XI. EL ESP�RITU SABIO

LA CIENCIA DE LAS CIENCIAS

HASTA hace relativamente poco tiempo la filosof�a ten�a como uno de sus objetivos construir una imagen coherente del mundo, una suma de las ciencias en un conocimiento general que las abarcara. Pero se estableci� una carrera desigual, como la de Aquiles y la tortuga, en la que el conocimiento cient�fico se hizo demasiado vasto y la filosof�a encontr� excesiva la tarea de coordinarlo, por lo que se retir� de la frontera, refugi�ndose en temas cada vez m�s estrechos. Lo que empez� a quedar fue el especialista cient�fico que sab�a cada vez m�s y m�s de menos y menos, o el especulador filos�fico que sab�a cada vez menos y menos de m�s y m�s. Los hechos remplazaron a la comprensi�n y el conocimiento explot� en fragmentos que no pod�an generar sabidur�a, por lo que hubimos de contentarnos, en el mejor de los casos, con la erudici�n. La brecha entre la vida y el conocimiento se hizo cada vez m�s honda, de tal manera que enmedio de un aprendizaje inmenso floreci� la ignorancia.

Estas inquietantes ideas fueron expresadas en 1952 por Will Durant en el prefacio a la segunda edici�n de su Historia de la filosof�a. Probablemente pocos fil�sofos y cient�ficos se adhieran a ellas hoy. Sin embargo, es probablemente cierto que la filosof�a como la practicaban Plat�n, Spinoza, Kant o Nietzsche tenga menos posibilidades de desarrollarse ahora que anta�o. La filosof�a acad�mica de las universidades es una actividad cada vez menos unificada y m�s especializada, sin que por ello carezca de inter�s. Muchos de los fil�sofos se dedican a comentar a los cl�sicos o a otros pensadores; algunos m�s son epistem�logos o fil�sofos de la ciencia y se abocan a analizar los m�todos y las teor�as de la ciencia desde un punto de vista l�gico y conceptual. Muchos batallan con el lenguaje, su estructura, su pertinencia para abordar problemas del conocimiento, sean sociales, �ticos o cient�ficos. La mayor�a milita en facciones que se ven con recelo: hay fil�sofos anal�ticos, materialistas dial�cticos, fenomen�logos, estructuralistas, deconstruccionistas. Los ont�logos y metaf�sicos, aqu�llos que tratan de abordar la esencia de las cosas, el ser mismo, son cada vez menos. Varios se averg�enzan del pasado especulativo y se acercan a los cient�ficos, a las computadoras o tratan de poner en lenguaje matem�tico las proposiciones. Estas empresas son intelectualmente fascinantes y tienen un lugar indudable en el mundo del conocimiento. Sin embargo, cabe preguntarse si quedar� alg�n lugar para aquella filosof�a entendida como "el amor al conocimiento" y que es, como es bien sabido, la etimolog�a de la palabra. Yo creo que ese lugar no s�lo debe preservarse sino ampliarse, entre otras razones porque puede llegar a desempe�ar un papel central en la posible integraci�n de la ciencia con las artes y la sabidur�a.

La disyuntiva entre la filosof�a acad�mica actual y el antiguo amor a la sabidur�a consiste sencillamente en el dominio del conocimiento que cultivan. La filosof�a acad�mica se aboca a problemas concretos con una metodolog�a l�gica y argumentativa cada vez m�s rigurosa. Tiene, quiz�s, menos que ver con las cuestiones que preocupaban a los grandes fil�sofos del ser, la esencia, el c�mo vivir, en qu� creer y por qu�. M�s que pretender erigir un sistema explicativo, l�gico y cr�tico general se aboca al an�lisis de parcelas o de problemas te�ricos muy puntuales y casi emp�ricos, como el significado, la creencia o el libre albedr�o. Algunos consideran que los problemas metaf�sicos cl�sicos son est�riles, ininteligibles o bien que no se pueden abordar con la herramienta fundamental del fil�sofo, es decir, con el lenguaje de la l�gica. Uno de los grandes fil�sofos de este siglo es en buena parte responsable de esto, el austriaco-ingl�s Ludwig Wittgenstein (1889-1951). Y sin embargo, este hombre era, a todas luces, un fil�sofo a la vieja usanza, un buscador de la verdad dotado de una mente l�cida y penetrante. No es un pensador f�cil de entender y existen varias interpretaciones de lo que dijo. Lo que demostr� sin duda alguna es la limitaci�n del lenguaje para referirse a cuestiones metaf�sicas, pero no por ello consider� que las cuestiones mismas debieran ser arrojadas por la borda, ya que en toda su obra se transparenta la noci�n de que existen diversos modos de entender y de conocer, y de ellos s�lo algunos son formas de pensamiento que puedan ser expresables en lenguaje. Es as� que, a pesar de las cr�ticas externas y de la divisi�n interna de la filosof�a acad�mica moderna, el amor a la sabidur�a ha dado grandes frutos en nuestro siglo. Hemos mencionado a Wittgenstein. Podr�amos agregar a varios m�s: Bertrand Russell, Alfred Whitehead, Miguel de Unamuno, Paul Tillich, Martin Heidegger y Teilhard de Chardin.

Tambi�n han florecido grandes escuelas del pensamiento. Por ejemplo, los grandes f�sicos que revolucionaron la ciencia en los a�os veinte incursionaron en la metaf�sica y enriquecieron, al relativizarlas, las nociones de espacio, tiempo y materia. Otra escuela de gran trascendencia sapiencial es el existencialismo y tiene poco que ver con la imagen que se populariz� a mediados de siglo de intelectuales l�nguidos y desesperanzados oyendo cantar a Edith Piaf. El valor de vivir en un mundo incierto, el �nfasis en la esencia del hombre como un devenir en ese mundo, como un existir, la duda permanente y sistem�tica, el valor absoluto de cada ser humano, el ser como esencia y la fenomenolog�a como m�todo de conocimiento, han sido nociones de enorme importancia no s�lo intelectual sino vital para muchos de nosotros. De hecho, varios de los fil�sofos llamados existencialistas merecer�an el t�tulo de sabios.

Uno de ellos, el pensador alem�n Karl Jaspers (1883-1969), es un ejemplo del fil�sofo amante de la verdad y buscador incansable de la sabidur�a. Jaspers nos ha ense�ado c�mo cualquier persona puede adquirir la verdad filos�fica mediante la reflexi�n met�dica y el compromiso vital. "Ser fil�sofo", puntualizaba a�n antes y en el mismo sentido Henry David Thoreau, "no es simplemente tener pensamientos sutiles, ni fundar una escuela, sino amar la sabidur�a tanto como vivir, de acuerdo con sus dictados, una vida de simplicidad, independencia, magnanimidad y confianza".

El cultivo de la sabidur�a es, entonces, un mundo distinto de la filosof�a acad�mica, si bien algunos de sus miembros, junto con muchos otros seres humanos, puedan desarrollarla. Las caracter�sticas de esa filosof�a son, seg�n Jaspers, el tratar de ver la realidad en s� misma mediante la reflexi�n profunda y el di�logo con uno mismo, abrirnos a la vastedad que nos circunda y osar comunicarla en esp�ritu de la verdad, mantener despierta la raz�n, con paciencia y sin cesar, incluso ante lo m�s extra�o. La filosof�a es aquella autorreflexi�n mediante la cual el ser humano llega a ser �l mismo al hacerse part�cipe de la realidad. Son estos conceptos asombrosos que sacuden nuestro ser por su coraje y esperanza.

La filosof�a concebida como amor a la sabidur�a sigue siendo un faro de luz que nos orienta al iluminar las oscuras y turbulentas aguas que surcamos.

EL DI�LOGO CORDIAL

Hacia 1968, cuando empezaba a hacer investigaci�n experimental, una llamada distinta de la ciencia me embelesaba de lejos: la de la filosof�a. Era una voz m�s prometedora a�n que hablaba de conocimientos m�s profundos y certeros, de una forma de vida, de un potencial indefinido.

Una vez tom� una decisi�n precipitada. Sal� de mi laboratorio en la UNAM y me dirig� a la Facultad de Filosof�a y Letras con pasos firmes. Al llegar pregunt� a un alumno aparentemente enterado qui�n era el mejor maestro de filosof�a. Me pregunt�, un tanto divertido, que de cu�l materia, y despu�s de un momento de duda le dije "de metaf�sica", porque supon�a que era la esencia misma de la filosof�a. Me respondi� r�pidamente con un nombre: Eduardo Nicol. Me cercior� de los horarios de sus clases y me met� a escuchar alguna. Un hombre menudo, impecablemente vestido, disert� una hora sobre el ser, escribiendo en griego y de memoria a Plat�n. Poco entend�, pero su actitud me parec�a inequ�voca: se trataba de un fil�sofo, de un explorador de la verdad.

La inquietud fue madurando en un proyecto: tomar�a a la filosof�a como una compa�era de camino. De esta suerte empec� a cultivar algo de filosof�a de la ciencia y a la larga me volv� a encontrar con Nicol a trav�s de su obra. Me sorprend� de la magnitud y profundidad de su labor. Me parec�a un metaf�sico notable y, m�s a�n, un pensador con el que me identificaba y que proporcionaba argumentos s�lidos para sustentar mi propio trabajo, en particular sobre la relaci�n entre la conducta, la biolog�a y la mente.

A mediados de 1990 le habl� por tel�fono con la excusa de pedirle su opini�n sobre un manuscrito al respecto. Con inmensa amabilidad y a pesar de estar notoriamente d�bil me recibi� varias veces en su casa. Charlamos interminablemente en un di�logo cordial que me abri� una vez m�s el panorama de la filosof�a hacia horizontes eternamente cambiantes. Tuve el placer de llevarlos a �l y a su esposa a la emotiva ceremonia con la que la UNAM y su rector rindieron homenaje a los acad�micos de la emigraci�n espa�ola, de los cuales era Nicol el decano, y por lo que hubo de pronunciar el discurso de aceptaci�n. La formalidad del acto no impidi� que se nos llenaran los ojos de l�grimas a muchos cuando Nicol dijo: "somos mexicanos nacidos en 1939." Al final lo abrac� enternecido. Poco despu�s se desmayaba con un coraz�n agitado de impresiones. Hubo necesidad de llevado al Hospital de Cardiolog�a y sali� con bien ya que, seg�n �l mismo brome�, ten�a un buen coraz�n en los dos sentidos del t�rmino. Pero desafortunadamente le quedaba poco por andar a ese coraz�n.

Nacido en Catalu�a en 1907, Eduardo Nicol se nos fue el 6 de mayo de 1991. En su vida y en su obra fue un heredero cabal de los fil�sofos griegos y como ellos cultiv� fundamentalmente el logos. Alguna vez le pregunt� ingenuamente qu� significaba el logos, su respuesta fue inesperada: "la voz." La voz... Es decir, la palabra y la raz�n que la engendra, la voz que manifiesta, adem�s del pensamiento, la individualidad y la emoci�n; la voz que constituye la expresi�n humana en todas sus modalidades: arte, filosof�a, ciencia, poes�a. Para Nicol la voz del hombre se expresa simb�licamente y el s�mbolo es el material que une a quien lo expresa y a quien lo recibe en ese di�logo que constituye la esencia de la comunidad humana. El s�mbolo, entonces, es v�nculo, y el v�nculo cultura. Es as� que el hombre es el ser de la expresi�n, un ser cuya insuficiencia se compensa mediante el v�nculo del di�logo (logos de dos). La ciencia es uno de esos di�logos ya que se basa en la intersubjetividad. La verdad que descubre la ciencia es objetiva porque es intersubjetiva. Es as� que expresar para ser es la vocaci�n m�s humana.

El ser de los metaf�sicos no es entonces para Nicol una esencia misteriosa y oculta, sino una expresi�n manifiesta: est� a la vista a trav�s de la voz, del logos. El hombre expresa su ser y al hacerlo lo transforma. As�, el ser no es eterno e inmutable; por el contrario, es cambiante, metab�lico y proteico. En una palabra es hist�rico y es real, aunque no por eso pierde su misterio. La metaf�sica, como ciencia del ser, es ciencia del devenir ya que hablar del ser es hablar del tiempo. La reflexi�n filos�fica, o sea la autoconciencia, es una conciencia hist�rica. El pasado queda as� interiorizado y con ello el ser cambia y se enriquece.

La clave del cambio est� en la gestaci�n del acto, con lo cual el ser humano se crea a s� mismo a partir de lo que le es dado: su biolog�a y su cultura. Tal creaci�n es efecto y potencia de la libertad. La metaf�sica vuelve a tomar en Nicol su funci�n fundamentadora y de principios generales. Es la ciencia de las ciencias. Estas son ideas fundamentales para la renovaci�n de la fenomenolog�a y de la dial�ctica que edificara Nicol con su amplia obra.

Para el mediterr�neo Nicol, el fil�sofo es un indagador de la verdad, que tiene, adem�s, el compromiso de expresarla. Pero la verdad del hombre no es una idea de tesis, una simple teor�a, sino una verdad existencial en la que se manifiesta la vida misma, la realidad de verdad. De esta manera la filosof�a es vocaci�n de la vida y tiene el cometido de transformar al mundo formando al individuo. Para esto se requiere que raz�n y emoci�n est�n vinculados como lo est�n el entendimiento y el sentimiento en las primeras expresiones l�ricas del mundo. La filosof�a, lo mismo que el arte y la ciencia, es una forma de ser. La autenticidad se alcanza con el pr�poito, en la fidelidad a la verdad y la recta direcci�n de la palabra. Es as� que la filosof�a logra alterar a fondo la existencia humana: pensar el ser es cambiar el mundo, notable tesis en la que se funden lo individual y lo social. La meditaci�n profunda nos transforma y al expresarnos desde ese centro cambiamos la historia.

Es as� que con el mexicano Nicol me encuentro cara a cara con aquella intuici�n de una filosof�a que me embelesaba de estudiante con grandes promesas. A mi entender Nicol est� emparentado directamente y gracias a 2500 a�os de cultura mediterr�nea, con uno de los primeros y m�s inquietantes fil�sofos de la humanidad, con Her�clito de Efeso, el del logos original, para quien el proceso c�smico era an�logo al poder de la raz�n humana y cuya manifestaci�n es la uni�n de los contrarios.

El verdadero maestro, dec�a el catal�n Nicol, no es aquel cuyas ideas vamos a retener o con quien venimos a coincidir. Maestro es quien nos obliga a detenernos en su obra reflexivamente y luego nos impulsa. Le guardamos fidelidad en la medida en que el impulso nos separa de �l. El movimiento es el de la gestaci�n y no el de la conclusi�n. Muchos de nosotros hemos de agradecer ahora y en el futuro el impulso de Eduardo Nicol.

Por mi parte, adem�s, mantengo con �l un di�logo cordial, un amoroso logos de dos.

LA DUDOSA FE Y EL SABER CERTERO

Paul Tillich (1886-1965), uno de los te�logos cristianos m�s destacados del siglo, estudi� en la misma Facultad de Teolog�a de la Universidad de K�nigsberg, donde ense�ara Kant, y en la Universidad de Halle. La libertad de pensamiento de estas venerables instituciones dejar�a en �l una huella permanente que lo llev� a rechazar toda rigidez en el luteranismo sin renunciar a sus fundamentos cristianos. Consecuente con esa huella, Tillich fue el primer acad�mico alem�n no jud�o cesado por sus cr�ticas a Hitler y al movimiento nazi. Emigr� a Estados Unidos donde fue profesor de teolog�a en las universidades de Harvard y Chicago.

Tillich era un te�logo revolucionario: rechazaba la idea de un dios antropom�rfico y personal, dudaba de la posibilidad de analizar l�gicamente la misi�n espiritual del ser humano y reformul� la fe en t�rminos que interesan a todos, cient�ficos, agn�sticos y ateos incluidos. Dos de sus libros trascendieron el �mbito religioso y fueron ampliamente comentados: El valor de ser (1952) y La din�mica de la fe (1957). Comento algunas ideas del segundo libro que sacuden las formidables barreras que han separado tradicionalmente a la religi�n y a la ciencia, entendidas ambas como actividades humanas y no como instituciones.

Lejos de ser una creencia justificada por la autoridad o la tradici�n, para Tillich la fe es un estado de preocupaci�n fundamental sobre las cuestiones que interesan centralmente al ser humano. Tal preocupaci�n, una vez adquirida, produce una demanda de tal magnitud que en ella se centra la personalidad toda —emoci�n, pensamiento y voluntad— en un acto deliberado. De esta forma la fe se desarrolla en un terreno de libertad personal que trasciende lo consciente y racional para emerger de lo trascendente que hay en el ser humano, de aquello que sobrepasa su experiencia. La pasi�n infinita con la que anta�o se describ�a a la fe se convierte en una pasi�n por el infinito y se vuelve a la vez objetiva (aquello en lo que se tiene fe) y subjetiva (el acto central de estar fundamentalmente preocupado). Esta simultaneidad implica que al experimentar lo fundamental se rompe la barrera entre sujeto y objeto y que aquello que preocupa centralmente al ser humano se torna sagrado. Lo sagrado tiene un car�cter ambiguo e incierto y aceptarlo constituye un acto de valent�a. Lo sagrado se reafirma como el "misterio fascinante y terrible", seg�n lo habr�a definido Rudolph Otto.

El valor de vivir consiste, entonces, en asumir la incertidumbre de la existencia, la incapacidad de encontrar respuestas finales que satisfagan plenamente nuestra b�squeda. En pocas palabras: la duda est� impl�cita en la preocupaci�n fundamental, en la fe.

En vista de esto y como la fe no admite autoridad final en las cuestiones fundamentales, resulta que los creyentes de las diversas iglesias que se contentan, sin cuestionarlas, con un conjunto de creencias inamovibles, son las personas que tienen menos fe, en tanto que muchos cient�ficos, artistas o fil�sofos ateos o agn�sticos, en su b�squeda de verdades trascendentales, han demostrado reiteradamente que tienen una fe intensa. M�s a�n, la fe no afirma ni niega nuestro conocimiento emp�rico y cient�fico, el cual proporciona certezas m�s o menos s�lidas sobre el mundo, engendra dudas l�gicas y pone a prueba hip�tesis y teor�as. La fe produce certezas y nuevas dudas de �ndole vivencial y existencial que no versan sobre hechos o conclusiones. La duda de la fe tampoco es la del esc�ptico y que suele conducir al cinismo, a la desesperaci�n o a la indiferencia. La duda de la fe es la que se percata de la incertidumbre de todo problema fundamental. Es, quiz�s, comparable a la actitud socr�tica de negar toda certeza final y de mantener toda cuesti�n abierta a nuevas evidencias sin importar su naturaleza. Esta incertidumbre sobre cuestiones centrales, como la existencia o naturaleza de Dios, la inmortalidad del alma, el significado de la vida, es lo que Miguel de Unamuno denomin� el sentimiento tr�gico de la vida. Es as� que no hay conflicto entre raz�n y fe; por el contrario, la raz�n proporciona herramientas para entender y manipular la realidad, en tanto que la fe da la direcci�n en la que los conocimientos deben ser usados.

Ahora bien, la fe se expresa en un medio social, en una comunidad donde adquiere el lenguaje que le es particular: el lenguaje del s�mbolo y del mito. El s�mbolo es aquel signo que, a diferencia de otros, participa directamente en aquello que apunta, como la bandera que participa de la dignidad de la naci�n que simboliza. El s�mbolo y el mito, como bien lo ha expresado Joseph Campbell, tienen una funci�n de capital importancia: nos abren niveles de realidad nuevos, dimensiones inexploradas de nosotros mismos y se�alan los temas esenciales. El s�mbolo no se puede producir conscientemente: nace, crece y muere en las culturas engendrado por la informaci�n en la que est�n inmersas. De esta manera Dios es un s�mbolo de la fe, como lo son los fundadores de las religiones y los santos que representan lo que es en realidad o lo que puede llegar a ser la criatura humana. En este contexto el sacramento toma un nuevo significado: en un punto concreto de la realidad y mediante un acto simb�lico, la fe avizora el significado �ltimo de toda realidad.

Con estas poderosas premisas el conflicto entre ciencia y fe adquiere una nueva faz: aparece como un conflicto en el que ninguna de ambas actividades hab�a tomado su lugar y dimensi�n de validez. Es as� que los representantes de la Iglesia confundieron los s�mbolos ancestrales de la fe con la astronom�a de Ptolomeo y reprimieron indebidamente a Galileo. De la misma manera los representantes de hoy confrontan est�rilmente la letra b�blica con las hip�tesis evolutivas. Asimismo, en el otro sentido, los descubrimientos de la ciencia no pueden apuntalar ni negar la fe; su dimensi�n de significado y su �mbito de conocimiento son otros. Por ejemplo, una demostraci�n hist�rica de que Lao-Ts�, Cristo, Buda, Mois�s o Mahoma no existieron, no implicar�a cambio alguno en la fe concebida de esta manera.

Menos clara es, sin embargo, la distinci�n entre la verdad filos�fica y la verdad de la fe, en particular cuando se habla de la filosof�a en su acepci�n pr�ctica de amor a la sabidur�a. Si bien la filosof�a utiliza argumentos y la fe s�mbolos, existe una clara intersecci�n entre ambas actividades, terreno que Karl Jaspers denomin� la fe filos�fica y que Aldous Huxley concibi� como la filosof�a perenne: el �rea de convergencia y de intersecci�n entre los sabios y los m�sticos de todas las �pocas y culturas.

Hoy en d�a el ser humano se encuentra en un estado de enajenaci�n de su propia naturaleza: su raz�n y su fe no son lo que debieran ser y se encuentran en conflicto. Para resolver tal enajenaci�n es necesaria una revelaci�n, entendida como una experiencia de preocupaci�n fundamental y la �nica conversi�n posible es la de aquel que adquiere la preocupaci�n y, con ello, la salud espiritual.

La vida de la fe conduce a la integraci�n de la personalidad, es una vida de concentraci�n en lo m�s trascendental de la existencia y en consecuencia es la fuerza que aglutina al pensamiento, la emoci�n y la voluntad.

LA EXPLORACI�N ESPIRITUAL

La tajante separaci�n entre ciencia y religi�n data de los inicios de la cultura europea del siglo XIII. Hasta ese momento la teolog�a acomodaba, a veces con dificultades, la especulaci�n filos�fica y la pr�ctica religiosa. Sin embargo, desde sus inicios, la filosof�a natural surgi� como una alternativa de explicaci�n para los fen�menos de la naturaleza, con lo cual se instaur� un doble est�ndar del conocimiento: las verdades accesibles por la raz�n y las verdades accesibles por la revelaci�n. El doble est�ndar no siempre fue exitoso, en particular en las aciagas �pocas de la Inquisici�n, cuando el celo de exclusividad cobr� v�ctimas heroicas de entre las filas de los primeros cient�ficos, como Miguel Servet. La relaci�n entre ciencia y religi�n se hizo a�n m�s tirante en los siglos siguientes, excepto, quiz�s, en el barroco, cuando Descartes, Spinoza o Leibniz hicieron un intento extraordinario de hacerlas compatibles a la luz de una especie de racionalismo m�stico que tuvo gran trascendencia filos�fica pero que no logr� reunir religi�n y ciencia. Es as� que para finales del siglo pasado el divorcio era absoluto y continuar�a, con algunas notorias excepciones, hasta la actualidad.

Algunas de estas excepciones, en particular varios de los mayores f�sicos de nuestra �poca, merecen alg�n comentario. Max Planck, por ejemplo, consideraba que la creencia en un Dios se ve�a respaldada por el hallazgo de que las part�culas elementales se comportan de acuerdo con un conjunto de leyes fundamentales de la materia. Por su parte, Albert Einstein no ve�a conflicto entre la ciencia que busca lo que es y la religi�n que permite la evaluaci�n del pensamiento y la conducta humanas. Einstein ten�a una religiosidad c�smica seg�n la cual el ser humano se asombra ante el orden del mundo y experimenta su existencia como una prisi�n que le impide participar de la significaci�n total de ese mundo. Tal religiosidad se expresar�a particularmente en el budismo, en San Francisco de As�s y en Spinoza.

Ciertamente Baruch Spinoza (1632-1677) propuso una imagen del cosmos particularmente compatible con una ciencia y una religiosidad abiertas e inquisitivas. La clave de esa imagen es la inmanencia de lo divino en el mundo. No se trata de un pante�smo grosero seg�n el cual todo lo que existe es divino, sino de un mundo esencialmente complejo y m�ltiple que puede ser considerado como materia y como esp�ritu indistintamente. La propuesta contiene, entre otras cosas, una soluci�n posible al problema mente-cuerpo, ya que el proceso corporal es f�sico y ps�quico a la vez: el cuerpo vivo y en acci�n no es s�lo materia ni s�lo mente, es cuerpo-mente, una tesis desarrollada por el fil�sofo fenomen�logo y existencialista franc�s Maurice Merleau-Ponty. La materia, como dir�a el tambi�n espinoziano Teilhard de Chardin, est� cargada de esp�ritu y la realidad �ltima del mundo es ambigua y misteriosa.

Teilhard de Chardin (1881-1955) merece un comentario especial en el contexto de este libro y de este cap�tulo, ya que se trata de un hombre de ciencia, de un religioso y de un pensador que intent� amalgamar sus dispares intereses en una obra de gran aliento. Teilhard hizo importantes aportaciones geol�gicas y paleontol�gicas, en particular el descubrimiento del llamado "hombre de Pek�n", la creaci�n de la geobiolog�a como una s�ntesis de la paleontolog�a y la geograf�a, as� como una larga labor sobre la ortog�nesis, es decir, la convergencia evolutiva en particular del fen�meno de encefalizaci�n y evoluci�n de la mente, a los cuales reuni� en el concepto de noog�nesis. Teilhard, convencido evolucionista, propuso en El fen�meno humano que la evoluci�n tiene una direccionalidad: el incremento de la conciencia sobre la Tierra, desde un caldo de materia primordial (el alfa) hasta un punto de convergencia final, el punto omega, que simb�licamente corresponde a la segunda venida de Cristo. En forma similar a Spinoza, que fuera condenado tanto por te�logos jud�os como cristianos, la obra de Teilhard fue objeto de prohibici�n y de ataques del Vaticano, y no se pudo publicar sino hasta despu�s de su muerte.

Figura 20. Baruch Spinoza (1632-1677)

Pero �stas son personalidades de alguna manera tangenciales al conflicto ciencia-religi�n y que, a pesar del inter�s y valor de su vida y obra, no lo han evitado ni abolido. En los tiempos que corren parecer�a que la religi�n flota en un vac�o. Por un lado est�n los creyentes que niegan o desde�an el valor de todas las ense�anzas ajenas al afirmar la absoluta e incuestionable verdad de la propia tradici�n. Para la mayor�a de estos creyentes la ciencia constituye una amenaza que descartan con argumentos cada vez m�s endebles. Con todo ello su credo se a�sla y anquilosa progresivamente. En el extremo opuesto est� un n�mero creciente de personas, entre las que se encuentra la gran mayor�a de los cient�ficos, que consideran a la religi�n como un vestigio irracional del pasado, lo cual comprueban precisamente con las actitudes caprichosas y hostiles de los creyentes. En �ltimo t�rmino aqu�llos resultan tambi�n creyentes, usualmente de un cientificismo dogm�tico que pretende poseer la respuesta actual o potencial de todos los enigmas que confrontan al ser humano.

Entre estas dos actitudes se mueven los que podr�amos denominar exploradores tambaleantes. Algunos de ellos mantienen de diversas formas la pr�ctica de alguna religi�n pero cuestionan y critican, con base en evidencias cient�ficas y filos�ficas, muchos de sus fundamentos, credos y pr�cticas. Otros no se identifican con ninguna religi�n particular pero consideran que el mundo espiritual de la fe, del ritual y del s�mbolo contiene elementos profundamente humanos sin los cuales no es posible tener acceso a ciertos aspectos elevados del conocimiento, los cuales est�n cifrados en todas las religiones mayores y a los que tambi�n se puede tener acceso mediante la experiencia de todas las artes. Una nueva actitud parece irse conformando en esta b�squeda. Una actitud que bien puede evocar a Spinoza, Goethe, Thoreau, Einstein o Teilhard de Chardin como sus heraldos occidentales y al milenario budismo como una de sus expresiones m�s depuradas.

Algunos de los postulados de esta nueva espiritualidad ser�an los siguientes. La realidad final del Universo es profundamente misteriosa, ambigua y tan compleja que continuamente esquiva la capacidad de entendimiento de los seres humanos. Sin embargo, algo se puede ir diciendo sobre ella: se trata de una realidad a la vez actual y potencial, de un proceso en�rgico, creativo e incesante. Esa realidad es tanto material como espiritual, sin que podamos establecer claramente la esencia de cada una ni la naturaleza de su conflujo. La met�fora, el mito y el s�mbolo son los medios que tiene la mente humana para aproximarse a ella. De hecho, tanto la ciencia como el arte pueden considerarse formas simb�licas de aproximaci�n. El ritual actualiza mediante sus operaciones simb�licas la preocupaci�n sobre esa realidad. La indagaci�n y la preocupaci�n, as� como la pr�ctica sistem�tica de la concentraci�n, como est� prescrita en los m�s diversos sistemas de contemplaci�n, permite al ser humano un desarrollo progresivo en el entendimiento de tal realidad, el cual se manifiesta en la sabidur�a. Es decir, el adelanto del entendimiento se hace posible mediante la aplicaci�n y la ampliaci�n de la conciencia.

Sin embargo, m�s que un estado final o una meta a la que se llega por v�as misteriosas, esta religiosidad se caracterizar�a por una indagaci�n apasionada que denominamos espiritualidad. Se trata de un sendero que promete sacar a la persona del encierro de la existencia y, sin embargo, el camino mismo est� regido por la incertidumbre. En esencia, el sendero est� marcado por la b�squeda de una significaci�n m�s honda, de una realidad que se nos oculta, del orden que instaure lo que se intuye como un estado primigenio. Es as� que, adem�s de incluir a la cognici�n y la emoci�n, el sendero implica el desarrollo de una voluntad y un comportamiento profundamente �ticos y morales de acuerdo con una especie de ley natural o imperativo categ�rico sin la cual es imposible el avance. Esa significaci�n, esa realidad, ese orden y esa ley vienen a ser la esencia misma de lo sagrado. Constituyen, en su unidad, el concepto central y la intersecci�n de las grandes ense�anzas espirituales de la humanidad, como el Tao, el Dharma, la Torah, el Logos. El trato �ntimo del ser humano con esa realidad trascendental que le es sagrada viene a ser la marca de la religiosidad, el origen etimol�gico de la palabra (religi�n = reuni�n) y se manifiesta en ocasiones sumamente trascendentales por la plenitud de la presencia del abismo.

EN POS DE SOF�A

"Ah, si el viejo pudiera y el joven supiera", dice el dicho. Pero �qu� sabe el viejo? Decimos que sabe por experiencia, que el vivir le ha ense�ado. Y sin embargo, algunos aprenden de la vida y otros no. Aprenden quienes se abren al mundo, quienes est�n dispuestos a profundizar en sus vivencias, a darles significado, a modificarse de acuerdo con ellas. Este tipo de conocimiento es lo que denominamos sabidur�a y es m�s importante para regir nuestros actos y dar sentido a la existencia que cualquier otra forma de saber. No es en vano que el atributo humano m�s apreciado en las civilizaciones cl�sicas de China, India, Egipto, Grecia o Mesoam�rica fuese la sabidur�a.

En efecto, algunos historiadores afirman que el siglo m�s trascendental en la historia del ser humano es el siglo VI a. C. cuando, de manera sincr�nica en diversas partes del mundo se tendieron los cimientos de una nueva conciencia sobre los pilares de la sabidur�a, ya no de la magia o del mito literal. Seg�n George Woodcock la coexistencia de Her�clito y Tales en la H�lade, de Lao-Ts� y Confucio en China, de Zoroastro en Persia, de los profetas jud�os del regreso del exilio en Judea, y del Buda en la India marc� una verdadera mutaci�n sincr�nica en el pensamiento humano, mutaci�n que evoluciona hasta nuestros d�as. Repasemos someramente algunas de sus manifestaciones.

A partir de su establecimiento en el siglo sapiencial, se disemin� por toda Asia, incorporando al brahamanismo y despu�s al tao�smo, una de las ense�anzas m�s depuradas de sabidur�a humana: la doctrina del Buda S�dhartha Gautama. El �nfasis en la forma pr�ctica de obtener la plenitud mental, la concentraci�n estable, la benevolencia y la vida virtuosa hace del budismo la ense�anza m�s aplicable en cualquier parte de forma independiente de la cultura, la historia y la religi�n locales.

Por su parte, la literatura sobre la sabidur�a floreci� en el Medio Oriente desde los tiempos de los faraones hasta Israel, teniendo all� como principal promotor al rey Salom�n, sabio por antonomasia. Tal literatura era producida por sabios profesionales que fung�an como consejeros en las cortes y se consagraban a emitir m�ximas sobre la manera de conducirse o sobre el sentido de la vida. La forma m�s com�n que tomaron estas m�ximas fue el proverbio, un aforismo basado en la experiencia y de aplicaci�n universal. Muchos otros eran acertijos, alegor�as y par�bolas. Las instrucciones de tales m�ximas eran fundamentalmente de car�cter moral, el atributo pr�ctico esencial de toda sabidur�a.

Al recorrer este camino la sabidur�a hebrea se hizo profundamente religiosa y se plasm� en los libros b�blicos que alcanzaron los niveles literarios de la mayor exquisitez: los Proverbios, Job, El Eclesiast�s y El cantar de los cantares. All� se manifiesta que el significado de la vida y la ley de Dios no pueden ser revelados mediante el lenguaje com�n o el filos�fico, sino tangencialmente sugeridos por la par�bola y, en particular, descubiertos por cada quien mediante un esfuerzo continuo. De esta forma el destino del hombre depende de su acci�n responsable y de su discriminaci�n. Job viene a ser uno de los m�s puros h�roes m�ticos de la sabidur�a. Su sufrimiento, m�s que f�sico, es la agon�a de quien se siente perdido en la inmensidad de un universo al que no encuentra significado. Del conjunto de los libros sapienciales de la Biblia colegimos que sabio es aquel que paga los favores, no urde maldades, evita las disputas, la arrogancia, el enga�o, el crimen y el adulterio, cumple sus promesas, se prepara para los tiempos dif�ciles, es prudente, busca el entendimiento, da la bienvenida a la instrucci�n y... evita considerar que es sabio.

Los griegos conceb�an a la sabidur�a como la disciplina racional que permite dirigir de la mejor manera posible el comportamiento, es decir, como el v�nculo entre la contemplaci�n y el recto vivir. En efecto, los c�lebres siete sabios de la Grecia presocr�tica fueron quienes lograron expresar sabidur�a en sentencias breves, pr�cticas y profundas, como el eterno "con�cete a ti mismo" atribuido a Tales, el "preoc�pate de las cosas importantes" de Sol�n, o aquel "no desear lo imposible" de Quil�n. El gran fil�sofo de nuestro siglo, Ludwig Wittgenstein, calificar�a sin duda como uno m�s de los sabios con la sola frase que cierra su famoso Tractatus: "De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse." Tambi�n nuestra Mar�a Zambrano podr�a acceder a ese estrato con uno solo de sus conceptos fulminantes: "siempre es ahora."

Para Plat�n la sabidur�a preside la acci�n virtuosa que se manifiesta particularmente como prudencia y justicia. Estos juicios fueron exaltados m�s tarde por los estoicos, quienes enfatizaron que el car�cter fundamental de la sabidur�a es la serenidad. Otro atributo m�s es la renuncia, destacada por Marco Aurelio y que implica que el hombre puede poner en orden su propio mundo interior y debe prescindir de las cosas externas, una recomendaci�n ciertamente audaz proviniendo de un emperador romano. M�s tarde el neoplatonismo subray� un car�cter m�s de la sabidur�a: la conciencia, entendida como la facultad de mirarse a uno mismo. La tradici�n medio-oriental y griega de los sabios ha continuado de manera independiente en el desarrollo de las ramas m�sticas de las ense�anzas del libro: el hasidismo de la religi�n jud�a, el sufismo del Islam y las �rdenes contemplativas de algunas tradiciones cristianas.

A pesar de estos gloriosos antecedentes, el inter�s en la sabidur�a ha ca�do en desuso en nuestra �poca. Ya no es tema que concierna a la filosof�a acad�mica y su cultivo ha quedado al margen de la cultura imperante, con su �nfasis en valores situados en un extremo opuesto. La palabra misma se ha vuelto tan rid�cula como la de virtud, que le ha sido tan cercana. Ciertamente varios fil�sofos y pensadores de nuestro siglo han insistido en la filosof�a en su acepci�n primaria y etimol�gica de amor a la sabidur�a y lo han ejemplificado con su propia vida. A pesar de ello se han hecho pocos intentos de analizar el saber de la sabidur�a en comparaci�n con otros tipos de conocimiento.

En este sentido har� referencia a dos pensadores contempor�neos que la han abordado con decidido inter�s y claridad. Me refiero al te�logo protestante Paul Tillich y al fil�sofo mexicano Luis Villoro. En El eterno ahora Tillich afirma que la sabidur�a engloba al conocimiento, la experiencia y la autoinspecci�n, pero que no es cosa solamente del poder intelectual. La sabidur�a es misteriosa, profunda y ambigua: est� oculta y manifiesta, es creativa y destructiva. M�s a�n, sin la experiencia de un profundo asombro ante el misterio del mundo y de la vida no puede haber sabidur�a. De tal experiencia emana una ense�anza elemental: la de los l�mites del ser. El sabio acepta sus l�mites y su caducidad, se percata de los parcos alcances de su saber y de sus actos. No hay mayor distorsi�n del significado de la sabidur�a que suponer que entra�a la ausencia de decisiones radicales, el fr�o aislamiento, el astuto compromiso para obtener ventajas o la solemnidad. Ninguno de los grandes sabios de la historia —pi�nsese, por ejemplo, en los forjadores de las grandes religiones, en algunos de los llamados "santos" o en algunos fil�sofos, artistas y cient�ficos mayores— ha mantenido un c�modo equilibrio en la vida. La sabidur�a no es una vida sin errores, sino, en buena parte, el resultado de cometerlos y aprender de ellos. Gran sabidur�a es darnos cuenta de nuestra irrisoria necedad.

Por su parte, en su magn�fico estudio Creer, saber y conocer, Luis Villoro agrega que no es sabio quien aplica teor�as sino ense�anzas sacadas de su experiencia. Al sabio le instruye la observaci�n aguda, el trato con otros, el sufrimiento y la lucha, el contacto con la naturaleza, la vivencia intensa de la cultura. No es sabio el que sabe muchas cosas de muy diversas fuentes y materias o quien lo sabe todo de un tema especial; �ste es el erudito o el perito, adjetivos de alguna manera diminutos. Sabio es quien puede discernir en cada circunstancia lo esencial tras las apariencias. La sabidur�a es fundamentalmente pr�ctica y aunque se expresa adecuadamente en poemas, mitos o proverbios, �stos de nada sirven si su ense�anza no es confirmada por cada quien en su vi da. La sabidur�a es, en suma, el conocimiento m�s individual, el polo opuesto del conocimiento universal que es la ciencia.

La sabidur�a parece tener dos vertientes que se entrelazan. Por una parte el sabio es una especie de conocedor o de experto en los aspectos m�s hondos y a la vez m�s pragm�ticos de la vida y por la otra manifiesta un desarrollo acusado del car�cter. El juicio y la �tica se han unificado. De esta manera en el sabio se han integrado las potencias humanas de la cognici�n con el afecto y la voluntad, una integraci�n que parece inevitable si �stas se desarrollan conjuntamente, integraci�n que se manifiesta, finalmente, en una acci�n arm�nica, equilibrada y justa. La sabidur�a es la luz misma de la iluminaci�n budista.

La conclusi�n es evidente: aspirar a la sabidur�a o desde�arla es asunto de capital importancia.

LAS SUTILEZAS DE LOS SABIOS NECIOS

El chiste, el acertijo y la broma son excelentes y necesar�simos ingredientes de la sabidur�a, ya que su esencia es precisamente la ruptura del orden l�gico y del conocimiento formal con alguna salida que, como una chispa, ilumina bruscamente el entendimiento con una novedad, se desgrana en risa y deja un sabor de ingenio en la mente. Arthur Koestler ha mostrado repetidamente el cercano parentesco de la risa con el hallazgo y el descubrimiento en ciencia y en arte. �Aj�!, decimos en el momento en que se establece la claridad en la conciencia. �Ja, ja!, nos re�mos cuando un chiste nos parece bueno por la inesperada ruptura con el orden esperado.

Entre la abundante bibliograf�a de la sabidur�a, que incluye mitos, poemas, proverbios o par�bolas, destaca por su agudo sentido del humor la an�cdota del sabio-necio. No se trata del sabio arquet�pico, distante y ensimismado en profundos pensamientos, o del imponente fundador de religiones o sistemas filos�ficos, sino de la figura popular del sabio marginal y sagaz que lo mismo parece un loco que un santo, aunque sus locuras nunca dejan de sugerir una ense�anza ni sus haza�as m�sticas est�n desprovistas de cierta ridiculez. Estos personajes han poblado las tradiciones orales y varios inicios de literaturas. Los cuentos de los maestros zen con sus il�gicos acertijos y salidas absurdas recolectados por Paul Reps; las sutiles haza�as del Mulla Nasrudin, populares en los pa�ses �rabes hasta hoy en d�a y difundidas en Occidente por Idries Shah; los cuentos de rabinos has�dicos de los ghettos de Varsovia o Praga recogidos por Martin Buber, Tiil Eulenspiegel, el juglar y mago alem�n del siglo XV, Juan sin Miedo, Pedro de Urdimalas o, en m�s de una ocasi�n, nuestro eterno hidalgo Don Quijote de la Mancha ser�an algunos ejemplos de los que saco las siguientes gemas.

De la tradici�n has�dica he aqu� un tratado m�nimo sobre la incertidumbre asumida. El rabino Eliezer se dirige en la madrugada a su sinagoga clandestina cruzando la plaza central de Varsovia, ocupada por fuerzas de cosacos antisemitas. Un oficial cosaco, ricamente montado observa con desprecio la figura del rabino y decide hostilizarlo. Se le avalanza amenazadoramente hasta acorralarlo con su corcel y le pregunta: "�D�nde vas tan temprano, rabino?" "Qui�n sabe", replica el rabino humildemente. Encolerizado el cosaco le grita: "�C�mo que qui�n sabe, rabino, si todas las ma�anas te veo cruzar la plaza con paso decidido, seguramente hacia alguna sinagoga? Andando a la c�rcel que te voy a interrogar." "Ya ves", le dice el rabino serenamente: "qui�n sabe."

Ahora, de la tradici�n sufi una an�cdota sobre la fortaleza y la debilidad de la l�gica y la ret�rica. El sin par Mulla Nasrudin, de quien continuamente se duda si es un santo o un loco, ha sido electo, con reticencias y para ponerlo a prueba, como juez local durante una semana. Llega el primer caso. Se trata de un litigio entre dos partes sobre la propiedad de un terreno. Nasrudin le da la palabra a la parte acusadora. El querelloso est� tan brillante, tan seguro y es tan convincente que el Mulla se deja llevar por el entusiasmo y al final de su alocuci�n le aplaude y le dice: "�Tienes raz�n, tienes raz�n!" El secretario se escandaliza y le advierte al extra�o juez: "�Pero si no has escuchado a la parte contraria!" Nasrudin se calma y le da la palabra al defensor. Este tambi�n es claro y penetrante, su argumentaci�n es excelente. Nasrudin, fuera de s�, lo interrumpe: "�Tienes raz�n, tienes raz�n!" El secretario pierde la compostura y se levanta para inclinarse hacia Nasrudin con el dedo amenazante: "No seas idiota, no pueden tener raz�n las dos partes." Y Nasrudin le replica, igual de euf�rico: "�Tienes raz�n, tienes raz�n!"

A continuaci�n una sabrosa an�cdota zen sobre la falsa sabidur�a. Yamoaka, un estudiante de zen, despu�s de visitar a un maestro tras otro y sentirse cada vez m�s enterado lleg� con el maestro Dokuon. Deseoso de mostrar su grado de comprensi�n le recita las verdades m�s profundas del zen: "La mente, el Buda y todas las cosas no existen en realidad. La naturaleza �ltima de los fen�menos es el vac�o. No hay nada de que percatarse, no hay enga�o ni mediocridad. No hay nada que dar ni nada que recibir." Dokuon, que fumaba tranquilamente, se mantuvo silencioso e impasible. De repente y sin previo aviso le asest� un buen golpe a Yamoaka con su pipa de bamb�. Esto enfureci� al joven estudiante. "Si nada existe", inquiri� entonces Dokuon con una amable sonrisa, "�de d�nde sale tanta rabia?"

Ahora un peque�o cuento tao�sta. Shu Fu-Tseu era un erudito esc�ptico que no cre�a en milagros. Cuando muri� su suegro y Shu lo velaba solitario, el ata�d se elev� lentamente hasta quedarse inm�vil en al aire. Shu se horroriz� y postr�ndose ante la caja grit� atropelladamente: "�Venerable suegro, te ruego que no contradigas mis creencias!" Dicho esto el ata�d baj� lentamente hasta depositarse en el suelo, con lo cual Shu recobr� aliviado su escepticismo.

Alfredo L�pez Austin nos cuenta un chiste del ubicuo Pedro de Ordimales recogido de entre los indios tepecanos de Jalisco. Iban unos arrieros por el camino real cuando vieron a Pedro de Ordimales brincando para atrapar algo con su sombrero. "�Vengan a ver el p�jaro cu!", les grit� Pedro mientras cubr�a el suelo con su sombrero. "�C�mo es el p�jaro cu?", preguntaron los arrieros. "Muy bello", contest� Pedro. "Si quieren se los vendo. P�guenme y pr�stenme otro sombrero; pero no lo destapen ahora porque me sigue. Esperen a que me haya alejado." Los arrieros, deseando admirar y quiz�s vender el p�jaro cu pagaron a Pedro lo que les pidi�, le dieron otro sombrero y esperaron a que se alejara. Luego alzaron el sombrero poquito a poco y el capit�n meti� la mano para coger el ave. Tante�, localiz�, cerr� los dedos y sinti� c�mo inundaba su mano un buen mont�n de mierda fresca.

Puesto en este camino, se me ocurre rematar con una an�cdota aparentemente ver�dica de uno de los grandes artistas de nuestro siglo que algo ten�a de juglar, de payaso... y de sabio: Pablo Picasso. Un comerciante de cuadros, deseoso de establecer la autenticidad de un lienzo firmado "Picasso", viajo de Par�s a Cannes para preguntarle directamente al maestro, quien, como de costumbre, se encontraba pintando. Le ech� un vistazo al cuadro y dijo: "es falso." Preso de cierta sospecha el comerciante viaj� de nuevo a Cannes despu�s de unos meses con otro cuadro. "Es falso", sentenci� el pintor despu�s de voltearlo a ver por un instante. "Pero maestro —le dijo el otro—, sucede que yo lo vi trabajar en este cuadro y firmarlo." "Y qu� —remat� el gran malague�o—, yo suelo pintar falsos Picassos." Evidentemente las historias de los sabios que parecen necios tienen como prop�sito colocarnos en las arenas movedizas de la l�gica, en la perplejidad y de ah� tratan de llevarnos hacia un espacio donde las reglas del significado son otras. Los conceptos se han venido al suelo. De una manera indirecta y jocosa, estas historias nos dicen lo que en plenas palabras advierte Alfred Korzybski, el creador de la sem�ntica general: "el mapa no es el territorio" o "la palabra no es la cosa de la que se habla." Y, sin embargo, todos podemos leer esto, asentir sin dificultad y... continuar identific�ndonos con los conceptos y las palabras.

La lecci�n es sencilla, pero s�lo en apariencia: la sabidur�a est� m�s all� de las palabras, en una apertura directa de la experiencia. Las diversas tradiciones y los pueblos han generado estas an�cdotas como medios de romper con el mundo conceptual y mostrar, as� sea por el periodo que dura la risa, el mundo luminoso de la vivencia directa.

DE LA SOLEDAD SERENA

La realidad del ser humano se ha venido a plantear como el mundo que lo rodea y, en consecuencia, todo su sentir, pensar y obrar est�n vertidos hacia el exterior. El mundo de los objetos, de las posesiones, de las relaciones interpersonales, del trabajo o de la vida social ha adquirido una importancia absoluta en la definici�n del �xito o fracaso de una persona, si no es que de su esencia misma. En consecuencia se cree que la resoluci�n de la problem�tica existencial se obtiene mediante la raz�n y la palabra, con lo cual una gran cantidad de energ�a se disipa en hablar y escuchar. Empujado por esta tendencia cada vez m�s generalizada, el ser humano actual ve en la soledad un vac�o sin sentido o angustioso y tiene cada vez menos posibilidades de percibir la riqueza y plenitud que hay en ella. No hay nada tan caracter�stico del hombre moderno como la incapacidad de tomarse tiempo para s� mismo y distanciarse de la actividad externa a la que pertenecen no s�lo la vida cotidiana sino a�n el tiempo libre igualmente programado. Ha quedado en el olvido lo que ha sido subrayado con mayor ah�nco en las m�s diversas ense�anzas y tradiciones humanas de sabidur�a: el hecho de que en lo m�s �ntimo de s� mismo es donde radica la definici�n y la confianza primordiales del ser humano. En efecto, no se llega a lo m�s �ntimo de la existencia cuando se habla sino cuando se calla.

Al recogerse en s� mismo el ser humano se abre a su interioridad y en ella encuentra el arduo camino de la serenidad. Pero sintonizar el silencio no es f�cil: hay que defenderse del estr�pito del mundo exterior, encontrar un espacio de soledad y cultivar contra la corriente el aislamiento y la meditaci�n. La meditaci�n ha sido objeto de una gran curiosidad reciente, no siempre l�cida.

Meditar significa dar un paso de una dimensi�n a otra, de la dimensi�n del mundo externo de los acontecimientos que saturan nuestra vida a la de nuestros fundamentos que dan a la primera su profundidad y sentido. Este paso s�lo puede ser dado en la soledad, y es en ella, parad�jicamente, en donde se supera la enajenaci�n. "S�lo en soledad", nos dice Unamuno, ese gran solitario, "nos encontramos; y al encontrarnos encontramos en nosotros a todos nuestros hermanos". Es en la soledad donde el ser humano puede explorar los confines de su existencia, y gracias a la meditaci�n puede confrontar lo que le es m�s decisivo. Pero la soledad y la meditaci�n no ofrecen la tranquilidad y el sosiego m�s que como objetivos finales. Son un camino en el que se abre la posibilidad de que surjan y se resuelvan los recuerdos m�s dolorosos y las dudas m�s acuciantes, un espacio en el que las preocupaciones m�s centrales hallan su propia mec�nica y verdadero metabolismo. Es as� que la meditaci�n ofrece una ayuda —posiblemente definitiva— en las cuestiones m�s dif�ciles de la existencia.

Figura 21. Atrio del convento de Yanhuitl�n, Oaxaca.

En efecto, es en la soledad y en la meditaci�n donde la persona puede ampliar su conciencia y pasar del olvido de su propio ser a la exploraci�n de su esencia. El ensanchamiento de la conciencia es lo que permite penetrar al mundo de la interioridad humana, ya que la conciencia act�a como una luz, como una antorcha que ilumina el abismo en el que nos adentramos. La pr�ctica de la atenci�n diligente, que es la base de todas las t�cnicas de meditaci�n y que s�lo es posible empezar a cultivar n la soledad, es la luz en s� de la conciencia y nos permite, poco a poco y penosamente, adiestrar�a y dirigirla. Y acontece entonces que, en la medida en que profundiza en el encuentro con su base primordial, la persona encuentra una sensaci�n de seguridad a la que no tiene acceso en su vida mundana habitual.

Sin embargo, como toda experiencia humana, la meditaci�n tiene limitaciones y m�ltiples dificultades. En primer lugar no hay una satisfacci�n inmediata de los anhelos de paz y serenidad. Es dif�cil y se necesita mucho esfuerzo para llegar a conocer los numerosos grados y espacios de la interioridad. Hay muchos momentos de desolaci�n, de sequedad y de simple resistencia. Es necesario empezar con lo m�s dif�cil: enfrentar el estr�pito del mundo interno, el ajetreo del pensamiento, los intensos movimientos de la emoci�n, los muros de la duda y el aburrimiento. Ya en el inicio de cualquier pr�ctica de meditaci�n nos percatamos de que nuestra vida interior se encuentra en un estado de desorden sorprendente y lastimoso. No pensamos deliberadamente, sino que nos invaden pensamientos, nos penetra una corriente de sentimientos, asociaciones, impresiones, atracciones, impulsos y rechazos de toda clase. Y es ah� mismo donde empieza el trabajo de la meditaci�n.

Notamos que es necesario acabar con el desorden, pero nos damos cuenta de que es una tarea tit�nica. El ejercicio meditativo empieza entonces desde abajo, con la iluminaci�n consciente de las funciones m�s elementales, como la respiraci�n, la deambulaci�n o la postura. Esto supone ya grandes dificultades y el proceso es lento y trabajoso. Cualquier m�todo de autoconocimiento que ofrezca un atajo resulta sospechoso. La meditaci�n es un proceso org�nico de crecimiento y maduraci�n que no se puede hacer de prisa. No hay calendarios ni se pueden programar los avances. A cada quien se le dan las herramientas y las t�cnicas para usarlas. El progreso depender� de su tenacidad y pericia.

A pesar de las dificultades, quien ha probado el camino de interiorizaci�n persiste en �l porque se ha dado cuenta de que es un proceso por el que obtiene un conocimiento y una soluci�n aut�nticos de su predicamento existencial, porque con su pr�ctica sistem�tica encuentra cierta seguridad que apunta, crecientemente, hacia una m�s permanente. Persiste porque, en definitiva, cambia su actitud al adiestrarse en la serenidad. Con todo esto podemos decir que la pr�ctica prolongada de la meditaci�n en retiros y en la vida diaria produce dos frutos que vienen a ser a la larga uno solo: la serenidad y la sabidur�a. La serenidad implica cierto dominio de s� que le permite a la persona una relaci�n m�s adecuada con el mundo de cosas que la rodean y apremian. Ejercitarse en una pr�ctica meditativa bien estructurada y probada pone a la persona en mejores posibilidades de reflexionar y seleccionar. La serenidad, por su parte, nos adentra en el arte de observar y escuchar para asimilar, con lo cual es posible vivir m�s plena y adecuadamente. La serenidad no es propiamente una emoci�n o un sentimiento, es una actitud que, al tiempo que amplifica la intensidad de la experiencia, mantiene una distancia de ella.

Es en la soledad y aprendiendo a callar que podemos contener este mundo y respetar el ajeno pero, sobre todo, abrir un espacio interior para que se pueda dar otra experiencia, la que est� m�s all� de las palabras y en la que se encuentra la clave de la plenitud.

LECTURAS

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