VIII. TAMA�O Y MOVIMIENTO: LA COREOGRAF�A INHERENTE

DESDE LOS L�MITES DEL MUNDO

LA IDEA que tenemos del Universo ha ido cambiando de forma cada vez m�s acelerada desde que Cop�rnico en 1543 diera la gran sorpresa al demostrar que el Sol es el centro alrededor del que giran los planetas, incluyendo nuestra Tierra. Dos siglos m�s tarde, en 1755, el gran fil�sofo Immanuel Kant elabor� una teor�a congruente sobre la existencia de sistemas aislados de estrellas en donde �stas corresponder�an a las peque�as y difusas nebulosas observadas por Maupertius en 1742. Humboldt llam� a estos sistemas universos-islas, pero ninguno de ellos pudo demostrar su existencia. A finales del siglo pasado empezaron a darse las condiciones para probar la existencia de los universos-islas con la observaci�n de las novas, o estrellas nuevas y temporales, en la nebulosa de Andr�meda. Hoy denominamos a estos luceros inesperados supernovas y sabemos que corresponden a una explosi�n estelar. El examen cuidadoso de los datos indic� que estas novas ocurr�an en sistemas externos al de las estrellas visibles. La prueba definitiva de la existencia de universos-islas, o sea de galaxias, fue obtenida por el m�s c�lebre de los astr�nomos del siglo, Edwin Powell Hubble (1889-1953) en 1923, al estudiar estrellas variables en el Monte Wilson. Veamos c�mo fue esto posible.

La mayor�a de las estrellas brillan de forma estable, pero algunas fluct�an en periodos cortos de d�as o semanas. En 1912, la se�orita Lewitt, una asistente del laboratorio de astronom�a de Harvard, al observar algunas estrellas variables en la Nube de Magallanes, descubri� que a mayor luminosidad de la estrella, mayor periodo de fluctuaci�n en su brillo. La distancia de la estrella pod�a entonces medirse observando sus periodos, con lo cual era posible establecer su luminosidad real, adem�s de su luminosidad observable en la Tierra. En pocas palabras, la relaci�n entre estas variables daba informaci�n sobre la magnitud y la distancia del objeto luminoso. Fue con esta t�cnica que Hubble midi� en 1923 la distancia de algunas estrellas variables en la nebulosa de Andr�meda y concluy� que su distancia tendr�a que medirse en cientos de miles de a�os luz y que, por lo tanto, se hallaba fuera de nuestra galaxia. Recordemos que un a�o luz es la distancia que viaja la luz a 300 000 kil�metros por segundo en un a�o. Hoy sabemos que la galaxia de Andr�meda es una gemela de nuestra V�a L�ctea y que se encuentra a unos dos millones de a�os luz.

El propio Hubble encontr�, al analizar los espectros luminosos de las galaxias hacia 1927, que todas ellas se alejaban de nosotros. Es posible afirmar esto gracias al efecto Doppler de las ondas, que f�cilmente se reconoce en el hecho de que el sonido de la sirena de una ambulancia o del silbato de un tren cambia si estos objetos se aproximan o se alejan de nosotros. La nota parece ser m�s aguda al acercarse el tren y m�s grave al alejarse. Dicho en otras palabras: la onda sonora tiene mayor frecuencia con la aproximaci�n y menor con la recesi�n del objeto. La luz, que tambi�n es una vibraci�n electromagn�tica, sufre el mismo efecto, por lo que midiendo su desviaci�n hacia mayores longitudes de onda es posible establecer la distancia de la fuente luminosa. Para ello se toman espectros de la luz de una estrella y se mide su desviaci�n hacia el rojo, que es el color de frecuencia luminosa m�s lenta. Esto se logra al comparar el an�lisis de los componentes de la luz de una estrella, que se deben a un elemento o grupo de elementos, y la de estos mismos elementos en el laboratorio.

Para 1938 Hubble hab�a establecido su extraordinaria ley sideral seg�n la cual a mayor distancia del objeto luminoso, mayor velocidad de recesi�n. La ley se expresa en los siguientes t�rminos:

velocidad = H x distancia

El s�mbolo H es la constante de Hubble y expresa la velocidad de expansi�n del Universo. El valor original de la constante fue calculado en 150 kil�metros por segundo por mill�n de a�os luz. Los c�lculos m�s actuales la sit�an entre 15 y 20 k/seg/mill�n a�os. La rec�proca de la constante de Hubble corresponde, si se medita algunos momentos, a la edad misma del Universo; es decir, entre 10 000 y 20 000 millones de a�os.

La observaci�n de Hubble que lo llev� a concebir esta ley fue que las estrellas y las galaxias m�s lejanas de nosotros se alejan a mayor velocidad que las cercanas. Para entender este fen�meno podemos establecer un s�mil cotidiano: es como si pint�ramos puntos de tinta en un globo desinflado y lo empezaramos a inflar. Todos los puntos se ir�an alejando unos de otros, y tomando como referencia un punto determinado, los puntos que estuvieran m�s lejanos a �l lo har�an a mayor velocidad que los m�s cercanos.

Figura 10. Galaxia espiral en la Cabellera de Berenice. Foto distribuida por la NASA.

Las implicaciones de este hallazgo son ineludibles y asombrosas: el Universo se est� expandiendo y, si �ste es el caso, en sus or�genes deber�a haber estado agregado en un conglomerado de materia de incre�ble densidad que explot�. El establecimiento preciso de las distancias, de la edad de las estrellas, las galaxias y el Universo mismo ha sido una de las grandes tareas de la astronom�a desde entonces.

Otro descubrimiento extraordinario ocurri� en los a�os sesenta con el advenimiento de la radioastronom�a. El cielo puede ser visto con los ojos y con telescopios que revelan las caracter�sticas de luminosidad de los objetos siderales. Pero ocurre que del cielo a la Tierra llega no s�lo luz, sino m�ltiples radiaciones no visibles, como la de los rayos X, que se origina en objetos cuyos �tomos cambian de nivel energ�tico. Ahora bien, algunas de las fuentes de radio m�s intensas se identificaron con objetos de luminosidad d�bil, pero ubicados a las mayores distancias de la Tierra registradas o imaginables. Estos objetos casi estelares, por ello llamados cuasares, son inconcebibles e inexplicables, tanto que siguen siendo fuentes importantes de investigaci�n y asombro. Se encuentran tan lejos de la Tierra, y su luz tarda tanto tiempo en llegar a nosotros, que al observarlos �casi estamos observando el origen del Universo! As� mismo, la velocidad a la que los cuasares se alejan de la Tierra es tan grande que se aproxima a la de la luz. Desde luego que no podemos saber si hay algo m�s all� porque se alejar�a de nosotros a la velocidad de la luz y ser�a invisible: se trata del horizonte c�smico ubicado aproximadamente a 9 500 millones de a�os luz de la Tierra.

La radiaci�n de los cuasares es 2 500 millones de veces m�s potente que la del Sol; de hecho, son 100 veces m�s luminosos que las galaxias m�s brillantes. Es casi imposible imaginar que un solo objeto tenga 100 veces m�s luz que toda una galaxia. La fuente de semejante magnitud de energ�a es un misterio. Una posibilidad es que el colapso gravitatorio de una enorme masa de materia que se condensa a enorme velocidad libere la energ�a. El c�lculo de la posible masa de los cuasares de nuevo arroja cifras imposibles de apreciar: aproximadamente 100 000 millones de veces la masa del Sol. Dado que se encuentran tan lejanos, tanto en tiempo como en espacio, es posible que los cuasares sean estadios embrionarios de galaxias, con toda su materia a�n apelmazada.

Pero regresemos de los extra�os l�mites y or�genes del Universo a la Tierra. Atravesemos primero los c�mulos de galaxias. Se conocen 1224 c�mulos de 50 a 80 galaxias y muchos otros de menor numero. Hay alg�n c�mulo que agrupa m�s de 300 galaxias. Acerqu�monos a nuestra galaxia, la V�a L�ctea, con sus dos compa�eras sat�lites, las Nubes de Magallanes y apreciemos a su gemela, la galaxia de Andr�meda. Naveguemos ahora a trav�s de la V�a L�ctea, una gran galaxia de unos 100 000 millones de estrellas en rotaci�n agrupadas alrededor de un n�cleo central. En uno de los brazos externos de la galaxia encontramos a una estrella com�n y corriente: el Sol. Al acercarnos a ella podremos descansar en su tercer planeta interior. Hemos llegado a nuestra humilde casa: el hogar de Edwin Hubble.

LA FAZ DE NEPTUNO, EL GIGANTE DE LAS PROFUNDIDADES

El 20 de agosto de 1977 se lanz� desde Cabo Ca�averal en Florida el Voyager II, una nave espacial no tripulada del tama�o de un autom�vil compacto, con una misi�n extraordinaria: llegar a las cercan�as de los planetas exteriores del Sistema Solar para obtener informaci�n sobre su estructura, composici�n y actividad. En julio de 1979 la sonda espacial circul� en la �rbita del inmenso J�piter y en agosto de 1981 en la del ensortijado Saturno. La nave continu� su trayectoria para ubicarse alrededor de Urano en enero de 1986 y de Neptuno en agosto de 1989.

Todos los instrumentos de la sonda han funcionado apropiadamente en el viaje e incluso ha sido posible efectuar ajustes y compensaciones desde la Tierra, como por ejemplo aumentar el tiempo de exposici�n de las c�maras fotogr�ficas, ya que la luz de Neptuno es considerablemente m�s d�bil que la de los otros planetas. Hubo necesidad, adem�s, de incrementar el di�metro de las antenas receptoras de la se�al en las estaciones terrestres de Madrid y Canberra, las cuales forman parte de una extensa red centrada en la NASA. La recepci�n de se�ales ocurri� sin problemas durante el �ltimo encuentro con Neptuno, lo cual demuestra el grado de precisi�n alcanzado por la ciencia, la t�cnica y la coordinaci�n humana al trabajar en un proyecto de investigaci�n b�sica de costo monumental. Con todo ello, las se�ales emitidas por los Voyager 1 y II han incrementado el conocimiento sobre los planetas masivos del Sistema Solar exterior en una d�cada m�s de lo que se ha hecho en toda la historia.

Durante el encuentro espacial del Voyager II con Neptuno el fotopolar�metro y el espectr�metro ultravioleta registraron ocultamientos de estrellas, del Sol y de la propia sonda tras los anillos del planeta. La temperatura de la atm�sfera neptuniana fue registrada por el espectr�metro de rayos infrarrojos y todos los instrumentos se usaron para visualizar las caracter�sticas de la atm�sfera. Durante seis meses se obtuvieron m�s de 9 000 im�genes del planeta, de sus anillos y sus sat�lites. Con todo ello, la informaci�n obtenida sobre �ste, el �ltimo de los planetas gigantes del Sistema Solar, ha aumentado en varios �rdenes y permite una serie de conclusiones y comparaciones pertinentes con los dem�s miembros del sistema, incluyendo nuestra Tierra. La informaci�n preliminar fue publicada en el n�mero del 15 de diciembre de 1989 en la revista Science. Esta informaci�n, como ocurre con todo el conocimiento llamado b�sico, es fundamental para la ampliaci�n de nuestra imagen del mundo, para la comprensi�n de m�ltiples fen�menos de nuestro planeta y posiblemente para nuestra propia sobrevivencia. Veamos algunos de los datos.

Neptuno emite 2.7 veces m�s energ�a de la que absorbe del Sol. Esta es, a diferencia de los planetas de superficie s�lida, una caracter�stica com�n en los planetas gigantes de atm�sferas muy densas y turbulentas constituidas predominantemente por hidr�geno. El metano atmosf�rico de Neptuno es m�s abundante que el de los otros grandes planetas y la absorci�n de la luz roja por este gas le proporciona su caracter�stica coloraci�n azul. La atm�sfera se mueve en forma de nubes a alta velocidad y est� dominada por un inmenso cicl�n, de un tama�o tan grande como el de la Tierra, llamado la Gran Mancha Oscura, muy similar a la Gran Mancha Roja de J�piter. La velocidad del movimiento de las nubes se mide, como sucede con la Tierra, en referencia a la rotaci�n interna del n�cleo del planeta y tiene un periodo, es decir, un d�a, de 16.11 horas. Las capas de nubes se mueven a velocidades diferentes pero muy superiores a las de la Tierra. El Voyager II confirm� con im�genes la hip�tesis de que, como ocurre con el resto de los planetas gigantes del Sistema Solar, Neptuno tendr�a anillos alrededor de su cintur�n ecuatorial. Existen tres anillos a 42 000, 53 000 y 60 000 kil�metros del centro del planeta. El anillo exterior incluye tres arcos. Las part�culas que componen los anillos parecen ser de menor tama�o que las de los de Urano.

El Voyager descubri� seis nuevos sat�lites de Neptuno, aparte de Trit�n y Nereida, que son los m�s externos de la serie y que ya hab�an sido observados desde la Tierra. Cuatro de ellos est�n localizados dentro del sistema de anillos y son probablemente fragmentos de un cuerpo mucho mayor que se desintegr� hace unos 2 000 millones de a�os. Trit�n es con mucho el mayor de todos, ya que mide 2 700 km de di�metro, en tanto que el resto tiene menos de 400. Adem�s, Trit�n es el m�s fr�o de los cuerpos conocidos en el Sistema Solar, es geol�gicamente nuevo y por ello est� casi desprovisto de los cr�teres tan caracter�sticos de m�ltiples sat�lites planetarios, como la Luna. Al igual que Marte, Trit�n tiene casquetes de hielo polar, probablemente de nitr�geno. El terreno occidental de Trit�n es parecido a la corteza de un mel�n, en tanto que el oriental tiene lagos de agua congelada rodeados de terrazas, indicativas de �pocas sucesivas de diluvio. Se descubrieron en la superficie del sat�lite dos emanaciones de tipo geyser que casi alcanzan la descomunal altura del Everest, es decir 8 kil�metros, y que probablemente est�n constituidas por nitr�geno que se vaporiza violentamente. La �rbita muy inclinada de Trit�n parece indicar que es un objeto capturado que se form� inicialmente, como Plut�n, fuera del Sistema Solar y que entr� en la �rbita de Neptuno.

Ahora bien, como sucede con el resto de los cuerpos del Sistema Solar, el planeta, su sistema de anillos y de sat�lites est�n inmersos en un enorme campo magn�tico formado por un plasma de part�culas —iones y electrones— que son barridos por el llamado viento solar en sentido opuesto al Sol, como si fuesen la larga cabellera de una mujer encarada al viento. La densidad de este plasma es una de las m�s bajas del Sistema Solar.

Los conocimientos obtenidos en esta exploraci�n son sin duda extraordinarios. Sin embargo, es preciso a�adir que, como sucede con toda investigaci�n b�sica original y audaz, han habido consecuencias de orden pr�ctico y tecnol�gico derivadas del propio desarrollo del proyecto. Las t�cnicas de microscop�a electr�nica, los hornos de microondas, las transmisiones en vivo v�a sat�lite o la construcci�n de robots son algunas de las tecnolog�as que se han beneficiado de los Voyager. Y lo que es de mayor trascendencia a�n: es muy posible que el aprendizaje sobre el clima y las caracter�sticas de estos mundos distantes pueda instruir a la humanidad sobre la manera m�s apropiada de cuidar su propio planeta.

Si todo sigue como hasta ahora, ambos Voyager continuar�n trasmitiendo datos a la Tierra cuando menos hasta el a�o 2015, cuando se deslicen ya por el medio interestelar a velocidades cercanas a los 100 000 kph. Somos testigos afortunados de una verdadera odisea del espacio.

LA EXPERIENCIA DE UN ECLIPSE

Como todo aficionado a la astronom�a soy un adicto a los cielos. Esto me hace tratar de conocer cada vez m�s las constelaciones y los nombres de las estrellas para poder caminar entre un n�mero creciente de amigos en la noche y estar lo m�s posible al tanto de las incre�bles novedades en cosmolog�a. Pero m�s que nada, la afici�n constituye una hermosa experiencia. No hay nada como un banquete nocturno armado con unos binoculares, un peque�o telescopio y una gu�a celestial en busca de nebulosas y planetas. Nunca olvidar� la primera vez que vi a Saturno y la nebulosa de Ori�n en el telescopio del observatorio de Tonanzintla. En cuanto se pone el Sol o antes de que amanezca empieza uno a localizar a Venus, el planeta de Quetzalc�atl. Se sabe por d�nde anda J�piter y es un placer �ntimo y especial adivinar la ubicaci�n de los planetas antes de confirmarlo con la mirada o el lente. M�s a�n: los planetas y las estrellas han invadido, desde hace d�cadas, mis sue�os; sue�os fant�sticos de J�piter con un cintur�n de lunas, de constelaciones armadas como mol�culas qu�micas o de Venus despedaz�ndose en fragmentos luminosos como un fuego fatuo.

Con estos antecedentes no parecer� extra�o que la fecha del 11 de julio de 1991 se grabara en mi memoria desde a�os atr�s, cuando me enter� de que habr�a un eclipse total de Sol sobre la ciudad de M�xico. Nunca hab�a presenciado uno y no era seguro que llegara a ver otro. As� que el mi�rcoles 10 de julio me transport� con mi familia y mi telescopio a la zona sur del estado de Morelos, donde era menos probable que el cielo estuviera nublado y habr�a mejores condiciones de visibilidad. En la ma�ana del d�a 11 arm� el telescopio sobre una cancha de cemento y lo apunt� hacia el Sol. Como no es posible observar al padre Sol directamente, me val� de un peque�o truco. Los telescopios refractores, como el m�o, que usan lentes para concentrar la luz, est�n provistos de un sistema de proyecci�n similar al de una c�mara l�cida, que se obtiene haciendo un peque�o agujero en un lado de la caja y proyectando la luz en la cara interior opuesta. En el caso del telescopio, en vez del ojo se usa una l�mina blanca sobre la que se enfoca la imagen del Sol y una pantalla negra sobre el ocular que hace sombra sobre la blanca y permite la observaci�n del objeto luminoso.

Figura 11. Eclipse de Sol. Efecto anillo de diamante. Foto especial distribuida por la NASA.

De esta forma, la imagen que obtuve en la pantalla era excelente: la circunferencia del Sol med�a unos 5 cm y pod�a agrandarla o reducirla acercando o alejando la pantalla del ocular y enfocando cuidadosamente. Se revelaban con claridad en la imagen varios grupos de manchas solares. De hecho, �sta es una de las razones por las que este eclipse era de gran inter�s para los estudiosos del Sol, ya que coincid�a con un pico de manchas que tienen un ciclo de 22 a�os.

Estaba en esto cuando, de repente, not� una muesca negra en el reborde del Sol. Me llev� unos segundos darme cuenta de que era la Luna que empezaba a ocultar la superficie del Sol. �El eclipse se hab�a iniciado! Pronto me di cuenta de algo fascinante: a diferencia del borde solar n�tido, el borde negro de la Luna era rugoso, es decir que estaba viendo el horizonte del paisaje lunar en miniatura, ya que las rugosidades eran los montes de la Luna. En los lugares de las manchas solares el movimiento de la Luna era particularmente notorio y, a pesar de que el avance llev� m�s de una hora, estaba totalmente absorto y ocupado. Cuando la superficie del Sol estaba oculta en tres cuartas partes la luz hab�a disminuido bastante y, adem�s, en la platina not� otro fen�meno: el reborde solar aparec�a delineado por una delgad�sima pero intensa franja azul. Cuando la circunferencia de la Luna avanz� m�s not� en ella una franja roja. Me di cuenta de que ocurr�a un fen�meno de polarizaci�n de la luz con los rojos en el reborde lunar y los azules en el solar.

En los �ltimos momentos que precedieron a la totalidad del eclipse pasaron demasiadas cosas a la vez. El paisaje lunar se dibuj� sobre la l�nea de luz intensa que quedaba del Sol, parti�ndola por unos instantes en un rosario de puntos luminosos. El movimiento fue veloz pero la intensidad del portento era tan espectacular que en mi conciencia se lentific� el paso del tiempo, como cuando se tiene un accidente. En el mismo instante me percat� de algo extraordinario fuera del telescopio. En el suelo de la cancha se dibujaban, claras e intensas, unas l�neas de luz que se mov�an a gran velocidad. Eran id�nticas a los reflejos de una superficie acu�tica en movimiento cuando, al ser alumbrada por el Sol, refleja sobre otra superficie unas l�neas de luz danzantes y l�quidas que embelesan. Me di cuenta de que eran las llamadas bandas de sombra que se generan por la interacci�n de los �ltimos puntos de la creciente solar con la atm�sfera terrestre. Lo que nunca imagin� es que tuvieran tal velocidad, intensidad y belleza. De repente estaba oscuro, pero no totalmente; era una luz como de intensa luna llena, aunque peculiar porque en el horizonte hab�a m�s luz, y hacia arriba menos, de tal forma que tuve la impresi�n de estar en un domo de sombra. Levant� entonces la vista y la imagen que percibieron mis ojos no la olvidar� jam�s.

En medio del cielo del mediod�a crepuscular hab�a un Sol negro, un c�rculo de la mayor negrura imaginable rodeado de una luz plateada. �sta era mi primera visi�n de la corona solar y no pod�a dejar de admirarla. Alrededor del disco negro el halo de la corona no era para nada una circunferencia sino un aura puls�til y asim�trica de un color intenso que me recordaba al n�car o a las perlas negras. Sin duda hab�a algo nacarado en esa luz. Agradec� embelesado la extra�a coincidencia que permite admirar este espect�culo. La explicaci�n es que mientras el di�metro del Sol es como 400 veces el de la Luna, nuestra estrella est� 400 veces m�s alejada de la Tierra que nuestro sat�lite, por lo cual las dos circunferencias suelen coincidir perfectamente en un eclipse y permiten observar la corona.

Ya m�s habituado a la oscuridad, tuve una nueva sorpresa: hacia el poniente del Sol y apunt�ndole en l�nea recta pude distinguir claramente tres planetas tan brillantes como estrellas de primera magnitud. El m�s cercano era el vol�til Mercurio, que me ha sido tan dif�cil ver por su cercan�a al Sol; poco m�s afuera estaba el rojizo Marte y un poco m�s all�, intenso y brillante, estaba Venus. La sensaci�n de vivir en el Sistema Solar me invadi� con toda claridad y me hizo sentir, adem�s, la coreograf�a de estos cuerpos celestes.

S�bitamente y �oh, demasiado pronto! una luz intensa hab�a roto el domo de sombra. El disco lunar, siguiendo su continuo navegar, empezaba a abandonar al Sol. De nuevo, las bandas de sombra corrieron sobre el suelo y la luz era, a pesar de lo p�lido, ya luz de d�a. Me qued� viendo sobre la platina del telescopio, al que hab�a olvidado para hundirme en la embriaguez de la penumbra, c�mo la Luna se sal�a de la circunferencia solar con una mezcla de nostalgia y alegr�a.

Despu�s de esta experiencia no me extra�� que existieran personas mani�ticas de los eclipses totales. Algunos han visto m�s de quince. Se trata de uno de los acontecimientos naturales m�s impresionantes que he presenciado. Como un terremoto sin terror, como un alucin�geno c�smico, el eclipse es una experiencia primordial que altera la conciencia al colocarnos en la vivencia inequ�voca de que somos parte de un sistema de esferas que danzan sin cesar. Es sin duda por esta raz�n que Andrew Weil en su libro El matrimonio del Sol y de la Luna describe al eclipse junto a las plantas m�gicas.

GAIA, LA MADRE TIERRA

Para descubrir si hay vida en otro planeta se pueden plantear dos alternativas distintas. La primera, y la m�s evidente, es enviar al planeta un aparato que pueda tomar fotos y muestras de su superficie. La segunda es mucho m�s f�cil: analizar las caracter�sticas de la atm�sfera del planeta desde la Tierra. Esta aproximaci�n fue precisamente la que usaron Dian Hitchcock y James Lovelock en 1967 para establecer la posibilidad de vida en Marte. Al comparar el comportamiento de diversos gases en las atm�sferas de la Tierra y de Marte encontraron una diferencia inmensa y profundamente significativa: la atm�sfera de Marte se encontraba cercana al equilibrio qu�mico y el bi�xido de carbono era el compuesto predominante; en cambio, la atm�sfera de la Tierra se encuentra en un estado de desequilibrio intenso y el bi�xido de carbono es un componente m�nimo. Adem�s, la coexistencia de ox�geno en abundancia con nitr�geno y agua, tan caracter�stica de la Tierra, no podr�a darse en un planeta sin vida. Por lo tanto, concluyeron los autores, Marte no tiene vida. James Lovelock, no contento con esta certera predicci�n, se le ocurri� algo m�s audaz: la composici�n qu�mica de los gases de la atm�sfera de la Tierra y sus modificaciones en el tiempo deber�an tener un sistema de control activo y general. M�s a�n, no s�lo la atm�sfera y los sistemas vivos de su superficie, sino tambi�n el clima de la Tierra deber�an estar regulados. De esta forma, Lovelock concibi� a la Tierra como un organismo.

A finales de la d�cada de los sesenta Lovelock le expuso estas ideas al novelista William Golding, el autor del inolvidable El Se�or de las moscas y premio Nobel en 1983, quien asombrado por la m�tica implicaci�n del concepto sugiri� que una entidad de ese calibre s�lo podr�a responder al nombre de Gaia (o Gea), la diosa griega de la Tierra. Y es con este nombre afortunado que hoy conocemos a la teor�a de Lovelock. La idea no es, sin embargo, s�lo una ficci�n o una mera hip�tesis; es una teor�a cient�fica precisa y, al mismo tiempo, conmovedora por sus implicaciones. De hecho no es una idea totalmente nueva.

Uno de los fundadores de la geolog�a moderna, el naturalista escoc�s James Hutton (1726-1797) origin� uno de los principios fundamentales de la geolog�a, el uniformitarianismo, que explica las caracter�sticas de la superficie de la Tierra por la evoluci�n natural de los procesos geol�gicos. Esto fue una idea revolucionaria en un tiempo en el que a�n se pensaba, por los c�lculos b�blicos, que la Tierra hab�a sido creada 6 000 a�os atr�s y que no se conoc�a siquiera el origen volc�nico de las rocas. Al disertar sobre esta evoluci�n, que pon�a el origen de la Tierra en fechas imposibles de trazar en el pasado, Hutton, que se hab�a graduado como m�dico, intuy� genialmente que se trataba de un gran organismo que podr�a ser estudiado por una especie de fisiolog�a planetaria.

Figura 12. "Gaia, la Madre tierra". Foto distribuida por la NASA.

Veamos ahora en mayor detalle en qu� consiste la teor�a de Gaia. La Tierra se concibe como un sistema constituido por organismos vivos y su medio ambiente en constante evoluci�n. Ambos constituyentes se encuentran estrechamente enlazados y se pueden considerar inseparables. La autorregulaci�n del clima y la composici�n qu�mica de la Tierra son sus propiedades emergentes, aquellas que s�lo se dan en el acoplamiento de las partes en un todo. La evoluci�n del sistema se caracteriza por largos periodos de equilibrio y cambios bruscos que lo mueven a nuevos estados de equilibrio.

Curiosamente, y en apoyo a la centenaria intuici�n de James Hutton, las mismas nociones se han aplicado desde sus inicios en la fisiolog�a. Es as� que existe un complejo mecanismo que mantiene el equilibrio de las funciones y los niveles de sustancias en el medio interno del individuo que los fisi�logos denominan homeostasis, el cual se pierde en particular durante los diversos estadios del desarrollo o durante una enfermedad. De manera similar existe un acoplamiento preciso entre los organismos y su medio en el planeta. Y, al igual que los organismos en general, Gaia es un sistema abierto delimitado, en su caso, por la atm�sfera exterior, a trav�s de la cual intercambia radiaciones con sistemas externos distantes.

La hip�tesis ha generado modelos que explican la autorregulaci�n simult�nea del clima y la qu�mica del suelo que generan los ecosistemas bacterianos. Como toda buena teor�a, Gaia hace ciertas predicciones que pueden ser probadas por observaci�n. Una de ellas es que la vida en un planeta no puede progresar si es aislada; los organismos deben ser lo suficientemente abundantes para afectar —y ser regulados por— la evoluci�n geoqu�mica del planeta. Otra predicci�n es que la actual elaboraci�n de desechos y contaminaci�n humana es una fuente de desequilibrio intenso para la Tierra. Gracias a sus poderosos mecanismos de autocontrol activo, Gaia parece adaptarse a los cambios y enmascarar los problemas (como cuando incrementa la formaci�n de nubes para disminuir la radiaci�n del efecto invernadero), pero llegar� un momento en que se deba dar un cambio puntual del clima, literalmente catastr�fico, para lograr un nuevo equilibrio. Es suficientemente claro que las implicaciones de esta predicci�n son vitales en el sentido estricto del t�rmino.

Sin embargo, la idea de Gaia no ha sido recibida con benepl�cito general en la comunidad cient�fica. El principal ataque lanzado por los detractores de esta teor�a es acusarla de teleol�gica. La teleolog�a es la idea de un dise�o o gu�a consciente en la naturaleza, o bien de que los fines determinan su direcci�n. La ciencia ha sido consistentemente antiteleol�gica en el primer sentido del t�rmino y con buena raz�n: no hay necesidad de invocar un dise�o o una gu�a antropom�rficamente consciente para comprender la evoluci�n de los sistemas naturales. Pero no es gracias a la tendencia reduccionista de la ciencia que podemos hacer esta afirmaci�n. La teleolog�a ha venido a resultar superflua gracias a las nociones integrativas, o sea holistas, que explican que las propiedades misteriosas de la vida o de la mente emergen de sistemas complejos. No hay nada en Gaia de teleol�gico en ese sentido; se trata de una teor�a sist�mica que acepta propiedades emergentes del sistema como un todo. Quienes abogan por una aproximaci�n anal�tica, es decir, del estudio por partes de los objetos, han lanzado este ep�teto a las teor�as sist�micas que son por naturaleza holistas, es decir, que analizan al objeto como un todo. Una vez m�s, es necesario reconocer que los abordajes reduccionista y holista son complementarios.

Por lo dem�s, la teleolog�a en los sistemas naturales puede entenderse como una tendencia o curso de desarrollo de procesos que se genera por la confluencia de m�ltiples factores causales en sistemas complejos y din�micos. En este sentido las teor�as holistas, como la ciencia del caos o la teor�a de Gaia, parecen tener un h�lito espiritual que irrita a los cient�ficos m�s ortodoxos que son muy sensibles a las herej�as inversas.

Probablemente una manera directa, intuitiva y holista de apreciar la teor�a de Gaia es observar alguna de las fotos tomadas de la Tierra en su totalidad desde el espacio exterior. All� est� nuestra casa, en brillantes colores, con su atm�sfera azul y las delicadas pautas de sus blancas nubes cambiando constantemente. Las fronteras pol�ticas son invisibles y se intuye que la vida es una. La noci�n de Gaia, la Madre Tierra, debe arraigar en nuestra mente para que, con ello, nuestra conducta se adapte a sus funciones.

LA ABUELA AFRICANA

�C�mo y cu�ndo surgieron los seres humanos sobre la Tierra? �A partir de qu� momento podemos hablar de caracter�sticas tan elementalmente humanas como el calendario, la cocina, la adivinaci�n, las bromas, el teatro, la ley o la cirug�a, ninguna de las cuales es disfrutada por los otros animales del planeta, incluidos los simios y los delfines? Pocas cuestiones han intrigado m�s a los seres humanos que sus or�genes. Todas las culturas tienen mitos de creaci�n y, en la actualidad, el debate entre los creacionistas y los evolucionistas sigue estando tan encendido como desde Darwin.

Elwyn L. Simons, el director del Centro para el Estudio de la Historia y Biolog�a de los Primates en la Universidad de Duke en Carolina del Norte, ha atisbado el origen humano con datos de unas 150 investigaciones. Veamos cu�l es el estado actual de las teor�as.

Algo muy importante debi� acontecer en el sur y el este de �frica hace aproximadamente un mill�n de a�os, ya que un grupo de simios evolucion� r�pidamente: su cerebro aument� de tama�o, los individuos empezaron a fabricar herramientas, a usar el fuego y se irguieron en dos pies. �C�mo sabemos esto? La historia es fascinante.

En 1988, a la madura edad de 95 a�os, muri� Raymond Dart, quien en 1925 hab�a descrito, con partes f�siles de un esqueleto, al australopiteco, un hom�nido primitivo que, a diferencia de los simios, caminaba en dos pies por lo que es actualmente Sud�frica y ten�a un cerebro de tama�o intermedio entre los grandes monos y el humano actual. Se supo que el australopiteco era b�pedo por el an�lisis de la pelvis. Adem�s, en las cuevas donde fueron hallados los f�siles hab�a huesos de ant�lopes, monos y otros animales. Esto suger�a que aquel hom�nido era un cazador de las sabanas, a diferencia de los simios cuadr�pedos, habitantes de los bosques y la selva. El australopiteco ten�a un gran rostro y un cerebro peque�o, aproximadamente de medio kilo, poco m�s de un tercio del cerebro humano. Toda su anatom�a suger�a que se trataba de un eslab�n entre el simio y el humano, aunque seguramente carec�a de los rasgos m�s distintivos: lenguaje y uso del fuego.

A�os mas tarde, en la d�cada de los sesenta, los famosos esposos Leakey hicieron una serie de hallazgos que inclu�an f�siles de hace 1.75 millones de a�os. Muchos eran partes de australopitecos de varias especies, pero otros pertenec�an a un antepasado diferente, ya del g�nero Homo. Le llamaron Homo habilis porque hab�a evidencias de que manufacturaba herramientas. En una localidad de Tanzania, Mary Leakey descubrir�a tambi�n las huellas de tres hom�nidos b�pedos en un terreno de cenizas fosilizadas que, para sorpresa general, por medio del radiocarbono se fecharon en �3.6 millones de a�os!

En 1974 en la regi�n Afar de Etiop�a apareci� el esqueleto casi �ntegro de una hembra de australopiteco a la que se le llam� Lucy y que vivi� hace 3 000 000 de a�os. El esqueleto ha sido analizado por muchos investigadores. Tiene un t�rax c�nico, como los simios, pero la proporci�n de sus brazos es similar a la nuestra, en tanto que la relaci�n entre la longitud del brazo y la pierna es intermedia entre el simio y el hombre. Posiblemente sus h�bitos eran tanto terrestres como arbor�colas. Pesaba unos 30 kilos y med�a un metro. Los machos llegar�an al metro y medio y a los 68 kilos. Hab�a una gran diferencia anat�mica y posiblemente de h�bitos entre los sexos. Sigue sin haber evidencia de que fabricaran utensilios, pulieran piedras o construyeran hogares.

En 1984, Kamoya Kimeu encontr� en Kenya el esqueleto m�s completo de otro hom�nido primitivo de nuestro g�nero: el Homo erectus, con una edad de 1.6 millones de a�os. El esqueleto perteneci� a un muchacho muy joven, posiblemente de unos 12 a�os, pero de gran estatura para su edad: 1.66 metros. Su cerebro pesaba unos 900 gramos, bastante m�s cercano al nuestro, de 1 350 gramos. En todo se asemeja al humano actual excepto por el t�rax c�nico, a�n similar al de Lucy y los simios. De nuevo pareciera que este esqueleto es un eslab�n entre el australopiteco y el humano actual. Otros esqueletos de la misma especie, pero de fechas muy posteriores hab�an sido hallados en Asia. Se trata del hombre de Pek�n y del hombre de Java. �Por qu� la diferencia en tiempo?

Hay evidencias s�lidas de que los humanoides primitivos surgieron en �frica y permanecieron all� durante un mill�n de a�os. Luego emigraron en diversas direcciones y algunas poblaciones se establecieron y evolucionaron hasta convertirse en seres humanos arcaicos ya de nuestra especie Homo sapiens.

Ahora bien, en Europa y el oeste de Asia se diferenciaron, hace unos 75 000 a�os, la criatura que hoy llamamos el hombre de Neandertal, Homo sapiens neanderthalensis. Los neandertales enterraban a sus muertos, ten�an cerebros comparables a los nuestros, incluso por el crecimiento del �rea de Broca, cuya funci�n es la articulaci�n del lenguaje. Adem�s, compart�an territorios con modernos Homo sapiens sapiens en el Paleol�tico (hace 50 000 a 100 000 a�os). Sin embargo, abruptamente, hace 30 000 o 40 000 a�os, y coincidiendo con las �pocas glaciares, los neandertales fueron remazados por humanos modernos cuyas caracter�sticas anat�micas parecen haber cambiado gradualmente a partir de entonces. En efecto, el tama�o de los dientes, de la cara y de los m�sculos del brazo disminuyeron con la aparici�n del humano moderno. Probablemente la evoluci�n favoreci� brazos y manos m�s eficientes que permitieran la fabricaci�n de herramientas m�s elaboradas que las producidas por los neandertales, lo cual les dio una gran ventaja evolutiva en una �poca de cambios geol�gicos intensos. Y todo esto sucedi� hace relativamente muy poco tiempo, en especial si consideramos que ya hab�a hom�nidos en �frica hace 3 o 4 millones de a�os.

Es as� que, aunque los hom�nidos son muy antiguos, los humanos somos extraordinariamente recientes sobre la faz de a Tierra. Hace s�lo unas decenas de miles de a�os surgi� lo que consideramos esencialmente nuestro: nuestra anatom�a particular, la fabricaci�n de instrumentos en forma de utensilios, la construcci�n de viviendas y, en particular, la habilidad para desarrollar una comunicaci�n simb�lica. En muy poco tiempo se agregar�an las caracter�sticas de las sociedades de cazadores recolectores y casi inmediatamente, hace unos 10 000 a�os, la agricultura. A�n sobreviven, aunque desgraciadamente por muy poco tiempo m�s, algunos grupos humanos con las caracter�sticas del Pleistoceno: los cazadores recolectores abor�genes de Australia, los bosquimanos del Kalahari sudafricano, los pigmeos de �frica y los esquimales del �rtico.

De esta manera, las evidencias de una evoluci�n de los primates superiores que desemboca en los seres humanos son abundantes y por completo convincentes. Naturalmente que siempre existe la posibilidad de una creaci�n de la nada. La mente humana ha evolucionado para proponer alternativas. Consideremos aquella atribuida a Borges y seg�n la cual el mundo ha sido creado por un Dios omnipotente (y humorista) hace cinco minutos, dotado ya de f�siles, de todos sus artefactos y documentos y de una humanidad que recuerda un pasado ilusorio. Irrefutable.

LA VIDA SOCIAL DE LAS PLANTAS

A diferencia de los seres humanos, cuyas interacciones sociales predominantemente se restringen a intercambiar informaci�n entre ellos, con ocasionales encuentros con animales, las plantas tienen que v�rselas constantemente con una gran variedad de individuos de m�ltiples especies. Cada uno de ellos lucha por encontrar un lugar ventajoso y sobrevivir en el ecosistema com�n. As�, las plantas deben competir con otras para ganar espacio, nutrientes del suelo o luz solar. Deben contender con invasiones de microbios y hongos del suelo o establecer simbiosis con los que les son de provecho. Deben evitar ser comidas por insectos defoliadores y arregl�rselas para atraer a otros organismos para que les ayuden con la polinizaci�n y la dispersi�n de sus semillas. Pueden sobrevivir si logran ser inofensivas o pueden encontrar arreglos m�s complicados que beneficien o limiten a otros individuos. Se trata de una compleja vida social que las plantas deben establecer sin hablar y sin moverse de lugar, o movi�ndose muy poco y lentamente. �C�mo es que lo logran?

Las plantas usan un alfabeto bioqu�mico para comunicarse entre s� y con su ecosistema. Por ello tienen que sintetizar una gran variedad de sustancias qu�micas que funjan como transmisoras de la informaci�n que les permitir� sobrevivir con ventaja y, con ello, propagar la especie. En todo momento la planta que vemos aparentemente ociosa est� usando feromonas, inhibidores y promotores del crecimiento, venenos y otras sustancias para comunicarse con otras plantas, marcar su territorio o lograr reproducirse. Adem�s sintetiza pigmentos, sustancias olorosas, atractores o repelentes, inductores o inhibidores de la alimentaci�n o toxinas para dialogar con los m�ltiples insectos del ambiente, tanto para atraerlos como para evitarlos. Utiliza el repertorio qu�mico para mandar mensajes a los microorganismos, hongos o gusanos del suelo que viven cercanos a sus ra�ces. Los animales forrajeros y herb�voros, que son potenciales consumidores de la planta, reciben tambi�n sus mensajes. La planta puede necesitar que se aproximen ciertos animales o que se consuman determinadas de sus partes para completar su ciclo vital o dispersar sus semillas.

No en vano muchos frutos son deliciosos: la planta nos usa a nosotros y a otros animales frug�voros para que nos los comamos y transportemos las semillas a otros lados donde podr�n encontrar, con suerte, territorios f�rtiles. El propio tr�nsito por el canal digestivo parece hacer m�s viables a las semillas. La planta puede necesitar que el herv�boro se ahuyente, por lo cual emite se�ales qu�micas para prevenirlo. Como sucede con el lenguaje humano, los receptores de esta informaci�n tienen sus propias respuestas qu�micas.

Figura 13. Larva ingiriendo toloache.

La conversaci�n es lenta y el alfabeto limitado pero la informaci�n se trasmite continua y eficientemente. Es un lenguaje sutil, inaudible al o�do humano aunque ocasionalmente detectable en el color o el aroma de una flor, digamos de una rosa, y que, significativamente, ha sido fuente de inspiraci�n o aun �xtasis para los seres humanos. Adem�s, muchos animales y seres humanos han aplicado ese alfabeto qu�mico para mantener o recuperar la salud.

Hasta hace muy poco tiempo la fuente principal de medicamentos era el reino vegetal. Es muy posible que los chamanes y los curanderos encontraran, gracias a sus observaciones acuciosas del lenguaje de los ecosistemas, pistas para identificar propiedades medicinales en determinadas plantas. Las que resultaron efectivas pasaron a formar parte del acervo terap�utico de la cultura tradicional. Eran plantas dotadas de poder. Con el tiempo se vendr�a a corroborar que tal poder resid�a en alguna mol�cula del repertorio qu�mico de la planta: su llamado principio activo. Muchas de estas mol�culas tienen primas y hermanas dentro de nuestro organismo; de hecho, las v�as metab�licas que producen y degradan las sustancias qu�micas pueden ser id�nticas, aunque tengan funciones totalmente distintas. Es as� que el peyote, el cacto visionario de los indios mexicanos, posee una complicada ruta metab�lica para sintetizar la mol�cula alucin�gena llamada mezcalina, ruta que es en parte id�ntica a la forma que se sintetiza en nuestro cerebro el neurotrasmisor llamado dopamina, y que est� aparentemente alterada en la psicosis llamada esquizofrenia. Los ejemplos se podr�an multiplicar. Gracias a esta unidad qu�mica de los organismos vivos es que act�an las sustancias vegetales en el cuerpo humano: las mol�culas de la planta encuentran receptores que las reconocen. De esta forma, el lenguaje qu�mico de los ecosistemas nos incluye y nos puede sanar o enfermar.

Con sus m�ltiples funciones ecol�gicas, no es sorprendente que las plantas sean complejos laboratorios bioqu�micos. Una gran parte de su genoma se utiliza para fabricar o sintetizar sustancias. Cuando alguna de ellas logra que la comunicaci�n obtenida favorezca la sobrevivencia y la adaptaci�n, el sistema metab�lico se selecciona y la planta podr� reproducirse con ventaja. Si consideramos estas razones se explica lo que durante un tiempo fue una pregunta de dif�cil respuesta para la fitoqu�mica, la ciencia que estudia la estructura qu�mica de los vegetales: �cu�l es la raz�n de que las plantas tengan un metabolismo qu�mico tan complejo? Se lleg� a hablar incluso de compuestos secundarios, que no ten�an que ver con las necesidades vitales de la planta misma, estableciendo sin quererlo, y como suele suceder, una inadecuada analog�a con los animales superiores, en particular con el ser humano. En �stos, los complejos mecanismos bioqu�micos cumplen esencialmente funciones nutricias, energ�ticas y de comunicaci�n interna del propio organismo. En este �ltimo caso est�n las hormonas y los neurotrasmisores. Como las plantas tienen una fisiolog�a interna mucho m�s simple, no se encontraba la raz�n de ser de las numerosas mol�culas que produc�an. Fue necesario buscar fuera del organismo la explicaci�n de su intenso metabolismo. Esta es una de las tantas aportaciones de la ecolog�a, ciencia que analiza los complejos sistemas naturales para entender un problema b�sico. Se ha generado ya una interdisciplina, la ecolog�a qu�mica, para abordar este tipo de cuestiones que pueden ser concebidas como funciones de un ecosistema. Algunos prefieren el hermoso t�rmino de semioqu�mica para identificar las funciones comunicativas de compuestos qu�micos producidos por plantas y animales.

�Qu� maravillosa urdimbre la de los ecosistemas! Cada organismo es un elemento que se acopla mediante m�ltiples se�ales con otros. La fuerza motriz de la evoluci�n ya no es un fen�meno tan ininteligible al considerarse circunscrito al organismo aislado: hay coevoluci�n. La extensa comunicaci�n que cada planta y cada animal establecen con otros y con el medio f�sico es en s� misma necesariamente cambiante y demanda los ajustes adaptativos que conducen a la evoluci�n. Y todos ellos establecen una red puls�til cuyas dimensiones no es posible delimitar claramente, excepto si pensamos en toda la superficie del planeta, en la biosfera, es decir, en Gaia, la Tierra concebida como un organismo con las propiedades que usualmente se adjudican a la vida y la inteligencia.

LECTURAS

Albone, E. S. (1984), Mammalian Semiochemistry, John Wiley & Sons, Chichester.

Bateson, G. (1980), Mind and Nature. A Necessary Unity, Bantam, Nueva York.

Coppens, Y. (1994), "East Side Story: The Origin of Humankind" Scientific American 270 (mayo), pp. 62-69.

Delson, E., compilador (1985), Ancestors: The Hard Evidence, Liss, Nueva York.

Kauffmannm, W. J. (1973), Relativity and Cosmology, Harper & Row, Nueva York.

Osterbrock, D. E., J. A. Gwinn, R. S. Brashear (1993), "Edwin Hubble and the Expanding Universe", Scientific American 269 (julio), pp. 70-75.

Simons (1989), Science 245, pp. 1343-1350.

Shatzman, E. L. (1968/1976), The Structure of the Universe, McGraw Hill/World University Library, Nueva York.

Weil, A. (1980), The Marriage of the Sun and the Moon, Houghton Mifflin, Boston.

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