V. MITO Y CULTURA: LA ARQUITECTURA DEL S�MBOLO

EL MITO NO ES UN MITO

EN TODAS las culturas tradicionales se han generado historias de la creaci�n de los seres humanos, los animales y el mundo, de h�roes sometidos a pruebas sobrehumanas, de maestros espirituales perfectos y compasivos, de dioses falibles, de objetos m�gicos y de animales fant�sticos. Se trata de los mitos, relatos que ostensiblemente intentan explicar en forma metaf�rica y fundamentar el �mbito de los valores, pr�cticas, creencias o instituciones de la comunidad, as� como darle sentido a los fen�menos naturales.

El an�lisis de los mitos y el inter�s por los s�mbolos surgi� durante el romanticismo del siglo pasado y lleg� a su auge en los estudios comparativos de James Frazer (1854-1941), reunidos en su c�lebre y monumental La rama dorada (FCE, 1994, 12ª. reimpresi�n). La hip�tesis rectora de Frazer es la de una evoluci�n del pensamiento humano desde un estadio primitivo en la magia, pasando por otro de mayor racionalidad en la religi�n para desembocar en la ciencia. Tal secuencia de progresiva racionalizaci�n del pensamiento ya no resta aceptable debido a una nueva versi�n surgida en buena parte del abordaje acad�mico de los mitos y en el cual han intervenido no s�lo los etn�logos, sino tambi�n historiadores de las religiones y psic�logos.

Es as� que la aplicaci�n del mito de Edipo fue para Freud una piedra angular en su teor�a sobre el desarrollo temprano de la psique y del sistema terap�utico que dio origen al psicoan�lisis. En esta escuela se ha destacado el parentesco entre mitos, cuentos de hadas y sue�os: se afirma que los tres son lenguajes simb�licos. De esta manera para Carl Jung, el disc�pulo disidente de Freud, el mito es una especie de sue�o de una colectividad que surge de las zonas m�s profundas de la mente: aquellas que concibi� como un inconsciente transpersonal. Este sue�o colectivo est� poblado de personajes que representan aspectos organizados y diferenciados de la regi�n oscura de la mente: los arquetipos, como la dama virginal, el h�roe audaz, el viejo sabio. Para los psicoanalistas la funci�n psicol�gica de los s�mbolos es la de profundizar en el inconsciente al vivenciarlos, ya que est�n plenos de sentido.

Por su parte, el etn�logo estructuralista Claude L�vi-Strauss considera que no se pueden derivar interpretaciones metaf�sicas a partir de los mitos recabados en culturas tradicionales. En cambio, los mitos mucho ense�an sobre las sociedades que los originan y permiten establecer ciertos modos de operaci�n de la mente humana, ya que son constantes en el correr de los siglos o se encuentran difundidos sobre inmensos espacios. Por otro lado, el destacado historiador de las religiones, Mircea Eliade, dice que todo mito enuncia un hecho que tuvo lugar "en aquel tiempo", es decir, en un espacio m�s all� del tiempo, por lo cual se instaura como un precedente y un ejemplo. El arquetipo del mito, por ejemplo el h�roe o el fundador de una religi�n mayor, es un modelo de comportamiento destinado a ser recreado por el hombre arcaico, con lo cual le es posible dar sentido a su vida. La funci�n profunda del mito es entonces facilitar la experiencia trascendental de tender a la unidad.

Ahora bien, seg�n el notable mit�logo contempor�neo Joseph Campbell, los mitos perdurables, adem�s de ser manifestaciones culturales que mucho dicen de la ideolog�a de las culturas que los gestaron, de representar fuerzas profundas de la mente humana plasmadas en im�genes universales y de ser veh�culos de trascendencia para el hombre arcaico, hablan a todos los seres humanos, a cada uno de nosotros, en un lenguaje de met�foras, par�bolas y s�mbolos, de los grandes temas y las grandes verdades de la propia vida: la indagaci�n sobre el sentido de la existencia, la identificaci�n de los obst�culos en esta tarea y, en particular, de su objetivo final, que es nada menos que romper con las barreras de la propia personalidad y sumergirse en el proceso poderoso del Universo. Adem�s, a diferencia de los sue�os habituales, los mitos tienen una funci�n controlada conscientemente: servir como un lenguaje pict�rico para la comunicaci�n de la sabidur�a tradicional, y sus met�foras han sido cobijadas, buscadas y discutidas por siglos. Son declaraciones intencionadas de principios que han permanecido constantes y constituyen, en su esencia, s�mbolos para despertar a la mente que se presentan como paradojas que aturden la l�gica, como met�foras del valor, del destino y del oscuro misterio de los seres humanos.

Seg�n Campbell existe una unidad fundamental en los grandes mitos universales, por ejemplo los que se refieren al surgimiento de las grandes religiones. El protagonista es el "h�roe de las mil caras", el mismo personaje que se reviste de m�ltiples apariencias para correr sus aventuras. El h�roe mitol�gico tiene una infancia dif�cil; ya adulto abandona su reino y es atra�do al umbral de lo incierto. All� encuentra una sombra, un monstruo o un demonio a quienes deber� derrotar. Tras el umbral hay un territorio extra�o, y deber� pasar varias pruebas hasta llegar a la prueba suprema. Triunfa y es recompensado. En cualquier caso logra ampliar su conciencia y dar riqueza a su ser. El trabajo final es el retorno, sea como un emisario de las fuerzas tel�ricas o perseguido por ellas. El h�roe emerge del reino de la congoja con un bien que restaura al mundo. As�, Buda, Mois�s, Cristo, Mahoma o, en la tradici�n ind�gena mesoamericana, Quetzalc�atl, independientemente, o mejor a�n, m�s all� de su lugar hist�rico como forjadores de religiones, son s�mbolos trascendentales porque su historia habla de mecanismos y fuerzas psicol�gicas fundamentales: aquellas que representan la gran aventura del esp�ritu humano.

La mayor�a de los mitos nos dicen, con la irracional precisi�n de la par�bola, que la lucha por trascender los l�mites biol�gicos, por superar la insignificancia, por hacernos perdurables, son los causantes de nuestra desgracia. Ernst Becker ha propuesto que el origen del mal en el mundo reside en la necesidad del ser humano de lograr una imagen trascendental de s� mismo y negar su naturaleza animal, en �ltimo t�rmino su decadencia y su muerte. Por esta raz�n, los c�digos sociales para destacar logros y asegurar m�ritos, entre ellos el dinero, los premios, los puestos jer�rquicos, se han vuelto sagrados.

Hay en los mitos una lucha entre el aspecto creativo y el destructivo en el hombre. En muchos de ellos hay, adem�s, una polaridad personal: un yo oficial que nos parece aceptable y otro escondido y negado. La historia del doctor Jekyll y m�ster Hyde de Stevenson, varias veces llevada al cine, presenta esta polaridad. El lado oscuro es lo ominoso, tanto m�s terrible cuanto m�s negado, reprimido e ignorado. Llega como Moby Dick, la ballena blanca de Melville, a ser la tumba de su perseguidor.

En cambio, cuando el h�roe del mito entra en el reino de las sombras, se percata de los aspectos negativos que rechaza en s� mismo y que le son tan ostensibles en los dem�s: la eterna historia de la paja y la viga. Es un proceso doloroso pero emancipador. El resultado de la cabal confrontaci�n con la sombra y con la muerte es la integraci�n de la personalidad. Marca la posibilidad de una nueva vida.

El fil�sofo polaco Leszek Kolakowski da en el blanco cuando afirma que los fundamentos de la conciencia m�tica se enraizan en la afirmaci�n de los valores. En este sentido no est�n los mitos demasiado lejos de la ciencia ya que las convicciones en las que �sta se basa son tambi�n actos de valoraci�n. Tanto la fe como la ciencia y las artes se fundamentan en valores de la cultura, si bien, desde luego, los valores de unas y otras son diferentes. Y es en este punto, en la necesidad de cultivar toda la gama de distintos valores que proporcionan las diversas formas humanas de conocer, en donde puede basarse una nueva y m�s f�rtil aproximaci�n del quehacer humano.

Vemos as� que, para los etn�logos e historiadores m�s destacados en el campo de la mitolog�a comparada, los mitos, lejos de constituir historias en lenguas muertas o meras curiosidades de culturas en extinci�n, proporcionan elementos profundos y poderosos para comprender la mente humana. Desde esta perspectiva, la lectura y la interpretaci�n personal de los textos sagrados, las mitolog�as y aun los cuentos de hadas pueden constituir una revelaci�n crucial para nuestra vida.

LA UNIDAD DEL MITO EN LA BIOLOG�A HUMANA

Un curandero mixteco a quien le pregunt� c�mo hab�a adquirido sus conocimientos sobre las plantas medicinales me sorprendi� al responder que hab�a sido durante el delirio de una enfermedad febril. En este estado de conciencia alterada el hombre se vio en un jard�n prodigioso en cuyo centro hab�a un �rbol inmenso que en cada rama ten�a una flor y una planta diferentes. Dos personajes que no pod�a distinguir claramente le explicaron entonces las propiedades curativas de cada una de las ramas del �rbol, mismas que correspond�an a plantas medicinales espec�ficas de su entorno y que desde entonces emplea.

A�os m�s tarde encontr� una referencia del conocido historiador de las religiones, Mircea Eliade, concerniente al mito del �rbol de la vida que en ocasiones se denomina, como en la Biblia, �rbol del conocimiento. En algunos mitos eurasi�ticos particulares el �rbol de la vida, s�mbolo de la fuerza vital, produce en cada rama una planta distinta, todas ellas dotadas de poderes particulares que manifiestan otras tantas propiedades o aspectos de tal fuerza.

Es muy improbable, si no imposible, que el curandero mixteco, o alguno de sus antecedentes, de antemano supiera de esta singular noci�n, aunque podr�a debatirse. Sin embargo, los ejemplos de s�mbolos, im�genes e historias similares son harto frecuentes entre culturas vastamente distantes en el tiempo y el espacio. Como ejemplo de esto podemos citar que Idries Shah, el divulgador moderno del sufismo isl�mico en Occidente, ha recolectado a trav�s de d�cadas cuentos de hadas similares de m�ltiples tradiciones y etnias, con lo cual nos enteramos, entre otros muchos paralelismos, de que hay una Cenicienta entre los indios algonquinos norteamericanos que coincide en detalle con el cuento europeo del que, adem�s, se han recolectado m�s de quinientas versiones, siendo la m�s conocida la de Charles Perrault. La versi�n literaria m�s antigua es una versi�n china del siglo IX antes de Cristo.

No se trata aqu� de mitos comunes de sucesos distintivos, como ser�a el diluvio universal, que est� presente en muchas leyendas de la creaci�n de los cinco continentes y que se puede argumentar que obedece a una reminiscencia m�tica de la �poca de los deshielos. En los casos a los que me refiero llama la atenci�n que se den temas formalmente id�nticos entre culturas muy diversas y distantes en el espacio y el tiempo. La popular explicaci�n de que en tiempos prehist�ricos se dio un contacto estrecho de las culturas cl�sicas, digamos entre Mesopotamia, Egipto, India, China y Mesoam�rica no es digna de cr�dito. Las evidencias emp�ricas en contra de esta idea son muchas y muy s�lidas. Un contacto entre culturas no hubiera dejado solamente s�mbolos o mitos, sino utensilios, plantas y animales en com�n. Hay pocas evidencias de ese tipo de intercambios antes de Marco Polo o de Col�n, aunque es posible que los vikingos hayan llegado a las costas orientales de Norteam�rica y que los polinesios hayan tocado las costas occidentales de Sudam�rica antes de Col�n.

Lo que hay que explicar es la comunidad de s�mbolos sin la comunidad de artefactos. Esta disociaci�n entre unos y otros descalifica tambi�n la posibilidad de la preservaci�n de un tema narrativo durante la migraci�n misma de los humanos de Asia a Am�rica, ya que aunque hay evidencias de que una leyenda como la de Gilgamesh pueda sobrevivir por siglos y los milenios, lo hace en el marco de una sociedad determinada y mediante la increiblemente efectiva tradici�n oral. Es dif�cil pensar que haya temas o s�mbolos que sobrevivan intactos la evoluci�n misma de las lenguas, las culturas y las costumbres a las cuales est�n indisolublemente ligados.

Aqu� parece conveniente analizar la explicaci�n desarrollada por Carl Jung y sus seguidores. Se trata de la existencia de contenidos mentales innatos o generales en la especie humana. Este inconsciente colectivo, cuya exacta naturaleza Jung no defini� con precisi�n, quiz�s no sea tan dif�cil de digerir para la ciencia moderna si recordamos que existe documentaci�n cuidadosa de que m�ltiples especies animales pasan un manojo de comportamientos relativamente elaborados a sus hijos s�lo a trav�s de sus genes. Esto se ha comprobado mediante los experimentos etol�gicos llamados "Gaspar Hauser" , en memoria de aquel personaje del siglo XVIII que creci� pr�cticamente aislado de sus cong�neres y que fuera el tema de una conmovedora pel�cula de Werner Herzog. Por ejemplo, ciertas aves africanas rompen el cascar�n de los huevos de avestruz arroj�ndoles peque�os guijarros con el pico. Si estas aves son criadas en total aislamiento de sus cong�neres, emprenden esa elaborada conducta en cuanto se les pone un huevo de avestruz por delante, aunque jam�s hayan presenciado el hecho.

Joseph Campbell trae a colaci�n varios ejemplos de la etolog�a, seg�n los cuales animales adultos aislados de sus cong�neres desde el nacimiento expresan pautas muy complejas de comportamiento similar sin haberlas aprendido socialmente, para postular que un tipo de herencia similar de pautas funcionales podr�a generar temas que se expresan en mitos y cuentos de hadas en los seres humanos. En este caso habr�a que invocar tambi�n la idea del ling�ista Noam Chomsky sobre la existencia de una especie de gram�tica universal heredada sobre la cual se establece el lenguaje particular de una persona. As� como el cerebro est� armado y articulado para manejar el lenguaje con reglas preestablecidas, lo estar�a tambi�n para manejar s�mbolos y, lo que ser�a m�s notable, contenidos simb�licos particulares.

Como esos comportamientos necesariamente deben estar gen�ticamente codificados en la actividad de redes neuronales, y como hay evidencia de que los contenidos mentales corresponden o se correlacionan a la actividad de grupos neuronales, no parece existir una dificultad te�rica insalvable para postular que haya un conjunto de s�mbolos y aun de temas esculpidos en nuestra gen�tica y nuestro cerebro.

Un ejemplo de s�mbolo universal muy socorrido por Jung es el mandala, el arreglo de c�rculos conc�ntricos frecuente en el budismo t�ntrico, en cuyo centro se ubica un principio creativo, en los c�rculos consecutivos temas referentes a la mente o al tiempo, y en la periferia se simboliza la materia o el cuerpo. Id�nticos arreglos, aunque con las esperadas diferencias culturales de contenidos, se pueden encontrar en el llamado calendario azteca, en dibujos de los indios norteamericanos, en diagramas ismaelitas y en los rosetones de las catedrales g�ticas. De manera similar a la idea de la gram�tica generativa de Chomski, tendr�amos un tema subyacente que se reviste de una manifestaci�n hist�rica y cultural particular.

Figura 5. Roset�n de la Catedral de Sevilla.

Ahora bien, demostrar que �ste es el caso es otra cosa. Habr�a que proceder como hicieron los estudiosos de los gestos de la emoci�n humana y que corroboraron que al menos seis de ellos son universales en nuestra especie, independientemente del grado de desarrollo cultural de los sujetos y de su ubicaci�n y aislamiento geogr�ficos. Las caras de sorpresa, tristeza, alegr�a, miedo, ira o disgusto-desprecio son comunes a todos los seres humanos y las expresan desde reci�n nacidos, incluso aquellos que nacen ciegos y sordos. Esto es un argumento convincente para afirmar que son gestos gen�ticamente programados. Nadie ha realizado un estudio transcultural de la universalidad de los s�mbolos, y la posibilidad de llevarla a cabo se ve severamente restringida ya que el s�mbolo es esencialmente metaf�rico y su expresi�n necesariamente ling��stica. Las evidencias psicol�gicas, iconogr�ficas y mitol�gicas de Jung, impresionantes por su erudici�n, por ahora no pueden considerarse m�s que hip�tesis, buenas hip�tesis a mi juicio, lo cual es suficiente para emprender una investigaci�n factual.

LA SERPIENTE EMPLUMADA

Una leyenda muy similar floreci� en lugares y fechas dispares de la Am�rica india y en ella el h�roe-dios adopta los nombres de Gucumatz entre los quich�s centroamericanos, Bochica en Colombia, Pay Zum� en Brasil, Viracocha entre los quechuas de los Andes, Kukulk�n entre los mayas o Quetzalc�atl para los nahuas. El h�roe del mito es sabio y maestro por excelencia. Es una encarnaci�n del dios y, a la vez, un hombre que por sus fallas asumidas y por sus m�ritos se convierte en dios. El h�roe y dios de la civilizaci�n encarna repetidas veces en sacerdotes reyes, hombres que son pose�dos por el arquetipo y con ello se convierten en hombres-dioses americanos.

Pero no s�lo se trata de un h�roe con variados atav�os, sino tambi�n de m�ltiples personalidades. As� que en la propia tradici�n n�huatl, Quetzalc�atl resulta una deidad complicada. Es el creador y sost�n de la vida, es Eh�catl, el numen del viento, es Tlahizcalpantecuhtli, el dios de la aurora, es Yacatecuhtli, el se�or de las narices, patrono de los comerciantes. Su gemelo, su alter ego animal, su nahual, es la sombr�a deidad llamada X�lotl. Es, en suma, un dios astral, particularmente solar, similar al que se puede detectar en m�ltiples civilizaciones primigenias, y que, adem�s de ser la manifestaci�n del astro, de ser el salvador de la humanidad, tiene un lado oscuro en relaci�n con los muertos y la fecundidad.

La representaci�n m�s general e inequ�voca de Quetzalc�atl dios es la Serpiente Emplumada. La admiramos rodeando el basamento de la gran pir�mide de Xochicalco, majestuosamente desenvuelta en Uxmal y Yaxchil�n de la �poca maya cl�sica, en forma de inmensas columnas de piedra o aros del juego de pelota en la zona tolteca de Chi ch�n Itz�. All�, en la gran pir�mide de Kukulk�n y en los equinoccios de primavera y oto�o, se dibuja sobre la balaustrada lateral de la escalinata principal la figura de una serpiente al incidir los rayos solares en las aristas de la propia pir�mide.

Figura 6. Quetzalc�atl, mural de Jos� Clemente Orozco en Darmouth.

El mito tiene una vitalidad extraordinaria y sobrevive el cataclismo de la conquista espa�ola, para adquirir inesperadas expresiones a lo largo de la Colonia, las cuales tienen demasiadas coincidencias con el cristianismo: la gestaci�n por una virgen, el s�mbolo de la cruz, el compasivo sacrificio del dios por el que surgen los seres humanos, la blanca complexi�n del h�roe, su barba, su castidad y ascetismo, su creencia en una deidad �nica o la restauraci�n de un reino de bienaventuranza. De esta manera, para la mentalidad criolla, Quetzalc�atl resultar�a el propio ap�stol Santo Tom�s en viaje evangelizador por el Nuevo Mundo. Sus identidades centro y sudamericanas no vendr�an sino a confirmar que se trata del mismo ap�stol peregrino por todo el continente. �Qu� significado puede tener un mito de esta dispersi�n y magnitud?

La comparaci�n de los elementos de este mito, en particular la significativa uni�n del �guila y la serpiente, con el de otras culturas, permite establecer analog�as significativas para una lectura contempor�nea. La serpiente es en todas las culturas antiguas un s�mbolo sexual por excelencia: el falo como elemento de placer y generaci�n. En el mismo sentido, el concepto t�ntrico de kundalini designa una fuerza primigenia situada en la base de la columna y asociada a la sexualidad que se representa por una serpiente enrollada. M�s all� de esto, y por su muda de piel, la serpiente es un s�mbolo de transformaci�n y de fuerza: la serpiente se regenera y tiene un car�cter tel�rico y propiedades curativas. De ah� su representaci�n en el bast�n de Esculapio. A�n hoy d�a encontramos carne de serpiente para curar el c�ncer entre los curanderos tradicionales mexicanos. La serpiente es tambi�n emblema del agua, est� imbuida de la fuerza sagrada del abismo y, en consecuencia, conoce los secretos del inframundo. En el Libro sagrado de los muertos del antiguo Egipto todo el vientre de la Tierra es de naturaleza ofidia. Para los chinos la serpiente y el drag�n son s�mbolos de la vida r�tmica, principios de humedad y de fecundidad. De ah� que se asocie frecuentemente a mujeres, como ocurre con numerosas deidades mediterr�neas que exhiben serpientes en las manos o la cabeza.

Entre los griegos el misterio de Eleusis estaba representado por un gran vaso funerario en el que el iniciado acaricia la serpiente de Dem�ter, madre de la tierra. El mismo motivo resurge en la mitolog�a germ�nica, donde encontramos la leyenda seg�n la cual quien logre besar a la serpiente la transformar� en una bella joven. En m�ltiples tradiciones, entre ellas la b�blica, la serpiente encarna el principio del mal inherente a lo terreno, aludiendo con ello a los estratos m�s primigenios de la vida. Los gn�sticos la asociaban al tronco cerebral y a la m�dula espinal, por lo que constituye un excelente s�mbolo del inconsciente.

Por su parte, la pluma est� simb�licamente asociada al p�jaro y a la ascensi�n celeste. Para los indios de Am�rica las plumas son aditamentos rituales fundamentales. Revestirse y coronarse de ellas constituye un s�mbolo de poder y justicia. Adem�s, el ave m�s ligada a Quetzalc�atl es el �guila, la cual es, universalmente, s�mbolo celeste y luminoso de la trascendencia y del esp�ritu, del d�a y el calor vital, de las alturas y del Sol. El poder elevarse y dominar el mundo terreno es la idea esencial del simbolismo del �guila y no lo es menos su mirada penetrante y la agudeza de su visi�n. Es la reina de las aves y el ave de Zeus. Es Garuda, el recadero de Vishn�, enemigo y destructor de las serpientes. En el simbolismo cristiano encontramos al �guila como un mensajero celeste, emblema de la ascensi�n y la oraci�n, en ocasiones identificada con el propio Cristo y continuamente con los �ngeles. Es el s�mbolo espec�fico del ap�stol Juan, cuyo Evangelio se inicia con el reconocimiento del logos y la luz. Por su coraje y valent�a vemos tambi�n que el �guila se asocia frecuentemente a los dioses de la guerra. En las monedas romanas aparece ya como emblema de las legiones y desde all� se multiplica en buena parte de los estandartes y escudos del mundo occidental.

Significativamente, Mircea Eliade, en su extenso estudio sobre el chamanismo, describe que los chamanes siberianos, sin duda los antecesores de los chamanes americanos, usan disfraces de p�jaro o de �guila y que �sta era una manifestaci�n del Sol y del Ser Supremo. De igual manera, el notable paralelismo del ascenso a los cielos y el descenso al inframundo que ofician los chamanes siberianos nos sugiere un remoto origen cham�nico del mito de Quetzalc�atl. Es as� que el cham�n debe enfrentar a Erlik Khan, se�or del inframundo, y vencer sus obst�culos con astucia. En su camino, el cham�n se encuentra con el perro o con el lobo, en quienes se puede trasmutar: un primordio de licantrop�a. El descenso al inframundo se repite en el mito de Orfeo y se detecta tambi�n en la mayor�a de las tribus ind�genas norteamericanas, en las que se agrega el objetivo del descenso: el deseo de obtener un esp�ritu.

La resurrecci�n o resurgimiento c�clicos tan poderosamente cifrados en la recuperaci�n de los huesos y en la inmolaci�n de Quetzalc�atl-hombre y de la que surge el coraz�n para convertirse en el planeta Venus es un tema que se encuentra en la leyenda solar del ave f�nix de origen egipcio y que se difundiera a trav�s de Grecia entre mahometanos y cristianos como s�mbolo de la inmortalidad. La resurrecci�n a partir de los huesos es un tema que se halla en las mitolog�as de toda Asia, en algunos relatos del Thor germ�nico, en el Ezequiel b�blico y se puede percibir en la leyenda de la primera "quena", seg�n la cual un pr�ncipe inca, habiendo perdido a su amada, desentierra sus huesos, fabrica una flauta con su f�mur y hace m�sica con ella: primero un melanc�lico yarav� evocador de la muerte de la amada que se convierte en un festivo huayno, cuando su esp�ritu resurge resonando en el hueso. He o�do decir que la misma estructura mel�dica del an�nimo y bien conocido tema andino de El c�ndor pasa evoca el tormento del indio rebelde T�pac Amaru, desmembrado en 1781 ante su pueblo, y su renacimiento como c�ndor. Cabr�a especular si el mito de Viracocha, el equivalente peruano de Quetzalc�atl, vino a encarnar en este precursor de la lucha anticolonial.

No debemos olvidar que, adem�s del �guila, otro p�jaro encarna el aspecto celeste de Quetzalc�atl, y que a�n lleva su nombre: el quetzal o torgo, que es el ave her�ldica de Guatemala. El quetzal ha tenido gran importancia entre los quiches y en nuestro mito constituye un excelente s�mbolo del vistoso disfraz con el que el yo intenta ocultar los aspectos negativos de la personalidad. Este movimiento se sit�a en las ant�podas de la presencia del mellizo canino de Quetzalc�atl y que resulta tambi�n de importancia, ya que casi todas las mitolog�as asocian al perro con los infiernos y el inframundo, pues es el gu�a del hombre en la regi�n de los muertos.

A sus aspectos m�s negativos, es decir, a la serpiente, Quetzalc�atl se enfrent� en cuatro estadios simbolizados en otros tantos mitemas de la leyenda. En el primero se advierte en un espejo que le procuran los emisarios de la noche o el propio Tezcatlipoca, y que le refleja una espantosa imagen de s� mismo que nunca hab�a percibido: su aspecto ef�mero, instintivo, terrestre, biol�gico. En la segunda fase se disfraza de ave, adquiere un atav�o celeste que lo hace presentable ante s� mismo y el mundo: una persona que oculta la verdadera y terrible faz. En la tercera se produce el incesto que marca la aparici�n de lo femenino, del �nima, con lo que emerge no s�lo la sexualidad reprimida, sino el aspecto femenino de la mente. Adem�s, el incesto es la trasgresi�n m�s violenta de la ley natural que el propio h�roe se hab�a impuesto a lo largo de una vida de sacrificio y austeridad.

La confrontaci�n con lo m�s negativo, con la decadencia, la decrepitud y la muerte, es ya inevitable. Y �sta es la cuarta fase simbolizada por la peregrinaci�n y el descenso al inframundo. El perro X�lotl es el gu�a en el inframundo; como lo es Hermes, quien ostenta adem�s de pies y casco alados, el caduceo, el palo con las serpientes enroscadas; como lo es tambi�n su antecesor el dios Thoth de los egipcios, con su cabeza de ave. Perros son tambi�n el Cancerbero y otros que guardan el inframundo.

Pero sucede que la inmersi�n total en el abismo del cuerpo, en la reptante realidad de la muerte, es profundamente liberadora y marca la posibilidad de una nueva vida: el hombre renace en el cosmos y el dios fecunda a los nuevos seres humanos. La polaridad serpiente-�guila queda entonces abolida por la fusi�n de los principios contrarios, coincidentia oppositorum, s�ntesis que inaugura un nuevo ciclo c�smico e hist�rico. La oposici�n fundamental entre el ser y el no ser que para L�vi-Strauss es la generadora de todas las antinomias de los mitos. La misma, ciertamente, que atormenta a Hamlet. Id�ntico camino recorri� el padre Sergio, el asc�tico protagonista de la peque�a historia que con ese nombre escribi� Le�n Tolstoi y que s�lo encontr� la paz despu�s de caer en la tentaci�n carnal.

El mito en su totalidad pertenece a una categor�a universal en la que se funden personajes antag�nicos. Por ejemplo, en el Rig Veda, el Sol, prototipo de los dioses, recibe a veces el nombre y el atributo de la serpiente. Agni, el dios del fuego, es tambi�n un demonio. El mito de Varuna, el dios celeste que al mismo tiempo es una maligna v�bora, revela tambi�n la biunidad divina, una esencia mucho m�s sustanciosa que lo que permite una escueta racionalidad.

La coincidentia oppositorum es la manera arcaica por la que se expresa y asimila la paradoja de la realidad divina. De all� mismo parten las tesis de Meister Eckhardt y de Nicol�s de Cusa. De all� Omet�otl, la dual y suprema deidad n�huatl. Pero, adem�s, en Quetzalc�atl queda tambi�n cifrada tanto la paradoja como la posible integraci�n de la escindida realidad humana.

�POR QUE ES TAN POPULAR LA ASTROLOG�A?

En las civilizaciones cl�sicas, desde Babilonia hasta China o Egipto, y de Mesoam�rica hasta la Grecia y el mundo isl�mico de los siglos de oro, los antiguos creyeron firmemente que los movimientos del Sol, la Luna y los planetas, en referencia a las constelaciones estelares, ten�an influencia, incluso determinante, sobre las personas y los acontecimientos de la Tierra. Esta creencia sigue profundamente enraizada en la mente de muchas personas hoy d�a a pesar de que la evidencia emp�rica est� abrumadoramente en contra de ella. A continuaci�n resumo esta evidencia y especulo sobre la raz�n de la notoria y aparentemente parad�jica sobrevida de la astrolog�a.

Para empezar, no se puede entender de qu� manera pueden influir sobre la Tierra y los seres humanos el Sol o los planetas en relaci�n con las abrumadoramente distantes constelaciones estelares. No conocemos ning�n tipo de energ�a o emanaci�n de los planetas o las estrellas inmensamente remotas que pueda tener efectos sobre el cerebro o la conducta. Aunque los planetas y las estrellas difieren en composici�n f�sica y qu�mica, lo �nico que nos llega de ellos es luz difractada en el primer caso y propia en el segundo. La gravitaci�n es tan d�bil que s�lo se deja sentir en la Tierra la de la Luna y la del Sol. Sin embargo, la influencia gravitacional que ejerce el obstetra en el momento del parto es mayor que la de un planeta, por los tama�os y las distancias de cada uno.

Los astr�logos podr�an defenderse de esta cr�tica de dos maneras. O bien afirmando que las emanaciones de los planetas y las estrellas no han sido descubiertas por la ciencia, o bien diciendo que pertenecen a un mundo inmaterial, lo mismo que las mentes humanas. Ninguna de estas hip�tesis se puede poner a prueba por el momento. Sin embargo, la mayor�a de los astr�logos dir�an que la teor�a no importa y que la astrolog�a funciona en la pr�ctica. Esta afirmaci�n tiene la ventaja de que puede ponerse a prueba, lo cual constituir�a, independientemente de los modelos metaf�sicos, y en caso de que tuviera �xito, evidencia de su posible validez.

Por esta raz�n, aunque no hay ciencia sin teor�a, adoptemos, para favorecer la argumentaci�n y para abrirnos a cualquier posibilidad, una actitud esc�ptica y pragm�tica seg�n la cual nos deshacemos de la teor�a y le pedimos a una disciplina que primero presente evidencias emp�ricas, es decir "hechos", para que, en caso de que se produzcan, darles significado. Esto es por dem�s leg�timo y debemos decir que m�ltiples cient�ficos y eruditos, incluso algunos de ellos simpatizantes de la astrolog�a, como el propio Jung, han hecho cuidadosos an�lisis para probar las hip�tesis astrol�gicas. Los resultados han sido tan consistentemente negativos que sorprende el hecho de que se sigan haciendo observaciones emp�ricas. Resumo algunos de ellos, elegidos de entre los sesenta estudios revisados por Richard A. Crowe de la Universidad de Hawai.

Los gemelos, que comparten totalmente el hor�scopo, tienen destinos muy diferentes y se diferencian en su biolog�a, personalidad y conducta no por su lugar y momento de nacimiento, que son los mismos, sino por ser id�nticos o fraternales, es decir, por el grado de la similitud gen�tica que comparten. En efecto, los gemelos id�nticos u homocigotos son extraordinariamente similares aun cuando hayan sido separados desde la infancia y criados en medios totalmente distintos. Los gemelos heterocigotos pueden ser de diferente sexo y no tienen mayores similitudes entre ellos que las que hay entre dos hermanos de diferente parto. Seg�n la astrolog�a no deber�a haber mucho mayores diferencias entre unos y otros.

Por otra parte, las fases de la Luna, el objeto sideral m�s pr�ximo y el de mayores efectos gravitacionales sobre la Tierra, no parecen tener relaci�n con la biolog�a en el planeta. Es as� que las fases de la Luna tienen un ciclo de 29.5 d�as en tanto que los ciclos menstruales de las mujeres, supuestamente asociados a las fases lunares, son de 28 d�as en promedio, una cercan�a que no coincide con la precisi�n que debiera si los fen�menos estuvieran verdaderamente correlacionados, aparte de que los ciclos de muchos otros mam�feros van desde 11 d�as en la vaca, hasta 37 en la chimpanc�. Tampoco se ha documentado en m�ltiples estudios cautelosos la antigua idea de que las fases lunares tengan relaci�n con la aparici�n o agravamiento de los trastornos psiqui�tricos, lo cual supuestamente origin� la voz lun�tico.

Por otro lado se ha hecho gran n�mero de an�lisis estad�sticos. Menciono s�lo algunos de los m�s llamativos. Las predicciones de 240 temblores de tierra hechas por 27 astr�logos reconocidos fueron menores que el azar. La predicci�n de eventos espec�ficos no ha sido mejor. Dos investigadores norteamericanos revisaron m�s de 3 000 predicciones a lo largo de cinco a�os y encontraron que s�lo 11% hab�an resultado correctas, porcentaje menor que el azar. Gran parte de las predicciones fueron tan err�neas como afirmar que John F. Kennedy ser�a reelecto y no asesinado.

Por otro lado, seg�n la astrolog�a, los individuos nacidos bajo el mismo signo deber�an compartir algunas caracter�sticas de vida y personalidad. Esto es notoriamente falso. El an�lisis de la fecha de nacimiento de 16 000 hombres de ciencia y de 7 000 pol�ticos no los diferenci� de la poblaci�n en general. Lo mismo sucede con las personas divorciadas en comparaci�n con las casadas. En pruebas de cuestionario no hay correlaci�n significativa entre el signo solar y atributos de personalidad, creencias, clase social o apariencia. Ni siquiera los rasgos de personalidad m�s f�cilmente mesurables, como la extroversi�n o introversi�n tienen relaci�n alguna con las fechas de nacimiento en un an�lisis de m�s de 2 000 adultos.

Los partidarios de la astrolog�a afirman que es necesario conocer todo el hor�scopo y no s�lo el signo solar para hacer predicciones v�lidas. Esto tampoco funciona y existen evidencias contundentes de que los astr�logos no tienen habilidad para interpretar la personalidad a partir de los hor�scopos. Por ejemplo, en un cuidadoso experimento, a 30 astr�logos escogidos por sus colegas como los mejores, se les entregaron 116 cartas astrol�gicas. Para cada una de ellas se les dieron tres descripciones de sujetos de diferente personalidad (uno de ellos el verdadero), y se les pidi� que determinaran cu�l de los tres correspond�a a la carta. En total los astr�logos acertaron en una de cada tres predicciones, exactamente como lo har�a cualquier persona al azar. Michel Gauquelin, de Francia, ha pasado parte de su vida profesional estudiando correlaciones entre los signos zodiacales y la personalidad. Ha pasado ya de los 100 000 sujetos estudiados y los resultados son uniformemente negativos. S�lo ha obtenido un efecto d�bilmente positivo, una m�nima pero significativa asociaci�n entre Marte en cierta posici�n y sujetos campeones de deportes, pero esto no ha sido corroborado en otros estudios.

Con esta evidencia, y mucha m�s que no es necesario resumir ahora, pero que cualquier persona inquisitiva puede corroborar, parece dif�cil explicar la popularidad de la astrolog�a excepto si aceptamos, como concluye Crowe, que se tiene una muy equivocada concepci�n de la ciencia y que subsisten residuos de supersticiones antiguas. Yo estar�a s�lo parcialmente de acuerdo con esta conclusi�n.

Elaborando sobre las ideas de Carl Jung podr�a decir que por su naturaleza decididamente simb�lica, la astrolog�a tiene un fuerte atractivo para la mente humana. En efecto, el Sol, la Luna, los planetas y las constelaciones, as� como las relaciones entre ellos y entre los objetos del mundo, constituyen s�mbolos profundos cuyo valor metaf�rico est� expresado en representaciones poderosamente significativas que han producido m�ltiples culturas a lo largo de la historia. La mente humana tiende a identificarse con esas representaciones y sus contenidos, y esto puede ser valioso para la introspecci�n y el an�lisis, como lo demuestra, por ejemplo, la maravillosa cultura del barroco. Una interpretaci�n particularmente atractiva de la astrolog�a y que fue la que predomin� desde el Renacimiento hasta el barroco es la idea de que el ser humano es un microcosmos y el universo estelar un macrocosmos, y que ambos est�n unidos por un flujo de simpat�a. Esto inserta al hombre y a su conciencia en el cosmos de una forma que es intuitivamente satisfactoria y que produjo grandes obras de filosof�a y arte a lo largo de siglos. Adem�s, los s�mbolos astrol�gicos constituyen un �rea leg�tima de estudio dentro de una psicolog�a simbolista, como la han cultivado sistem�ticamente diversos investigadores de mitolog�as y religiones.

La ciencia nos dice que el error lo constituye el hecho de "externalizar" esta propiedad y estos s�mbolos y atribuirlos de manera concreta y literal al mundo y al cosmos. A su vez, el error en el que suele incurrir la ciencia, o mejor dicho el cientificismo, es ignorar o descartar el valor simb�lico de las met�foras astrol�gicas por el hecho de que la astrolog�a carece de fundamentos te�ricos y de evidencias emp�ricas que la avalen.

EL PALACIO DE LOS SUE�OS

Primer acto (a�o de 1260). El emperador Kublai Kan de China (1215-1294) establece su residencia en Shang-tu al sudeste de Mongolia. Lo acompa�a un grupo inveros�mil de tres mercaderes venecianos, el m�s joven de los cuales es un muchacho de nombre Marco Polo, destinado a trascender como el m�s famoso viajero de Europa. Marco Polo debi� establecer muy buenas relaciones con el emperador para que �ste le enviara de regreso a Europa como su emisario ante el papa, al que habr�a de llevar regalos y, curiosamente, solicitarle algo del aceite de la l�mpara que arde en el Santo Sepulcro de Jerusal�n. Diez a�os despu�s Marco Polo regresa a China, le presenta a Kublai Kan el aceite sagrado y permanece bajo su protecci�n por 17 a�os. Ante la pr�xima muerte del emperador y la consecutiva incertidumbre, Marco Polo regresa a Venecia hacia 1291, es encerrado por los genoveses en una celda con un escritor de romances y cuentos de caballer�as, un tal Rusticello. La asociaci�n de esos hombres es afortunada: Marco le dicta a Rusticello sus memorias, las que, despu�s de unos meses de ver la luz, son copiadas por docenas de escribanos que con frecuencia agregan de su cosecha o restan partes. La historia, o mejor dicho la leyenda del viaje de Marco Polo se disemina por Italia y Kublai Kan empieza a surgir como una especie de rey Arturo de China.

La figura de Kublai Kan y su palacio de verano vendr�an a inflamar la imaginaci�n de muchos rincones de Europa. Un ejemplo de trascendencia: sabemos que el manuscrito llegar�a, a la larga, a las manos de otro aventurero italiano, quien al leerlo vislumbr� llegar hasta Asia dirigi�ndose hacia el poniente en vez de al oriente. Su nombre era Crist�bal Col�n.

Segundo acto (1797). El gran poeta del romanticismo ingl�s, Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), escribe uno de los poemas m�s impresionantes de su lengua: Kubla Khan. El poema, de lenguaje exquisito y embriagador, es corto y extra�o como un sue�o intensamente v�vido. El tema es totalmente ajeno a la experiencia cotidiana: un para�so que Kubla (sic) Khan pretende cristalizar con la edificaci�n de un domo magn�fico es transformado por las fuerzas tel�ricas de la tierra y deviene una nueva creaci�n con elementos terrenales y celestiales, humanos y naturales, creaci�n que el poeta recobra a trav�s del �xtasis de su arte. El profundo simbolismo de las im�genes de Coleridge es asombroso. Al principio del poema un r�o sagrado y subterr�neo —�el r�o de la vida?— corre bajo el domo, pero sobreviene una cat�strofe, una erupci�n que lo descubre y el Khan oye voces antiguas que amenazan con la guerra. A pesar de ellas se produce un milagro y emerge del caos un domo solar suspendido en el aire sobre profundas cuevas de hielo. Una musa recobra esta visi�n para el poeta en un sue�o con un canto y todos los que lo escuchan perciben la armon�a de los n�meros y el cosmos. Al fin, un hombre de ojos relucientes y cabellera al viento, una combinaci�n del poeta en �xtasis y Apolo ta�endo su lira, se embriaga con la leche del para�so, que no es otra que el alimento del genio.

Tan misterioso como el propio poema es el escrito en el que Coleridge detalla las extraordinarias circunstancias de su composici�n. Indispuesto por un malestar, el poeta se administra un anodino, es decir, un narc�tico analg�sico que con toda seguridad corresponde al opio, al que Coleridge recurr�a con frecuencia. Bajo su efecto el poeta lee el pasaje de un libro que describe la construcci�n de un palacio por �rdenes de Kublai Kan. El palacio constituye un mundo de placeres al que se llevaron los m�s bellos animales y las plantas m�s delicadas, un palacio que, adem�s, podr�a transportarse de un lugar a otro (quiz�s para no olvidar los or�genes n�madas del propio emperador). Ahora bien, en una especie de ensue�o o de trance subsecuente a la lectura, Coleridge compone un poema de no menos de 300 versos, si acaso se puede llamar "componer" a la visi�n de im�genes asociadas a sus correspondientes expresiones. Al despertar tom� pluma y papel para escribir el poema pero una distracci�n hizo que olvidara la mayor parte. El resultado es lo que Coleridge llam� "el fragmento de una visi�n".

Tercer acto (1952). Jorge Luis Borges publica en Otras inquisiciones un corto ensayo intitulado El sue�o de Coleridge, en el que refiere las peculiares circunstancias on�ricas en las que fue escrito el poema Kubla Khan, que dif�cilmente pueden sorprender a Borges, quien recuerda que un sue�o le dio el argumento de El doctor Jekyll y Mr. Hyde a Robert Louis Stevenson. Lo que s� lo sorprende es el hecho de que 20 a�os despu�s de publicado y 40 despu�s de compuesto Kubla Khan, apareciera la primera versi�n occidental de una historia del mundo compilada por un tal Rashid ad-Din en el siglo XIV y en la que se lee que Kublai Kan erigi� un palacio seg�n un plano �que hab�a visto en un sue�o!

Para quienes, con raz�n, duden de la autenticidad de la cita, ya que Borges suele inventar referencias veros�miles, diremos que, efectivamente, la historia universal de Rashid ad-Din (1247-1318), jud�o converso al Islam, se considera una de las grandes historias de su tiempo, ya que el autor us� fuentes confiables para exponer el mundo contempor�neo de la China, la India y la Europa medieval.

De esta forma parecer�a muy probable que el emperador mongol haya so�ado y edificado un palacio y que, 500 a�os m�s tarde, el poeta ingl�s haya so�ado y escrito un poema sobre el palacio. Comparadas con semejante simetr�a, nada son para Borges las levitaciones, resurrecciones y apariciones de los libros piadosos. Pero �cu�l es la explicaci�n de esta simetr�a? El enfoque racional dir�a que se trata de una coincidencia como las formas que dibujan las nubes; el irracional, que el alma del emperador penetr� en la del poeta para que �ste reconstruyera el palacio en palabras, que duran m�s que los edificios. Ninguna de las dos satisface al argentino. Le parece, en cambio, que la similitud deja entrever un plan en desarrollo: un arquetipo ingresa paulatinamente en el mundo; alguien, dentro de siglos, so�ar� el palacio y le dar�, tal vez, forma de m�sica.

Colof�n (1991). Un nuevo bucle intriga esta ardua y dispersa historia de palacios, sue�os, arquetipos y narc�ticos: la figura del Viejo de la Monta�a, un jeque del siglo XII que comandaba un grupo de bandoleros en una regi�n de Siria y que en premio les llevaba a un palacio paradisiaco donde les ofrec�a los mayores placeres. El hashish, un preparado resinoso de la mariguana, era prodigado en abundancia y bajo sus efectos el jeque persuad�a a sus adeptos a que realizaran los m�s variados cr�menes. Por ello se nombraba a esta secta hashishins, voz que, se dice, dio origen a la palabra "asesino". Tenemos aqu� el elemento central de nuestra recurrente historia milenaria: un palacio paradisiaco envuelto en el vapor del sue�o farmacol�gico. Pero hay una sincron�a a�n m�s curiosa: el nombre del Viejo de la Monta�a era... �Rashid ad-Din., un hom�nimo del autor de la historia que impresion� a Borges.

LETAN�A HERBOLARIA

La clasificaci�n de los objetos del mundo es uno de los primeros pasos en la formaci�n de una disciplina cient�fica. Estas clasificaciones no surgen de la nada, sino que hist�ricamente se han apoyado en conocimientos y taxonom�as emp�ricos. Los agricultores tienen un extenso saber sobre las plantas, los suelos, los climas o los animales de su entorno, el cual se manifiesta en las palabras que forjan para designarlos. Los nombres adjudicados a los objetos en las sociedades tradicionales implican una taxonom�a b�sica que ha sido usada por la ciencia en varios sentidos, adem�s son gu�as para sus propias clasificaciones.

En efecto, los nombres implican propiedades, conocimientos emp�ricos y emanan de cierta visi�n del mundo, la cual tiene elementos similares entre culturas distantes en el espacio y en el tiempo. As�, los nombres que se han referido a los animales y las plantas en las sociedades tradicionales usualmente agr�colas suelen estar llenos de sentido y de met�fora, de utilidad y humor. Voy a seleccionar algunas denominaciones populares de plantas medicinales mexicanas para ilustrar este tipo de informaci�n que constituye un punto de partida esencial para la interdisciplina que estudia los usos humanos de las plantas, la etuobot�nica. Incluyo fundamentalmente t�rminos en castellano, con lo cual quedan fuera casi todas las denominaciones de etimolog�a ind�gena —fundamentalmente n�huatl— y que requerir�an una investigaci�n etimol�gica.

Las plantas medicinales est�n dotadas de fuerza, es decir, de capacidades curativas y, por ello, sus nombres implican un principio energ�tico. Para sugerirnos la recia vitalidad de la planta est�n la inmortal, la ra�z de la fuerza o la yerba de la vida. Por tales poderes la planta es objeto de reverencia y se le confiere autoridad (hoja madre, madre chontal, hoja santa, yerba-maestra, gobernadora de Puebla). La fuerza curativa de las plantas muy apreciadas aparece ocasionalmente con t�rminos de panacea (maravilla, prodigiosa, sanalotodo, quitapesar). Las plantas curativas est�n ligadas a veces a los mitos y los astros (centaura menor).

Con frecuencia la propiedad curativa espec�fica est� claramente indicada (palo de muela, yerba de la ventosidad, mata-dolor, adormidera, yerba del pasmo, yerba del espanto). Si la planta contiene savia roja y, por ello, se usa para restituir la sangre se puede llamar llorasangre, sangre de drag�n, sangre de toro o sanguinaria. El cundeamor se emplea, desde luego, como un afrodisiaco. Hay hierbas de las que hay que cuidarse porque son venenosas (tullidora, matanene, matasano), t�xicas (mala mujer, mal hombre, revientacabra), porque enloquecen (tornaloco, yerba del diablo) o sencillamente porque pican, raspan y molestan (hierba mordaz, rasca viejo, raspa viejo, hincha huevos). Contra ellas o los venenos de ciertos animales est�n las plantas que se usan como ant�dotos (contrayerba, yerba del sapo). Algunas denominaciones nos previenen contra la confusi�n de una planta por otra (falsa damiana, falsa Jalapa de Quer�taro).

Las plantas m�gicas y sagradas con efectos psicotr�picos que son usadas como sacramentos o para adivinar tienen nombres esot�ricos que muchas veces sugieren la presencia de una esencia que "habla" a trav�s de quien la consume. Teonanacatl es el nombre n�huatl de los hongos alucin�genos y se puede traducir como "la carne del dios". En este sentido el consumo del hongo es una comuni�n. El nombre del cacto alucin�geno peyote quiere decir "el resplandeciente", y el de las semillas de la Virgen es Ololiuhqui, en n�huatl, "la culebra verde". Las referencias religiosas de las plantas psicotr�picas incluyen a personajes de la mitolog�a cristiana. As�, encontramos referencias a la Virgen Mar�a tambi�n en la hoja de Mar�a y en la hoja de la pastora, que designa tanto a una salvia que se usa como adivinatorio entre los mazatecos, como a la damiana, un reputado afrodisiaco de Baja California y que fue probablemente denominado as� en honor a San Dami�n, uno de los santos patronos de la medicina. Dentro del mismo contexto de santos y alucin�genos, San Isidro es el nombre con el que los mazatecos denominan a uno de sus hongos visionarios.

Muchas otras plantas se distinguen por sus llamativas caracter�sticas, sean visuales, como el palo mulato, el peine de mico, el peine de arriero, el ala de �ngel, la suelda con suelda, el �rbol de las tetas, la flor izquierda, el papalote, la flor de fuego, la flor de manita, la flor de camar�n, la lluvia de oro; por sus propiedades gustativas, como la carne doncella o el amargoso; u olfativas, como el aromo y la hediondilla.

En algunas ocasiones los t�rminos identifican caracter�sticas fisi�logicas de la planta (volador, ra�z de liga, aceitilla, girasol); en otras los t�rminos nos dicen algo del terreno donde se encuentra, como la flor de tierra adentro, el abrojo de tierra caliente o el derrumbe; o bien, la �poca o la hora en que se dan (flor de Pascua, flor de San Juan, gal�n de noche). Encontramos tambi�n palabras que identifican otros usos, aparte del medicinal, como la flor de muerto, la aguja del pastor, la yerba de la flecha o la flor que pinta; asociaciones con animales (yerba de las gallinitas, camote de culebra, yerba de la golondrina) y con otras plantas (madre del cacao).

Figura 7. El toloache (Datura stramonium), dibujo de Jos� Mar�a Velasco.

Finalmente, hay algunas denominaciones francamente surrealistas como ra�z del manso, yerba de los avaros, castilla el�stica, flor del secreto, doncellita, alhel� disciplinado, yerba del vidrio, pucheros de monja, palabras de mujer o amor seco y que, adem�s de su po�tico sabor, podr�an servir para provocar asociaciones libres de inter�s psicoanal�tico. Sin embargo, como suele suceder con las denominaciones emp�ricas, es muy probable que estos t�rminos impliquen tambi�n caracter�sticas y asociaciones significativas que ignoramos. Por ejemplo, el espantavaqueros es una enredadera del desierto que, al secarse, forma una esfera grande y ligera que es arrastrada por el viento de tal forma que puede sorprender al caballo de alg�n vaquero y hacer que el jinete caiga al suelo. En algunos casos queda lejanamente implicado el efecto farmacol�gico. Recordemos que el nombre de belladona fue adjudicado en Italia a una solan�cea que dilata las pupilas, por lo que fue usada por las mujeres medievales como cosm�tico. Hoy sabemos que la planta contiene atropina, un alcaloide que produce dilataci�n pupilar, caracter�stica particularmente atractiva, ya que la pupila se dilata al ver algo que agrada a la persona. As�, una mujer que mira a un hombre con las pupilas dilatadas lo cautiva porque le env�a el mensaje de que le gusta.

LECTURAS

Campbell, J. (1974), The mythic image, Princeton University Press, Bollingen Series, Nueva Jersey.

Crowe, R. A. (1990), "Astrology and the scientific method", Psychological Reports 67 pp. 163-191.

D�az, J. L. (1976), �ndice y sinonimia de las plantas medicinales de M�xico, Instituto Mexicano para el Estudio de las Plantas Medicinales, M�xico.

Jung, C., editor (1964), Man and his symbols, Doubleday, Nueva York.

Kolakowski, L. (1972/1990), La presencia del mito, C�tedra, Madrid.

Lafaye, J. (1985), Quetzalc�atl y Guadalupe, FCE, M�xico.

Le�n-Portilla, M. (1974), La filosofia n�huatl, Universidad Nacional Aut�noma de M�xico, M�xico.

L�vi-Strauss, C. (1962/1975), El pensamiento salvaje, FCE, Breviarios, M�xico.

Sejourn�, L. (1962), El universo de Quetzalc�atl, FCE, M�xico.

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