VI. CIENCIA Y ARTE: LA INTELIGENCIA DE LAS MUSAS

CIENCIA Y ARTE: SIMILITUDES Y DIFERENCIAS

TODO arte consiste, en esencia, en la creaci�n de formas, en una transformaci�n que se manifiesta, finalmente, en la producci�n de una estructura. A su vez, toda forma, natural o creada por el ser humano tiene, potencialmente, informaci�n, es decir, puede trasmitirse en el proceso que llamamos comunicaci�n. La obra de arte es as� un v�nculo entre quien la produce y quien la observa y experimenta. El arte es interacci�n.

Ahora bien, estos atributos que son esenciales para el arte lo son tambi�n para la ciencia. El cient�fico produce informaci�n y la ciencia requiere observadores que juzguen, valoren y verifiquen la obra. Esto �ltimo podr�a parecer que marca una diferencia entre ambas actividades: la ciencia requiere r�plica y contrastaci�n, la obra de arte simplemente se contempla y se goza. Sin embargo, hay elementos gozosos en la ciencia as� como tambi�n hay elementos cognitivos en el arte. El cient�fico goza el placer est�tico que le produce un experimento bien dise�ado, al que califica de "elegante", y el artista o el cr�tico bien saben que la reflexi�n y la contrastaci�n no est�n excluidas del arte; de hecho, le son consustanciales. Es as� que, ubicado en un universo art�stico determinado, un creador inventa una nueva manera de ver y de expresarse. Se inspira en lo existente y afecta a quienes lo siguen. Las genealog�as de pintores, core�grafos, poetas o cineastas son tan similares a las genealog�as de los cient�ficos que ser�a imposible diferenciarlas: en ambas actividades hay escuelas, doctrinas, teor�as y t�cnicas particulares, compromisos ideol�gicos y �ticos. Desde luego que la genealog�a no es, estrictamente hablando, una verificaci�n, aunque en ambas actividades se da el mismo fen�meno: el alumno creativo se detiene en la obra de un maestro y luego se impulsa hacia otro orden, se separa y, muchas veces, contradice lo establecido.

Si hemos de diferenciar apropiadamente al arte de la ciencia hay que explorar en aguas m�s profundas. Veamos primero el m�todo. Hemos repetido que la ciencia es una forma de explorar inc�gnitas mediante un m�todo sistem�tico que pone a prueba hip�tesis para verificarlas o refutarlas. Un acto fundamental del m�todo cient�fico es la observaci�n, la piedra de toque de la ciencia emp�rica. La observaci�n debe ser precisa, informada, dirigida, sagaz. �Qu� sucede con el arte? �No es acaso el arte una forma de explorar lo inc�gnito? �No tiene tambi�n el artista una preocupaci�n como motivaci�n fundamental? Y antes de ejecutar la obra, �no es cierto que el cient�fico y el artista deben realizar una observaci�n acuciosa del objeto de su preocupaci�n? Y m�s a�n, una vez realizada la observaci�n, �no se plasman las representaciones de esa observaci�n en una obra que se ofrece al mundo? Estas similitudes son ciertamente sustanciales, pero se detectan diferencias en el m�todo. Por ejemplo, el cient�fico emplea t�cnicas muy elaboradas para realizar sus observaciones. Necesita instrumentos cada vez m�s complejos y precisos. Una vez obtenidos los datos, es decir, los tangibles de sus observaciones armadas, el cient�fico realiza la �ltima etapa del m�todo: la escritura del art�culo cient�fico, que es la obra propiamente dicha, aunque �sta resulta menos atractiva que el procedimiento, al menos para el propio investigador.

El artista sigue un m�todo que si bien en sustancia no difiere, como hemos visto, del de la ciencia, parece tener un �nfasis t�cnico distinto. En efecto, en tanto que el cient�fico realiza una observaci�n armado de t�cnicas sumamente precisas y complejas, el artista realiza una observaci�n muy diferente porque se basa en el refinamiento de factores perceptuales, cognitivos y emocionales propios: el artista depura su sensibilidad. En este caso, y a diferencia de la ciencia, no se generan datos duros, o sea registros observacionales o de m�quinas a los que es necesario dar una interpretaci�n. Se genera una representaci�n m�s directa y la t�cnica en el arte se emplea, fundamentalmente, en la producci�n de la obra. Es as� que, aunque el cient�fico y el artista deben ser artesanos y dominar las t�cnicas, �stas se emplean en momentos diferentes del proceso. Ahora bien, aunque �sta es claramente una diferencia, no parece demasiado sustancial. Hay demasiadas zonas de traslape. Por ejemplo, muchas de las im�genes que se producen en la ciencia, como las que generan las computadoras como mapas de la actividad cerebral o las espectaculares fotos de mundos min�sculos obtenidos por microscop�a electr�nica de barrido, constituyen parte de los resultados publicables y poseen una particular belleza. Por otro lado est� el uso de t�cnicas y aparatos cient�ficos para la producci�n de obras de arte, como el uso de los rayos l�ser para la creaci�n de hologramas o las t�cnicas precisas de mezcla de colorantes usadas por Vasarely para sus litograf�as geom�tricas.

Veamos si es en las operaciones mentales donde hallamos una diferencia m�s ostensible entre la ciencia y el arte. Se dice que arte es representaci�n. No necesariamente imitaci�n de lo sensible, sino representaci�n de lo esencial. El objeto art�stico es la expresi�n de esa representaci�n. Pero la ciencia no es otra cosa que una representaci�n del mundo y la producci�n de objetos —modelos, teor�as, artefactos— a partir de ella. En todo caso, la representaci�n y el modelo son comunes a ambas facetas de la cultura. Debe haber diferencias entonces entre los objetivos: el prop�sito de la ciencia es producir conocimiento certero y general sobre aspectos restringidos del mundo; el del arte es producir una emoci�n est�tica.

Al fin pareciera que a partir de esta distinci�n podemos establecer una diferencia importante. Si bien es indudable que hay elementos intelectuales en el arte y emocionales en la ciencia, lo cierto es que en la pr�ctica, en la acci�n y la obra, esta distinci�n se pone de manifiesto por el hecho de que la ciencia pretende un conocimiento impersonal y universal expresable finalmente en el lenguaje m�s abstracto, el de la matem�tica. Con ello deliberadamente deja de lado los aspectos m�s subjetivos, particulares y espec�ficos, que son, precisamente, el �rea del arte.

Lo m�s subjetivo, lo m�s personal, la experiencia m�s �ntima es objeto de las artes. Es as� que una de las maneras mas adecuadas de analizar el arte es el estudio del estilo, un factor que, al menos en apariencia, interesa poco a la ciencia. El estilo es muy ostensible en el arte. La arquitectura g�tica, el art nouveau, el neorrealismo del cine italiano constituyen estilos depurados de hacer arte. Los grandes artistas se distinguen por su estilo. De hecho hay estilos, como el barroco, que no s�lo se reconocen en una de las artes en particular sino en todas ellas, marcando una forma de ver, de sentir, de pensar y de expresarse caracter�stica de una �poca y aun, para algunos cr�ticos, de m�ltiples �pocas y culturas. Tomemos este camino y pensemos si existe una ciencia peculiar de un estilo o de una �poca. Por ejemplo, la ciencia barroca estar�a representada por Pascal, Descartes, Newton y Leibniz, en la que priva, como es caracter�stico del estilo, una abigarrada geometr�a de pliegues cognoscitivos. Sin embargo, m�s que por el estilo, en la ciencia las escuelas y las tendencias se distinguen cl�sicamente por sus conceptos, por sus paradigmas. El estilo es un factor netamente cualitativo, en tanto que la ciencia favorece la cuantificaci�n. As�, la diferencia fundamental entre ciencia y arte es probablemente la cualidad. No la calidad, que es el factor com�n para juzgar la excelencia en ambos casos, sino la cualidad, asunto misterioso y delicado cuyo estudio puede llegar a constituir un puente entre ellos.

CIENCIA, LITERATURA Y CONOCIMIENTO

En 1959, el f�sico y autor brit�nico C. P. Snow escribi� un c�lebre ensayo sobre las "dos culturas", en el que argumentaba sobre la divisi�n entre las ciencias y las artes, en particular la literatura. Para Snow la vida intelectual en Occidente ha ido separando estos dos grupos de creadores intelectuales de tal manera que han llegado a malinterpretarse y despreciarse mutuamente. Para muchos cient�ficos la literatura carece de importancia como fuente de conocimiento, en contraste con la ciencia que es razonadora, rigurosa y se sit�a a un nivel conceptual superior. Para muchos literatos no existe el orden natural que proclaman los cient�ficos, o bien su exploraci�n es impersonal e inadecuada. Lo que les importa es la condici�n humana individual, algo que la ciencia por definici�n deja de lado. Snow afirmaba que la cultura literaria de los cient�ficos y la cient�fica de los literatos era paup�rrima. Pocos literatos podr�an definir la segunda ley de la termodin�mica y ni siquiera nociones elementales como masa o aceleraci�n. Por su parte el cient�fico, aunque pueda disfrutar y en general estar m�s familiarizado con las artes, no les concede el poder de generar el conocimiento y el bienestar intr�nsecos que da la ciencia. Snow conclu�a que la tradici�n literaria, con su actitud pesimista y distorsionadora de la ciencia y la tecnolog�a obstaculizaba el desarrollo de la ciencia y se pronunci� a favor de �sta por ser optimista y democr�tica. Como se puede adivinar, este ensayo produjo una larga pol�mica que interesa resumir y valorar.

Unos a�os m�s tarde, en 1963, Aldous Huxley se lanz� a la arena de esta discusi�n con un ensayo titulado Literatura y ciencia, en el que arg��a que si bien las dos actividades difieren sustancialmente no son mutuamente excluyentes. En efecto, ciencia y literatura se distinguen por su inter�s respectivo en la experiencia p�blica y privada. Por ello difieren en funci�n, psicolog�a y lenguaje. Para el literato el lenguaje es el fin mismo de su quehacer, en tanto que para el cient�fico es un medio, un instrumento. Sin embargo, para Huxley, la incorporaci�n de la visi�n cient�fica a la literatura no s�lo es posible sino deseable. Para demostrar su punto trajo a colaci�n ejemplos de literatos entusiastas de la ciencia, como Tennyson o Wordsworth y de teor�as cient�ficas que introduc�an lo subjetivo al campo de los hechos, como el principio de la incertidumbre de Heisenberg y la relatividad de Einstein. A Huxley le interesaba particularmente la relaci�n entre el temperamento y los tipos som�ticos, as� como las bases moleculares de la mente y el �xtasis. Es bien conocido que Huxley experiment� y relat� magistralmente el efecto de varios alucin�genos. La informaci�n cient�fica ser�a un material po�tico en bruto que no puede ser ignorado por el poeta. M�s a�n, el hombre de letras debe aliarse al cient�fico en la defensa de un medio ambiente cada vez m�s empobrecido y alterado. Ambos deben avanzar juntos en las regiones de lo desconocido. Dice Huxley: "la condici�n previa de cualquier relaci�n fruct�fera entre literatura y ciencia es el conocimiento." Podr�amos encontrar algunos frutos, muy escasos por cierto, de esta aseveraci�n de Huxley en la poes�a de un Robert Bly, de un Paul Val�ry, o en el ensayo Las vidas de la c�lula del m�dico Lewis Thomas.

Otra simlitud profunda entre ciencia y arte fue marcada por Arthur Koestler en su extraordinario Acto de la creaci�n y se refiere a la esencia misma del descubrimiento cient�fico, la invenci�n tecnol�gica y el hallazgo musical, pl�stico o literario. Koestler detalla el papel de la cognici�n, la intuici�n, la atenci�n y la emoci�n en el proceso creativo que se funden en el �eureka!, el instante inefable del hallazgo.

La intersecci�n entre ciencia y literatura ha quedado tambi�n de manifiesto en los tratamientos que de los mismos temas han hecho investigadores de ambas disciplinas. As�, por ejemplo, la ilusi�n del tiempo ha sido abordada por Albert Einstein, Stephen Hawking, T. S. Eliot o Jorge Luis Borges, dos f�sicos y dos literatos de primera magnitud, con planteamientos en esencia compatibles aunque totalmente diferentes en su forma.

Existe, adem�s, todo un g�nero que supuestamente constituye la interfase entre ciencia y literatura: la ciencia ficci�n. El padre de este g�nero fue, como es bien sabido, Julio Verne (1828-1905). Enmarcado en el romanticismo y la novela de aventuras, Verne concibi� y profetiz� maravillas cient�ficas cuidadosamente elaboradas a partir de un bien fundado conocimiento y una prodigiosa imaginaci�n. El g�nero hab�a nacido esquizofr�nico, con una cara vuelta hacia la verosimilitud factual y otra hacia la imaginaci�n cada vez m�s desbordada. En efecto, la ciencia ficci�n ha resultado demasiado fantasiosa para considerarse un aut�ntico h�brido entre ciencia y literatura, con algunas y notables excepciones, significativamente, aquellas de cient�ficos literatos. Entre �stos cabe mencionar la obra del bioqu�mico Isaac Asimov, del matem�tico y comunic�logo Arthur C. Clarke, del te�rico en informaci�n Stanislaw Lem, del astr�nomo Fred Hoyle y de Ursula K. LeGuin, hija de antrop�logos. Los cl�sicos 2001 odisea del espacio de Clarke y Solaris de Lem, plantean c�mo la exploraci�n espacial amplia los horizontes del conocimiento personal y constituyen met�foras de la ampliaci�n de la conciencia. La obra de Ursula LeGuin —verdadera etnolog�a-ficci�n— es llamativa y en ocasiones enternecedora. En La mano izquierda de la oscuridad explora una cultura extraterrestre con la mirada de un etn�logo y plantea los efectos de ciertas peculiaridades biol�gicas sobre la estructura misma de la sociedad. En Los despose�dos analiza el conflicto de una pareja de cient�ficos que vive en una sociedad anarquista y que fuera expulsada de un planeta parecido a la Tierra a uno de sus �ridos sat�lites.

Una de las contribuciones recientes m�s importantes a la discusi�n del papel de la literatura en el conocimiento es la obra de Milan Kundera, uno de los destacados novelistas de nuestro tiempo, quien, en su Arte de la novela, aborda sin tapujos el problema con una proposici�n di�fana y sorprendente: "la novela que no descubre una parte hasta entonces desconocida de la existencia es inmoral. El conocimiento es la �nica moral de la novela." Kundera astutamente afirma que la edad moderna no se inicia solamente con Descartes y la ciencia, sino paralelamente con Cervantes y la novela. La pasi�n por conocer est� presente en ambas actividades, si bien con modalidades diferentes. Y aunque la novela no proporciona, ciertamente, una posici�n moral definida, sino una interrogante que se desenvuelve en el tiempo, tiene, como la ciencia, una sucesi�n de descubrimientos que constituyen su historia. De esta manera, al igual que lo que sucede con la ciencia, cada obra significativa contiene toda la experiencia anterior de la novela.

Vemos as� que tanto la ciencia como la literatura tienen un terreno que les es exclusivo y las distingue, pero que tambi�n hay una zona de traslape e intersecci�n poco explorada que puede y debe amplificarse. En efecto, a pesar de la unidad fundamental en la b�squeda y el proceso de adquisici�n del conocimiento, entre la ciencia y el arte persiste en nuestra cultura una innecesaria dicotom�a de c�rculos, actividades y actitudes entre cient�ficos y literatos. Si �sta llegara a disolverse, estar�amos en el umbral de una nueva perspectiva que contrarrestar�a la esencial incompletud de cada una y llenar�a en parte el hueco �tico sobre el uso de los descubrimientos.

EL SABER DEL POEMA

Las primeras p�ginas de El arco y la lira de Octavio Paz constituyen un magn�fico poema sobre la poes�a: una definici�n de lo que es el poema desde la l�rica misma. En este contexto podr�a parecer contradictorio que la primera frase del libro, que marca una de sus proposiciones esenciales, sea: "La poes�a es conocimiento." Ahora bien, si el poema es conocimiento, �en qu� consiste su saber?

Los conjuros m�gicos de los antiguos chamanes, quiz�s una de las formas primarias del lenguaje, estaban cifrados en forma de cantos e invocaciones. Con el tiempo, los sonidos cargados de un sentido primordial se habr�an separado en dos grandes ramales. Uno era la m�sica y el otro la frase que palpita y que nunca perder� algo de ritmo, de hechizo y de sacramento: el verso. La poes�a y la m�sica vendr�an a constituir expresiones b�sicas de la humanidad a trav�s de todas las culturas y toda la historia. Y, sin embargo, no es f�cil definir a ninguna de las dos sin recurrir a los elementos metaf�ricos que les son consustanciales.

Es as� que llamamos poes�a al tipo de literatura que se borda a partir de una conciencia enfocada a la imaginaci�n y a la emoci�n por medio de frases escogidas no s�lo por su significado —en la mayor parte de los casos deliberadamente impreciso y tangencial— sino tambi�n por su sonido y su ritmo. La libertad en la sintaxis, el vocabulario acentuado y la l�nea, o sea el verso, como unidad primordial definen la forma po�tica, en tanto que la t�cnica m�s universal es el uso de la met�fora y el s�mbolo bajo cuyo conjuro se evocan asociaciones muchas veces sensoriales para obtener un significado, una comprensi�n y, en �ltimo t�rmino, un conocimiento que, parad�jicamente, est� m�s all� del lenguaje: palabras para trascender la palabra, palabras que desembocan en el silencio.

La poes�a tiene entonces otra l�gica, m�s sutil y menos definible, pero tan certera como un silogismo, ya que en el gran poema da la impresi�n de que todas las palabras est�n en su sitio y que no sobra ni falta ninguna. El propio arreglo del poema, que r�pidamente lo distingue de la prosa por sus l�neas cortas y definitivas, nos induce a leer de manera distinta, atenta, pausada, quiz�s en voz alta porque, como dec�a Paul Val�ry, si la prosa es caminar, la poes�a es bailar. As�, el poema se siente y se contempla: se goza.

La palabra poema viene del griego poiein, que significa producir, engendrar, crear. La expresi�n "componer poes�a" dice mucho. El poeta compone, es decir, forma un plan, usa un procedimiento para combinar elementos ling��sticos, construye un boceto, arregla y articula sus partes, repara y corrige. El poeta trabaja con una especie de incertidumbre, con una intencionalidad flotante donde la conciencia se desprende de sus conceptos establecidos y abre una mirada resuelta hacia la oscuridad y la escudri�a con las pupilas dilatadas y el tacto intensificado.

�Y cu�l es la fuente de la poes�a? El poeta, como el cient�fico o el fil�sofo, tiene una pregunta, muchas veces desdibujada, a la que quiz�s se haya dado alguna respuesta, pero que no le satisface; es decir, tiene una preocupaci�n. Pero, a diferencia de la ciencia, que seg�n Medawar es el arte de lo soluble, la poes�a es, en palabras de Claude Esteban, la interrogaci�n de lo posible. Ubicada la inc�gnita y presa ya del problema, el poeta entonces baraja posibles caminos de acceso ling��stico, remonta algunos, desanda otros y con ello elabora el tema. Su verso es un abordaje a la inc�gnita, un ir y venir de la regi�n oscura, no por el camino m�s o menos abierto y sistem�tico del m�todo cient�fico, sino a campo traviesa, por la espesura y sirvi�ndose de ecos furtivos para encontrar, quiz�s, un atajo. Su verso finalmente destila una situaci�n, plasma el conflicto, logra retener en su l�nea instant�neamente el fugaz presente y recrea el mundo, como lo intentan tambi�n hacer, de formas muy distintas, la vi�eta del pintor y el modelo del cient�fico. Y al igual que ellos, detr�s de sus t�cnicas y herramientas, el poeta ve y muestra mundos diferentes a trav�s de sus instrumentos m�tricos y pros�dicos.

El poema es entonces una forma peculiar de conocimiento, un juego con reglas que no se pueden especificar con certeza aunque no cesaremos de intentarlo. Encima de todo el poema debe ser bello; a�n m�s: su belleza debe emocionar. Como sucede en la melod�a, en el poema hay una mezcla afortunada entre lo previsible y lo azaroso que nos place. Adem�s, el poema debe ser certero y completo como un epitafio o como un aforismo y debe instaurar un nuevo sentido a los signos verbales, es decir, descubrir una nueva forma de ver, constituir un hallazgo que de esa manera tangencial se�ale e ilumine con una inesperada luz el objeto de la preocupaci�n, logrando con ello que las palabras mismas adquieran un nuevo sentido al encontrarse utilizadas de otra forma. Es as� que la voz del poema, m�s que iluminar, incendia, o, mejor a�n, alumbra al incendiar.

Adem�s de contener elementos cognitivos y emocionales, el poema es tambi�n un objeto visual, no s�lo por sus l�neas sino incluso por sus espacios, que tambi�n parecen tener un significado, aunque sea en negativo. �Qu� hermosas son las casidas escritas en �rabe, los haik�s en japon�s! El poema es visualmente hermoso y, seg�n Juan Garc�a Ponce,
al final el pu�ado de palabras esparcidas como negros signos en la virginal blancura del papel crean un murmullo continuo, ininterrumpido, del que es imposible apartarse y que no deja de ser exacto equivalente de ese silencio original, id�ntico al de la blancura del papel antes de ser asaltado por la alegre libertad de las palabras del poema.

Finalmente el poema debe ser sonoro, no s�lo en cada verso, lo cual est� marcado por un cierto paso de danza de las palabras, sino que debetener un sonido global, una musicalidad. No es en vano que al poema se le llame tambi�n canto y al verso copla, o que a quien escribe m�sica se aplique el t�rmino de compositor, ya que hace lo mismo que el poeta, aunque con los elementos musicales. Y, como sucede con la ciencia, la aparente resoluci�n de un problema no es m�s que eso: un consuelo ef�mero porque abre nuevas incertidumbres y da la impresi�n de que las fronteras de lo inc�gnito aparecen m�s cercanas y extensas.

Con todo ello no hay nada as�ptico en el poema; al enunciarse se sumerge en el mundo, arrastrando al lector consigo. Es una aparici�n evanescente que refleja la realidad y se ve reflejado en ella. No es en vano que, seg�n los nahuas, el poema embriaga como el aroma de la flor y el consumo del peyote: el poema es peligroso.

�Y la verdad? La verdad se palpa en el proceso mismo del quehacer po�tico, sea en la composici�n o en la atenta lectura que conduce al hallazgo de un significado m�s all� de las palabras. El gran poeta Luis Rosales lo dijo con exactitud en Un pu�ado de p�jaros:
hoy me encuentro en el aire y en modo alguno quisiera detener esta ca�da en la que toco la verdad como a veces tocamos nuestro cuerpo para certificar que no estamos so�ando.

As�, el poeta arrobado y en vilo logra en un instante eterno fijar el v�rtigo y despertar al momento presente, lo cual es la verdad m�s recia de la experiencia humana.

LA M�SICA, EXPRESI�N DE LO INEFABLE

La m�sica, dec�a Schopenhauer, es un arte diferente de todos las dem�s: no expresa ninguna particular alegr�a, tristeza, angustia, deleite o sensaci�n de paz, sino cada una de estas emociones en s� mismas, en su esencia, sin accesorios y sin motivos. V�ctor Hugo a�ad�a que la m�sica expresa aquello que no se puede decir y sobre lo que es imposible callar. En efecto, escuchamos m�sica por el extraordinario efecto mental que nos evoca. Deber�a haber, entonces, una ciencia que intente analizar la formidable conexi�n entre el sonido organizado y la emoci�n o el pensamiento. Y la hay. La psicolog�a de la m�sica es quiz�s una de las disciplinas que mejor unifican dos de las grandes capacidades creativas del ser humano: la ciencia y el arte.

La m�sica est� constituida por series de sonidos particulares que arbitrariamente llamamos notas. A su vez, las notas son vibraciones electromagn�ticas dotadas de una particular amplitud o intensidad, tono y duraci�n. Si bien los sonidos individuales son el alfabeto de la m�sica, �sta se manifiesta en series de notas en cierta secuencia que llamamos melod�a, en una determinada combinaci�n que produce armon�as, en cierto ritmo, y una peculiar cualidad que llamamos timbre.

La estructura de una melod�a que es agradable al o�do no es totalmente azarosa ni previsible. Por ejemplo, se puede generar una melod�a aleatoria al producir notas sin orden. Tambi�n se puede producir una melod�a mon�tona artificialmente, por ejemplo una tonada que imite el movimiento browniano. Pero la primera es demasiado ca�tica y la segunda demasiado previsible para evocar inter�s y emoci�n. Se ha podido producir artificialmente una melod�a situada a la mitad de ambas, la cual resulta particularmente agradable al o�do. Esta melod�a intermedia tiene un espectro que se puede comparar a ciertos ritmos de la naturaleza, como las manchas solares, las corrientes submarinas, las fluctuaciones de nivel en los r�os. La m�sica cl�sica y el jazz se ajustan apropiadamente a este tipo de secuencias. No en vano Plat�n o Debussy coincidieron en intuir que la m�sica imita a la naturaleza.

Ahora bien, aparte de la secuencia mel�dica, que es uno de los elementos cruciales en la m�sica, ocurre que las notas pueden aparecer combinadas o fusionadas, con lo cual se crea la armon�a; un acorde de varias notas no es igual a la suma de cada una de ellas, pues se genera un sonido global de muy diferente connotaci�n. Esto amplifica extraordinariamente las posibilidades expresivas con un alfabeto relativamente limitado de notas. Existen tambi�n los atributos de la repetici�n, la cadencia y el ritmo en las series musicales, caracter�sticas tambi�n de m�ltiples sistemas del organismo vivo, desde los ritmos cercanos al d�a o circadianos, hasta las intrincadas pulsaciones del sistema endocrino, sin dejar de mencionar las m�s habituales de los ritmos cardiaco y respiratorio, a los que el ritmo musical se asocia cercanamente. Mucho del inter�s que provoca la m�sica estriba en su ritmicidad: el jazz y el rock basan mucho de su fascinaci�n en ritmos marcados y estables, tendencia que ha sido llevada a sus l�mites por los minimalistas. En el lado opuesto se encuentra la m�sica electr�nica, y parte de la dificultad en seguirla estriba en su frecuente ausencia de ritmo.

Finalmente encontramos uno de los atributos m�s dif�ciles de definir: el timbre musical, que es un factor cualitativo. Reconocemos la misma nota o la misma melod�a interpretada por diferentes instrumentos o voces, pero en cada uno de ellos reconocemos su cualidad diferencial. Esto es, el timbre, algo que es de alguna forma an�logo al color en la pintura. El timbre tiene que ver con la materia o estructura del instrumento, incluida la laringe, y con la manera como se ejecuta la misma melod�a. El ejecutante modula, es decir, controla los modos de variaci�n de la melod�a y los matiza en grados diversos. Los cr�ticos musicales califican particularmente estos aspectos, los cuales, aparte de la t�cnica, son fundamentos de la habilidad expresiva del ejecutante o del director. El timbre y la modulaci�n son factores cruciales para la expresi�n emocional, que es ella misma fundamentalmente cualitativa.

Tenemos as� que la textura de la m�sica tiene una estructura comparable a la conducta o al lenguaje. La nota musical es similar a la unidad conductual o a la letra. La idea musical es una secuencia concreta similar al fonema o la palabra, en tanto que la melod�a corresponder�a al tema conductual o a la oraci�n. La parte musical ser�a similar a una actividad conductual o a un p�rrafo del lenguaje escrito. Un tiempo corresponder�a a un ciclo o cap�tulo y, finalmente, la partitura a un libro.

Ahora bien, adem�s de su estructura intr�nsecamente compleja, la m�sica tiene aspectos muy diversos. Por una parte es sin duda un tipo de vibraci�n f�sica que se transmite por el aire. La vibraci�n es producida por esculturas particulares que llamamos instrumentos y que vibran por la acci�n de los ejecutantes. Tal acci�n constituye otro de los aspectos de la m�sica y se refiere a la conducta de ejecuci�n. El ejecutante memoriza secuencias de notas o las lee en un papel pautado y las transforma en movimientos musculares muy precisos de la laringe, en el caso del cantante, o de los dedos (digitaciones) en el caso de otros instrumentos.

La vibraci�n producida de esta manera se propaga por el espacio y llega a los t�mpanos de los sujetos receptores, donde se transforma en movimientos de un l�quido del o�do interno llamado endolinfa, mediante el sutil y exacto movimiento de tres huesecillos articulados. Estos movimientos se convierten en potenciales el�ctricos en el receptor auditivo y se despachan en secuencia a trav�s de varios relevos neuronales hasta un sector restringido de la corteza cerebral ubicado en el l�bulo temporal. �sta es el �rea auditiva primaria donde el sonido se capta en sus caracter�sticas f�sicas. De este lugar se propaga la informaci�n hacia �reas adyacentes de la corteza donde se reconocen los timbres o los instrumentos y de all� al resto del cerebro donde, de un modo a�n profundamente misterioso, se experimentan como estados de conciencia particulares, de alguna manera similares a los del compositor o de otros escuchas.

Este resumen necesariamente simplista invita a reflexionar sobre la naturaleza plural de la m�sica, sobre la relaci�n que hay entre la vibraci�n a�rea, la vibraci�n del instrumento o de la voz, la fina conducta del ejecutante, los potenciales del receptor del o�do, los sistemas de informaci�n cerebral y los estados de conciencia. El concepto de "m�sica" se refiere a todos ellos en su conjunto, en su unidad y diversidad. Los aspectos conductuales de ejecuci�n, f�sicos de vibraci�n, neurofisiol�gicos de actividad neuronal y psicol�gicos de cognici�n o de estados de conciencia no son id�nticos ni equivalentes ni se pueden reducir o explicar en t�rminos similares. Tampoco tiene sentido hablar de m�sica como s�lo uno de ellos o darle mayor jerarqu�a que a los dem�s. La m�sica es un proceso pautado y complejo que ocurre entre objetos y sujetos unificados en el espacio-tiempo por la actividad de una secuencia energ�tica e informacional que los entrelaza: materia, forma, conciencia, conducta, cin�tica y energ�a en su unidad y su diversidad.

UNA TRADICI�N BOSTONIANA DE CONOCIMIENTO

En el estado de Massachusetts de Nueva Inglaterra se encuentra la villa industrial de Lowell, bautizada en 1826 en honor de Francis C. Lowell (1775-1817), el fundador tanto del primer molino textil en el que se produc�a tela a partir de algod�n crudo, como de una familia de intelectuales estrechamente vinculada a la Universidad de Harvard. El ingenio y el humanismo de los Lowell era ya evidente en Francis, quien mejor� las condiciones de trabajo de su f�brica y la calidad de vida de los obreros hasta niveles ejemplares e invent� varios aparatos para automatizar y facilitar el proceso del hilado. Dos a�os despu�s de su muerte nac�a en Boston su sobrino James Russell Lowell, destinado a ser una de las figuras literarias y diplom�ticas m�s importantes del siglo pasado en Estados Unidos.

James se recibi� de abogado en Harvard en 1840 y empez� a publicar libros de poemas y ensayos al a�o siguiente, en los que abogaba por la abolici�n de la esclavitud. Fue uno de los pocos norteamericanos que denunci� la guerra de 1847 de Estados Unidos contra M�xico como un intento de extender la esfera norteamericana de la esclavitud. En una �poca en la que la creaci�n intelectual se concentraba en Europa, James defendi� la posibilidad de crear nuevas formas de expresi�n en el Nuevo Mundo. Con esta idea encabez� la revista Atlantic Monthly, que a�n hoy goza de reputaci�n internacional. A partir de 1867 sus escritos consideran al individuo como el responsable �nico de sus actos, e intentan reconciliar a la ciencia en expansi�n con una fe religiosa modificada, idea que vendr�a a resonar a�os m�s tarde en John Dewey, otro m�s de los eruditos de Nueva Inglaterra. James Lowell muri� en Boston en 1891. All� nacieron tres sobrinos suyos que dejar�an una huella profunda en distintos campos del saber y la creaci�n.

Percival Lowell naci� en 1855. Despu�s de graduarse en Harvard se dedic� a viajar por el Lejano Oriente y a escribir sus experiencias. Hacia 1890 ley� sobre el descubrimiento de los "canales" en Marte y decidi� estudiar este planeta, convencido de que estaba habitado. Para ello construy� un observatorio privado en Flagstaff, Arizona, y elabor� la hip�tesis de que los marcianos hab�an construido canales desde los casquetes polares del planeta para proveerse de agua en un planeta des�rtico. La teor�a, que no goz� de simpat�as entre los astr�nomos pero que encendi� la imaginaci�n popular, no fue totalmente descartada hasta que se tuvieron las evidencias fotogr�ficas del Mariner IV en 1965.

Sin embargo, la aportaci�n cient�fica m�s importante de Percival Lowell fue la predicci�n de la existencia de Plut�n mediante el estudio cuidadoso de la �rbita de Neptuno, cuyas irregularidades suger�an la existencia de un �ltimo planeta en el Sistema Solar. Percival intent� hasta su muerte, en 1916, observar este planeta, pero tuvieron que pasar 14 a�os m�s para que su alumno Clyde Tombaugh demostrara la existencia del nuevo planeta. El anuncio fue hecho en el aniversario del nacimiento de Percival, en 1930, y se denomin� Plut�n al nuevo cuerpo solar porque sus dos primeras letras correspond�an al nombre y apellido de Percival Lowell.

Un a�o despu�s que su hermano Percival, naci� A. Lawrence Lowell, cuya vida transcurri� en la Universidad de Harvard. En ella se gradu� de abogado en 1880, fue profesor de la Facultad de Leyes hasta 1909 y presidente (rector) de la universidad en el largo periodo de 1909 a 1933. Lawrence Lowell llev� a la Universidad de Harvard, de ser una de las mejores de su pa�s a ser una de las mejores del mundo. Dise�� ex�menes generales, elabor� el sistema tutorial para los estudiantes de grado, duplic� la matr�cula y triplic� la planta de profesores e investigadores, inaugur� las escuelas de arquitectura, administraci�n de empresas, educaci�n y salud p�blica. Construy� las residencias para 3 200 estudiantes y escribi� dos importantes libros acerca de la pol�tica educativa a sus ochenta a�os. Muri� casi centenario, en 1943 en Boston.

Casi veinte a�os menor que sus hermanos Percival y Lawrence, en 1874 naci� Amy Lowell, quien fue educada por su madre y por tutores privados. Hacia fin de siglo empez� a dedicarse seriamente a la poes�a pero no public� nada hasta 1912. La personalidad intensa de Amy, su pasi�n por vivir y sus burlas a los convencionalismos sociales la hicieron una celebridad. Por ejemplo, gustaba de escandalizar fumando puros en lugares p�blicos de post�n. En su poes�a, una audaz experimentaci�n con las formas la llev� a crear un estilo �nico dentro de la escuela llamada de los imaginistas, llegando a desplazar en el liderazgo de esta corriente nada menos que a Ezra Pound. Amy Lowell se ci�� a la forma cl�sica abri�ndose, al mismo tiempo, a la poes�a oriental y al simbolismo franc�s. Fue un equivalente po�tico de los pintores impresionistas. He aqu� una muestra:
Sobre las bojas del arce
brilla rojo el roc�o
pero en la flor de loto
tiene la blanca transparencia de las l�grimas.

La poetisa muri� en Boston en 1925. Tres vol�menes de su poes�a fueron publicados en 1955.

El �ltimo personaje notable de la familia fue Robert T. S. Lowell, primo segundo de Percival, Lawrence y Amy. Nacido en Boston en 1917, Robert estudi� en Harvard y en el Kenyon College de Ohio. En la segunda Guerra Mundial fue sentenciado a cumplir un a�o de c�rcel por negarse, debido a razones de conciencia, a servir en el ej�rcito. Su primer volumen de poemas Land of Unlikeness (1944) trata sobre un mundo en crisis y la necesidad de una seguridad espiritual. Poco despu�s apareci� Lord Weary's Castle en el que hace la eleg�a de un primo suyo desaparecido en el mar durante una batalla en el Pac�fico. Sus poemas posteriores, siempre autobiogr�ficos, revelan una gran creatividad y una personalidad desequilibrada que alguna vez lo llev� a hospitales psiqui�tricos. En los a�os sesenta Robert Lowell, congruente con su vida y sus ideales, fue uno de los intelectuales que participaron en los movimientos de derechos civiles de los negros encabezados por Martin Luther King y en las campa�as contra la guerra de Vietnam. Muri� en 1977 en Nueva York.

Los Lowell de Boston representan una tradici�n de independencia cr�tica, creatividad audaz y voluntad entusiasta en la ciencia, la literatura y la acci�n p�blica, caracter�sticas de la mejor comunidad universitaria y erudita de Nueva Inglaterra. A esta tradici�n pertenecieron figuras formidables como Henry David Thoreau, Oliver Wendell Holmes, William James y John Dewey.

Henry David Thoreau (1817-1862) merece, quiz�s, una menci�n especial en el contexto del presente libro, por haber unido sin dificultades los m�s diversos tipos de conocimiento. En efecto, fue ensayista, naturalista, poeta y fil�sofo. A los 27 a�os se retir� de la vida urbana y se fue a vivir al estanque de Walden, donde construy� su propia caba�a y vivi� por varios periodos con absoluta independencia. De esta experiencia naci� su conocido Walden, un ensayo cl�sico de filosof�a pr�ctica —es decir, de sabidur�a— y que versa sobre la naturaleza, la autogesti�n, la contemplaci�n y la vida retirada. En 1846 fue enviado a prisi�n por negarse a pagar impuestos a un gobierno que hac�a una guerra injusta en M�xico. De ah� naci� uno de los cl�sicos del anarquismo pacifista, Desobediencia civil, en donde defiende, despu�s de Kant y antes de Karl Jaspers, que existe una ley natural de mayor jerarqu�a que la civil y que debe ser seguida aun a costa del castigo. Esto lo llev� necesariamente al abolicionismo de la esclavitud. Con todo ello, Thoreau vivi� una vida que f�cilmente podr�a ser considerada un fracaso estrepitoso de acuerdo con las convenciones de nuestra �poca. Hubo de pagar por la publicaci�n de varias de sus obras y vivi� pobremente de los ingresos que le produc�a recolectar espec�menes bot�nicos para la Universidad de Harvard. Sin embargo, como sucede con los grandes, su vida es su mensaje; un mensaje de desarrollo personal, de contemplaci�n y armon�a. Armon�a del hombre con la naturaleza, del hombre consigo mismo y con las diversas flamas del conocimiento mezcladas en una hoguera suave y c�lida.

El juego de los abalorios

La �ltima gran novela de Hermann Hesse (1877-1962) llev� por t�tulo Das Glasperlenspiel (1943), es decir, el juego de las cuentas de cristal, felizmente traducido al castellano como El juego de los abalorios. En esta obra Hesse re�ne las preocupaciones que hab�a explorado repetidamente a lo largo de su obra y que giran alrededor de la necesidad del ser humano de romper con la cultura imperante para buscar su desarrollo interno. Tal b�squeda se plantea como una ardua exploraci�n por las regiones oscuras del inconsciente donde reinan los arquetipos, exploraci�n que tiene como uno de sus objetivos fundamentales encontrar un equilibrio entre la sensualidad y la espiritualidad. La influencia evidente de las ideas de Carl Jung sobre Hesse se dio tanto por las sesiones de psicoan�lisis que el escritor tuvo con un disc�pulo de Jung, como por la amistad que mantuvieron estos dos sabios de nuestro siglo.

En efecto, la influencia de la psicolog�a junguiana se hace ya patente en Demi�n (1919), contin�a en Siddartha (1922), mezclada con el inter�s de Hesse en el budismo, y culmina en El lobo estepario (1927), donde la tensi�n entre el mundo burgu�s y el amenazante, ca�tico y simb�lico teatro interior lleva a Harry Haller, un intelectual de la edad del autor, al borde de la locura.

El juego de los abalorios es la biograf�a de Joseph Knecht, el Magister Ludi, es decir, el gran maestro del juego, redactada por un miembro de la Orden de Castalia en un tiempo indefinido del futuro. En la narraci�n se trasluce que el juego es una actividad que re�ne la ciencia, el arte, la filosof�a y la contemplaci�n de manera formal. Al misterioso juego dedica su vida la Orden de Castalia, organizaci�n mon�stica en la que se cultiva, en vez de la teolog�a y la oraci�n, una compleja s�ntesis del conocimiento humano en todas sus facetas.

�En qu� consiste el juego de los abalorios? Nunca lo sabremos con exactitud, pero, a lo largo del texto, hay algunas indicaciones del grandioso esquema que el autor ten�a en mente. En la introducci�n el ficticio bi�grafo de Joseph Knecht advierte que no pretende hacer un manual del juego, el cual "jam�s podr� escribirse", ya que su alfabeto y gram�tica constituyen un lenguaje secreto muy desarrollado en el que participan muchas ciencias y artes, sobre todo las matem�ticas y la teor�a musical. El juego usa, entonces, todos los valores culturales y el jugador experto lo emplea como un organista que por medio de las teclas y pedales palpa el cosmos entero del esp�ritu. Y dentro de ese conjunto de reglas, las posibilidades de expresi�n son infinitas, de acuerdo con la mentalidad, el temperamento, el estado de �nimo y el virtuosismo del autor.

Se plantea que el juego existi� siempre, pero que fue llevado a su expresi�n m�s acabada por la Orden de Castalia. Entre sus antecedentes est� la figura de Pit�goras, el c�rculo hel�nico-gn�stico, la �poca cl�sica de la civilizaci�n isl�mica, la escol�stica y las primeras academias de matem�ticos. "En cada tentativa de reconciliaci�n entre las ciencias exactas y las libres o entre ciencia y religi�n, existi� como sustrato la misma idea b�sica y eterna que para nosotros ha tomado forma y figura en el juego de los abalorios." Nicol�s de Cusa es citado textualmente: "el esp�ritu mide tambi�n simb�licamente cuando se sirve del n�mero y de las figuras geom�tricas y hace referencia a ellos como alegor�as." Los "m�sicos sabios" de los siglos XVI al XVIII, entre los que suponemos se considera a Bach y a Mozart, y que "sentaron sus composiciones musicales sobre cimientos de especulaci�n matem�tica" son tambi�n antecedentes del juego. La historia antigua del juego es, en una palabra, la del culto a la armon�a.

El supuesto bi�grafo pasa por nuestro siglo con particular pesar, como un tiempo de incertidumbre y falsedad de la vida espiritual que no obstante evidenci� en muchos aspectos grandeza y energ�a constructiva y que termin� con buenos augurios: el hallazgo de once manuscritos esenciales de Juan Sebasti�n Bach y el surgimiento de la Liga de los Peregrinos de Oriente, que fue el antecedente contemplativo de la orden, y que se dedic� a rescatar e interpretar con toda fidelidad y pureza la m�sica antigua.

El juego propiamente dicho habr�a nacido por entonces en Alemania e Inglaterra con un cambio en la notaci�n musical, con el surgimiento de una nueva m�sica y la construcci�n de instrumentos musicales totalmente diferentes. Entre ellos se cita el que fabric� un tal Bastian Parrot siguiendo el modelo del �baco y que consist�a en un marco con algunas docenas de alambres tendidos en los que se pod�an ensartar y yuxtaponer cuentas de vidrio, es decir, abalorios de diversos tama�os, formas y colores. Los alambres correspond�an al pentagrama y las cuentas a las notas. Al principio fue s�lo un juego de entretenimiento, pero en manos de los matem�ticos se volvi� un instrumento de investigaci�n. Las secuencias de m�sica fueron expresadas en f�rmulas matem�ticas y pronto el conjunto se us� tambi�n para formalizar el lenguaje.

El ulterior desarrollo del juego requiri� un estado de concentraci�n muy agudo y sostenido, con lo cual se introdujeron las t�cnicas de meditaci�n tanto para la expresi�n como para la audici�n. As�, el juego dej� de ser un puro ejercicio de indagaci�n cient�fica y expresi�n art�stica para convertirse, adem�s, en un instrumento de disciplina espiritual que motiv� el surgimiento de una orden monacal y universitaria: la Orden de Castalia. Los estudiantes de la orden ten�an entonces una ardua tarea: el entrenamiento en las ciencias, las artes, la meditaci�n, las reglas del juego y la renuncia a los valores mundanos de honores, dinero y lujos.

La obra de un solo hombre an�nimo llev� el juego hasta sus posibilidades universales creando el com�n denominador entre matem�ticas y m�sica que elev� el juego al "canto sublime y uni�n m�stica" entre todos los miembros dispersos de la nueva universidad. El juego empez� a constituir tanto un ejercicio privado como una fiesta y el solemne ritual p�blico que a partir de entonces preside el Magister Ludi, el maestro del juego, a quien se ve�a como a un gran sacerdote, y que se lleva a cabo en el m�s absoluto recogimiento. El juego se convirti� en el lenguaje universal. Una jugada pod�a representar una configuracci�n astron�mica, un sistema neuronal, una fuga de Bach, un pasaje de los Upanishads y de ah� desarrollarse en ilimitadas combinaciones.

La uni�n entre las facetas dispersas del conocimiento es algo que resuena como un remedio maravilloso al malestar de la civilizaci�n (pace Freud). Y, sin embargo, el libro no pierde nunca la humildad. El protagonista Joseph Knecht (cuyo nombre significa Jos� F�mulo), el m�s ortodoxo y destacado de los Magister Ludi, renuncia en pleno apogeo a su posici�n y termina sus d�as como simple instructor del hijo de un amigo.

Quiz�s el juego de los abalorios pueda pensarse como la computadora digital moderna, heredera tambi�n del �baco. La incursi�n de la computaci�n en todas las �reas del saber humano, incluidas las artes, as� lo indicar�an. Sin embargo a�n quedan excluidos de sus horizontes el misticismo y la sabidur�a.

LECTURAS

Hesse, H. (1943/1967), El juego de los abalorios, Santiago Rueda, Buenos Aires.

Huxley, A. (1964/1979), Literatura y ciencia, Sudamericana, Buenos Aires.

Koestler, A. (1964/1975), The Act of Creation, Dell Publishing Co., Nueva York.

Kundera, M. (1988), El arte de la novela, Vuelta, M�xico.

March, R. H. (1970/1988), F�sica para poetas, Siglo XXI, M�xico.

Nicol, E. (1990), Formas de hallar sublimes: poes�a y filosof�a, Universidad Nacional Aut�noma de M�xico, M�xico.

Paz, O. (1956/1979), El arco y la lira, FCE, M�xico.

Seashore, C. E. (1938/1967), Psychology of Music, Dover, Nueva York. Thoreau, H. D. (1951), Walden, Bramhall/Norton, Nueva York.

Varios (1983), Los grandes de la poes�a moderna. Poetas espa�oles, Coordinaci�n de difusi�n cultural, UNAM, M�xico.

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