III. ISAAC COSTERO TUDANCA





Espa�a que perdimos, no nos pierdas gu�rdanos en tu frente derrumbada, conserva en tu costado el hueco duro de nuestra ausencia amarga
PEDRO GARFIAS (1939)


LA AMARGURA DEL EXILIO



NO DEBO terminar este relato sin insistir de nuevo sobre el suceso que decidi� mi vida actual, ya que nunca se desvanecer� en m� la angustia experimentada la tarde, en la primavera de 1937, que, encerrado en el cuarto oscuro y mientras revelaba unas microfotograf�as, en el departamento parisino del neurocirujano Clovis Vincent, decid� abandonar para siempre Espa�a. Mis abundantes l�grimas ca�an en los reactivos puestos en las cubetas de hierro esmaltado que entonces se usaban, mientras pensaba en mi hogar, tan humilde, pero que yo hab�a considerado abrigo seguro y lugar de permanente convivencia para mi esposa e hijos [... ] De pronto decid� cambiar por completo mi vida [...] lo esencial para m� en aquel decisivo momento era alejarme de la injusta, implacable, arbitraria intimidaci�n a la cual en nuestro medio natural todos nos ve�amos sometidos y que no me sent�a con fuerza para sobrellevar [...] si alguien bien informado escribiese un d�a la cr�nica de los exiliados espa�oles de mi generaci�n pondr�a de relieve la elevada proporci�n de los que perdieron la salud y la vida, al no poder soportar la forzada e injusta expatriaci�n. [Costero, como todos nosotros, llev� siempre clavado el recuerdo y la necesidad de Espa�a, as� nos relata.] Muchos soldados han sido m�s valientes ante el pelot�n de ejecuciones que ante el �xodo perpetuo. En todos los c�digos, desde el de Justiniano hasta los de nuestros d�as el destierro figura como una pena sever�sima. La vida errante, separados del medio, de los amigos, del hogar [...] puede producir tal dolor, que pocos lo recuerdan sin estremecerse cuando lo han padecido.


Isaac Costero Tudanca naci� el 9 de diciembre de 1903 en Burgos. Lleg� a Am�rica en 1937 no desde la Pen�nsula, sino de Francia. Nos relata as� su arribo a M�xico:7 [Nota 7] "El amanecer del d�a 15 de agosto de 1937 nos mostr� en el horizonte, ante nuestra proa y sobre el a�n lejano puerto de Veracruz, el fabuloso destello del Citlalt�petl (tambi�n conocido como Pico de Orizaba, extinto volc�n, el m�s alto de M�xico, de unos 5 600 m de altura sobre el nivel del mar y cubierto de hielos eternos). El sol saliente del d�a 16 ilumin� para nosotros las enigm�ticas pir�mides de Teotihuacan, hasta donde nos hab�a llevado durante la noche el tren, tras cruzar el ex�tico perfume de los campos, salpicados de cocuyos, que rodean Orizaba y C�rdoba, y de resollar duramente al subir las cumbres de Acultzingo."

Costero fue anatomista y pat�logo distinguido. Su labor docente y de investigaci�n le llevaron a la presidencia de la Academia Nacional de Medicina en 1968 y a obtener en 1972 el Premio Nacional de Ciencias que otorga anualmente la Presidencia de M�xico. En 1979, poco antes de su muerte, fue nombrado doctor Honoris Causa por la UNAM.

Costero tuvo una formaci�n rigurosa como histopat�logo. Trabaj� durante 14 a�os con don P�o del R�o Hortega. All� aprendi� las t�cnicas de impregnaci�n arg�ntica de Cajal y las modificaciones de don P�o, especialmente el uso del carbonato de plata amoniacal, tan �til en la patolog�a cerebral. A pesar de haber conocido y practicado algo con Cajal, �l siempre se consider� alumno de don P�o, lo cual se confirma viendo sus trabajos sobre la microgl�a o c�lulas de Hortega como �l insist�a en llamarlas en sus clases. Y es que resulta que Costero ayud� y fue disc�pulo de R�o Hortega durante las vacaciones veraniegas entre el segundo y tercer a�o de su carrera de medicina. Ah� se familiariz� con las t�cnicas de impregnaci�n arg�ntica y la microfotografia.

Para Costero trabajar en un laboratorio aun antes de iniciar la carrera de medicina fu� f�cil y se debi� a la constancia y energ�a de su padre, quien le recomend� esta carrera y, para convencerlo, lo llev� siendo muy joven con unos lejanos primos suyos, los hermanos Muniera, quienes acababan de terminar sus estudios y de establecer el primer laboratorio de an�lisis cl�nicos fundado en Zaragoza.

Figura 1.III. Don P�o del R�o Hortega hacia 1924, maestro del doctor Costero, en el laboratorio de Histolog�a Normal y Patol�gica en la Residencia de los Estudiantes de Madrid. Foto del doctor Wilder Penfield.

Esta primera aventura cient�fica de Costero tuvo un hermoso y fruct�fero principio y, como veremos, tr�gico fin. Nos cuenta Costero:

Jos� Mar�a y Augusto Muniera Bilonguear fueron desde entonces y por muchos a�os, mis generosos mentores. Puesto que en estas p�ginas quiero dejar constancia de quienes considero prototipos humanos, junto a los que me ha tocado pasar en el curso de mi vida, me complace sobre manera colocar a los hermanos Muniera en el altar de los grandes hidalgos aragoneses. Hidalgos pobres, mas, a pesar de ello, hijos de bienes, como dijo don Juan Huarte en su Examen de ingenios para las ciencias: "La ley de la Partida dice que hijodalgo quiere decir hijo de bienes; y si se entiende de bienes temporales, no tiene raz�n porque hay infinitos hijosdalgo pobres e infinitos ricos que no son hijosdalgo; pero si se quiere decir hijo de bienes que llamamos virtud, tiene la misma significaci�n que dijimos.


Jos� Mar�a y Augusto eran, como Unamuno llama a don Quijote, hijos de bondad. Procedentes de la Villa de Ateca, antigua Atlacum de los celt�beros y citada con ese nombre en Tolomeo, perdieron muy pronto a su padre. El mayor, Jos� Mar�a, ten�a excepcional talento y envidiable car�cter abierto y alegre; disc�pulo de Augusto Pi Su�er y de Jes�s Mar�a Bellido —dos destacados fisi�logos catalanes y profesores en la Universidad de Barcelona— lleg� �l mismo a ser profesor de fisiolog�a, en tanto el menor, Augusto, ten�a inagotable capacidad de trabajo y esp�ritu ordenado hasta lo meticuloso; amante de las estructuras microsc�picas, fue profesor de histolog�a; ambos en la Facultad de Medicina de Zaragoza.

Costero, como tantos otros sufri� dificultades al comienzo de la Guerra Civil. Su familia estaba en Valladolid y �l en Santander; en los cursos de verano. De all� pas� al Pa�s Vasco y luego a Francia. Logr� finalmente reunirse con su mujer e hijos en Bayona.

Ah� se enter� del tr�gico destino de sus amigos y maestros, como nos relata:

Pero todav�a no estaba enterado de todo. Augusto Muniera fue detenido en Zaragoza al iniciarse el movimiento insurgente; avisado Jos� Mar�a, a quien los acontecimientos sorprendieron en el lado del Gobierno de la Rep�blica, pas� la discontinua l�nea divisoria en ayuda de su hermano, que hab�a sido miembro del ayuntamiento por el Partido Radical-Socialista y, por ello deber�a ser visto con desconfianza por los conservadores ahora due�os del poder. Tambi�n fue detenido, pero ambos exonerados algunos d�as despu�s por falta de m�ritos de las siguiente manera: les leyeron una orden de libertad en regla, se la hicieron firmar; enseguida los llevaron al campo de Valdespartera, en las afueras de la ciudad, y all� lo asesinaron a palos. El m�dico legista certific� "muerte por fractura de cr�neo".


Desde el laboratorio de don P�o, al terminar su carrera, parti�, en 1930, hacia el Instituto Erlich de Francfurt, disfrutando de una Beca de la Junta para la Ampliaci�n de Estudios. All� se adiestr� en la t�cnica de cultivo de tejidos y, gracias a su entrenamiento previo con don P�o, realiza lo que fue la primera pel�cula en el mundo, sobre el comportamiento de la microgl�a de enc�falo humano, en cultivo. Esta pel�cula fue presentada m�s tarde por don P�o en varios institutos y Universidades de Europa. Actualmente forma parte de la colecci�n de pel�culas cient�ficas que form� el doctor Costero en el Instituto Nacional de Cardiolog�a de M�xico. Este material del cultivo in vitro de la microgl�a fue la base de la primera publicaci�n que fue aceptada de inmediato (como nos relata su alumna la doctora Rosario Barroso-Moguel) por el director, a la saz�n, del Instituto Erlich, el doctor Wilhem Kolle "hombre poco sensible, de car�cter autoritario". De esta primera publicaci�n se derivaron otras nueve, no menos importantes y originales, que demostraron el comportamiento experimental de la microgl�a en circunstancias normales y patol�gicas.

Al regresar a Espa�a se incorpor� de nuevo al laboratorio de don P�o donde continu� aplicando las t�cnicas de plata, con las cuales contribuy� en forma definitiva a dilucidar las funciones de la microgl�a y la oligodendrogl�a y, adem�s, profundiz� en el estudio de los tumores de la gl�a, los gliomas y paragliomas.

Despu�s, en 1932, regres� a Alemania, esta vez a Berl�n, al Instituto de Biolog�a bajo la direcci�n del profesor Albert Fisher. En ese tiempo apareci� publicado su trabajo, hecho en el Instituto Erlich, sobre el cultivo in vitro de la microgl�a. Fisher, gratamente impresionado, le facilit� un laboratorio, d�ndole la categor�a de colaborador. Tambi�n en ese tiempo en Berl�n lleva a cabo su formaci�n en diagn�stico anat�mico con el estudio necr�psico en los hospitales de la Chant� y Mohabit, bajo la ense�anza de los profesores Benda, Jaff�, Rossle, Aschoff y Hamperl. Esta fue una etapa decisiva en la formaci�n de Isaac Costero. Seguramente cuando aprendi� tan bien las t�cnicas de la necropsia no se imaginaba lo �til que ese conocimiento iba a ser, alg�n d�a, para M�xico y toda Iberoam�rica.

Costero lleg� a Madrid en 1923 proveniente de la Zaragoza de su juventud cuando ten�a unos 20 a�os. Volvi� a Espa�a, visitando Madrid y Barcelona. Como muchos exilados de la Guerra Civil, mucho tiempo despu�s —�36 a�os!— de haber salido. De su primer viaje, como dice, de su primera visita a Madrid, hace una pormenorizada y deliciosa cr�nica de un viaje en ferrocarril, en tercera clase, escuchando las conversaciones de campesinos ingenuos y alegres, as� como su llegada y descubrimientos, entre otras cosas, del cine de la �poca.

En 1977, ya semijubilado en M�xico (sali� del Instituto Nacional de Cardiolog�a, INC, para trabajar medio tiempo en el Instituto Nacional de Neurolog�a y Neurocirug�a INNN, donde tuve la suerte de que se le proporcionara un laboratorio, junto con su disc�pula y colaboradora de muchos a�os, Rosario (Chayito) Barroso Moguel en la Unidad de Investigaciones Cerebrales, entonces a mi cargo). Escribi� un libro, del cual la primera edici�n, de 300 ejemplares numerados, fue regalada por el autor a sus amigos y colaboradores m�s cercanos. Es un libro de 438 p�ginas con el t�tulo de Cr�nica de una vocaci�n cient�fica, Editores Asociados S. A., M�xico, 1977, una autobiografia muy amena, salpicada de an�cdotas divertidas. Como se�ala en su pr�logo Manuel Mart�nez B�ez, el libro est� dividido en dos grandes vertientes, la formaci�n y los resultados, separadas por la vertiente de la Guerra Civil espa�ola, seguida de la segunda Guerra Mundial. Costero nos relata lo que llama jocosamente mi segunda "primera visita" 8[Nota 8] a Madrid, en 1972, esta vez rodeado de sus alumnos mexicanos. Fue 50 a�os m�s tarde y 36 despu�s de haber salido de Espa�a. Lo invitaron a impartir la tercera conferencia "Gregorio Mara��n", lo cual �l acepto sin dudar; por tratarse adem�s de su maestro y protector de la juventud. Costero nos relata c�mo, ayudado por su hermano, localiz� y recorri�, en los alrededores del Museo de Historia Natural las viejas instalaciones donde tantos a�os hab�a trabajado con don P�o del R�o Hortega. Despu�s de algunos rodeos, desorientado por los numeros�simos nuevos edificios, dio con la galer�a (antes abierta, hoy cerrada con vidrios) y nos la describe con su estilo tan propio de un morf�logo: "Desde la galer�a se penetraba a los laboratorios, que mencionados de norte a sur eran el de Histolog�a Normal y Patol�gica, de don P�o; el de Histolog�a Humana, que dirig�a don Luis Calandre; el de Fisiolog�a cuyo jefe era don Juan Negr�n y donde se formaron entre otros fisi�logos y farmac�logos, don Severo Ochoa y don Rafael M�ndez y el de Bacteriolog�a a cargo del Dr. Paulino Su�rez.

Figura 2.III. Foto tomada en 1938 donde aparece el doctor Costero y personalidades mexicanas y espa�olas de la �poca. De izq. A derecha: primera fila, Le�n Felipe, Tom�s Perrin, Ignacio Ch�vez. Atr�s Manuel Mart�nez B�ez, Isaac Costero, Jos� Moreno Villa, Juan de Dios Boj�rquez, Eustaquio Roch Ubir�a, Francisco de P. Miranda, Enrrique D�ez Canedo, Gonzalo Lafora, Ismael Cos�o Villegas, Luis Recasens Siches, J. M. Rivero Carvallo, Ignacio Gonz�lez y Mart�n Luis Guzman West.

Costero rememora el antiguo laboratorio en forma de L. Ve como el esp�ritu de su maestro y sus colaboradores permanecen inc�lumes. Se imagina a don P�o, en su lugar al fondo de la L, moviendo con sus peque�os y agil�simos dedos los cortes histol�gicos, siempre impecable en su traje de casimir ingl�s. A Abelardo Gallego, Jim�nez de As�a, Manuel L�pez Enr�quez (oftalm�logo que describi� la presencia de microgl�a en la retina). Recuerda una pileta con agua de Lozoya que les serv�a para refrescarse y tambi�n para disolver directamente los reactivos, "pues en esa �poca de limpio ambiente el agua de Madrid no ten�a ni trazas de cloruros".

En 1951 se celebr� en M�xico (y en muchas otras partes) el centenario del nacimiento de Cajal. En ese tiempo aparec�a una revista Archivos Mexicanos de Neurolog�a y Psiquiatr�a que dirig�a Ram�n de la Fuente. Yo estaba en el comit� de redacci�n. Se decidi� realizar un simposio y una publicaci�n, invit�ndose a investigadores del exilio espa�ol que hab�an tenido contacto con Cajal y su obra. Ellos fueron Jos� Puche, Dionisio Nieto e Isaac Costero, Tambi�n particip� Manuel Mart�nez B�ez, cuyo nombre tantas veces aparece en esta monograf�a sobre el exilio espa�ol en Iberoam�rica y las neurociencias, pues fue, adem�s de un gran investigador que creara el Instituto de Enfermedades Tropicales, uno de los mexicanos, junto con Ignacio Ch�vez e Ignacio Gonz�lez Guzm�n, que m�s nos ayud� en la etapa dif�cil del inicio del exilio. En la car�tula de la revista aparece una foto de don Santiago con cara de "malas pulgas", como diciendo: "ni muerto me dejan en paz estos pesados." Al pie de la foto est�n las tradicionales seis l�neas patri�tico-neurol�gicas de don Santiago, de su pu�o y letra y que, aunque bien conocidas, nos place reproducirlas aqu�, por si esto cae en manos de alg�n joven estudiante que las desconozca:

Se ha dicho hartas veces que el problema de Espa�a es un problema de cultura. Urge, en efecto, si queremos incorporarnos a los pueblos civilizados cultivar intensamente los yermos de nuestra tierra y de nuestro cerebro, salvando para la prosperidad y enaltecimiento patrios todos los r�os que se pierden en el mar y todos los talentos que se pierden en la ignorancia.

Ahora que estamos en la famosa "d�cada del cerebro" por decisi�n del Congreso de EUA e iniciativa de la Sociedad de Neurociencias," estas palabras de Cajal suenan algo m�s que prof�ticas. Costero nos habla de Cajal en este simposio, aniversario de su nacimiento.

MIS RECUERDOS DE SANTIAGO RAM�N Y CAJAL

En la amplia familia cient�fica de don Santiago Ram�n y Cajal debo considerarme, en justicia, en el orden de los biznietos. Disc�pulo directo de P�o del Río-Hortega, quien a su vez trabaj� en el laboratorio de Velasco junto a Nicol�s Ach�carro, s�lo �ste fue quien recibi� ense�anza directa de don Santiago. Consecuentemente, conoc� al maestro, despu�s de que hab�a cumplido los 70 a�os.
Mi afici�n a la t�cnica histopatol�gica naci� casualmente muy pronto, quiz� como un escape a mi poca simpat�a por el ejercicio de la medicina, una carrera que segu� por causas alejadas a mis prop�sitos. El liberal e inolvidable apoyo que recib� de los doctores Jos� Mar�a y Augusto Muniera, me llev� a trabajar en su laboratorio de an�lisis cl�nicos tan pronto como decid� ahorcarme en el �rbol de Esculapio, es decir, m�s de un a�o antes de inscribirme en la Facultad de Medicina, y all� pronto trab� estrecha amistad con microtomo y colorantes. Relato brevemente estas circunstancias personales para que se comprenda la impresi�n que me hizo mi primer contacto con don Santiago, a pesar de ser �ste indirecto y m�s bien desafortunado. Acaeci� cuando yo estudiaba primer a�o de medicina, despu�s de haber tomado conocimiento directo y pr�ctico con la histolog�a normal y su t�cnica. Fue con motivo del descubrimiento de una estatua de Cajal que la Universidad de Zaragoza hab�a colocado en la escalera monumental de su Facultad de Medicina, para honrar cumplidamente a quien hab�a estudiado y ense�ado en aquella casa haci�ndola as� famosa, ya que entonces estaba don Santiago en el v�rtice de sus �xitos.
Todos los estudiantes de aquella facultad ten�amos amplias noticias de don Santiago a trav�s de dos opiniones que, por contradictorias, nos ten�an no poco desconcertados. La favorable, encomi�stica y hasta ditir�mbica, era la del Dr.Gasc�n y Mar�n, nuestro profesor de anatom�a y disecci�n. El Dr. Gasc�n y Mar�n, dado a las rudas y tajantes opiniones de aragon�s qu�micamente puro, lloraba emocionado cuando nos mostraba con devoci�n sincera y admiraci�n sin l�mites las l�minas de preparaciones anat�micas pintadas al �leo primorosamente por don Santiago. Tales l�minas, de gran tama�o, conserv�banse encuadernadas en forma de enorme libro, colocado en el sitio de honor del Museo Anat�mico y cuidadosamente dispuesto sobre un gran atril de madera que hac�a posible su manejo. Este verdadero monumento anat�mico constitu�a la prueba material permanente del trabajo de don Santiago durante su �poca de director de aqu�lla escuela.
La opini�n desfavorable proven�a de nuestro profesor de histolog�a normal, contempor�neo del maestro y fetichista adorador de la escuela francesa. Parece ser que don Luis, que �ste era su nombre de pila, al principio tolerante con los triunfos de don Santiago, troc� su tolerancia por incontenible inquina merced a un desgraciado suceso, relatado por el propio don Santiago en su autobiograf�a, a prop�sito de explicar c�mo se pueden crear enemistades del modo m�s inesperado. La desgracia parece que sucedi� m�s o menos como sigue: don Luis, castellano atildado y hasta presumido, esclavo de los formulismos sociales, recibi� de algunos de sus alumnos, m�s amigos de bromear que de aprender histolog�a, un feto cuyas monstruosidades bien aparentes eran, de verdad extraordinarias; tanto, que don Luis decidi� presentarlo en la reuni�n anual de anat�micos que deber�a celebrarse meses m�s tarde en la capital de Francia. Hecha la correspondiente solicitud a la Junta para Ampliaci�n de Estudios, que presid�a y fundara Cajal, la Secretar�a de la Junta, siguiendo los tr�mites reglamentarios, pas� tal solicitud al especialista del ramo, que result� ser el propio don Santiago. �ste quiso ver el extraordinario feto antes de emitir su informe, no considerando suficientes las descripciones que a la solicitud acompa�aban. Present�se don Luis, vestido con su elegancia habitual y con el feto bajo el brazo, en la calle de Velasco. Interrumpi� don Santiago su trabajo, me imagino que no de muy buen humor, para recibir al visitante y, previas las indispensables frases de cortes�a que alargaban innecesariamente el tiempo perdido, se descubri� el cuerpo del delito. Don Santiago, hombre de pocas palabras en el momento de emitir un juicio, no pudo dulcificar el del caso en cuesti�n y se limit� a decir: "Pero don, Luis, �si esto es un gato!" En efecto, los inquietos estudiantes, sin imaginar las consecuencias que iba a tener su broma hab�an despellejado, recortando, cosido y adobado un gato callejero que, con algunas h�biles a�adiencias recolectadas en el anfiteatro, presentaron a su profesor como monstruosidad extraordinaria, con tal seriedad y gracejo que consiguieron enga�ar a su ingenuo maestro.
La antipat�a: irracional que este incidente hizo surgir a don Luis por todo lo que procediese del laboratorio de Velasco llegaba a extremos pintorescos. Por supuesto, nada m�s peligroso que examinarse con don Luis si �ste husmeaba en el alumno el uso del Tratado de histolog�a de Cajal. �l hab�a publicado uno propio, desgraciadamente pronto agotado. Y digo desgraciadamente, porque se trata de un libro tan original que su lectura result� de amenidad insospechada. En este libro, escrito con un estilo semipo�tico, seminovelesco, pod�an leerse cosas como �sta: es bien sabido que Cajal define los tejidos epiteliales como aquellos "formados por c�lulas unidas por escasa cantidad de substancia intercelular". Pues bien, don Luis hac�a la definici�n respectiva con �stas o parecidas palabras: "Algunos autores afirman que el tejido epitelial est� formado por c�lulas unidas por escasa cantidad de cemento intercelular, pero yo digo que, en realidad, se trata de un tejido formado por c�lulas separadas por cemento intercelular."
Pero sigamos con el suceso cuya relaci�n inici� estas cuartillas. Nuestro Rector, rodeado de las dem�s autoridades acad�micas, todos togados como en las m�ximas solemnidades, ocupaba el estrado dispuesto junto a la estatua que se iba a descubrir. Profesores y alumnos busc�bamos, api�ados inc�modamente en la gran escalera, la venerable cabeza del maestro, por todos bien conocida, y que deber�a destacar entre las de los dem�s asistentes. Con gran decepci�n general y muy especialmente m�a, las cuartillas que para tal oportunidad escribiera don Santiago fueron le�das por su disc�pulo, el Dr. Jorge Francisco Tello. Dichas cuartillas conten�an unas palabras de excusa, y las de agradecimiento por el homenaje adecuadas al caso; pero para m� fueron una revelaci�n ya que expresaban tan persuasivo est�mulo y aliento para nosotros, los entonces j�venes estudiantes, que sin medir mis fuerzas ni meditar mi acto, llevado por el entusiasmo del momento y cre�do que tales palabras hab�an sido s�lo a m� dirigidas, di en seguir al Dr. Tello como su sombra, hasta que consegu� sorprenderlo s�lo con el Dr. Pedro Ram�n Vin�s, sobrino de don Santiago, en el Laboratorio de Histolog�a. Haciendo acopio de todo mi coraje, le ped� sencilla y llanamente que me llevase con �l a Madrid a trabajar en el Laboratorio de Cajal aunque fuese en calidad de mozo para la limpieza. Don Francisco, sonri� amablemente, aguant� el chubasco de mis razones, que no fueron pocas ni claras, y me aconsej� despu�s de hacerme algunas preguntas sobre mis circunstancias personales, que primero acabara mi carrera y que despu�s, ya con el t�tulo en la mano, hablar�amos de la cuesti�n si se presentara oportunidad.
Entonces s�lo vi, pues, a don Santiago en efigie, por cierto muy bien lograda, escuch� sus palabras alentadoras en boca de uno de sus disc�pulos. Pero fue esto suficiente para que, animado por los consejos y ayuda material de los Drs. Muniera, naciera en m� el prop�sito de dedicarme a la histolog�a, abandonando definitivamente la idea, si alguna vez la tuve, de ejercer la profesi�n m�dica. Y tiempo m�s tarde, ya aprobado el 3er. a�o de medicina, entr� a trabajar en el peque�o laboratorio que la Junta para Ampliaci�n de Estudios hab�a organizado recientemente en uno de los pabellones de la Residencia de Estudiantes, bajo la direcci�n de P�o del Río-Hortega.
Todav�a pasaron dos o tres a�os m�s antes de que se me presentase la ocasi�n de ver personalmente a Cajal. Con relativa frecuencia visit�bamos el laboratorio de Velasco quienes trabaj�bamos en la Residencia, ya que la informaci�n bibliogr�fica deb�amos buscarla siempre all�, en la complet�sima biblioteca que por largo tiempo hab�a organizado don Santiago en su laboratorio.
Pero �l permanec�a encerrado en su cuarto, sin dejarse ver. Por fin, inesperadamente, entr� un d�a en la biblioteca y se sent� en la gran mesa central, junto a las dos o tres personas que en aquel momento est�bamos consultando algunas de las revistas. No necesito decir que interrump� en aquel punto y hora mi trabajo, para poner toda la atenci�n en el maestro. Era entonces un hombre de robusta ancianidad, vestido con cierta despreocupaci�n, silencioso, s�lo ligeramente encorvado, de aspecto triste y venerable. En �l destacaban con singulares matices, su atractiva y admirable cabeza y sus �giles manos. Podr�amos decir que hay sabios aparentes, sabios inadvertidos y sabios integrales. Perd�neseme la libertad que me tomo al presentar a ustedes una clasificaci�n tan estramb�tica.
Quiero decir con ella que encontramos a veces personas cuya imponente apariencia, persuasivo discurso y vastedad de conocimientos, nos producen la enga�osa impresi�n de padres de la ciencia, mientras que otras veces llegamos a conocer a sabios cuya producci�n original nos admira, y cuyo cerebro h�llase desarrollado en un cuerpo vulgar y hasta desmedrado. Santiago Ram�n y Cajal no pertenec�a a ninguno de estos dos tipos, sino al otro que convencionalmente llam� "sabio integral"; era un sabio con cabeza de sabio, valga la redundancia. Quisiera yo poder aqu� describir mis impresiones sobre todo lo que la cabeza de Cajal suger�a a cuantos la contemplaban. Otros lo han intentado creo que sin �xito, aun disponiendo de armas m�s poderosas que las m�as. Quiz� quien m�s se acerc� a la realidad fue un escultor, Victorio Macho, autor de la fuente instalada pocos a�os antes de la muerte de don Santiago, en los Jardines de El Retiro, en Madrid. Cabeza y manos de Cajal quedaron all� justamente interpretados.
Pese a la resistencia obstinada de don Santiago, su cabeza fue por eso reproducida millares de veces por todos los procedimientos. Padr�, fot�grafo de profesi�n y yerno de don Santiago, aprovech� la oportunidad que le brindaba el parentesco y la afici�n de Cajal por la fotograf�a, para hacer centenares de placas, algunas de ellas las m�s conocidas y publicadas. Mi amistad con Padr� me brind� ocasi�n para que un d�a me ense�ara algunos retratos excelentes que, guardaba con atesoramiento, pero no fue suficiente para conseguir ninguno de ellos.
Ten�a la cabeza de don Santiago una serenidad irreproducible. Cuando lo conoc� su mirada era m�s bien apagada e imprecisa, llena de tranquilidad y reposo; pero, a lo que puedo juzgar por fotograf�as de su juventud o madurez, siempre fue igual. S�lo brevemente se posaba en alg�n objeto determinado de su proximidad, y se inquietaba solamente cuando se sent�a observado. Tambi�n inspiraban inter�s irreprimible sus manos de trabajador h�bil y delicado, a las que la senilidad no hab�a quitado dulzura y precisi�n. Pero me siento sin fuerzas para puntualizar estas impresiones, y creo que si lo intentara llevar�a al �nimo de ustedes una imagen inexacta.
Entraba a la biblioteca suavemente, sin hacer el menor ruido; seleccionaba r�pidamente y por su mano algunos libros y se sentaba en el lugar m�s pr�ximo a la ubicaci�n de aqu�llos sin dirigirnos a los dem�s siquiera una ojeada. No era necesario que pasaran muchos minutos para que entrasen una o varias personas a interrumpirle; parece ser que las oportunidades para hablar directamente con �l no abundaban, y todos aprovechaban los raros momentos en los que sal�a de su casi permanente encierro.
De estas breves apariciones de don Santiago durante mis visitas a su biblioteca aprend� cosas que me dejaron at�nito. El laboratorio de los hermanos Muniera no podr�a ponerse como un modelo de orden y de limpieza porque era asiento de intensa actividad y de trabajo rutinario casi continuo, si lo comparamos con el de la Residencia de Estudiantes donde cada pocillo ten�a su especial y �nico destino, cada frasco su lugar y cada instrumento su uso; quiz� este meticuloso orden, provechoso y necesario, fue cultivado por P�o del Río-Hortega porque est�bamos obligados a trabajar en espacio reducido y con un presupuesto m�s que menguado.
Se comprender� mi estupefacci�n el d�a que, disimulando con una supuesta busca de libros en los estantes, me atrev� a echar una furtiva ojeada al santuario de Cajal, una vez que su puerta qued� circunstancialmente entreabierta. Me fue imposible comprender c�mo podr�a trabajar en aqu�l aparente desorden. Desde entonces qued� convencido que el genio es una suma de cualidades inexplicable para los dem�s, y que toda regla para el trabajo original no sirve m�s que para el que la formula. Los a�os me han ense�ado, tambi�n, que la gran virtud, el gran hero�smo que present� la enorme producci�n cient�fica de Cajal, se bas� principalmente en su habilidad para no perder el tiempo. Trabajaba sin interrupci�n, en todo momento, hasta cuando hablaba con otras personas de cosas ajenas a sus actividades. El orden es un poco la ant�tesis del trabajo, porque absorbe un tiempo que don Santiago no perdi� nunca; por supuesto que �l pod�a trabajar as� gracias a su prodigiosa memoria visual. Vaya un ejemplo: en una de sus cortas conversaciones con alguien que entr� a consultarle un d�a a la biblioteca, respondi� algo de este tenor: "Pero hombre, si eso lo vi yo ya una vez en el cerebelo del gato reci�n nacido; cuando empleaba tal modificaci�n a tal t�cnica; no dude de que est� usted en lo cierto; ver�, venga conmigo."
Entr� en su cuarto y abri� uno de los muchos cajones de las varias mesas, cubiertas de frascos, portaobjetos, cajas de todos colores, dimensiones y tama�os y de los m�s heterog�neos objetos; el caj�n contendr�a algunos cientos de preparaciones antiguas, meticulosamente revueltas y no libres de polvo; removi� varias cuidadosamente con el dedo, eligi� una, como al azar, la llev� al microscopio y mostr� al consultante la estructura prometida.
Eran de ver las caras de asombro de los extranjeros que visitaban su laboratorio, la mayor parte de ellos con el prop�sito de aprender en dos o tres semanas de amables vacaciones semitur�sticas las geniales t�cnicas de Cajal. Me toc� presenciar cierto d�a esta escena. Precedidos por el mozo m�s antiguo del laboratorio, en quien don Santiago depositaba extraordinaria confianza, entraron a la biblioteca un par de visitantes, no s� si europeos o americanos; parece ser que llevaban alg�n tiempo tratando de te�ir, con escaso �xito, el aparato de Golgi con la t�cnica del formolurano.
—Pero �c�mo es posible que no se ti�a en sus piezas el aparato de Golgi si la t�cnica es tan precisa y constante? —pregunt� don Santiago, m�s como hablando consigo mismo que dirigi�ndose a los visitantes cuyo conocimiento del castellano era m�s que problem�tico. —El secreto del �xito en este caso, continu�, consiste en la correcta preparaci�n y en el justo uso del fijador. Miren, vengan conmigo—. Y pas� al laboratorio donde le segu� lleno de curiosidad.
1) Se parte de formol al 10% —y, mientras hablaba, tom� un frasco no muy limpio, le �ech� agua del grifo�, y le a�adi� un chorro de formol, no sin oler antes el contenido de la botella— luego se disuelven en �l 2 a 3 gramos de nitrato de uranio —dicho lo cual, tom� el reactivo nombrado, vaci� una parte en la palma de la mano, la sopes� con movimientos de balanza anal�tica, y la a�adi� al primer frasco. —Ahora, —termin�— fijen las piezas frescas aqu� durante 8 a 12 horas y p�senlas enseguida al nitrato de plata; ah� las dejan hasta que el aparato de Golgi se ti�a, lo que se conoce en seguida con s�lo ver el color de los tejidos; despu�s, no hay m�s que cortar y montar. No puede ser m�s sencillo.
Los pobres visitantes, con la estupefacci�n m�s profunda expresada en sus rostros, pensaban sin duda en lo cuidadosamente que ellos hab�an medido el agua y el formol, y pesado la sal de uranio, para resultar en todo aquello. Uno de ellos se atrevi� a mostrar a don Santiago, explic�ndose en un balbuceante franc�s, los frascos que conten�an sus meticulosamente preparadas piezas y que hab�an permanecido en la plata el tiempo reglamentario.
—C�mo podemos saber a simple vista si todas estas piezas tienen o no te�ido el aparato de Golgi? —pregunt�.
Las vio, Cajal al trasluz, agitando suavemente el l�quido en el que semiflotaban, hizo un gesto muy expresivo y les dijo: Est�n seguros que no hay nada, pueden tirarlas sin remordimiento; no s� c�mo lo han hecho (con seguridad, siguiendo meticulosamente todas las reglas publicadas por el propio don Santiago) pero sali� mal. Y se fue a su trabajo.
Vi por �ltima vez a don Santiago en la Residencia de Estudiantes, a donde fue contra su voluntad, pero por disciplina, para que tomasen de �l algunas escenas cinematogr�ficas destinadas a la cinemateca que el Ministerio de Instrucci�n P�blica estaba reuniendo de personas destacadas del pa�s. Cuando acudi� puntualmente a la cita, ya c�maras y reflectores estaban preparados por los t�cnicos, se entusiasm� tanto con el aparato tomavistas dispuesto al efecto, que lo hizo abrir por todas partes y, entre explicaciones y comentarios sobre �ptica y mec�nica, casi desaparece la luz propicia para la toma de las fotograf�as y se frustra el programa convenido. Pase� Cajal luego bajo los tilos en flor de la avenida principal de la Residencia, sent�se en uno de los bancos hasta el que llegaban a�n los dorados rayos del sol poniente, hoje� all� un libro y... suspir� satisfecho con la liberaci�n, cuando el t�cnico dio por terminado su trabajo. Pas� luego al laboratorio de R�o Hortega, donde nos hizo cort�s y breve visita, y todos le acompa�amos respetuosamente hasta su autom�vil.
Fue Padr�, su yerno antes nombrado, el que me cont� la an�cdota relativa a la adquisici�n de ese famoso autom�vil, que en mi ignorancia por tales aparatos de locomoci�n creo que era una limousine Renault algo historiada, y con su relato terminar� estos recuerdos personales del maestro. Parece ser que don Santiago, despu�s de recibir el premio Nobel y atendiendo a las s�plicas y consejos de familia y amigos, se decidi� a adquirir un autom�vil. Para ello fue con sus hijos y yerno a una agencia que los vend�a de todas marcas y variedades. Mientras los dem�s escuchaban al vendedor el elogio de sus �ltimos modelos, don Santiago abr�a la portezuela de cada uno, pasaba al interior y tomaba asiento, comprobando la comodidad de �ste. Cuando quisieron darle el resumen de las ventajas correspondientes, a cada estilo, encontraron al sabio maestro c�modamente arrellanado en la citada limousine y, mientras se mov�a r�tmicamente para mostrar a los dem�s la justa elasticidad de los muelles, les dijo, sin escuchar sus comentarios: "No os molest�is, me quedo con �ste."


EN DEFENSA DE LA PLATA

Costero fue siempre un apasionado defensor de las t�cnicas histol�gicas de impregnaci�n arg�ntica. "�C�mo es posible —exclama— que las impregnaciones arg�nticas, con tan deseables cualidades, no hayan sido utilizadas m�s que por peque�os grupos de investigadores como el que trabaja conmigo?

En realidad s�lo unos pocos de los disc�pulos inmediatos de sus creadores las han seguido con persistencia y resultados positivos, en tanto de la inmensa mayor�a de los microscopistas han reaccionado con evidente despego y aun desconfianza hacia los m�todos de impregnaci�n met�lica. Hasta donde yo s�, continua Costero, s�lo Polak en Buenos Aires, Herrera en Panam�, mientras vivi�; Sharemberg en Ann Arbor, Michigan y Liss en Ohio, Jabonero en Oviedo y Lombart en Valencia, con el grupo de la Cl�nica de la Concepci�n que dirige Horacio Oliva y el Departamento de Anatom�a Patol�gica de la Universidad Complutense a cargo de Agust�n Bull�n, estos dos �ltimos en Madrid; Dionisio Nieto y nosotros en M�xico, forman los peque�os equipos que usan la plata como t�cnica diaria y hacen con ella trabajos de investigaci�n histopatol�gica.


Costero se quejaba, tal vez con raz�n, de la automatizaci�n de los laboratorios a modernos de patolog�a. Los investigadores no hacen las preparaciones con sus propias manos, dejan en manos de sus t�cnicos el manejo de aparatos que "procesan" las piezas. �C�mo es posible olvidar que Cajal, R�o Hortega, Ach�carro, Tello y todos ellos hac�an personalmente sus preparaciones y lograban hallazgos que constituyeron el funadmento de todo lo que sabemos hoy del sistema nerivoso! Hace un elogio constante del trabajo manual y personal como premisa imprescindible de la investigaci�n de la anatom�a normal y patol�gica del sistema nervioso. Irritado contra los pat�logos de lujo, que en un despacho elegante s�lo firman los resultados que les aportan t�cnicos desinteresados realmente en la investigaci�n, exclama:

�Hasta Dios hizo con sus manos, de un pedazo de barro al hombre que somos; s�lo as� pudo construirlo a su imagen y semejanza. Si se lo hubiera encargado a �ngeles y serafines, temo que no hubi�ramos pasado mucho m�s all� de monos gesticulantes!

Costero fue, ante todo un pat�logo, su estancia prolongada, �m�s de treinta a�os!, en el Instituto Nacional de Cardiolog�a de M�xico le hizo dedicar su atenci�n de hist�logo y anatomista a todos los tejidos, especialmente el cardiovascular, pero nunca olvid� su especial dedicaci�n al sistema nervioso. Hizo aportaciones importantes en las alteraciones cerebrales de la fiebre reum�tica y, como veremos, al final de su vida public� una curiosa obra (más de 600 diapositivas) encuadernadas en pl�stico y con una selecci�n de color impecable, sobre el cuerpo carotideo normal y pat�logico. Tambi�n dedic� atenci�n constante a los tumores cerebrales, sobre los cuales escribi� una obra, Biolog�a de los gliomas, que apareci�, post mortem, editada por sus alumnos, Barroso y Ch�vez, en EDAMEX y encomendada por el Instituto Nacional de Neurolog�a y Neurocirug�a, 1979. En ella hace una introducci�n, que considero encierra mucho de su aportaci�n a la neurociencia:

Dos cualidades, para considerar la biolog�a de las c�lulas que componen nuestros tejidos, muy �tiles aunque por lo general poco apreciadas, se refieren a su capacidad oncog�nica y a su comportamiento cuando son cultivadas in vitro.
Muchos ejemplos pueden ponerse de c�lulas, consideradas histol�gicamente id�nticas, que sin embargo muestran decisivas diferencias cuando se observan en las neoplasias. As�, durante varios decenios se consider� a los aparatos vasculares que regulan la circulaci�n local en los organismos superiores, compuestos por c�lulas epitelioides derivadas de las fibras musculares lisas de la capa media. Estas c�lulas, as� llamadas porque cambian su forma muy alargada propia de los m�sculos por la poli�drica caracter�stica de los elementos epiteliales, ser�an todas biol�gicamente id�nticas. Las mejores conocidas, tal como se citan en la histolog�a cl�sica, son: 1) las que forman los almohadillados vasculares en los �rganos er�ctiles; 2) las desarrolladas en las arterias penic�leas del bazo; 3) las yuxtaglomerulares del ri��n; 4) las del glomo cocc�geo; 5) las de las anastomosis arteriovenosas gl�micas; 6) las del glomo carotideo, y 7) las de los paraganglios cromafines. Sin embargo ni en los �rganos er�ctiles ni en el bazo ni en los ri�ones se han detectado hasta ahora neoplasias que puedan ser consideradas como procedentes de sus c�lulas epitelioides vasculares. Por otra parte, en la regi�n cocc�gea se han descrito raros tumores que podr�an derivarse del glomo, pero se trata de angiomas sin caracteres especiales ni c�lulas epitelioides; en cambio las anastomosis arteriovenosas gl�micas originan tumores espec�ficos que el cl�nico reconoce sobre todo por su extrema sensibilidad al dolor y el pat�logo caracteriza de inmediato porque est�n formados por c�lulas epitelioides, id�nticas a las de la estructura de la que proceden y profusamente inervadas; igual sucede con el glomo carotideo, del que se origina un tumor inconfundible con cualquier otro, tanto por sus manifestaciones funcionales como por su arquitectura microsc�pica, llamado quimiodectoma; y los paraganglios cromafines ocasionan feocromocitomas, los tumores causantes de las mayores crisis de hipertensi�n arterial sist�mica, cuyas c�lulas est�n sobrecargadas de catecolaminas. Tales detalles nos aseguran que el parecido morfol�gico es enga�oso, pues se trata de c�lulas con una biolog�a diferente y las tres citadas en los tres �ltimos lugares con individualidad lo suficientemente destacada para ocasionar, cada una de ellas, su tumor rigurosamente espec�fico.

Costero, siguiendo las ense�anzas de don P�o, nos habla de "las bases histogen�ticas" de las neoplasias del sistema nervioso, y dice:

Para comprender la naturaleza biol�gica de las neoplasias desarrolladas en el tejido nervioso, conviene recordar su g�nesis normal , seg�n el esquema de R�o Hortega, que ligeramente modificado es el siguiente: del epitelio neural primitivo se diferencian tres especies celulares adultas:
1) Los neuroblastos, primero bipolares; en seguida monopolares, algunos de los cuales emigran muy pronto fuera del eje enc�falo medular para formar la porci�n perif�rica del sistema.
2) Los espongioblastos, llamados as� por His a causa de que su citoplasma es muy laxo y rico en agua. Espongioblastos y astroblastos son, en conjunto, glioblastos que m�s tarde, con la emisi�n de nuevas prolongaciones, se transformar�n en astrocitos. De los espongioblastos se deriva tambi�n la oligodendrogl�a que se transforma, al alcanzar los axones perif�ricos, en c�lulas de Schwann.
3) No todas las c�lulas del epitelio neural primitivo se transforman en neuroblastos y en glioblastos: las cavidades neurales quedan revestidas por un epitelio ependimario continuo.


En esta breve y did�ctica descripci�n, Costero nos muestra toda su herencia morfol�gico-funcional y embriog�nica de la escuela de Cajal.

L�NEAS DE INVESTIGACI�N

Como ya hemos dicho, Costero consider� un deber indagar en la patolog�a del sistema cardiovascular habiendo recibido gran ayuda del doctor Ch�vez con quien trabaj� tantos a�os en su instituto como jefe del Departamento de Anatom�a Patol�gica. En el aparato cardiovascular sus aportaciones estuvieron en relaci�n con los m�s variados temas, destacando la evoluci�n anat�mica de los infartos del miocardio y las lesiones encef�licas de la fiebre reum�tica (muy extendida en M�xico en esa �poca), los n�dulos de Aschoff y el efecto de la cortisona que se comenz� a utilizar en esos a�os. Tambi�n la hipertensi�n arterial de causa neopl�sica y las lesiones vasculares reticuladas vistas como reversiones at�vicas. La arteroesclerosis y la conveniencia de distinguir en la cl�nica entre su iniciaci�n, su desarrollo y sus complicaciones morbosas.

En cuanto a la encefalopat�a de la fiebre reum�tica sus aportaciones fueron fundamentales en M�xico. Como �l mismo se�ala, coincidieron con el comienzo del uso masivo de los antibi�ticos y las sulfas. Sus informes fueron considerados como algo de inter�s casi hist�rico y ex�tico, en los laboratorios de los pa�ses muy avanzados. No sucedi� lo mismo con sus trabajos sobre la cisticercosis cerebral, que fueron de los primeros en M�xico. Este padecimiento sigue siendo end�mico en muchos pa�ses del llamado Tercer Mundo. Lo mismo sucedi� con la cirrosis hep�tica de origen alcoh�lico. En cuanto a este padecimiento Costero se percat� muy bien de la influencia que ten�a la acentuada desnutrici�n asociada con la ingesti�n inmoderada de alcohol; recuerdo que en sus clases siempre nos dec�a, "est� bien, beban, �pero por favor coman!"

Aunque ya hemos visto su inter�s en la biolog�a de los gliomas vale la pena volver a sus recuerdos y reflexiones acerca de c�mo comenz� esta l�nea de investigaci�n. Nos dice Costero:

Aunque en el laboratorio de la Residencia, en Madrid, llegasen algunos tumores, au aporte no se sistematiz� hasta que Clovis Vincent orden� (desde Par�s) al doctor Berdet y a Mlle. Bichot que mandasen a don P�o un fragmento de todas las piezas quir�rgicas de sus enfermos apropidados para ello. Clovis Vincent, neur�logo oficial del H�pital de la Piti�, fue uno de los m�s brillantes precurosres de la neurocirug�a en el mundo. Enviaba sus piezas a varios histopat�logos nacionales y �stos, como todos los de la �poca, faltos de experiencia suficiente, le respond�an con informes discrepantes, a veces m�s en la nomenclatura que en el concepto. Don P�o (del R�o Hortega) vino as� a aumentar el n�mero de sus consejeros. Sin embargo en la �poca durante la cual llovieron gliomas y paragliomas sobre la mesa de mi maestro, estaba yo haciendo mis arriesgados esfuerzos por desempe�ar eficientemente la c�tedra de Valladolid, de modo que s�lo tuve acceso a ese material durante mis breves visitas a la Residencia.
Pero acogido a las pocas veces igualada hospitalidad de Clovis Vincent y cuando Henri Berdet —su experto histopat�logo— y yo est�bamos haciendo desesperados intentos por interpretar el material quir�rgico de aquella cl�nica inicial de neurocirug�a, don P�o apareci� en el laboratorio. Formamos entonces un peque�o pero entusiasta grupo; dirigidos por el maestro, te�imos y estudiamos no s� cuantos cientos de preparaciones. Aunque s�lo uno o dos ejemplares de cada caso pasaron a mi equipaje, por supuesto, con el debido conocimiento y la necesaria autorizaci�n de Berdet y Vincent. "Cuando entren los soldados alemanes en Par�s, todo este material podr� considerarse perdido" —me dijeron al solicitar su consolidaria anuencia, como convincente argumento en favor de mi propuesta.




Figura 3. III. El doctor Clovis Vincent, neurocirujano del Hospital de la Piedad en Par�s, qui�n protegi� a Costero y tambi�n a Dionisio Nieto cuando emigraron a Francia despu�s de la guerra civil espa�ola.

Lo que hizo Costero y c�mo y cu�ndo lo hizo con ese mont�n de laminillas que se trajo a Am�rica nos habla de su enorme pasi�n por la investigaci�n cerebral. En esa �poca, ya comenzada la segunda Guerra Mundial, sin recursos y con su familia en una Francia que capitulaba, con el consiguiente peligro para los refugiados espa�oles ante la invasi�n alemana, Costero se las arregl� para conseguir documentaci�n aduanal que amparara su tesoro de laminillas te�idas.

La presencia de tantas cajas de preparaciones, junto con la autorizaci�n especial para entrar al pa�s que me hab�a conseguido el doctor Ch�vez, sirvieron para pasar la aduana de Veracruz como un inmigrante fuera de serie. Por cierto que la temperatura de aquel inolvidable 15 de agosto fundi� parcialmente el b�lsamo de Canad� y, ya en la fresca meseta, hubimos de pasar Gabriel Alvarez, Rosario Barroso-Moguel y yo muchas horas, y derrochar nuestra paciencia, para despegar los portaobjetos sin destruir su contenido: en realidad, cada caja de cart�n encerraba, no 40 o 45 preparaciones, sino un s�lido bloque de vidrio, perlado de gotas ambarinas del b�lsamo exprimido por el elevado peso de su comprimido material.




Figura 4.III. El doctor Costero con el grupo del doctor Charles M. Pomerat, profesor de citolog�a en la Universidad de Texas. Pomerat al centro, sentado, Costero a su izquierda, Jorge Gonz�lez R., extremo sup. izq. En este laboratorio se hicieron las primeras pel�culas de c�lulas cultivadas in vitro, de tumores cerebrales y de tejido nervioso normal.

Figura 5.III. El doctor Costero lee su discurso de toma de posesi�n de la presidencia de la Academia Nacional de Medicina el 7 de febrero de 1968.

Costero termina su libro Cr�nica de una vocaci�n cient�fica, que por cierto �l ilustr� con encantadores dibujitos, redactando un nost�lgico Ep�logo en el cual nos habla de sus numerosos alumnos y colaboradores y relata sus ideas sobre la jubilaci�n, las dictaduras y la subjetividad del pensamiento de un hombre viejo, pero muy activo, como �l lo fue hasta sus �ltimos d�as. Viv�a en lo que �l llamaba su "nido de golondrinas" pues era un Penthouse frente al Parque Hundido, en el sur de la ciudad de M�xico. Ten�a un telescopio que le hab�a regalado una famosa empresa alemana y en las noches escudri�aba el cielo. Seguramente lo comparaba con su habitual mundo microsc�pico.

A continuaci�n se�alaremos diez de las contribuciones de Costero y sus colaboradores, que consideramos de lo m�s importante para las neurociencias. Adem�s, desde luego, de su monumental Tratado de anatom�a patol�gica publicado en M�xico en los a�os 40 y que sirvi� de texto a varias generaciones de m�dicos en Iberoam�rica.

Costero, I. "Contribuci�n al conocimiento de la histog�nesis y la histofisiolog�a de la hip�fisis y de los tumores hipofisiarios". An. Esc. Nac. Cien. Biol., 1: 67-88, 1938.

Costero, I. " Notas sobre la estructura de los tumores intr�nsecos del tejido nervioso: bases histol�gicas para su clasificaci�n". Bol. Lab. Estud. M�d. Biol. M�x. 1:227-232, 1943.

Costero, I., C. M. Pomerat, I. J. Jackson, R. Barroso-Moguel y A. Ch�vez. "Tumors of the Human Nervous. System in Tissue Cultures. I: The Cultivation aud Cytology of Meningiona Cells". J. Nat. Cancer. Inst., 15:1319-1339, 1955.

Barroso-Moguel, R. e I. Costero. "Argentaffin Cells in the Carotid Body Tumor". Am. J. Path. 41: 389-403,1962.

V�zquez Nin, G. H., I. Costero, R. C. Aguilar, y B. Ch�vez. "Inervaci�n del corp�sculo carot�deo. Fen�menos degenerativos y reinervaci�n luego de la secci�n del nervio de Hering". Arch. Inst. Cardiol. M�x., 43: 213, 1963.

Barroso-Moguel, R. A. Vargas, e I. Costero. "Alteraciones morfol�gicas del cuerpo carot�deo del gato, producidas por denervaci�n". Gac. M�d. M�x. 95:1001, 1965.

Costero, I., A. Ch�vez, L. Peralta, E. Monroy y F. Ram�n. "Rythmic Cellular Movements in Tissue Culture of Pheochromocytoma and adrenal medulla". Texas Rep. Biol. Med. Supl 1: 213-220, 1965.

G. H. V�zquez Nin, I. Costero, R. Aguilar, F. Zamorano y M. Gonz�lez del Pliego, "Inervaci�n del corp�sculo carotideo. Terminaciones nerviosas en los gatos normales y simpatectomizados". Arch. Inst. Cardiol. M�x. 43: 511-512, 1973.

Costero, I. y R. Barroso-Moguel. "Neurons and Neuronoid Cells in Carotid Body Tumor". Am. J. Path., 78: 19a, 1975.

Isaac Costero Tudanca fue nombrado doctor Honoris Causa de la UNAM pocos d�as antes de su muerte. La toga y el birrete fueron colocados sobre su ata�d por el doctor Guillermo Sober�n Acevedo, entonces rector de la Universidad.

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