970 en la Bahía de Bengala, Bangladesh; se estima que más de 300 000 personas perdieron la vida en cada caso. La presencia de intensas lluvias, de hasta decenas de centímetros en unas horas, y de una marejada que supera los 10 m de altura, da lugar a las inundaciones que cobran la mayoría de las víctimas.

Con una extensión que puede llegar a los 2 000 km de diámetro, los huracanes viajan con velocidades relativamente bajas e irregulares que oscilan entre los 10 y los 50 km/h. La duración de un ciclón también es muy variable, pues puede ser de unas horas hasta semanas, y recorrer distancias de hasta 2 000 km. Los vientos en la espiral alcanzan velocidades cercanas a los 350 km/h en la vecindad del ojo, dentro del cual una calma desconcertante aparece abruptamente; en unos minutos el viento pasa de una violencia feroz a una leve brisa. En el ojo, cuyas dimensiones varían entre los 20 y los 100 km, la presión alcanza los valores más bajos que se hayan registrado en la superficie de la Tierra.

El hecho de que transportan grandes cantidades de agua a través de varios grados de latitud y que se estima que un huracán maduro transporta entre 2 000 y 4 000 millones de toneladas de aire por hora, los convierte en elementos importantes para la circulación y transporte atmosféricos globales en la Tierra. El calor que llevan de zonas tropicales a latitudes más frías y las lluvias que dejan a su paso son parte de los beneficios que traen consigo.

Si bien se conocen los mecanismos básicos para su generación, propagación y decaimiento final, aún hay aspectos poco claros que impiden una confiable predicción de estos fenomenales eventos atmosféricos.

En una acción internacional promovida por la ONU, con pocos precedentes, la década de los noventa ha concentrado un gran esfuerzo científico para estudiar los huracanes. Una comisión multidisciplinaria presidida por James Lighthill, uno de los notables hidrodinámicos del siglo, ha iniciado estudios de la más diversa índole para esclarecer este tema cuanto sea posible. El propósito fundamental es hacer más eficientes las gigantescas simulaciones numéricas que actualmente se llevan a cabo para poder predecir la aparición, intensidad, dirección y duración de un ciclón. En 1991, la predicción de la evolución de un ciclón por una semana requería de un tiempo de 75 horas de cómputo (usando la computadora más grande y rápida del mundo).

Figura IV. 4. Huracán sobre el Océano Pacífico (NASA, Apolo 9).

Uno de los problemas más grandes es la falta de datos meteorológicos suficientes y confiables para alimentar las simulaciones numéricas que se hacen hoy en día en varios centros de investigación dedicados exclusivamente al estudio de los huracanes.

Para tener una idea sobre los elementos que contribuyen a la formación, estructura y sostén de un huracán, es necesario tomar en cuenta que todo lo vemos desde un carrusel, es decir, desde la giratoria superficie de la Tierra, lo que complica un poco las cosas.

El primero en estudiar el movimiento de cuerpos desde un sistema de referencia que rota fue Gustave-Gaspard Coriolis (1792-1843). En 1835, Coriolis publicó un trabajo en el que mostraba que si un objeto se mueve sobre una superficie que gira, aparece una fuerza perpendicular a la dirección de su movimiento. Esta fuerza, conocida ahora como la Fuerza de Coriolis , da lugar a una trayectoria curva, vista desde la superficie.

Para apreciar mejor el efecto vamos a imaginar la siguiente situación Un simpático joven tiene una pelota en la mano y está parado en la parte interior de un tiovivo que gira; es el que recoge los boletos. Un niño da vueltas sobre uno de los caballitos de la orilla (nada cambia si los caballos se sustituyen por otros mamíferos). La hermana mayor del niño los observa girar desde la orilla, pues teme subirse. El joven se percata de la hermana al verla pasar periódicamente y decide que la próxima vez que se encuentre cerca le va a lanzar la pelota al niño para congraciarse con ella. Cuando los tres están alineados, lanza la pelota al niño y ésta va a caer en las manos de otra sorprendida muchacha.

Analicemos lo ocurrido a los ruborizados jóvenes y al extrañado niño. Desde el punto de vista de este último y el embobado joven, lo que ocurrió es que la pelota siguió una trayectoria extraña; en lugar de viajar en línea recta entre los dos, una fuerza extraña pareció desviarla y fue a dar a las manos de una joven que iba pasando. Por su parte, la hermana ve a la pelota seguir una trayectoria recta y directa a la otra joven, sintiéndose incómoda por haber creído, como el niño, que era la futura poseedora de una pelota. Al niño sin pelota y al joven sin la hermana, sólo les queda invocar la existencia de fuerzas extrañas o de agentes invisibles para explicarse el suceso.

Para los observadores en reposo, el movimiento de objetos es rectilíneo, a menos que alguna influencia bien determinada los desvíe; así lo comprueban las dos muchachas, la que esperaba atrapar y la que, sin esperarlo, lo hizo. Para los observadores en rotación, llamados acelerados, es necesario recurrir a fuerzas ocultas ("desocultadas" por Coriolis) para explicarse el movimiento de las cosas. En nuestra terrestre circunstancia, rotando con el piso (la Tierra), recurrimos a la existencia de esta fuerza (inercial) para describir movimientos con precisión.

En la Tierra, que rota hacia el este, un objeto que es lanzado de sur a norte seguirá una trayectoria curva; en lugar de viajar directo al norte se deflectará hacia la derecha, en el hemisferio norte, y hacia la izquierda en el hemisferio sur, abajo del ecuador. Por otra parte, la velocidad de giro depende de la latitud, siendo cada vez más pequeña al acercarse a los polos y máxima en el ecuador; quien se encuentra más lejos del eje de rotación recorre mayor distancia en menos tiempo (va más rápido), como saben los que han practicado las "coleadas". Así, la magnitud de la fuerza de Coriolis depende del movimiento del objeto (su velocidad y la dirección de ésta), de la rotación terrestre y de la latitud.

Con la guía de Coriolis podemos ahora resumir las condiciones que se requieren para la formación de los huracanes.

Una es que la fuerza de Coriolis sea mayor que cierto valor mínimo. Como ésta es cero en el ecuador y empieza a crecer con la latitud; los vórtices que nos ocupan se generan fuera de un cinturón de aproximadamente 7ñ de latitud, al norte y al sur del ecuador (como de 1 300 km de ancho). La dirección del giro de los huracanes se debe únicamente a esta fuerza. Dentro de esta banda los posibles huracanes son presa de la esquizofrenia, al no saber en qué dirección girar, y prefieren no existir.

Otra condición necesaria es la presencia de una superficie extensa de agua, con una temperatura mínima de 27ñC, que dé al aire circundante grandes cantidades de vapor para generar y mantener una tormenta tropical. Los meses calientes del año son pues los más propicios.

Adicionalmente, se cree que una o más de las siguientes condiciones necesita estar presente para disparar el mecanismo de formación. La columna de aire sobre la zona inicial inestable (capaz de amplificar pequeños cambios), la presión del aire cerca de la superficie del agua baja y las corrientes de aire, verticales y encontradas (flujos de corte), muy pequeñas.

Bajo las circunstancias arriba descritas, la zona se encuentra en un estado tal que pequeñas perturbaciones pueden amplificarse y dar lugar a movimientos de grandes masas de aire húmedo, especialmente si se presentan corrientes horizontales (chorros) de aire. La convección resultante (movimiento de masas de aire) se hace tumultuosa en un tiempo relativamente corto, reforzándose los vientos y permitiendo que el efecto de Coriolis entre en juego para introducir una curvatura en la corriente, organizándose la estructura ciclónica.

Una vez iniciado el fenómeno se sostiene por periodos que van de unas horas hasta varias semanas, gracias al mecanismo que describiremos esquemáticamente a continuación. En una zona de unos centenares de metros sobre la superficie del agua, llamada capa de Ekman, el aire húmedo se mueve horizontalmente y en espiral hacia el centro de giro. Al llegar cerca del ojo del huracán cambia abruptamente su dirección y asciende varios kilómetros en una especie de chimenea hueca, que limita la zona del ojo. En este movimiento de subida, que no es otra cosa que una consecuencia del principio de Arquímedes, el aire caliente se expande y se va enfriando. En consecuencia, la humedad se condensa, liberándose energía (calor latente) en grandes cantidades. Las gotas de agua condensada forman las torrenciales lluvias y la energía disponible es empleada en reforzar los vientos y trasladar el ciclón.

Esta es la razón por la que se habla de una máquina térmica cuando se refiere uno al mecanismo físico que mantiene a un huracán. Al llegar a tierra firme pierde su fuente más importante de energía y se debilita, disipándose en cuantiosas lluvias.

La clave está pues en el hecho de que cuando el vapor de agua se condensa, juntándose en gotas, se libera energía. Sabemos que para evaporar agua hay que darle energía, quemando gas o leña o haciéndola caer desde cierta altura (como en las cataratas). Tláloc, el dios azteca de las lluvias, se las ingenia para usar la energía que se "suelta" en el proceso inverso de la evaporación: la condensación.

De acuerdo con la Organización Mundial Meteorológica, las perturbaciones meteorológicas de baja presión se clasifican con distintos nombres, dependiendo de su intensidad. En su estado inmaduro, con vientos ligeros en rotación y con isobaras abiertas, se les llama perturbaciones tropicales. A la curva que resulta de unir los puntos en donde la presión es la misma se le llama isobara; se dice que es abierta si no forma una curva parecida a un círculo. Una depresión tropical es cuando los vientos en rotación han aumentado, sin exceder los 63 km/h, y aparecen algunas isobaras cerradas en el mapa meteorológico. Se convierten en tormentas tropicales cuando los vientos, claramente en rotación, son mayores a 63 km/h pero menores a 120 km/h y las isobaras son cerradas en su mayoría. Se reserva el nombre de huracán para los casos en los que los vientos son superiores a este número mágico de los 120 km/h. El verdadero bautizo ocurre cuando una depresión se convierte en una tormenta. En ese momento se les pone un nombre (de mujer y de hombre, en forma alternada) por orden alfabético. Por ejemplo, el primero puede ser Aspergencia, el segundo Bugambilio, y así sucesivamente hasta Zuperman; el siguiente será Agapita y se vuelve a dar vuelta al alfabeto, dado que en promedio se producen cerca de 60 huracanes por año en todo el mundo.

Otros grandes vórtices que se observan en la atmósfera son los tornados y las trombas, cuyos nombres son bastante descriptivos, pues uno viene de tornar, regresar, y el otro es una variación de la palabra trompa. Basta con ver la figura IV. 5, que muestra uno de cada tipo, para apreciar la originalidad de los apelativos

Figura IV. 5. (a) Tornado.

Figura IV. 5. (b) Tromba

Los tornados, raros en México, son extremadamente "populares" al norte del río Bravo y representan la amenaza atmosférica más temida en el grupo local de galaxias. Los vientos más fuertes que se han registrado en la Tierra están asociados a estos espeluznantes remolinos que, afortunadamente, sólo viven unas horas.

La descripcion siguiente, tomada de la obra inédita de un autor poco conocido, representa lo que ocurre cada año en las planicies centrales de los EUA o de Australia y confirma las narraciones de múltiples testigos.


Las vacaciones de Pascua no podían ser mejores ni más apacibles. Sentado en la recién pintada veranda, disfrutaba del sol primaveral del mediodía y gozaba del paisaje rural que sólo ofrece una casa de campo, cómoda y rústica. Tres días de arreglos domésticos, destapando drenajes, reparando techos y limpiando la apreciada herencia, eran recompensados con un merecido descanso. Valió la pena el viaje —me dije— y empezaré con mis lecturas atrasadas más tarde.
Debí quedarme dormido varias horas porque las nubes parecían haber salido de la nada. Sin el cambio en la luminosidad del día y la sensación incipiente de hambre y frío, hubiese jurado que sólo me había distraído pensando en quienes no estaban conmigo. Habiéndome alejado de la civilización con toda intención pense que todavía me encontraba bajo el sopor del sueño al escuchar el lejano murmullo que sólo hacen los trenes de carga. Sin más motivación que la curiosidad por la persistencia y el paulatino aumento del murmullo, presté más atención. Empecé a darme cuenta de que era más parecido al distante, aunque grave, zumbido de un enjambre de abejas. Estando en el campo, desde luego, era una explicación más probable para el ruido.
El fresco que empezaba a sentir me obligó a levantarme de la agradable mecedora y, con un horizonte más amplio para la vista, busqué la fuente de la creciente vibración. El cielo, ya nublado, se oscurecía hacia la parte posterior de la casa, desde donde podría verse el rancho vecino, a unos tres kilómetros.
No tuve que dar la vuelta a la casa para ver que, más allá de la troje que sobresalía del resto de la granja de mis fortuitos vecinos y partiendo de la orilla más oscura de las nubes, se extendía una columna que unía al nubarrón con la superficie de la tierra. Con forma de embudo en su parte más alta y tan caprichosa y viva como una culebra, parecía envolver en una bruma a la ancha zona de contacto.
Cuando yo era más joven, antes de que los adultos aceptaran que mis opiniones eran valiosas o de que yo aceptara que en realidad no lo eran, una tía, notable por sus exageraciones y su ignorancia, describió sus experiencias cuando un tornado, al que llamaba twister, pasó por el pueblo en el que había crecido. Petrificado, como parecía estarlo en ese momento la zumbante columna, recordé la historia.
Después de unos minutos de incredulidad, percibí cómo se movía el extremo inferior del tornado y parecía engullir todo a su paso. El horizonte, más claro, contrastaba con la serpenteante columna y con los rayos que vestían de luz y sonido al diabólico espectáculo. Cuando pasó por las minúsculas estructuras de la granja, a la que no pude dejar de mirar, como queriendo conservar los detalles que la guardarían en mi memoria como algo que no imaginé, todo desapareció. La troje, la vieja carreta, el camino arbolado que recibía las cosechas y todo lo que hacía familiar la escena fue borrado por el siniestro remolino. La diluida nube de despojos y objetos irreconocibles que volaban cerca de la parte central de la columna eran la prueba de que la ranchería de los vecinos había existido.
No me moví. Me quedé clavado al pasto, mojándome, sin poder quitar la vista del gigantesco remolino. Nunca podré describir la inextricable mezcla de aprensión y admiración que me mantuvo paralizado durante tantos y valiosos minutos. De ello no me arrrpiento. Vi a la naturaleza desentrañar sus fuerzas y volcarlas con violencia sobre sí misma. Luego, como consciente de mi presencia irreverente, el tornado cambió su dirección y se dirigió hacia mí con una velocidad vertiginosa.
Sin premeditación alguna corrí a mi automóvil y cerré las puertas en forma instintiva, como queriendo impedir la entrada del viento, esperando la inexorable llegada del fin.
Minutos después, durante los segundos que tardó en suceder todo, fui testigo inerme de lo que Dante describió en su Infierno. Voces graves y chillantes mezcladas con golpes secos y sordos, cegadoras luces que hacían más fantasmagórico el espectáculo brevemente nocturno. Cientos de pequeños remolinos en tumulto quitaron la transparencia al aire y, como desconectando la gravedad, hicieron volar todo alrededor y cambiaron mi oasis personal en pandemónium. Aferrado al volante, miraba la casa que parecía resistir la lluvia de objetos que caían sobre ella. Por un instante y en forma absurda, pensé en las reparaciones que había hecho y en su nueva pintura. Como si fuera un castigo a mi pensamiento pusilánime, la casa explotó como si se hubiese inflado hasta el límite sin querer distenderse. Deapareció entre los escombros dispersos en el aire y me cerré al mundo externo apretando los ojos, los dientes y las manos.
Más tarde, acalambrado por la tensión inútil en los brazos y las piernas, abrí los ojos y frente de mí aparecía la puesta de Sol más hermosa que había visto. El amplio e irreconocible paisaje sólo mostraba los signos del abandono, como si despertara de un sueño de años. El automóvil, reorientado sin que recordara cómo, apuntaba sobre un camino cubierto de ramas y tierra que me invitaba a partir. La tormenta y su furia se habían desvanecido con la casa y su contenido. Esa tarde, durante el ocaso de un día desigual a los demás, me senté a pensar sobre el miedo, la muerte y lo temporal de nuestros actos.

Cada detalle de la narración anterior tiene al menos una confirmación independiente. Los datos que siguen hacen ver que no hay exageraciones en la tal vez imaginada descripción.

El 18 de rnarzo de 1925, un tornado quitó la vida a 689 personas, hirió a más de 2 000 y causó daños incalculables en los estados de Missouri, Illinois e Indiana, en EUA. Durante las tres horas que hizo contacto con la superficie, recorrió más de 300 km y se estima que los vientos llegaron a los 600 km/h. Entrada la tarde de un domingo de ramos, el 11 de abril de 1965, se registraron 47 tornados que causaron uno de los más grandes desastres de su tipo en los estados de Iowa, Wisconsin, Illinois, Indiana, Michigan y Ohio. Murieron 271 personas, se lesionaron más de 3 000 y los daños materiales fueron superiores a los trescientos millones de dólares.

Es sorprendente la destrucción que deja a su paso un tornado. Se han reportado y confirmado casos insólitos: varitas de paja incrustadas en postes de madera; una casa-escuela con 85 alumnos dentro fue demolida por completo y, sin que ninguno de los alumnos perdiera la vida, fueron transportados 150 m; un tren con cinco vagones, de más de 70 toneladas cada uno, fue levantado de la vía y uno de los vagones fue lanzado a cerca de 24 m de distancia.

La velocidad de traslación de un tornado típico es de 50 km/h, habiendo registros de hasta 112 km/h o de tornados estacionarios. La dirección usual es de suroeste a noreste y, aunque el efecto de Coriolis es muy pequeño, el giro más común es ciclónico. El ancho característico es de unos 100 m y su recorrido de unos 25 km, con grandes desviaciones; el de 1925 tuvo un ancho ocasional de más de 1.5 km y su recorrido fue de 325 km. La velocidad de rotación es típicamente de unos 400 km/h, con registros de hasta 800 km/h. La altura del embudo superior, que se desvanece en la nube madre, alcanza entre 800 y 1 500 m.

El inevitable honor de máxima aparición de tornados le corresponde a EUA, con más de 650 por año; en 1965 se registraron 898 tornados. Australia, con más de 100 eventos anuales ocupa el segundo lugar. En forma eventual aparecen en casi todo el mundo. Sin que la estación del año o la hora del día (o la noche) tengan algo que ver con sus apariciones, su frecuencia es ligeramente mayor durante los meses de mayo, junio y julio y entre las 3 y las 7 de la tarde. Sin embargo, nada garantiza que no se aparezcan repentinamente en la madrugada del 25 de diciembre.

La mayor parte de las características de un tornado, como las distribuciones de velocidad y presión, son inferidas de estudios teóricos y evaluaciones de ingeniería de daños. La rapidez y violencia del fenómeno han limitado severamente la medición directa pues casi todos los instrumentos son destruidos. De la filmación de un tornado en la ciudad de Dallas, EUA, en abril de 1957, se hicieron las primeras observaciones cuantitativas al seguir el movimiento de escombros y de algunas zonas de su estructura. Hay registros esporádicos de caídas de presión de hasta 200 milibares (20% abajo de la presión atmosférica normal) en tiempos de 30 segundos. Como consecuencia hay un efecto de succión o explosión. Los techos son levantados y las paredes revientan hacia afuera.

La circulación del aire en un tornado está esquematizada en la figura IV. 6. Superpuesto al movimiento horizontal giratorio, presente en todo el tornado, el aire se mueve en dirección vertical; hacia abajo dentro del embudo y hacia arriba en la parte exterior y en la región cercana al piso. En esta última, la capa de Ekman, el aire fluye en forma espiral hacia el centro de la zona de contacto y ahí sube violentamente por fuera del tubo y el embudo.

Figura IV. 6. (a y b) Circulación en un tornado.

Para la formación de un tornado es necesario que exista una zona de flujos encontrados con suficiente vorticidad, durante varias horas y en la escala de kilómetros. Estas condiciones se dan en los frentes fríos, donde chocan masas de aire frío y caliente, en zonas de ráfagas, en la vecindad de huracanes y, con frecuencia, en las erupciones volcánicas. A unos 5 km de altura, chorros encontrados se tuercen por la fuerza de Coriolis y el aire frío se arremolina y hunde sobre la nube madre del tornado. Aquí el proceso semeja al vórtice que se genera en un desagñe de lavabo. Hundimiento y circulación se organizan y acoplan, fortaleciendo al vórtice. En el fondo, en la capa de Ekman, el fluido sólo puede ir hacia arriba al converger en una región reducida; conectado con el extremo incipiente del tubo que sale del embudo, sirve para "amarrar" al tornado a la superficie de la Tierra.

Cuando un tornado pasa o se forma sobre una superficie de agua recibe el nombre de tromba o tromba marina. Como los tornados, puede tener formas distintas y ocurre frecuentemente en grupos; se han visto hasta 15 trombas simultáneamente. La intensidad de la tromba parece ser menor que la de sus hermanos terrestres, aunque los datos son más escasos (no hay muchos habitantes humanos en las aguas). Siendo más débiles que los modelos terrestres, pueden confundirse con remolinos común y corrientes.

Contrario a lo que se cree, las trombas no elevan el agua a grandes alturas, si acaso unos cuantos metros. La estructura (Figura IV. 5 (b)), como la nube madre, está formada de vapor de agua dulce y gotas que resultan de la condensación. En la parte inferior es usual ver una envoltura ancha de rocío que gira con el vórtice.

Una de las trombas más famosas fue vista por cientos de turistas bañistas y varios científicos en la costa de Massachusetts, el 19 de agosto de 1896. Se estimó que su altura era de 1 km, el ancho de 250 m en la parte superior, 150 m en la zona intermedia y 80 m en la base. La envoltura de rocío que rodeaba al vórtice en la base era de 200 m de ancho y 120 m de altura. Desapareció y volvió a formarse tres veces, durando una media hora en cada ocasión; el tamaño y la vida de ésta fueron mucho mayores que la generalidad. Aunque son un peligro para embarcaciones pequeñas, hay pocas indicaciones confirmadas de que barcos de calado mediano o grande hayan sido destruidos por uno de estos vórtices acuícolas. Lo que sí ha sucedido es que emigren a tierra con afanes anfibios y causen destrucción y muerte.

Si bien aparecen en cualquier época del año y a cualquier hora, son más frecuentes entre mayo y octubre y, como los violentos y pedestres parientes, les gusta el sonido del idioma inglés modificado; se ven seguido en las costas estadounidenses y australianas. En Nueva Gales del Sur, Australia, se registró uno de más de 1 800 m de altura. El Golfo de México es un buen lugar para espiarlos.

Otros vórtices comunes son los vórtices de marea, los vórtices de desagñe y los remolinos de tierra.

Los vórtices de marea resultan de las corrientes causadas por las mareas. Cuando la marea entrante alcanza las aguas de la marea saliente, en estrechos que separan grandes masas de agua, se manifiestan estos temidos enemigos de los navegantes. Esto explica por qué son protagonistas en leyendas y mitos de la antigñedad.

El más famoso de los vórtices de marea es sin duda Caribdis, que dio nombre temporal a estos vórtices. Descrito por Homero en la Odisea, Caribdis fue el terror de los héroes que navegaban en el Mar Mediterráneo; otros, no glorificados por las epopeyas homéricas, también le temieron y sucumbieron en él. No en vano Virgilio los muestra a Dante en su paso por el Infierno.

El Estrecho de Messina, entre Sicilia y Calabria, al sur de Italia, separa los mares Jónico y Tirreno; el estrecho es casi un canal que acaba abruptamente en el Tirreno. Varios elementos combinados lo convierten en el lugar ideal para la malévola existencia de Caribdis. Los dos mares tienen mareas opuestas, y la alta de uno coincide con la baja del otro; así, cuando uno va, el otro viene. Además, el mar Jónico tiene una temperatura menor y una salinidad mayor que el Tirreno, lo cual hace que las aguas del Jónico sean más pesadas. Estas circunstancias provocan una situación inestable y propicia, durante los cambios de marea, para la formación de intensos vórtices verticales y horizontales. Para perfeccionar los maquiavélicos detalles, en la parte más angosta del Estrecho de Messina, precisamente en la salida al Tirreno, el fondo marino tiene la menor profundidad (100 m). Del lado norte, en el Tirreno, la profundidad es de 350 m, a 1 km de distancia de la salida del estrecho. Del lado sur, dentro del canal y a la misma distancia de la salida, la profundidad es de 500 m. Ahí, justamente, acechó oculta la clásica monstruosidad a los valientes argonautas.

Muchos ejemplos aparecen en la mitología de diversas civilizaciones. En el folklor noruego destaca el Maelstrom, que inspirara miedo a los notables navegantes de los mares del norte y motivara el poema de Schiller y la novela de Edgar Allan Poe El Maelstrom, situado en los estrechos de las islas Lofoten, en el Mar de Noruega, aparece citado desde el siglo XVI en las primeras cartas de navegación de los fiordos. Otros casos conocidos son los vórtices en St. Malo, en la costa francesa del Canal de la Mancha, el de Pentland Firth, entre la costa escocesa y la Isla de Orkney y, los más grandes que hay, en los estrechos de Naruto, en el Mar de Japón. Estos últimos presentan vórtices tales que la boca, la región con forma de campana invertida que ruge como una amenazante catarata, es de más de 15 m de diámetro.

Los remolinos de tierra, que seguramente todos hemos visto, son como versiones miniatura de los tornados. Tienen la forma de columnas o de conos invertidos y el movimiento del aire es giratorio, en cualquier dirección, y ascendente. Cerca del piso la corriente es de forma espiral y es capaz de arrastrar toda clase de pequeños objetos, incluyendo animales no muy grandes, como liebres.

La altura que alcanzan es entre 2 y 1 500 m, siendo característica la de 100 m. El diámetro oscila entre 1 y 50 m, siendo el más común de 10 m. Es muy probable que alcancen valores mayores, lo cual permite a los pilotos de los planeadores subir hasta 5 000 m usando las corrientes espirales ascendentes de estos remolinos, cuya vida es mayor de lo que la evidencia visual indicaría; sólo cuando arrastran material como arena, polvo, humo, inclusive nieve o fuego, es que son visibles. Hay registros de múltiples remolinos que duraron varias horas. Uno de los más célebres fue seguido en las planicies saladas del estado de Utah, en EUA, de 800 m de altura, y viajó 65 km durante 7 horas. Otro, en la orilla del desierto de Sonora, en México, se mantuvo estacionario y activo por un lapso de cuatro horas.

Los de tamaño apreciable son visitantes frecuentes de los desiertos del mundo; cientos de informes sobre ellos provienen de los desiertos de EUA, México, Sudán, Egipto, Arabia Saudita, Iraq y Etiopía; entre otros. Se cree que las nubes de polvo que se observan en la atmósfera de Marte, nuestro enigmático y colorado vecino cósmico, son debidas a grandes remolinos de tierra.

Usualmente, los remolinos de tierra resultan de la estratificación térmica del aire y aparecen en condiciones de mucho calor y cielos despejados. No hay nubes madre que los acompañen y guíen por la vida, como es el caso de los tornados y las trombas. Mientras que estos últimos son generados por el hundimiento del aire más pesado de una nube con rotación, los remolinos en cuestión se forman muy cerca del piso, a partir de capas delgadas de aire muy caliente.

En un día caluroso de verano, especialmente en las zonas desérticas, los primeros dos metros de aire sobre la superficie elevan su temperatura por arriba de los 60ñ y, como el humo, la capa tiende a subir. Mientras la capa se mantiene horizontal no puede ascender; cualquier alteración local dispara la inversión en ese sitio. Una perturbación relativamente chica, como una leve brisa o el paso de un animal, rompe la inestable situación y se inicia un movimiento de aire hacia arriba; el hueco que deja el aire que sube es llenado por el aire inferior circundante en un flujo espiral. Una vez iniciado se va fortaleciendo el remolino, siendo la fuente de energía el calor almacenado en la superficie del piso.

Seguramente más de un lector espera leer sobre su remolino preferido. Desde luego que hay otros tipos de vórtices, pero aquí no es posible hablar de todos ellos; hay obras completas dedicadas al tema que no han logrado agotarlo (Lugt, 1983). Veamos por encima al más trillado y estudiado, que no por eso deja de ser interesante ni del todo entendido.

Los remolinos que vemos todos los días en el lavabo son los llamados vórtices de desagñe. Si uno le da rotación con la mano al agua dentro de un lavabo o de un recipiente y permite que empiece a salir por un agujero situado en la parte central del fondo, observará que se genera un remolino. La superficie libre del vórtice (la que está en contacto con el aire) toma una forma que depende, entre otras cosas, de la cantidad de rotación que se le imprimió al agua, de la profundidad del recipiente (el tirante) y del diámetro del agujero. Dos aspectos sobre este tipo de vórtices han llamado la atención de investigadores durante siglos. Uno tiene que ver con la forma de la superficie libre y otro, independiente, con el sentido de la rotación del vórtice.

Si la rotación no es muy grande o el tirante lo es, la superficie muestra sólo una pequeña concavidad (Figura IV.7(a)). A mayor giro o menor tirante aparece un núcleo o centro de aire (Figura IV.7(b)). Cuando la columna de aire alcanza el fondo (Figura IV.7(c)) se dice que el tirante toma su valor crítico y a partir de ese momento el centro del vórtice se mantiene lleno de aire. La cantidad de líquido que sale por el desagñe se ve reducida por la competencia del aire, razón por la cual el hecho se convierte en un problema de suma importancia desde el punto de vista práctico. Las fallas en sistemas de enfriamiento en reactores nucleares, la pérdida de la eficiencia de bombas, los desbordamientos de presas, los daños en turbinas y vibraciones son sólo algunos de los problemas que se presentan. El reto teórico de predecir esta situación en una instalación dada o en el caso más sencillo sigue abierto. Por ahora se maneja en forma empírica, sin que eso quiera decir que se sigue en la total oscuridad, hay cierta penumbra.

Figura IV. 7. Superficie libre del vórtice de desagñe. De izquierda a derecha, (a) vórtice débil, (b) mediano con núcleo de aire y (c) núcleo del vórtice llegando al desagñe.

Predecir la dirección del giro es más complicado de lo que podría creerse. En el hemisferio norte los huracanes, sin excepción, giran contra las manecillas del reloj. Los tornados y las trombas, casi siempre, imitan a sus mayores. Los remolinos de tierra no presentan patrón alguno, les da igual girar en un sentido que en el otro. Los de desagñe son simple y sencillamente raros.

Es desafortunadamente común ver escrito en libros serios (¿?) que los vórtices en un lavabo hacen lo mismo que los huracanes debido a la fuerza de Coriolis. Una cosa es clara, los autores no se tomaron la molestia de confirmarlo al ir al baño. En la casa de un amigo hay dos lavabos que siempre hacen lo mismo, en uno el remolino gira con el reloj y en el otro en sentido contrario. ¿Habrá algo místico en sus baños? La respuesta es que tienen formas ligeramente distintas, aun siendo de la misma marca, y la llave que los llena está colocada un poco diferente; el agua de cada llave también sale un poco diferente. Otra cosa que los autores no hicieron fue estimar el tamaño de la fuerza de Coriolis sobre el agua en un lavabo; es tan ridículamente pequeña que igual (casi) hubieran podido invocar la ubicación de Urano como la responsable de los giros.

Para ver el efecto de la rotación de la Tierra sobre la dirección del giro de un vórtice pequeño, como los de desagñe, es preciso hacer un experimento bajo condiciones cuidadosamente controladas. El primero de esta naturaleza fue realizado a principios del siglo XX por Otto Turmlitz, en 1908, en Austria; su trabajo fue titulado Una nueva prueba física de la rotación de la Tierra. La confirmación la llevó a cabo Ascher Shapiro, en 1961, haciendo el experimento en Boston, EUA y en Sydney, Australia. Entre otros cuidados, el agua debía pasar varios días en absoluto reposo.

En uno de los experimentos de Shapiro se observó un giro contrario al esperado. Principió como un giro igual a los demás, después de un lapso de tiempo se fue reforzando, alcanzó un giro máximo y, a diferencia de los otros casos, se fue debilitando hasta que, tras desaparecer, se invirtió en la última etapa. Estudiando el mismo fenómeno, Merwin Sibulkin hizo dos observaciones, un año después. Una fue que si llenaba el recipiente con un tubo inclinado de modo que girara en una dirección o en la otra, el efecto (como de memoria) persistía durante mucho tiempo; el vórtice de desagñe seguía esa dirección al destapar el fondo. La otra observación fue que el proceso de inversión del giro en la etapa final era común, independientemente del giro inicial, lo cual contradecía a la aparentemente convincente explicación de Shapiro.

Experimentos posteriores de otros investigadores contribuyeron a oscurecer el mecanismo que determina el giro y su dependencia de la profundidad. La situación es como sigue. Imaginemos un recipiente cilíndrico, lleno de agua, con un agujero circular en el centro del fondo. El agua está inicialmente en reposo. Al destapar el agujero, el agua empieza a moverse hacia el centro y hacia abajo. ¿Qué rompe la simetría del flujo e introduce una dirección privilegiada de giro? ¿Qué da lugar al debilitamiento del vórtice, flujo estabilizador por excelencia, e invierte la dirección cuando el tirante es muy pequeño (como del tamaño del agujero)? Muy probablemente la explicación empieza por dos hechos que se suponen implícitamente en los estudios teóricos. Uno es que causas pequeñas producen efectos igualmente pequeños y el otro es que sólo puede haber una solución a un problema con la misma formulación. Como veremos en el siguiente capítulo, las últimas dos décadas nos han enseñado mucho sobre estos dos aspectos. Lo cierto es que aun problemas tan aparentemente sencillos como algunos de los mencionados en este libro, son motivo de la investigación intensa de científicos de diversas disciplinas, en distintos países y por las razones más disímbolas. Es difícil no sentir curiosidad por describir y entender al vórtice de desagñe que se muestra en la figura IV. 8.

 

Figura IV. 8. Fotografía del vórtice de desagñe.

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