XI. TAR�NTULA, TARANTELLA Y TARANTULISMO

EL HOMBRE, a lo largo de su historia evolutiva y con ayuda de las experiencias vividas y de la fantas�a de su imaginaci�n, ha creado alrededor de los ar�cnidos un sinn�mero de leyendas y supersticiones, algunas verdaderamente sorprendentes. Sin embargo, ninguna se compara en su fantas�a con la de la tar�ntula, nombre que en la actualidad est� muy generalizado en todos los pa�ses de Am�rica para designar a unas ara�as gigantes, de cuerpo pesado y muy peludo, movimientos torpes y lentos, muy frecuentes en todas las regiones calientes y templadas del continente y cuyas especies se agrupan en la familia Theraphosidae. Sin embargo, esta denominaci�n no es original de aqu�, sino que fue importada por los conquistadores europeos. Al llegar �stos al Nuevo Continente y toparse con estas enormes ara�as, fue tal el terror que les inspiraron, que las relacionaron con otras ara�as muy temidas de su tierra natal, conocidas desde hace mucho con el nombre de tar�ntulas.

El verdadero origen de este nombre se remonta varios siglos atr�s, a una ciudad del sur de Italia llamada Tarento. Pero estas verdaderas tar�ntulas del Viejo Continente pertenecen a un grupo de ara�as completamente diferentes, que los especialistas re�nen en la familia Lycosidae. Aunque conocidas y temidas por la gente desde hace mucho, fue Hoby, en 1561, el primero en escribir sobre ellas, haciendo hincapi� en lo peligroso de su mordedura. A�os despu�s, Rossi se inspir� en el nombre vulgar de este ar�cnido, describiendo la especie con el nombre de Lycosa tarentula.

Su fama de ara�a muy peligrosa se ha mantenido a trav�s de los siglos debido a las supersticiones y fantas�as populares que sobre ella surgieron en alg�n momento de la Edad Media, llegando a originar una especie de psicosis colectiva que fue generaliz�ndose y se extendi� por todos los pa�ses del sur de Europa. Como se ver� m�s adelante, el tiempo y el mejor conocimiento de la especie han demostrado que esta fama no tiene ning�n fundamento cient�fico s�lido en qu� apoyarse.

Numerosos autores se han interesado en esta especie y su leyenda. Uno de ellos, McCook (1889-1894), lleg� a reunir bastante informaci�n sobre el tema. De sus escritos se han tomado los datos que a continuaci�n se exponen.

Cuenta la leyenda que, durante la estaci�n del a�o en que abundan estas ara�as, numerosas personas eran mordidas por ellas. En un principio apenas si sent�an dolor, pero a medida que pasaban las horas empezaban a sentir un malestar cada vez m�s intenso, que acababa por volverse violento, con grandes dificultades para respirar y acompa�ado de convulsiones y desmayos. Poco despu�s entraban en una especie de locura durante la cual lloraban, bailaban, gritaban, saltaban y se sacud�an, haciendo gestos y ademanes grotescos, asumiendo las posturas m�s extravagantes. Si no eran atendidos con prontitud para liberarlos de este tormento, al cabo de algunos d�as pod�an morir. Si llegaban a sobrevivir, al volver la estaci�n del a�o en que hab�an sido mordidos, adquir�an nuevamente la locura. Otros autores mencionan otras manifestaciones cl�nicas como inflamaci�n, n�useas, v�mitos, par�lisis, delirio y una gran depresi�n con melancol�a.

Exist�an diversos ant�dotos para este mal, pero el mejor de todos era la m�sica. Al escucharla, la v�ctima empezaba a bailar, efectuando movimientos caracter�sticos que fueron conocidos como la danza de la tar�ntula. El individuo continuaba bailando mientras la m�sica segu�a sonando, hasta que comenzaba a sudar profusamente, con lo cual se sal�a el veneno del cuerpo. En seguida ca�a en un profundo sue�o, del cual despertaba ya restablecido, aunque todav�a d�bil. El baile duraba generalmente 3 o 4 d�as, con intervalos de descanso cada tres o cuatro horas.

A esta serie de manifestaciones ocasionadas por la mordedura de la tar�ntula y que s�lo se curaban con el baile, acompa�ado por la m�sica adecuada, se le dio el nombre de tarantulismo, y es un hecho plenamente confirmado que, en determinado momento de la historia de la humanidad, cundi� como una histeria colectiva por los pa�ses del sur de Europa. De acuerdo con T. Savory (1977), el primer caso de tarantulismo se registr� en 1370 en Tarento, Italia. De aqu� se fue extendiendo por todo ese pa�s y los circunvecinos, alcanzando su cl�max alrededor de 1650, para despu�s declinar y desaparecer a finales del siglo XVII. Sin embargo, durante el siglo XVIII volvi� a aparecer en Espa�a y este problema continu� manteniendo ocupados a los m�dicos durante gran parte del siglo XIX.

Tambi�n es cierto que de esta m�sica que acompa�aba al baile de las v�ctimas del tarantulismo, surgi� el famoso ritmo de seis por ocho de la tarantella, baile napolitano que forma parte del folklore italiano. Hay quien asegura que los pasos que se siguen en este baile imitan los movimientos de la tar�ntula durante el cortejo de los sexos.

Mucho se ha especulado sobre las verdaderas causas de ese comportamiento humano, pues la Lycosa tarentula, como la mayor parte de las especies de la familia Lycosidae, posee un veneno que puede ocasionar un dolor moment�neo en el lugar de la mordedura, de mayor o menor intensidad, dependiendo de la sensibilidad del individuo atacado, pero nunca producir� la serie de manifestaciones que se le atribuyen y mucho menos la muerte. Algunas especies sudamericanas de lic�sidas, cuyo veneno se considera un poco m�s t�xico, llegan a producir efectos m�s graves con su mordedura; sin embargo, nunca alcanzar�an los extremos aqu� se�alados.

El hecho de que algunas de las personas mordidas llegaban a morir ha conducido a la suposici�n de que, en estos casos, la especie de ara�a no fuera la tar�ntula, sino m�s bien otra muy venenosa que tambi�n existe en toda esa regi�n del Mediterr�neo, y que abarca el sur de Europa y el norte de �frica, la Latrodectus tredecimguttatus, de la familia Theridiidae y pariente muy cercana de nuestra ara�a capulina. Lo que debe haber ocurrido es que la mayor parte de los individuos fueran mordidos por la Lycosa tarentula en ciertas �pocas del a�o en que abunda esta especie, no teniendo mayores consecuencias que un dolor e inflamaci�n locales. Sin embargo, el susto y el miedo de haber sido atacados por una ara�a de tan terrible fama, los hac�a participar instintivamente en la histeria general. Estos individuos, l�gicamente, se salvaban con o sin baile. Pero en cambio otros, los que ofrec�an cuadros cl�nicos m�s graves o llegaban a morir, con seguridad hab�an sido mordidos por la otra especie, cuyo veneno es muy virulento, aunque no necesariamente mortal. Entonces, como ahora, la gente no sab�a distinguir entre una y otra especies de ara�as o si lo sab�a, como ocurre con la mayor parte de los campesinos o de la gente que vive en el campo, casi nunca ten�a la precauci�n de fijarse en el atacante o de capturar al ejemplar, lo cual podr�a determinar si se trataba o no de una especie peligrosa.

Por lo que se refiere al baile como mecanismo terap�utico para desalojar un mal del cuerpo era algo novedoso en esa �poca. Esa costumbre ven�a de tiempos atr�s, y se hab�a iniciado durante las pandemias de peste bub�nica que hab�an azotado cruelmente a la humanidad en repetidas ocasiones, causando la muerte de millones de individuos. La enfermedad, envuelta entre la ignorancia y fanatismo de la �poca era interpretada de diversas formas. Por ejemplo, era como un castigo de Dios; otros la ve�an como el resultado de la conjunci�n de ciertos planetas con otros. Hubo mucha gente inocente que pag� como chivo expiatorio al ser acusada de brujer�a; los maleficios de los hechiceros hab�an originado esta maldici�n. Los individuos enloquecidos y desesperados sal�an a bailar en silencio por las calles, tomados de la mano, con la esperanza de librarse de esta forma del terrible mal. As� duraban d�as y d�as, sin interrumpir el vaiv�n de sus movimientos. Esta misma costumbre fue adoptada m�s tarde, cuando surgi� el problema de las tar�ntulas, s�lo que en este caso se introdujo un nuevo elemento muy importante, la m�sica, cuyo ritmo contribu�a a compenetrarse m�s y m�s con la histeria general.

Seg�n algunos historiadores y cient�ficos, esta pr�ctica de curar el tarantulismo mediante el baile pudo haber tenido tambi�n un origen religioso. T. Savory (1928-1977), bas�ndose en un escrito antiguo, nos relata que las mujeres, v�ctimas de la mordedura, se vest�an de blanco con listones rojos, verdes o amarillos, de acuerdo con sus gustos. El pelo lo dejaban caer suelto sobre los hombros, donde descansaba una chalina blanca y la cabeza la sosten�an lo m�s atr�s posible. Eran copias exactas de las antiguas sacerdotisas de Baco. Cuando el cristianismo cobr� fuerza y puso un alto a todos los ritos paganos que se exhib�an p�blicamente, los adoradores de Baco encontraron un buen pretexto en las mordeduras de las ara�as para continuar con estos ritos en forma disimulada.

Algunos autores han considerado tambi�n la posibilidad de que el tarantulismo no haya sido m�s que un padecimiento nervioso que se fue extendiendo poco a poco por el sur de Europa, para finalmente desaparecer.

Sea lo que fuere, lo cierto es que esta costumbre degener� al cabo de los a�os en una forma pr�ctica de sacarle dinero a los turistas que, con gusto, pagaban dinero para que alg�n campesino o gente del pueblo se dejase morder por la tar�ntula, deleit�ndose despu�s con la actuaci�n teatral de la persona que aparentaba sufrir los graves efectos de la mordedura. Ésta es una prueba m�s que confirma la poca toxicidad del veneno de la Lycosa tarentula, pues no hay ser humano sobre la Tierra que se prestar�a a tales manipulaciones, sin la certeza de tener asegurada la vida.

La fama de la tar�ntula, con toda la serie de leyendas y supersticiones alrededor de ella, trascendi� a todos los pa�ses del mundo de entonces. Su nombre se incorpor� al l�xico de muchos idiomas, incluyendo el espa�ol, donde, adem�s, se utiliz� en sentido figurado en frases como picado de la tar�ntula, cuyo significado, seg�n el Diccionario de la Lengua Espa�ola, indica a la letra: "D�cese del que adolece de alguna afecci�n f�sica o moral", o bien, "que padece del mal ven�reo". A la persona inquieta o bulliciosa o, en otro sentido, que est� aturdida o espantada, se le designa como tarantulada. De acuerdo con el mismo diccionario, tarenta significa desvanecimiento, aturdimiento (en Honduras) y repente, locura, vena (en Argentina, Costa Rica y Ecuador). De aqu� la palabra muy empleada entre nosotros, atarantar, aturdir, turbar los sentidos, y por ende atarantado. En alem�n existe la frase wie von der Tarantel gestochen (como si hubiese sido picado por una tar�ntula), para indicar la impetuosidad de una persona. Como puede verse, todas las palabras y frases se relacionan con la leyenda de la tar�ntula que, como hemos visto, no es m�s que un mito que ha persistido a trav�s del tiempo. Pero ahora se entiende la raz�n por la cual los conquistadores europeos, al llegar al Continente Americano y ver estas enormes ara�as peludas, por una asociaci�n de ideas, las hayan relacionado con otras ara�as de su tierra que tambi�n causaban horror, las tar�ntulas. De aqu� el nombre incorrecto que les pusieron.

La confusi�n de la palabra se ha extendido a�n m�s, debido a que algunos autores la emplean en forma indebida para describir a otros animales venenosos, como la serpiente tar�ntula y el pez tar�ntula. Asimismo, todav�a hoy no se utiliza el nombre Tarentola para designar a un reptil igu�nido; y en el orden Amblypygi de los ar�cnidos existe el g�nero Tarantula, perteneciente a la familia Tarantulidae.


Figura 26. Aspecto general de una tar�ntula (familia Theraphosidae).

A continuaci�n se van a se�alar algunas de las caracter�sticas generales de la morfolog�a, comportamiento y costumbres de las tar�ntulas americanas, cuyo nombre, aunque sea err�neo, por uso y costumbre se ha impuesto en el vocabulario de las personas. Como se se�al� antes, pertenecen a la familia Theraphosidae, que incluye a las ara�as de mayores dimensiones; algunas especies llegan a alcanzar hasta 9 cm de longitud. Aparte de su gran tama�o, son notables por tener todo el cuerpo y las patas cubiertos por una pilosidad aterciopelada que, a veces, se ve iridiscente, sobre todo despu�s de mudar. La mayor parte de estas sedas son negras o en diversos tonos de caf�, aunque hay especies que presentan hermosas ornamentaciones en otros col res, principalmente en rojo y naranja. La parte anterior y dorsal del cuerpo est� cubierta por un caparaz�n duro, m�s o menos c�ncavo, en cuyo �pice anterior se encuentran los ocho ojos, todos agrupados en un solo punto. Los quel�ceros se mueven de arriba para abajo en sentido paralelo al eje longitudinal del cuerpo. Los pedipalpos se ven como patas, pero mucho m�s cortas; en los machos, sexualmente maduros, el artejo terminal de los pedipalpos est� transformado en un �rgano copulador, por medio del cual insemina a la hembra. Tienen s�lo dos pares de hileras, siendo las laterales largas y con divisiones.

Las diferentes especies se encuentran distribuidas desde el suroeste de los EUA, M�xico, Centroam�rica, hasta gran parte de Sudam�rica y las islas del Caribe. Otras especies se localizan en el sur, este y oeste de �frica, algunos pa�ses e islas del sur y sureste de Asia y en Australia. En la Rep�blica Mexicana se extienden por gran parte de su territorio, pero son m�s abundantes y frecuentes en las regiones tropicales y subtropicales, as� como en las zonas des�rticas.

Algunas especies viven expuestas sobre la superficie del suelo, escondi�ndose bajo piedras, hojarasca y escombros en general. Otras, con ayuda de sus quel�ceros, pedipalpos y patas, cavan hoyos de diversas profundidades en el suelo, hasta de unos 60 cm. La tierra que van sacando de estas galer�as la dejan en peque�os c�mulos cerca de su guarida o alrededor de ella. Aqu� permanecen por largos periodos de su vida, sobre todo la hembra, saliendo �nicamente durante la noche a cazar sus presas, cuando el hambre las apremia. Otras m�s tienden a subirse a los �rboles, platanares y dem�s plantas grandes, que les proporcionan refugio; all� se esconden entre las ramas o corteza, bajo las hojas, en los nidos de los p�jaros o en alguna epifita, como las bromelias. En la �poca de reproducci�n, que es generalmente en verano, coincidiendo con las lluvias, suelen salir de sus madrigueras cientos de machos en busca de hembras. En ciertas regiones de M�xico puede verse a estos animales caminando sobre el suelo, invadiendo campos y veredas y con frecuencia carreteras, donde muchas de ellas son arrolladas por los veh�culos que transitan. Este espect�culo sol�a verse a�o con a�o en los terrenos de la Ciudad Universitaria de M�xico; desgraciadamente, las que se escapaban de los autom�viles eran capturadas por los estudiantes. En la actualidad es muy raro ya encontrar alguno de estos ejemplares.

Los machos y hembras se re�nen solamente durante la �poca del acoplamiento y llevado a cabo �ste, tienden a separarse de nuevo. Debido al instinto canibal�stico que poseen, las tar�ntulas no pueden vivir juntas en ninguna etapa de su vida, salvo en estos momentos y durante un breve lapso de tiempo, en el cual la hembra cuida a sus huevos y a las peque�as tar�ntulas reci�n nacidas. Sin embargo, si uno observa con atenci�n los sitios en donde habitan estos ar�cnidos, podr� ver que ciertos refugios en la tierra no est�n muy alejados unos de otros. Esto se debe a que las tar�ntulas logran desplazarse s�lo caminando; no utilizan otras formas de desplazamiento, como el arrastre por el viento con ayuda de sus hilos, que aprovechan algunas otras ara�as. As�, cuando la cr�a de una hembra empieza a emerger de sus huevos y sale poco despu�s del ovisaco protector, las peque�as ara�as, para no ser devoradas por la madre, a la que pronto se le acaba su instinto maternal, tienen que alejarse r�pidamente de ella y formar sus propios refugios. Es l�gico, por lo tanto, que caminando no lleguen muy lejos estos diminutos animales. No obstante y a pesar de quedar cerca unas de otras, las tar�ntulas viven y se desarrollan independientemente dentro de sus respectivos refugios, ignorando por completo la existencia de las dem�s. Esto no quiere decir que permanezcan all� para siempre. Las formas juveniles son muy activas y se mueven frecuentemente de un lugar a otro; cuando llegan a su madurez sexual, los machos contin�an siendo errantes, pero en cambio las hembras permanecer�n ya en un solo lugar por el resto de sus vidas; esto, hablando en t�rminos generales, pues hay especies que se comportan distinto.

Las tar�ntulas, sobre todo las hembras, tienen una larga existencia. Algunas especies llegan a vivir 20 a�os o m�s, por lo que estudiar su ciclo de vida es un proceso complicado y tardado, que no muchos investigadores tienen la paciencia de hacerlo. En este sentido, es digna de ser recordada aqu� la meritoria labor del doctor W. J. Baer, que pas� gran parte de su vida observando y estudiando con apasionado inter�s el comportamiento de estos animales. Mucho de lo que hoy se sabe sobre ellos se debe a este cient�fico. Sus observaciones las realiz� tanto en el campo como en el laboratorio.

Estos ar�cnidos nacen de huevos depositados dentro de un capullo protector u ovisaco, que la madre teje en el momento de la oviposici�n. Tarda como 15 horas en hacerlo y llega a poner de 500 a 1 000 huevecillos en su interior. La hembra cuida afanosamente este ovisaco, se coloca sobre �l o lo abraza con sus patas para defenderlo de sus depredadores, atacando a cualquier intruso que se acerque a �l. A veces lo mete a su refugio, sobre todo en momentos de peligro, pero lo vuelve a sacar de tiempo en tiempo para que reciba los rayos solares, cuyo calor favorece el desarrollo de la cr�a. Al cabo de mes y medio o dos meses, las ara�itas empiezan a emerger de sus huevos, pero todav�a permanecen varias semanas dentro del ovisaco. Finalmente hacen peque�os orificios en la pared del capullo, con ayuda de sus quel�ceros, y salen al exterior. La madre todav�a se preocupa por ellos algunos d�as m�s, pero poco a poco vuelve a adquirir sus h�bitos canibal�sticos acostumbrados, por lo que llega el momento en que la cr�a tiene que huir para no ser devorada.

Las tar�ntulas reci�n nacidas tienen el mismo aspecto que las adultas, s�lo que son mucho m�s peque�as (unos 4 mm). Tienen menos pilosidad y son de color caf� claro con una mancha oscura en el dorso de la parte posterior del cuerpo, que persiste por unos siete a�os. Al principio, pasa bastante tiempo antes de que comiencen a alimentarse; este periodo de ayuno puede prolongarse por todo el invierno. Finalmente, al llegar la primavera, empiezan a cazar a sus presas, que consisten de peque�os artr�podos o de los huevos y estados inmaduros de diversos insectos. Esta dieta se ir� modificando a medida que crecen, capturando animales cada vez de mayores dimensiones, hasta llegar al estado adulto en que se nutren no s�lo de insectos grandes, como chapulines, cucarachas, muchos escarabajos y otros, sino tambi�n de peque�os batracios, lagartijas, serpientes, p�jaros y roedores. A una tar�ntula adulta le toma como cinco horas efectuar la digesti�n parcial extracorporal y la succi�n de toda la materia org�nica de una de estas presas, dejando s�lo los restos no digeribles.

Aunque no coman de reci�n nacidas, s� son capaces de producir seda y tejer sus diminutas telas desde la m�s temprana edad. Esta propiedad la conservar�n durante toda su vida, utilizando los hilos para funciones muy diversas, como se ha se�alado en uno de los otros cap�tulos.

Todas estas formas juveniles o inmaduras, que reciben el nombre de ninfas, no presentan diferencias entre ellas, y como se ven exactamente iguales es imposible distinguir los sexos. La etapa ninfal dura 10 o 12 a�os para las hembras y algo menos para los machos. Durante todo este tiempo van creciendo mediante mudas sucesivas; cuando son muy j�venes pueden ser cuatro anuales, reduciendo el n�mero a medida que se van desarrollando; al llegar a los seis o siete a�os de vida, por regla general, efect�an una sola muda por a�o. Durante estos procesos son capaces de regenerar alguno de los ap�ndices, perdido por accidente en un estadio previo. De la �ltima muda ninfal surgen los adultos, que ya presentar�n un dimorfismo sexual. Aunque la hembra continuar� teniendo el aspecto general de la ninfa, a diferencia de �sta, ya tendr� perfectamente desarrollado su aparato reproductor y la abertura genital o epiginio. El macho es un poco m�s peque�o que la hembra, pero tiene las patas m�s largas; su caparaz�n dorsal tiene un color m�s brillante, pero su caracter�stica m�s notable se observa en la parte terminal de los pedipalpos, modificados en un �rgano copulador de aspecto claviforme, que ya presenta un bulbo y su �mbolo, estructuras necesarias para fecundar a la hembra.

En gran parte de las especies, la c�pula tiene lugar en oto�o; llegado el momento, el macho se prepara. Empieza por tejer lo que podr�a denominarse la red del esperma, que consiste en una peque�a telara�a que puede tener un agujero central, la que fija entre dos piedras o en uno y otro borde de alguna cavidad del suelo o del hueco de un �rbol; para reforzarla por la parte inferior, el macho se desliza por debajo de esta red. A continuaci�n, y a manera de est�mulo, comienza a frotar la abertura genital en contra de la red, al mismo tiempo que pasa el bulbo de los pedipalpos entre los quel�ceros. Despu�s de un rato de llevar a cabo estas manipulaciones acaba por salir una gota de esperma de su abertura genital, que deposita en la red. Vuelve a treparse sobre ella y en seguida comienza a meter y a sacar el bulbo de cada pedipalpo, r�pida, regular y repetidamente, en la gota del l�quido seminal. Esto lo contin�a haciendo por espacio de una o dos horas, hasta que la sustancia se agota; el l�quido no es succionado, sino que entra por capilaridad, primero al �mbolo y despu�s al bulbo. Analizado al microscopio se ve compuesto por numerosos corp�sculos peque�os, dentro de los cuales quedan protegidos los espermatozoides.

Una vez que el macho ha cargado el bulbo de los pedipalpos con su esperma, se dedica a buscar a las hembras, atra�do probablemente por las sustancias atrayentes o feromonas secretadas por ellas. Con frecuencia, el macho se sit�a enfrente o cerca de la entrada al refugio de una hembra, esperando a que �sta salga o buscando la oportunidad de entrar �l mismo. Parece ser que la c�pula puede llevarse a cabo dentro de la guarida de la hembra, aunque tambi�n se realiza debajo de las piedras o bajo alg�n otro escondite. El macho suele fecundar a varias hembras, pero la carga de esperma en sus pedipalpos no alcanza m�s que para una o dos c�pulas. Por tanto, tendr� que repetir, cuantas veces sea necesario, el proceso antes descrito. Las hembras, por su parte, tambi�n pueden aparearse varias veces, por lo menos cuatro o cinco, durante este periodo.

El comportamiento reproductor en las tar�ntulas no es tan complicado como en otras especies de ara�as. El macho se acerca cautelosamente a la hembra y la toca con suavidad; en caso de no haber respuesta por parte de ella lo har� con m�s energ�a. Al reaccionar la hembra, levantar� el primer par de patas, separando sus quel�ceros; si no est� de acuerdo con las insinuaciones de su compa�ero, lo atacar� y lo obligar� a huir; pero en caso de aceptarlo, levantar� su cuerpo, apoy�ndolo en sus dos patas posteriores. El macho entonces la sostendr� con su primer par de patas, levant�ndola a�n m�s hasta doblar su cuerpo hacia atr�s. En seguida introducir� el �mbolo de un pedipalpo y luego el del otro, en la abertura genital de la hembra; esto lo puede hacer una o dos veces, durando el proceso de dos a cuatro minutos. Al terminar, el macho soltar� a la hembra y se alejar� r�pidamente, pues a veces ella lo persigue, pero sin matarlo, hasta donde se sabe, como sucede con otras ara�as.

Los espermatozoides introducidos al cuerpo de la hembra son almacenados en una estructura especial, llamada recept�culo seminal o espermateca. All� permanecer�n hasta el siguiente verano, que ser� cuando los �vulos de la hembra maduren, pudiendo hasta entonces ser fecundados.

Pasada la �poca del apareamiento y al iniciarse el fr�o del invierno, los machos empiezan poco a poco a decaer en sus actividades, dejan de moverse y de comer, recogen sus ap�ndices y finalmente mueren, aunque algunos pocos logran sobrevivir unos meses m�s.

Las hembras en cambio tienen una vida mucho m�s larga y contin�an reproduci�ndose en algunas estaciones de su existencia, que dura ocho o diez a�os m�s que la del macho. Pasado el periodo de actividad sexual, las hembras fecundadas vuelven a sus refugios y se dedican a taponar firmemente con tierra las entradas de sus guaridas, para pasar los meses que dura el invierno en un lugar seguro, protegido de las inclemencias del tiempo y de los depredadores. Durante esta etapa no se alimentan y reducen todas sus actividades f�sicas y metab�licas, permaneciendo tranquilas en sus hoyos. Al llegar la primavera empiezan a salir poco a poco, empujando la tierra que obstru�a la entrada a su refugio. Antes de iniciar sus actividades normales permanecen quietas junto a sus agujeros durante d�as, que a veces se vuelven semanas, sin hilar y sin comer. Pasado este tiempo reanudan su vida acostumbrada, tejiendo sus telas y cazando sus presas. Es ya bien entrado el verano cuando la hembra empieza a buscar un lugar adecuado, generalmente debajo de piedras u hojarasca, para construir su ovisaco, donde depositar� los huevos y todo volver� a repetirse tal y como se ha descrito.

Las tar�ntulas, como todos los animales, tienen sus enemigos naturales que controlan sus poblaciones. Para protegerse de ellos han desarrollado varios mecanismos de defensa, que en ciertos casos son muy efectivos, pero en otros no. Su veneno, en la mayor parte de las especies, es muy poco t�xico y no les sirve de mucho. Pero, en realidad no necesitan de �l para vencer a la mayor parte de los dem�s artr�podos que conviven en su h�bitat. Esto se debe a su gran tama�o y fuerza, as� como a sus poderosos quel�ceros, con los que pueden capturar y sujetar a sus presas con gran facilidad, hiri�ndolas mortalmente al hundir en sus organismos estas puntiagudas estructuras. Una vez que la presa ha sido agarrada firmemente, la tar�ntula procede a verter sobre ella saliva cargada de enzimas. Estas digerir�n y licuar�n a la materia org�nica, la que ser� succionada por la faringe para finalizar su digesti�n, intracelularmente, en el intestino medio del ar�cnido. Sin embargo, en M�xico, como en algunos otros pa�ses del mundo, existen especies muy grandes y poderosas de ciempi�s y de escorpiones; cuando alguno de estos animales se enfrenta a una tar�ntula es dif�cil pronosticar cu�l ser� el vencedor, pues la terrible lucha a muerte que se entabla entre ellos puede dar la victoria a cualquiera de los dos.

Las tar�ntulas tienen el enorme inconveniente de tener una vista muy deficiente, as� que pr�cticamente no pueden ver a sus enemigos. El principal sentido que utilizan para encontrar su camino, a sus presas y a su pareja, es el del tacto; tambi�n el olfato puede desempe�ar un papel importante en ciertos casos. Cuando alg�n animal que pasa por el lugar hace contacto con ellas y roza cualquier parte de su organismo o ap�ndices, la tar�ntula reacciona de inmediato y hace frente al intruso, levantando el cuerpo alzando su primer par de patas y pedipalpos y abriendo sus quel�ceros. Esta es la t�pica actitud de alerta o de defensa que adopta. Es posible que por el olfato logre discernir si se trata de una posible presa que pueda servirle de alimento. En este caso, y si tiene hambre, atacar� con rapidez al invasor, tratando de capturarlo. En caso de que presienta un peligro mayor, procurara retirarse lo antes posible, buscando resguardo bajo una piedra o alg�n otro objeto cercano.

Algunas especies han desarrollado otro mecanismo de defensa ante posibles enemigos. As�, cuando una de estas tar�ntulas se siente atacada, levanta el �ltimo par de patas y empieza a frotar con ellas la parte superior de su opistosoma, desprendiendo unas sedas largas y r�gidas, que tienen la propiedad de ser urticantes. En la piel del hombre originan a veces irritaciones muy molestas, con escozor y ulceraciones ocasionales. Desde luego, hay que tener sumo cuidado para que ninguna de estas sedas urticantes llegue a los ojos, donde pueden ocasionar cuadros m�s serios. Esta es la raz�n por la cual las tar�ntulas, con frecuencia, muestran la regi�n dorsal y posterior del cuerpo sin sedas, completamente desnudas; sin embargo, en la siguiente muda, volver�n a renovarlas todas. Estos elementos pueden encontrarse tambi�n dentro de los refugios de las ara�as, como medida protectora, as� como mezcladas entre las telara�as que suelen rodear la entrada de la guarida, de manera que cualquier intruso que trate de penetrar a los dominios de la tar�ntula se ver� en serios problemas.

No obstante todo esto, hay animales contra los cuales no hay defensa posible por parte de las tar�ntulas. Muchas de las formas j�venes son devoradas por p�jaros, lagartijas, ranas y sapos, y diversos roedores suelen cavar en sus refugios, a pesar de las sedas urticantes, ya que constituyen uno de sus alimentos preferidos. Asimismo, uno de los principales enemigos de los ovisacos y las cr�as que guardan son las hormigas; estos insectos atacan en masa y acaban por ahuyentar a la tar�ntula madre, que no es capaz de defenderse ante esta invasi�n; la prole, a la cual tiene que abandonar, es r�pidamente consumida por las vencedoras.

Otros enemigos sumamente importantes son los parasitoides, llamados as� porque no son ni verdaderos par�sitos, ni verdaderos depredadores, sino que ocupan una situaci�n intermedia entre estos dos tipos de biorrelaciones. Los principales parasitoides son las avispas, que pueden atacar no s�lo a las tar�ntulas, sino a otras muchas especies de ara�as e insectos. Esto estar� relacionado con la preferencia que las diferentes especies de avispas tengan por determinados hu�spedes. Los casos mejor estudiados, donde por primera vez se not� este tipo de asociaci�n, son los de especies del g�nero Pepsis (familia Pompilidae), que viven como parasitoides de diversas tar�ntulas. Estos himen�pteros se encuentran siempre en la zona donde abundan los ar�cnidos, pues �stos constituyen un factor importante en su ciclo de vida. La avispa hembra, ya fecundada y lista para ovipositar, buscar� a una tar�ntula adecuada para inmovilizarla por medio de su veneno y proporcionarle as� a su larva por nacer, el alimento ideal para su desarrollo. En la larga coevoluci�n de estos dos tipos de animales la avispa ha aprendido, por instinto, lo in�til que ser�a tratar de atravesar con su aguij�n la dura cut�cula esclerosada y cori�cea que cubre el cuerpo de la tar�ntula; por lo tanto, escoge alguna de las delgadas membranas que se encuentran entre las articulaciones de los ap�ndices. Para lograrlo procura introducirse por debajo del cuerpo de la tar�ntula, y llegar a las articulaciones coxales o a alguno de estos sitios de las patas. La ara�a tratar� de defenderse, levantando lo m�s que puede el cuerpo del suelo, apoy�ndose en sus patas y procurando lesionar a la avispa con sus quel�ceros. Esto lo realiza el macho con m�s efectividad, pues tiene las patas m�s largas; tal vez por esta raz�n las avispas prefieren atacar a las hembras, aparte de que �stas contienen mayor cantidad de materia org�nica. Ocasionalmente, la avispa sale mal librada de su intento, pero en la mayor�a de los casos logra su prop�sito y acaba por inyectar su veneno en alguna de las membranas articulares de las coxas o de alg�n otro artejo. La tar�ntula, de inmediato, empezar� a inmovilizarse, pero necesitar� nuevas dosis de la toxina para quedar completamente paralizada, las cuales ser�n inyectadas por la avispa cuantas veces sea necesario, ahora ya sin ning�n problema. A continuaci�n, la avispa proceder� a enterrar a su v�ctima, para lo cual habr� hecho un agujero previamente. Si este se encuentra alejado, tendr� que tirar de la tar�ntula hasta el lugar donde se encuentra; para lograrlo, voltear� a la ara�a patas arriba y la jalar�, agarr�ndola de las hileras. En ocasiones prefiere aprovechar la madriguera m�s cercana de alg�n otro animal, o tambi�n el refugio de la misma tar�ntula. Una vez en el agujero, la avispa escoger� un lugar limpio de la parte ventral del opistosoma de la ara�a para depositar un huevo, que quedar� pegado al tegumento. Inmediatamente despu�s echar� tierra sobre la v�ctima, cubri�ndola por completo, e incluso nivelar� el terreno para que no se note ni rastro de la tar�ntula enterrada. Poco tiempo despu�s, del huevo pegado nacer� la larva de la avispa que, con sus poderosas mand�bulas, empezar� a comerse la carne fresca de la tar�ntula, que permanecer� viva, pero paralizada, por varias semanas m�s. La cr�a seguir� aliment�ndose de ella hasta completar su desarrollo larval e iniciar la etapa de pupa, durante la cual sufrir� una metamorfosis que la transformar� en la avispa adulta, la cual saldr� de la tierra y emprender� el vuelo. Para entonces s�lo quedar�n los restos no digeribles de la tar�ntula.

Otros parasitoides ocasionales de estos ar�cnidos son tambi�n las moscas o d�pteros de la familia Acroceridae, que no siguen el ritual de las avispas; en este caso, no es una sola, sino varias las larvas que se alimentan de una tar�ntula.

Las tar�ntulas, en contra de lo que se cree, son animales t�midos, nada agresivos, que tienen que ser provocados, a veces con insistencia, para que lleguen a morder. Con excepci�n de algunas especies sudamericanas, cuya mordedura puede ocasionar trastornos m�s serios, el resto de las tar�ntulas, incluyendo todas las de M�xico, posee un veneno muy poco t�xico, que no origina m�s que una ligera inflamaci�n y molestia local en personas sensibles, aunque en ocasiones su mordedura puede ser dolorosa por el impacto de los poderosos quel�ceros.

Son organismos que siempre atraen la atenci�n del humano. Diversos museos de muchos pa�ses del mundo, como parte de su funci�n did�ctica, mantienen ejemplares vivos en vitrinas especiales, para que el p�blico pueda admirarlos. Es m�s, algunas personas disfrutan de su compa��a y las conservan como mascotas, agarr�ndolas sin ning�n miedo y sin que les pase nada, pues saben c�mo hacerlo. En ciertos c�rculos se han vuelto muy populares y en la actualidad se pueden conseguir en varias tiendas de animales de EUA y M�xico. En el primer pa�s, en algunos estados del sur les han encontrado una aplicaci�n pr�ctica, aprovechando su gusto alimenticio por las cucarachas. As�, las mantienen sueltas dentro de sus casas para que se coman a todos estos insectos, que constituyen uno de sus manjares predilectos. En esta asociaci�n mutualista, ambas poblaciones salen beneficiadas, las tar�ntulas porque viven felices, sin que nadie las moleste y con la comida asegurada; las familias, por su parte, se ven libres de esta da�ina plaga de insectos, portadora de una gran cantidad de g�rmenes pat�genos, causantes de muchas enfermedades.

Pero, por regla general, su gran tama�o y aspecto velludo ha provocado siempre miedo a los humanos, que las consideran animales muy peligrosos. Desgraciadamente, esta idea se ha vuelto fija en la mente del hombre, que la transmite de generaci�n en generaci�n y es muy dif�cil hacerle entender que est� equivocado. Gran parte de esta fama se debe, en los tiempos modernos, a los medios de comunicaci�n, sobre todo el cine y la televisi�n, donde los productores y directores no pierden oportunidad de se�alar a estos animales como los seres m�s despreciables y mal�ficos que existen sobre la Tierra. Hasta el nombre com�n que les han dado en ingl�s, bird-eaten spiders, denota agresividad de parte de estos animales contra los indefensos pajaritos, lo que de inmediato despierta en la mente del hombre un sentimiento de rechazo hacia estos animales. Todo esto es de lo m�s injusto y tan s�lo demuestra, una vez m�s, el poco inter�s que el hombre tiene por otras vidas que no sea la suya, y lo mucho que ignora en el campo de la biolog�a. Es cierto que las tar�ntulas, si no encuentran a sus presas preferidas, que son los grandes insectos, se comer�n lo que puedan, incluyendo p�jaros peque�os, sobre todo los polluelos que est�n en el nido. Pero, y las aves, a su vez, �de qu� se alimentan? De otros muchos seres vivos, incluyendo especies de su misma clase. All� est�n los gavilanes y las �guilas, por ejemplo, que depredan a p�jaros y peque�os mam�feros. Si se aplicara la misma filosof�a al hombre, se le podr�a designar como cow-eaten humans, por su tipo de alimentaci�n. La verdad es que hay que entender que todas estas actitudes de los seres vivos, sean tar�ntulas, aves u hombres, forman parte del proceso ecol�gico de la naturaleza, y que son necesarias e indispensables para la supervivencia de las especies. Esta depredaci�n ayuda a regular las poblaciones, manteniendo un equilibrio m�s o menos estable en las comunidades de los ecosistemas.

Por fortuna, las propagandas actuales en favor de la naturaleza empiezan a tener resultados positivos, y ya se nota cierto cambio de actitudes, por lo menos en la gente de la ciudad. Es importante, sobre todo, que los ni�os de ahora y de futuras generaciones reciban una instrucci�n adecuada que les haga comprender las leyes y mecanismos que rigen en la naturaleza, de los cuales depende el complicado proceso de la vida en este planeta.

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