IV. GALAXIAS, HURACANES Y DESAG�ES

Los movimientos con vorticidad son los m�s comunes en nuestro Universo. Desde el microsc�pico �mbito de los �tomos hasta el inconmensurable espacio del Cosmos, los v�rtices hacen acto de presencia simult�nea en casi todos lados, es decir, ejecutan el portentoso acto de la ubicuidad. Y claro uno se pregunta �qu� es la vorticidad?, �qu� son los v�rtices?, �c�mo est�n relacionados estos conceptos?

Antes de intentar precisar ideas veamos algunos aspectos relacionados con ellas, siguiendo el adagio de "por sus obras los conocer�is".

Empecemos usando como imagen prototipo de v�rtice a nuestro remolino favorito. Como en el caso de los fluidos, siempre es bueno tener un ejemplo sencillo en la mente; se suger�a utilizar como prototipo al aire o el agua. Los casos extravagantes tambi�n sirven, como las sales radiactivas fundidas o el caldo de cilantro con ajonjol�, aunque pueden ser m�s apetitosos o da�inos que ilustrativos.

�Qui�n no ha disfrutado al mirar las fotograf�as de una galaxia espiral o de la gran Mancha Roja de J�piter? �Qui�n no ha sido atra�do (o repelido) por las im�genes de un hurac�n o de un tornado? �Qui�n no ha visto un remolino de polvo o el que forma el agua en un desag�e? La primera pregunta la contestaremos a continuaci�n, la segunda m�s adelante y la �ltima queda de tarea.

Figura IV. 1. Galaxia espiral. Messier 81, en la Osa Mayor. Observatorio Hale.

Con respecto a los v�rtices, de misterioso s�lo tienen el mestizante efecto que da un buen espect�culo, lo que no significa que sean triviales de entender, manejar o predecir. De hecho, son protagonistas de algunos de los problemas m�s profundos de la f�sica.

Figura IV. 2. La gran mancha Roja de J�piter.

El inter�s por entender este truco giratorio que los alrededores practican sobre nosotros todo el tiempo no es, desde luego, ni reciente ni morboso. Se manifiesta ya en las estelas asirias, los jerogl�ficos egipcios, los mitos m�s antiguos de las culturas n�rdicas y las preocupaciones de los griegos. Lo encontramos tambi�n en los glifos mayas, en las grandes obras de la literatura universal, en los dibujos exquisitos de Leonardo da Vinci y en lo que nos cont� una t�a de su ni�ez casi olvidada. Este inter�s nos nace al ver volar un papalote o un paraguas, al lavarnos las manos, o cuando alguna vez jugamos con el agua de la orilla de un estanque prohibido. En los permitidos tambi�n se ven, dicen.

No sorprende entonces que los v�rtices hayan desempe�ado un papel importante en la elaboraci�n de los modelos destinados a explicar el mundo y sus peculiaridades.

La primera teor�a moderna del Universo se debe a Descartes, en el siglo XVIII. En �sta imaginaba un mar infinito en el que los planetas, el Sol y las estrellas se mov�an influidos mutuamente por el efecto de los v�rtices que ellos mismos produc�an. El Sol, al girar, arrastraba a los planetas en un atractivo carrusel celeste. Newton, en cambio, se concentr� en estudiar a los fluidos para probar que, al rotar, no generaban el modelo de movimiento observado, descart�ndose as�, cien a�os despu�s, el universo cartesiano de v�rtices.

Uno de los �ltimos intentos por construir un universo dominado por los v�rtices fue hecho por lord Kelvin, hacia finales del siglo XIX. Al formular la atractiva teor�a de nudos, que es motivo de un renovado inter�s para describir, entre otras cosas, una parte de la din�mica de los plasmas, Kelvin intent� explicar la naturaleza at�mica y molecular con anillos de vorticidad; los anillos de humo son un buen ejemplo. De esta manera, los �tomos y sus compuestos eran interpretados como las diversas formas en que estos anillos pod�an combinarse, anud�ndose de acuerdo con ciertas reglas; las ideas originales de Kelvin sufrieron el mismo fatal decaimiento que sufren todos los v�rtices.

Ya sea porque fueron mencionados en las epopeyas de Homero, en los andares por el Infierno de Dante o en las Reflexiones de Goethe, o porque fueron ilustrados en las pinturas de Van Gogh y Tamayo, y porque son sugeridos por los rollos de mar que se mueren en las playas o por el humo que sale a borbotones de una chimenea, los v�rtices siguen siendo un tema recurrente para quienes estudian la naturaleza, desde cualquiera de sus enigm�ticos �ngulos.

IV .1. V�RTICES Y VORTICIDAD

Donde hay un fluido en movimiento hay vorticidad y casi siempre v�rtices; ahora que cuando hay v�rtices, siempre hay vorticidad. S�, hay que aceptarlo, es un tanto oscuro pero se ir� aclarando, como la ropa con las lavadas.

Definir un v�rtice no ha sido, hasta ahora, algo sencillo. Es m�s o menos claro que tiene que ver con el dar vueltas en torno a un punto y que el giro debe estar referido a un movimiento colectivo, que comprende a m�s de un objeto o part�cula. Con estas ideas en mente podemos hacer la siguiente proposici�n: Un v�rtice es el patr�n que se genera por el movimiento de rotaci�n de muchas part�culas alrededor de un punto com�n (no necesariamente fijo en el espacio); recordando nuestro muy particular remolino o los ejemplos previos, la definici�n parece ser suficiente. Sin embargo, si uno busca en la bibliograf�a especializada resulta que no hay consenso sobre el asunto; no hay una definici�n clara y un�voca, ya no se diga matem�tica. Ingenieros, matem�ticos o f�sicos, ni qu� decir de otros especialistas, dif�cilmente aceptar�an nuestra propuesta y cada quien sacar�a su ejemplo preferido para mostrar la necesidad de ampliarla, recortarla o todo lo contrario. M�s adelante veremos la importancia que tendr�a el poder contar con ella. La definici�n que hemos dado es la suma de lo que todos intuimos m�s algunos detalles adicionales. Eso s�, si el "remolino" que usted escogi� no est� correctamente descrito por la definici�n, por favor, piense en otro.

�Qu� es la vorticidad? La respuesta aqu� es m�s sencilla, pues todos est�n de acuerdo. En cambio, es algo m�s abstracto y no tan evidente, �lo opuesto a los v�rtices! El concepto fue introducido por Cauchy y por Stokes. La vorticidad, para empezar, es un campo vectorial; es decir, su magnitud y direcci�n est�n definidas en cada punto del espacio ocupado por el fluido. En cierto sentido, es una medida de la velocidad con la que rota cada part�cula de fluido.

Si imaginamos a una part�cula de fluido con cierta forma, es f�cil convencerse, y demostrar rigurosamente, que lo m�s que le puede pasar es una de tres posibilidades: cambia de posici�n, traslad�ndose con la misma orientaci�n y forma; cambia su orientaci�n, sin trasladarse o deformarse; se deforma, sin rotar o trasladarse. Cualquier otra cosa puede explicarse como una combinaci�n de estas tres acciones simples. La vorticidad es justamente lo que caracteriza a la segunda transformaci�n.

Para un fluido girando uniformemente alrededor de un punto, como lo har�a una tornamesa, la vorticidad (que es constante) es igual al doble del n�mero de revoluciones por segundo y su direcci�n es perpendicular al plano de giro, paralela al eje de rotaci�n.

Aunque todos los v�rtices tienen vorticidad, no siempre que hay vorticidad existe un v�rtice. El flujo m�s sencillo que ilustra este punto es el paralelo cortante (Figura IV .3). Se le llama as� porque las part�culas de fluido se mueven paralelas unas a otras y porque las fuerzas, por unidad de �rea, son cortantes (cap�tulo II, figuras II. 1 y II. 2).

Figura IV. 3. Flujo cortante simple (paralelo cortante o de Couette plano).

En este flujo, tambi�n llamado de Couette plano, las part�culas de fluido se mueven paralelas unas a otras; la velocidad que llevan depende de la distancia que hay al fondo. Las l�neas muestran las trayectorias y las flechas el tama�o de la velocidad. Una part�cula con extensi�n, por peque�a que sea, sentir� que la arrastran m�s por arriba que por abajo (debido a la viscosidad) y tender� a rotar. Si se calcula la vorticidad de este flujo se encuentra que no es cero; su tama�o es igual a la velocidad de arriba dividida por la profundidad y su direcci�n es la de nuestro dedo al se�alar la figura. Nadie (esperamos) dir�a que hay remolinos (v�rtices) ah� dentro.

Basta con observar con atenci�n para descubrir v�rtices en casi cualquier lado. Las "presentaciones" en que �stos vienen son de lo m�s diversas; aparecen en gases, en l�quidos y hasta con cuerpos s�lidos y sus tama�os var�an entre las dimensiones c�smicas y las at�micas.

Para darnos una idea de las escalas de tama�o y velocidad que tienen estas ubicuas estructuras, veamos unos ejemplos; algunos ser�n comentados con cierto detalle m�s adelante.


Vórtices
Diámetro (en metros)

Rotaciones internas en el núcleo atómico
10-17
Vórtices cuantizados en helio líquido
10-8
Remolinos más chicos en un flujo turbulento
10-3
Vórtices en la estela de una ballena
1-10
Tornados y huracanes
10-105
Estructuras atmosféricas en planetas
107
Convección interior en las estrellas
109
Galaxias espirales
1020

En este cuadro, vemos que las estructuras vorticosas m�s grandes tienen dimensiones de miles de a�os-luz (distancia que recorre la luz en un a�o; viaja a casi 300 000 km/seg) y las m�s peque�as, en el interior de los n�cleos at�micos, son de un metro dividido por un 1 seguido de diecisiete ceros; las longitudes son en ambos casos inimaginables...

Las velocidades de rotaci�n varian dentro de un intervalo m�s chico. El l�mite superior siendo la velocidad de la luz, la m�xima alcanzable en el Universo, mayor a los 1 000 000 000 km/h.

IV. 2. TORBELLINOS C�SMICOS

Dentro del inmenso foro que constituye el Universo, muy lejos de nosotros, hasta donde podemos percibir con nuestros m�s potentes telescopios, hay objetos que parecen remolinos multicolores congelados en el espacio y el tiempo. Formados por miles de millones de estrellas que se revuelven en torno a un centro demasiado luminoso para desentra�arlo y entenderlo, descubrimos fant�sticos v�rtices de dimensiones inimaginables. De hecho, el grupo de estrellas del que forma parte nuestra estrella m�s cercana, el Sol, es una de estas exquisitas y arremolinadas estructuras.

Nuestra Galaxia, la V�a L�ctea, es muy parecida a la que se ilustra en la figura IV. 1. Con un di�metro cercano a los 70 000 a�os-luz, nuestro Sistema Solar se encuentra en una zona cercana a la orilla, como a 30 000 a�os- luz del centro. Como un punto com�n y corriente, sin ninguna caracter�stica especial o privilegiada, el Sol gira alrededor del centro de la galaxia, de modo que da una vuelta cada 250 millones de a�os. Por la distancia a la que nos encontramos del centro, la velocidad efectiva de giro es de casi 1 000 000 km/h. Por algo Galileo dijo en voz baja para s�, ante mentes inm�viles, "y sin embargo, se mueve". �Lo hubiese gritado de haber sabido la velocidad de la Tierra en la Galaxia!

La estructura espiral de nuestra Galaxia es algo com�n en el Universo; se conocen cientos de ellas. Muchos modelos para explicar la forma en que est� distribuida la masa (las estrellas), la forma en que giran (m�s r�pidamente cerca del centro), etc., est�n sustentados en formulaciones hidrodin�micas. Es decir, se ignora que est�n formados por part�culas (estrellas) y se estudian como a los fluidos (continuos), con ecuaciones muy semejantes.

Inmensas regiones de gases, millones de veces mayores que una galaxia como la nuestra, son estudiadas como fluidos autogravitantes en los que la densidad fluct�a; de estas contracciones locales de materia se generan nuevas estrellas y con ellas galaxias. De la manera en que la vorticidad puede estar distribuida y de c�mo evoluciona es posible inferir mecanismos que expliquen las formas de los c�mulos de estrellas, los gigantescos chorros de materia que se observan con los radiotelescopios o la aparici�n de nuevas inhomogeneidades espaciales (irregularidades en la densidad de materia).

Si confinamos nuestras observaciones s�lo a nuestro Sistema Solar y vemos con atenci�n a los planetas mayores, desde luego que nos quedamos igual, pues no distinguimos m�s all� de puntitos luminosos. Ahora que si usamos un telescopio o pedimos una fotograf�a de las enviadas por las recientes naves interplanetarias (Voyagers y Vikings), nos sorprendemos por la maravillosa vida que presentan sus atm�sferas. Secuencias de fotograf�as o videos de Saturno, de Neptuno y especialmente de J�piter ponen de manifiesto una bell�sima estructura y una intensa actividad. Aunque la complicada din�mica dista mucho de entenderse, los v�rtices multicolores revelan parte de los mecanismos en juego.

La gran Mancha Roja de J�piter es sin lugar a dudas el v�rtice m�s famoso y conspicuo del espacio exterior a nuestro planeta. A 22� abajo del ecuador del planeta m�s grande del Sistema Solar se encuentra un gigantesco remolino rojo. Si este monstruoso torbellino se encontrase en la Tierra estar�a ubicado en la latitud de R�o de Janeiro (no es de sorprender que el remolino terrestre correspondiente lo formen los cariocas). Las dimensiones de la Mancha Roja son de 22 000 km de largo por 11 000 km de ancho y va disminuyendo poco a poco con el tiempo. Hace m�s de cien a�os, mientras Benito Ju�rez discut�a las Leyes de Reforma, la Mancha Roja era del doble del tama�o y, como a�n sucede, podr�a contener a todos los planetas internos, desde Marte hasta Mercurio, pasando por la Tierra. Su intenso color anaranjado, que var�a entre el tenue crema sonrosado y el rojo carm�n, se debe a las complejas reacciones qu�micas que ocurren entre los gases que conforman su atm�sfera.

Sin contar con la misma belleza o las grandiosas dimensiones que posee la Mancha Roja, remolinos espectaculares se han observado en las superficies de Saturno, Neptuno y Urano. Como apocal�pticas tormentas sobre inexistentes habitantes, estos gigantescos v�rtices aparecen, se extienden y se disipan para regocijo de los astrof�sicos planetarios. Sin embargo, los mecanismos que los engendran parecen ser muy distintos a los que generan los grandes huracanes venusinos, terrestres y marcianos.

J�piter es un planeta en el que las estaciones no existen. Su eje de rotaci�n es casi perpendicular al plano de su �rbita y su temperatura var�a muy poco entre los polos y el ecuador; la diferencia es de s�lo tres grados cent�grados, que contrasta con la correspondiente diferencia de temperaturas en la Tierra (encuestas entre peruanos y norfinlandeses as� lo indican). Las estaciones se deben a que el eje de la Tierra est� inclinado, no al car�cter el�ptico de la �rbita. De hecho, la �rbita terrestre es casi circular; se requieren medidas muy precisas para apreciar la excentricidad. Es decir, si dibujamos la �rbita (el�ptica) de la Tierra en una hoja como �sta, con nuestra pluma favorita, la diferencia con un c�rculo seria menor que el grosor del trazo.

La circulaci�n atmosf�rica norte-sur no la conocen ni los jovianos ni los saturninos. De aqu� la existencia de bandas o fajas paralelas al ecuador en los grandes planetas y la ausencia de �stas en los planetas m�s peque�os, aunque m�s divertidos. Estas bandas son regiones de alta y baja presi�n, llamadas zonas y cinturones, que corresponden a gigantescos chorros que se mueven en direcciones opuestas y en donde los vientos alcanzan velocidades de 500 km/h. En las regiones entre unas y otras, que se encuentran alternadas, aparece toda suerte de fen�menos ex�ticos; patrones regulares de v�rtices que adornan miles de kil�metros, megav�rtices como la Mancha Roja y su hija blanca un poco m�s al sur, conjuntos bailables de vorticillos (de s�lo unos cientos de kil�metros) con ritmos y colores que no envidian ni a una pegajosa salsa ni al alegre vestuario de un carnaval. J�piter se inspira sin duda alguna en la imaginativa obra pl�stica de Niermann.

Otros factores relativamente comunes entre la Tierra, Venus y Marte son las velocidades de rotaci�n, la proporci�n entre superficie s�lida y grosor de la atm�sfera, las densidades atmosf�ricas y la diferencia entre la energ�a que reciben y la que reflejan o emiten; todo esto muy distinto a lo que sucede en los grandes planetas externos.

Por ejemplo, mientras que la Tierra emite la misma energ�a que recibe del Sol, J�piter emite casi el doble de la que recibe; a�n guarda energ�a de su proceso de formaci�n al contraerse gravitacionalmente al principio de los tiempos. Desde la cuna fue m�s generoso que la Tierra. Siendo mucho mayor que nuestro planeta gira casi dos y media veces m�s r�pido. Adem�s, de grandes consecuencias clim�ticas, en la atm�sfera de J�piter la densidad depende s�lo de la presi�n, o lo que es equivalente, las regiones con igual presi�n tienen la misma temperatura; se dice entonces que es barotr�pica. Esto no sucede en nuestra blanquiazul envoltura que llamamos barocl�nica. Por lo tanto, la din�mica atmosf�rica joviana es muy distinta a la terrestre (afortunadamente).

Los otros planetas mayores comparten con J�piter algunas de sus vistosas caracter�sticas. Saturno presenta adem�s su extraordinario sistema de anillos. Fuera de su atm�sfera exhibe uno de los v�rtices m�s fant�sticos que se conocen, para no ser menos conspicuo que su hermano mayor. Como queriendo desafiar las leyes mec�nicas que conocemos, muestra millares de anillos conc�ntricos, regulares y notablemente planos. Salvo por algunas irregularidades que transitan como fantasmas a lo ancho y largo de los anillos, la perfecci�n del movimiento vorticoso de millones de trozos de hielo nos sigue asombrando. Como seguramente le sucedi� a Galileo cuando descubri� sin entender la inveros�mil estructura, las preguntas que se ocurren superan a las respuestas que tenemos.

Los anillos, como casi todas las caracter�sticas que se han ido encontrando en nuestros planetas vecinos, no son exclusivos de alguno en especial. Varios de ellos tienen bandas y anillos, algunos tienen superficies s�lidas complejas y atm�sferas activas, otros tienen sat�lites naturales, etc. As� los planetas, como sucede con los humanos y los animales en la granja de H. G. Wells, siendo todos iguales hay unos m�s iguales que otros y, sin embargo, no existen dos completamente iguales.

Del vasto espacio c�smico a la vecindad del Sol, los movimientos giratorios, como gigantescos tiovivos, son m�s la regla que la excepci�n. Nada parece moverse en l�nea recta. Nuestra galaxia gira, con muchas otras. En su movimiento hacia la constelaci�n de Lira, nuestra estrella local se revuelve en torno al misterioso centro de la V�a L�ctea; los planetas, que tanto estimulan la imaginaci�n por los deseos de una inexistente compa��a, rotan alrededor del Sol y sobre s� mismos. Desde su tenue superficie hasta el inaccesible interior, cada planeta manifiesta una agitada vida dominada por v�rtices.

IV. 3. HURACANES Y LAVABOS

La Tierra, el �nico sitio habitado que conocemos, vista desde fuera parece una esfera azul con caprichosas pinceladas blancas que cambian suavemente con el paso del tiempo. Con cada revoluci�n parecen generarse de la nada, se organizan y se desvanecen otra vez para recomenzar otra composici�n pl�stica. Un aspecto curioso del espect�culo pict�rico permanente es la tendencia a girar de estas m�viles decoraciones. Bajo circunstancias especiales, las hermosas espirales se estabilizan por un rato, se organizan hasta cubrir cientos de kil�metros y en un recorrido aparentemente loco se convierten en fuentes de destrucci�n y, parad�jicamente, de vida.

Hurac�n, que viene de la palabra furac�n, y que escuchara Crist�bal Col�n de los nativos durante su segundo viaje, es el nombre m�s com�n que se da a los v�rtices atmosf�ricos terrestres m�s grandes. Son tormentas caracterizadas por vientos huracanados (mayores de 120 km/h) que, en trayectorias espirales, se mueven hacia un centro com�n conocido como el ojo del hurac�n. En el hemisferio norte el giro es invariablemente cicl�nico, es decir, en contra de las manecillas del reloj, y en el hemisferio sur al contrario. Llamados tambi�n tifones y ciclones, entre otros muchos nombres, se empezaron a registrar en forma regular a partir del descubrimiento de Am�rica.

La historia de muchos de estos fen�menos usualmente va acompa�ada de tragedias. Vastas inundaciones, numerosas embarcaciones desaparecidas, incalculables da�os materiales e incontables p�rdidas de vidas humanas sellan los recuentos del paso de los huracanes.

Kamikazi, el viento divino, es el nombre que recibi� el tif�n que en 1281 acab� con las aspiraciones de Kublai Khan para invadir el Jap�n. La flota completa, con m�s de 100 000 soldados chinos, mongoles y coreanos, desapareci� en la Bah�a de Hakata, Jap�n.

En t�rminos de vidas humanas, las mayores cat�strofes registradas fueron en 1737, cerca de Calcuta, India; en 1881 en Haifong, Vietnam, y en 1970 en la Bah�a de Bengala, Bangladesh; se estima que m�s de 300 000 personas perdieron la vida en cada caso. La presencia de intensas lluvias, de hasta decenas de cent�metros en unas horas, y de una marejada que supera los 10 m de altura, da lugar a las inundaciones que cobran la mayor�a de las v�ctimas.

Con una extensi�n que puede llegar a los 2 000 km de di�metro, los huracanes viajan con velocidades relativamente bajas e irregulares que oscilan entre los 10 y los 50 km/h. La duraci�n de un cicl�n tambi�n es muy variable, pues puede ser de unas horas hasta semanas, y recorrer distancias de hasta 2 000 km. Los vientos en la espiral alcanzan velocidades cercanas a los 350 km/h en la vecindad del ojo, dentro del cual una calma desconcertante aparece abruptamente; en unos minutos el viento pasa de una violencia feroz a una leve brisa. En el ojo, cuyas dimensiones var�an entre los 20 y los 100 km, la presi�n alcanza los valores m�s bajos que se hayan registrado en la superficie de la Tierra.

El hecho de que transportan grandes cantidades de agua a trav�s de varios grados de latitud y que se estima que un hurac�n maduro transporta entre 2 000 y 4 000 millones de toneladas de aire por hora, los convierte en elementos importantes para la circulaci�n y transporte atmosf�ricos globales en la Tierra. El calor que llevan de zonas tropicales a latitudes m�s fr�as y las lluvias que dejan a su paso son parte de los beneficios que traen consigo.

Si bien se conocen los mecanismos b�sicos para su generaci�n, propagaci�n y decaimiento final, a�n hay aspectos poco claros que impiden una confiable predicci�n de estos fenomenales eventos atmosf�ricos.

En una acci�n internacional promovida por la ONU, con pocos precedentes, la d�cada de los noventa ha concentrado un gran esfuerzo cient�fico para estudiar los huracanes. Una comisi�n multidisciplinaria presidida por James Lighthill, uno de los notables hidrodin�micos del siglo, ha iniciado estudios de la m�s diversa �ndole para esclarecer este tema cuanto sea posible. El prop�sito fundamental es hacer m�s eficientes las gigantescas simulaciones num�ricas que actualmente se llevan a cabo para poder predecir la aparici�n, intensidad, direcci�n y duraci�n de un cicl�n. En 1991, la predicci�n de la evoluci�n de un cicl�n por una semana requer�a de un tiempo de 75 horas de c�mputo (usando la computadora m�s grande y r�pida del mundo).

Figura IV. 4. Hurac�n sobre el Oc�ano Pac�fico (NASA, Apolo 9).

Uno de los problemas m�s grandes es la falta de datos meteorol�gicos suficientes y confiables para alimentar las simulaciones num�ricas que se hacen hoy en d�a en varios centros de investigaci�n dedicados exclusivamente al estudio de los huracanes.

Para tener una idea sobre los elementos que contribuyen a la formaci�n, estructura y sost�n de un hurac�n, es necesario tomar en cuenta que todo lo vemos desde un carrusel, es decir, desde la giratoria superficie de la Tierra, lo que complica un poco las cosas.

El primero en estudiar el movimiento de cuerpos desde un sistema de referencia que rota fue Gustave-Gaspard Coriolis (1792-1843). En 1835, Coriolis public� un trabajo en el que mostraba que si un objeto se mueve sobre una superficie que gira, aparece una fuerza perpendicular a la direcci�n de su movimiento. Esta fuerza, conocida ahora como la Fuerza de Coriolis , da lugar a una trayectoria curva, vista desde la superficie.

Para apreciar mejor el efecto vamos a imaginar la siguiente situaci�n Un simp�tico joven tiene una pelota en la mano y est� parado en la parte interior de un tiovivo que gira; es el que recoge los boletos. Un ni�o da vueltas sobre uno de los caballitos de la orilla (nada cambia si los caballos se sustituyen por otros mam�feros). La hermana mayor del ni�o los observa girar desde la orilla, pues teme subirse. El joven se percata de la hermana al verla pasar peri�dicamente y decide que la pr�xima vez que se encuentre cerca le va a lanzar la pelota al ni�o para congraciarse con ella. Cuando los tres est�n alineados, lanza la pelota al ni�o y �sta va a caer en las manos de otra sorprendida muchacha.

Analicemos lo ocurrido a los ruborizados j�venes y al extra�ado ni�o. Desde el punto de vista de este �ltimo y el embobado joven, lo que ocurri� es que la pelota sigui� una trayectoria extra�a; en lugar de viajar en l�nea recta entre los dos, una fuerza extra�a pareci� desviarla y fue a dar a las manos de una joven que iba pasando. Por su parte, la hermana ve a la pelota seguir una trayectoria recta y directa a la otra joven, sinti�ndose inc�moda por haber cre�do, como el ni�o, que era la futura poseedora de una pelota. Al ni�o sin pelota y al joven sin la hermana, s�lo les queda invocar la existencia de fuerzas extra�as o de agentes invisibles para explicarse el suceso.

Para los observadores en reposo, el movimiento de objetos es rectil�neo, a menos que alguna influencia bien determinada los desv�e; as� lo comprueban las dos muchachas, la que esperaba atrapar y la que, sin esperarlo, lo hizo. Para los observadores en rotaci�n, llamados acelerados, es necesario recurrir a fuerzas ocultas ("desocultadas" por Coriolis) para explicarse el movimiento de las cosas. En nuestra terrestre circunstancia, rotando con el piso (la Tierra), recurrimos a la existencia de esta fuerza (inercial) para describir movimientos con precisi�n.

En la Tierra, que rota hacia el este, un objeto que es lanzado de sur a norte seguir� una trayectoria curva; en lugar de viajar directo al norte se deflectar� hacia la derecha, en el hemisferio norte, y hacia la izquierda en el hemisferio sur, abajo del ecuador. Por otra parte, la velocidad de giro depende de la latitud, siendo cada vez m�s peque�a al acercarse a los polos y m�xima en el ecuador; quien se encuentra m�s lejos del eje de rotaci�n recorre mayor distancia en menos tiempo (va m�s r�pido), como saben los que han practicado las "coleadas". As�, la magnitud de la fuerza de Coriolis depende del movimiento del objeto (su velocidad y la direcci�n de �sta), de la rotaci�n terrestre y de la latitud.

Con la gu�a de Coriolis podemos ahora resumir las condiciones que se requieren para la formaci�n de los huracanes.

Una es que la fuerza de Coriolis sea mayor que cierto valor m�nimo. Como �sta es cero en el ecuador y empieza a crecer con la latitud; los v�rtices que nos ocupan se generan fuera de un cintur�n de aproximadamente 7� de latitud, al norte y al sur del ecuador (como de 1 300 km de ancho). La direcci�n del giro de los huracanes se debe �nicamente a esta fuerza. Dentro de esta banda los posibles huracanes son presa de la esquizofrenia, al no saber en qu� direcci�n girar, y prefieren no existir.

Otra condici�n necesaria es la presencia de una superficie extensa de agua, con una temperatura m�nima de 27�C, que d� al aire circundante grandes cantidades de vapor para generar y mantener una tormenta tropical. Los meses calientes del a�o son pues los m�s propicios.

Adicionalmente, se cree que una o más de las siguientes condiciones necesita estar presente para disparar el mecanismo de formaci�n. La columna de aire sobre la zona inicial inestable (capaz de amplificar peque�os cambios), la presi�n del aire cerca de la superficie del agua baja y las corrientes de aire, verticales y encontradas (flujos de corte), muy peque�as.

Bajo las circunstancias arriba descritas, la zona se encuentra en un estado tal que peque�as perturbaciones pueden amplificarse y dar lugar a movimientos de grandes masas de aire h�medo, especialmente si se presentan corrientes horizontales (chorros) de aire. La convecci�n resultante (movimiento de masas de aire) se hace tumultuosa en un tiempo relativamente corto, reforz�ndose los vientos y permitiendo que el efecto de Coriolis entre en juego para introducir una curvatura en la corriente, organiz�ndose la estructura cicl�nica.

Una vez iniciado el fen�meno se sostiene por periodos que van de unas horas hasta varias semanas, gracias al mecanismo que describiremos esquem�ticamente a continuaci�n. En una zona de unos centenares de metros sobre la superficie del agua, llamada capa de Ekman, el aire h�medo se mueve horizontalmente y en espiral hacia el centro de giro. Al llegar cerca del ojo del hurac�n cambia abruptamente su direcci�n y asciende varios kil�metros en una especie de chimenea hueca, que limita la zona del ojo. En este movimiento de subida, que no es otra cosa que una consecuencia del principio de Arqu�medes, el aire caliente se expande y se va enfriando. En consecuencia, la humedad se condensa, liber�ndose energ�a (calor latente) en grandes cantidades. Las gotas de agua condensada forman las torrenciales lluvias y la energ�a disponible es empleada en reforzar los vientos y trasladar el cicl�n.

Esta es la raz�n por la que se habla de una m�quina t�rmica cuando se refiere uno al mecanismo f�sico que mantiene a un hurac�n. Al llegar a tierra firme pierde su fuente m�s importante de energ�a y se debilita, disip�ndose en cuantiosas lluvias.

La clave est� pues en el hecho de que cuando el vapor de agua se condensa, junt�ndose en gotas, se libera energ�a. Sabemos que para evaporar agua hay que darle energ�a, quemando gas o le�a o haci�ndola caer desde cierta altura (como en las cataratas). Tl�loc, el dios azteca de las lluvias, se las ingenia para usar la energ�a que se "suelta" en el proceso inverso de la evaporaci�n: la condensaci�n.

De acuerdo con la Organizaci�n Mundial Meteorol�gica, las perturbaciones meteorol�gicas de baja presi�n se clasifican con distintos nombres, dependiendo de su intensidad. En su estado inmaduro, con vientos ligeros en rotaci�n y con isobaras abiertas, se les llama perturbaciones tropicales. A la curva que resulta de unir los puntos en donde la presi�n es la misma se le llama isobara; se dice que es abierta si no forma una curva parecida a un c�rculo. Una depresi�n tropical es cuando los vientos en rotaci�n han aumentado, sin exceder los 63 km/h, y aparecen algunas isobaras cerradas en el mapa meteorol�gico. Se convierten en tormentas tropicales cuando los vientos, claramente en rotaci�n, son mayores a 63 km/h pero menores a 120 km/h y las isobaras son cerradas en su mayor�a. Se reserva el nombre de hurac�n para los casos en los que los vientos son superiores a este n�mero m�gico de los 120 km/h. El verdadero bautizo ocurre cuando una depresi�n se convierte en una tormenta. En ese momento se les pone un nombre (de mujer y de hombre, en forma alternada) por orden alfab�tico. Por ejemplo, el primero puede ser Aspergencia, el segundo Bugambilio, y as� sucesivamente hasta Zuperman; el siguiente ser� Agapita y se vuelve a dar vuelta al alfabeto, dado que en promedio se producen cerca de 60 huracanes por a�o en todo el mundo.

Otros grandes v�rtices que se observan en la atm�sfera son los tornados y las trombas, cuyos nombres son bastante descriptivos, pues uno viene de tornar, regresar, y el otro es una variaci�n de la palabra trompa. Basta con ver la figura IV. 5, que muestra uno de cada tipo, para apreciar la originalidad de los apelativos

Figura IV. 5. (a) Tornado.

Figura IV. 5. (b) Tromba

Los tornados, raros en M�xico, son extremadamente "populares" al norte del r�o Bravo y representan la amenaza atmosf�rica m�s temida en el grupo local de galaxias. Los vientos m�s fuertes que se han registrado en la Tierra est�n asociados a estos espeluznantes remolinos que, afortunadamente, s�lo viven unas horas.

La descripcion siguiente, tomada de la obra in�dita de un autor poco conocido, representa lo que ocurre cada a�o en las planicies centrales de los EUA o de Australia y confirma las narraciones de m�ltiples testigos.


Las vacaciones de Pascua no pod�an ser mejores ni m�s apacibles. Sentado en la reci�n pintada veranda, disfrutaba del sol primaveral del mediod�a y gozaba del paisaje rural que s�lo ofrece una casa de campo, c�moda y r�stica. Tres d�as de arreglos dom�sticos, destapando drenajes, reparando techos y limpiando la apreciada herencia, eran recompensados con un merecido descanso. Vali� la pena el viaje —me dije— y empezar� con mis lecturas atrasadas m�s tarde.
Deb� quedarme dormido varias horas porque las nubes parec�an haber salido de la nada. Sin el cambio en la luminosidad del d�a y la sensaci�n incipiente de hambre y fr�o, hubiese jurado que s�lo me hab�a distra�do pensando en quienes no estaban conmigo. Habi�ndome alejado de la civilizaci�n con toda intenci�n pense que todav�a me encontraba bajo el sopor del sue�o al escuchar el lejano murmullo que s�lo hacen los trenes de carga. Sin m�s motivaci�n que la curiosidad por la persistencia y el paulatino aumento del murmullo, prest� m�s atenci�n. Empec� a darme cuenta de que era m�s parecido al distante, aunque grave, zumbido de un enjambre de abejas. Estando en el campo, desde luego, era una explicaci�n m�s probable para el ruido.
El fresco que empezaba a sentir me oblig� a levantarme de la agradable mecedora y, con un horizonte m�s amplio para la vista, busqu� la fuente de la creciente vibraci�n. El cielo, ya nublado, se oscurec�a hacia la parte posterior de la casa, desde donde podr�a verse el rancho vecino, a unos tres kil�metros.
No tuve que dar la vuelta a la casa para ver que, m�s all� de la troje que sobresal�a del resto de la granja de mis fortuitos vecinos y partiendo de la orilla m�s oscura de las nubes, se extend�a una columna que un�a al nubarr�n con la superficie de la tierra. Con forma de embudo en su parte m�s alta y tan caprichosa y viva como una culebra, parec�a envolver en una bruma a la ancha zona de contacto.
Cuando yo era m�s joven, antes de que los adultos aceptaran que mis opiniones eran valiosas o de que yo aceptara que en realidad no lo eran, una t�a, notable por sus exageraciones y su ignorancia, describi� sus experiencias cuando un tornado, al que llamaba twister, pas� por el pueblo en el que hab�a crecido. Petrificado, como parec�a estarlo en ese momento la zumbante columna, record� la historia.
Despu�s de unos minutos de incredulidad, percib� c�mo se mov�a el extremo inferior del tornado y parec�a engullir todo a su paso. El horizonte, m�s claro, contrastaba con la serpenteante columna y con los rayos que vest�an de luz y sonido al diab�lico espect�culo. Cuando pas� por las min�sculas estructuras de la granja, a la que no pude dejar de mirar, como queriendo conservar los detalles que la guardar�an en mi memoria como algo que no imagin�, todo desapareci�. La troje, la vieja carreta, el camino arbolado que recib�a las cosechas y todo lo que hac�a familiar la escena fue borrado por el siniestro remolino. La diluida nube de despojos y objetos irreconocibles que volaban cerca de la parte central de la columna eran la prueba de que la rancher�a de los vecinos hab�a existido.
No me mov�. Me qued� clavado al pasto, moj�ndome, sin poder quitar la vista del gigantesco remolino. Nunca podr� describir la inextricable mezcla de aprensi�n y admiraci�n que me mantuvo paralizado durante tantos y valiosos minutos. De ello no me arrrpiento. Vi a la naturaleza desentra�ar sus fuerzas y volcarlas con violencia sobre s� misma. Luego, como consciente de mi presencia irreverente, el tornado cambi� su direcci�n y se dirigi� hacia m� con una velocidad vertiginosa.
Sin premeditaci�n alguna corr� a mi autom�vil y cerr� las puertas en forma instintiva, como queriendo impedir la entrada del viento, esperando la inexorable llegada del fin.
Minutos despu�s, durante los segundos que tard� en suceder todo, fui testigo inerme de lo que Dante describi� en su Infierno. Voces graves y chillantes mezcladas con golpes secos y sordos, cegadoras luces que hac�an m�s fantasmag�rico el espect�culo brevemente nocturno. Cientos de peque�os remolinos en tumulto quitaron la transparencia al aire y, como desconectando la gravedad, hicieron volar todo alrededor y cambiaron mi oasis personal en pandem�nium. Aferrado al volante, miraba la casa que parec�a resistir la lluvia de objetos que ca�an sobre ella. Por un instante y en forma absurda, pens� en las reparaciones que hab�a hecho y en su nueva pintura. Como si fuera un castigo a mi pensamiento pusil�nime, la casa explot� como si se hubiese inflado hasta el l�mite sin querer distenderse. Deapareci� entre los escombros dispersos en el aire y me cerr� al mundo externo apretando los ojos, los dientes y las manos.
M�s tarde, acalambrado por la tensi�n in�til en los brazos y las piernas, abr� los ojos y frente de m� aparec�a la puesta de Sol m�s hermosa que hab�a visto. El amplio e irreconocible paisaje s�lo mostraba los signos del abandono, como si despertara de un sue�o de a�os. El autom�vil, reorientado sin que recordara c�mo, apuntaba sobre un camino cubierto de ramas y tierra que me invitaba a partir. La tormenta y su furia se hab�an desvanecido con la casa y su contenido. Esa tarde, durante el ocaso de un d�a desigual a los dem�s, me sent� a pensar sobre el miedo, la muerte y lo temporal de nuestros actos.

Cada detalle de la narraci�n anterior tiene al menos una confirmaci�n independiente. Los datos que siguen hacen ver que no hay exageraciones en la tal vez imaginada descripci�n.

El 18 de rnarzo de 1925, un tornado quit� la vida a 689 personas, hiri� a m�s de 2 000 y caus� da�os incalculables en los estados de Missouri, Illinois e Indiana, en EUA. Durante las tres horas que hizo contacto con la superficie, recorri� m�s de 300 km y se estima que los vientos llegaron a los 600 km/h. Entrada la tarde de un domingo de ramos, el 11 de abril de 1965, se registraron 47 tornados que causaron uno de los m�s grandes desastres de su tipo en los estados de Iowa, Wisconsin, Illinois, Indiana, Michigan y Ohio. Murieron 271 personas, se lesionaron m�s de 3 000 y los da�os materiales fueron superiores a los trescientos millones de d�lares.

Es sorprendente la destrucci�n que deja a su paso un tornado. Se han reportado y confirmado casos ins�litos: varitas de paja incrustadas en postes de madera; una casa-escuela con 85 alumnos dentro fue demolida por completo y, sin que ninguno de los alumnos perdiera la vida, fueron transportados 150 m; un tren con cinco vagones, de m�s de 70 toneladas cada uno, fue levantado de la v�a y uno de los vagones fue lanzado a cerca de 24 m de distancia.

La velocidad de traslaci�n de un tornado t�pico es de 50 km/h, habiendo registros de hasta 112 km/h o de tornados estacionarios. La direcci�n usual es de suroeste a noreste y, aunque el efecto de Coriolis es muy peque�o, el giro m�s com�n es cicl�nico. El ancho caracter�stico es de unos 100 m y su recorrido de unos 25 km, con grandes desviaciones; el de 1925 tuvo un ancho ocasional de m�s de 1.5 km y su recorrido fue de 325 km. La velocidad de rotaci�n es t�picamente de unos 400 km/h, con registros de hasta 800 km/h. La altura del embudo superior, que se desvanece en la nube madre, alcanza entre 800 y 1 500 m.

El inevitable honor de m�xima aparici�n de tornados le corresponde a EUA, con m�s de 650 por a�o; en 1965 se registraron 898 tornados. Australia, con m�s de 100 eventos anuales ocupa el segundo lugar. En forma eventual aparecen en casi todo el mundo. Sin que la estaci�n del a�o o la hora del d�a (o la noche) tengan algo que ver con sus apariciones, su frecuencia es ligeramente mayor durante los meses de mayo, junio y julio y entre las 3 y las 7 de la tarde. Sin embargo, nada garantiza que no se aparezcan repentinamente en la madrugada del 25 de diciembre.

La mayor parte de las caracter�sticas de un tornado, como las distribuciones de velocidad y presi�n, son inferidas de estudios te�ricos y evaluaciones de ingenier�a de da�os. La rapidez y violencia del fen�meno han limitado severamente la medici�n directa pues casi todos los instrumentos son destruidos. De la filmaci�n de un tornado en la ciudad de Dallas, EUA, en abril de 1957, se hicieron las primeras observaciones cuantitativas al seguir el movimiento de escombros y de algunas zonas de su estructura. Hay registros espor�dicos de ca�das de presi�n de hasta 200 milibares (20% abajo de la presi�n atmosf�rica normal) en tiempos de 30 segundos. Como consecuencia hay un efecto de succi�n o explosi�n. Los techos son levantados y las paredes revientan hacia afuera.

La circulaci�n del aire en un tornado est� esquematizada en la figura IV. 6. Superpuesto al movimiento horizontal giratorio, presente en todo el tornado, el aire se mueve en direcci�n vertical; hacia abajo dentro del embudo y hacia arriba en la parte exterior y en la regi�n cercana al piso. En esta �ltima, la capa de Ekman, el aire fluye en forma espiral hacia el centro de la zona de contacto y ah� sube violentamente por fuera del tubo y el embudo.

Figura IV. 6. (a y b) Circulaci�n en un tornado.

Para la formaci�n de un tornado es necesario que exista una zona de flujos encontrados con suficiente vorticidad, durante varias horas y en la escala de kil�metros. Estas condiciones se dan en los frentes fr�os, donde chocan masas de aire fr�o y caliente, en zonas de r�fagas, en la vecindad de huracanes y, con frecuencia, en las erupciones volc�nicas. A unos 5 km de altura, chorros encontrados se tuercen por la fuerza de Coriolis y el aire fr�o se arremolina y hunde sobre la nube madre del tornado. Aqu� el proceso semeja al v�rtice que se genera en un desag�e de lavabo. Hundimiento y circulaci�n se organizan y acoplan, fortaleciendo al v�rtice. En el fondo, en la capa de Ekman, el fluido s�lo puede ir hacia arriba al converger en una regi�n reducida; conectado con el extremo incipiente del tubo que sale del embudo, sirve para "amarrar" al tornado a la superficie de la Tierra.

Cuando un tornado pasa o se forma sobre una superficie de agua recibe el nombre de tromba o tromba marina. Como los tornados, puede tener formas distintas y ocurre frecuentemente en grupos; se han visto hasta 15 trombas simult�neamente. La intensidad de la tromba parece ser menor que la de sus hermanos terrestres, aunque los datos son m�s escasos (no hay muchos habitantes humanos en las aguas). Siendo m�s d�biles que los modelos terrestres, pueden confundirse con remolinos com�n y corrientes.

Contrario a lo que se cree, las trombas no elevan el agua a grandes alturas, si acaso unos cuantos metros. La estructura (Figura IV. 5 (b)), como la nube madre, est� formada de vapor de agua dulce y gotas que resultan de la condensaci�n. En la parte inferior es usual ver una envoltura ancha de roc�o que gira con el v�rtice.

Una de las trombas m�s famosas fue vista por cientos de turistas ba�istas y varios cient�ficos en la costa de Massachusetts, el 19 de agosto de 1896. Se estim� que su altura era de 1 km, el ancho de 250 m en la parte superior, 150 m en la zona intermedia y 80 m en la base. La envoltura de roc�o que rodeaba al v�rtice en la base era de 200 m de ancho y 120 m de altura. Desapareci� y volvi� a formarse tres veces, durando una media hora en cada ocasi�n; el tama�o y la vida de �sta fueron mucho mayores que la generalidad. Aunque son un peligro para embarcaciones peque�as, hay pocas indicaciones confirmadas de que barcos de calado mediano o grande hayan sido destruidos por uno de estos v�rtices acu�colas. Lo que s� ha sucedido es que emigren a tierra con afanes anfibios y causen destrucci�n y muerte.

Si bien aparecen en cualquier �poca del a�o y a cualquier hora, son m�s frecuentes entre mayo y octubre y, como los violentos y pedestres parientes, les gusta el sonido del idioma ingl�s modificado; se ven seguido en las costas estadounidenses y australianas. En Nueva Gales del Sur, Australia, se registr� uno de m�s de 1 800 m de altura. El Golfo de M�xico es un buen lugar para espiarlos.

Otros v�rtices comunes son los v�rtices de marea, los v�rtices de desag�e y los remolinos de tierra.

Los v�rtices de marea resultan de las corrientes causadas por las mareas. Cuando la marea entrante alcanza las aguas de la marea saliente, en estrechos que separan grandes masas de agua, se manifiestan estos temidos enemigos de los navegantes. Esto explica por qu� son protagonistas en leyendas y mitos de la antig�edad.

El m�s famoso de los v�rtices de marea es sin duda Caribdis, que dio nombre temporal a estos v�rtices. Descrito por Homero en la Odisea, Caribdis fue el terror de los h�roes que navegaban en el Mar Mediterr�neo; otros, no glorificados por las epopeyas hom�ricas, tambi�n le temieron y sucumbieron en �l. No en vano Virgilio los muestra a Dante en su paso por el Infierno.

El Estrecho de Messina, entre Sicilia y Calabria, al sur de Italia, separa los mares J�nico y Tirreno; el estrecho es casi un canal que acaba abruptamente en el Tirreno. Varios elementos combinados lo convierten en el lugar ideal para la mal�vola existencia de Caribdis. Los dos mares tienen mareas opuestas, y la alta de uno coincide con la baja del otro; as�, cuando uno va, el otro viene. Adem�s, el mar J�nico tiene una temperatura menor y una salinidad mayor que el Tirreno, lo cual hace que las aguas del J�nico sean m�s pesadas. Estas circunstancias provocan una situaci�n inestable y propicia, durante los cambios de marea, para la formaci�n de intensos v�rtices verticales y horizontales. Para perfeccionar los maquiav�licos detalles, en la parte m�s angosta del Estrecho de Messina, precisamente en la salida al Tirreno, el fondo marino tiene la menor profundidad (100 m). Del lado norte, en el Tirreno, la profundidad es de 350 m, a 1 km de distancia de la salida del estrecho. Del lado sur, dentro del canal y a la misma distancia de la salida, la profundidad es de 500 m. Ah�, justamente, acech� oculta la cl�sica monstruosidad a los valientes argonautas.

Muchos ejemplos aparecen en la mitolog�a de diversas civilizaciones. En el folklor noruego destaca el Maelstrom, que inspirara miedo a los notables navegantes de los mares del norte y motivara el poema de Schiller y la novela de Edgar Allan Poe El Maelstrom, situado en los estrechos de las islas Lofoten, en el Mar de Noruega, aparece citado desde el siglo XVI en las primeras cartas de navegaci�n de los fiordos. Otros casos conocidos son los v�rtices en St. Malo, en la costa francesa del Canal de la Mancha, el de Pentland Firth, entre la costa escocesa y la Isla de Orkney y, los m�s grandes que hay, en los estrechos de Naruto, en el Mar de Jap�n. Estos �ltimos presentan v�rtices tales que la boca, la regi�n con forma de campana invertida que ruge como una amenazante catarata, es de m�s de 15 m de di�metro.

Los remolinos de tierra, que seguramente todos hemos visto, son como versiones miniatura de los tornados. Tienen la forma de columnas o de conos invertidos y el movimiento del aire es giratorio, en cualquier direcci�n, y ascendente. Cerca del piso la corriente es de forma espiral y es capaz de arrastrar toda clase de peque�os objetos, incluyendo animales no muy grandes, como liebres.

La altura que alcanzan es entre 2 y 1 500 m, siendo caracter�stica la de 100 m. El di�metro oscila entre 1 y 50 m, siendo el m�s com�n de 10 m. Es muy probable que alcancen valores mayores, lo cual permite a los pilotos de los planeadores subir hasta 5 000 m usando las corrientes espirales ascendentes de estos remolinos, cuya vida es mayor de lo que la evidencia visual indicar�a; s�lo cuando arrastran material como arena, polvo, humo, inclusive nieve o fuego, es que son visibles. Hay registros de m�ltiples remolinos que duraron varias horas. Uno de los m�s c�lebres fue seguido en las planicies saladas del estado de Utah, en EUA, de 800 m de altura, y viaj� 65 km durante 7 horas. Otro, en la orilla del desierto de Sonora, en M�xico, se mantuvo estacionario y activo por un lapso de cuatro horas.

Los de tama�o apreciable son visitantes frecuentes de los desiertos del mundo; cientos de informes sobre ellos provienen de los desiertos de EUA, M�xico, Sud�n, Egipto, Arabia Saudita, Iraq y Etiop�a; entre otros. Se cree que las nubes de polvo que se observan en la atm�sfera de Marte, nuestro enigm�tico y colorado vecino c�smico, son debidas a grandes remolinos de tierra.

Usualmente, los remolinos de tierra resultan de la estratificaci�n t�rmica del aire y aparecen en condiciones de mucho calor y cielos despejados. No hay nubes madre que los acompa�en y gu�en por la vida, como es el caso de los tornados y las trombas. Mientras que estos �ltimos son generados por el hundimiento del aire m�s pesado de una nube con rotaci�n, los remolinos en cuesti�n se forman muy cerca del piso, a partir de capas delgadas de aire muy caliente.

En un d�a caluroso de verano, especialmente en las zonas des�rticas, los primeros dos metros de aire sobre la superficie elevan su temperatura por arriba de los 60� y, como el humo, la capa tiende a subir. Mientras la capa se mantiene horizontal no puede ascender; cualquier alteraci�n local dispara la inversi�n en ese sitio. Una perturbaci�n relativamente chica, como una leve brisa o el paso de un animal, rompe la inestable situaci�n y se inicia un movimiento de aire hacia arriba; el hueco que deja el aire que sube es llenado por el aire inferior circundante en un flujo espiral. Una vez iniciado se va fortaleciendo el remolino, siendo la fuente de energ�a el calor almacenado en la superficie del piso.

Seguramente m�s de un lector espera leer sobre su remolino preferido. Desde luego que hay otros tipos de v�rtices, pero aqu� no es posible hablar de todos ellos; hay obras completas dedicadas al tema que no han logrado agotarlo (Lugt, 1983). Veamos por encima al m�s trillado y estudiado, que no por eso deja de ser interesante ni del todo entendido.

Los remolinos que vemos todos los d�as en el lavabo son los llamados v�rtices de desag�e. Si uno le da rotaci�n con la mano al agua dentro de un lavabo o de un recipiente y permite que empiece a salir por un agujero situado en la parte central del fondo, observar� que se genera un remolino. La superficie libre del v�rtice (la que est� en contacto con el aire) toma una forma que depende, entre otras cosas, de la cantidad de rotaci�n que se le imprimi� al agua, de la profundidad del recipiente (el tirante) y del di�metro del agujero. Dos aspectos sobre este tipo de v�rtices han llamado la atenci�n de investigadores durante siglos. Uno tiene que ver con la forma de la superficie libre y otro, independiente, con el sentido de la rotaci�n del v�rtice.

Si la rotaci�n no es muy grande o el tirante lo es, la superficie muestra s�lo una peque�a concavidad (Figura IV.7(a)). A mayor giro o menor tirante aparece un n�cleo o centro de aire (Figura IV.7(b)). Cuando la columna de aire alcanza el fondo (Figura IV.7(c)) se dice que el tirante toma su valor cr�tico y a partir de ese momento el centro del v�rtice se mantiene lleno de aire. La cantidad de l�quido que sale por el desag�e se ve reducida por la competencia del aire, raz�n por la cual el hecho se convierte en un problema de suma importancia desde el punto de vista pr�ctico. Las fallas en sistemas de enfriamiento en reactores nucleares, la p�rdida de la eficiencia de bombas, los desbordamientos de presas, los da�os en turbinas y vibraciones son s�lo algunos de los problemas que se presentan. El reto te�rico de predecir esta situaci�n en una instalaci�n dada o en el caso m�s sencillo sigue abierto. Por ahora se maneja en forma emp�rica, sin que eso quiera decir que se sigue en la total oscuridad, hay cierta penumbra.

Figura IV. 7. Superficie libre del v�rtice de desag�e. De izquierda a derecha, (a) v�rtice d�bil, (b) mediano con n�cleo de aire y (c) n�cleo del v�rtice llegando al desag�e.

Predecir la direcci�n del giro es m�s complicado de lo que podr�a creerse. En el hemisferio norte los huracanes, sin excepci�n, giran contra las manecillas del reloj. Los tornados y las trombas, casi siempre, imitan a sus mayores. Los remolinos de tierra no presentan patr�n alguno, les da igual girar en un sentido que en el otro. Los de desag�e son simple y sencillamente raros.

Es desafortunadamente com�n ver escrito en libros serios (�?) que los v�rtices en un lavabo hacen lo mismo que los huracanes debido a la fuerza de Coriolis. Una cosa es clara, los autores no se tomaron la molestia de confirmarlo al ir al ba�o. En la casa de un amigo hay dos lavabos que siempre hacen lo mismo, en uno el remolino gira con el reloj y en el otro en sentido contrario. �Habr� algo m�stico en sus ba�os? La respuesta es que tienen formas ligeramente distintas, aun siendo de la misma marca, y la llave que los llena est� colocada un poco diferente; el agua de cada llave tambi�n sale un poco diferente. Otra cosa que los autores no hicieron fue estimar el tama�o de la fuerza de Coriolis sobre el agua en un lavabo; es tan rid�culamente peque�a que igual (casi) hubieran podido invocar la ubicaci�n de Urano como la responsable de los giros.

Para ver el efecto de la rotaci�n de la Tierra sobre la direcci�n del giro de un v�rtice peque�o, como los de desag�e, es preciso hacer un experimento bajo condiciones cuidadosamente controladas. El primero de esta naturaleza fue realizado a principios del siglo XX por Otto Turmlitz, en 1908, en Austria; su trabajo fue titulado Una nueva prueba f�sica de la rotaci�n de la Tierra. La confirmaci�n la llev� a cabo Ascher Shapiro, en 1961, haciendo el experimento en Boston, EUA y en Sydney, Australia. Entre otros cuidados, el agua deb�a pasar varios d�as en absoluto reposo.

En uno de los experimentos de Shapiro se observ� un giro contrario al esperado. Principi� como un giro igual a los dem�s, despu�s de un lapso de tiempo se fue reforzando, alcanz� un giro m�ximo y, a diferencia de los otros casos, se fue debilitando hasta que, tras desaparecer, se invirti� en la �ltima etapa. Estudiando el mismo fen�meno, Merwin Sibulkin hizo dos observaciones, un a�o despu�s. Una fue que si llenaba el recipiente con un tubo inclinado de modo que girara en una direcci�n o en la otra, el efecto (como de memoria) persist�a durante mucho tiempo; el v�rtice de desag�e segu�a esa direcci�n al destapar el fondo. La otra observaci�n fue que el proceso de inversi�n del giro en la etapa final era com�n, independientemente del giro inicial, lo cual contradec�a a la aparentemente convincente explicaci�n de Shapiro.

Experimentos posteriores de otros investigadores contribuyeron a oscurecer el mecanismo que determina el giro y su dependencia de la profundidad. La situaci�n es como sigue. Imaginemos un recipiente cil�ndrico, lleno de agua, con un agujero circular en el centro del fondo. El agua est� inicialmente en reposo. Al destapar el agujero, el agua empieza a moverse hacia el centro y hacia abajo. �Qu� rompe la simetr�a del flujo e introduce una direcci�n privilegiada de giro? �Qu� da lugar al debilitamiento del v�rtice, flujo estabilizador por excelencia, e invierte la direcci�n cuando el tirante es muy peque�o (como del tama�o del agujero)? Muy probablemente la explicaci�n empieza por dos hechos que se suponen impl�citamente en los estudios te�ricos. Uno es que causas peque�as producen efectos igualmente peque�os y el otro es que s�lo puede haber una soluci�n a un problema con la misma formulaci�n. Como veremos en el siguiente cap�tulo, las �ltimas dos d�cadas nos han ense�ado mucho sobre estos dos aspectos. Lo cierto es que aun problemas tan aparentemente sencillos como algunos de los mencionados en este libro, son motivo de la investigaci�n intensa de cient�ficos de diversas disciplinas, en distintos pa�ses y por las razones m�s dis�mbolas. Es dif�cil no sentir curiosidad por describir y entender al v�rtice de desag�e que se muestra en la figura IV. 8.

 

Figura IV. 8. Fotograf�a del v�rtice de desag�e.

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