Muchos apellidos existentes hoy en d�a en Aguascalientes los encontramos desde 1621 en los primeros libros de registros parroquiales y, a partir de 1650, en los protocolos notariales. Do�a Mar�a de Balderrama fue una de las m�s antiguas moradoras de esta villa: en 1640 recibi� merced de varios solares del alcalde mayor don Juan Enr�quez de Medrano. En 1650 encontrarnos a los L�pez de Elizalde, cuando don Miguel de este apellido recibi� en merced solar y medio de tierra en la traza de la villa. En 1651 uno de los m�s viejos pobladores era don Juan de Huerta, quien vendi� en este a�o los 10 solares que se donaron a los carmelitas para que instalaran su convento. Localizamos muchos otros: los Ruiz de Esparza, los Fern�ndez de Palos, los Tiscare�o, los Guerra Mac�as Valad�s, los L�pez de la Cerda, los Mar�n de Pe�alosa, los Ortega, los Romo de Vivar, los Gallardo, los L�pez de Nava, los Orozco, los Games, los Gracia de Rojas, los Calvillo, los Ayala, los Medina, los Aguilera, los Romo, los Rinc�n y los De la Torre, que son los m�s conocidos del siglo XVII. Despu�s, en el siglo XVIII, se vinieron a a�adir muchos otros: De la Cerda, D�az de Sandi, Nieto Corona, Gonz�lez de Hermosillo, Trillo.
La vida de nuestra villa hacia finales del siglo XVII transcurr�a apaciblemente: regida por el trabajo, amenizada por peque�os acontecimientos, segu�a el ritmo del calendario lit�rgico. Algunos ni�os ten�an el privilegio de asistir al Colegio de San Sebasti�n que, fundado en 1658 por iniciativa de don Pedro Rinc�n de Ortega, tuvo durante 20 a�os como rector al padre don Nicol�s de Arteaga. Las familias acomodadas mandaban a sus hijos a estudiar fuera. En 1686 el mercader don Nicol�s de Aguilera ten�a a su hijo Nicol�s en el Colegio de Cristo de la capital del virreinato.
La festividad m�s importante del a�o era la de la Semana Mayor. Las labores se suspend�an y toda la poblaci�n participaba. Los sermones eran dados por los sacerdotes m�s reconocidos y con orgullo localista se hac�a venir a los hijos de la villa, para que lucieran en estos santos d�as su calidad oratoria.
Hab�a muchas otras fiestas de car�cter religioso. La de San Francisco se celebraba tambi�n grandiosamente, la de la Virgen de la Asunci�n, la de la Virgen de Guadalupe, San Lorenzo, San Ignacio. Tambi�n hab�a fiestas de car�cter civil: cada a�o, al cambiar de autoridades el ayuntamiento se celebraba popularmente. O desde Espa�a llegaban �rdenes para celebrar: el matrimonio del rey, el nacimiento de un pr�ncipe, la entronizaci�n del soberano. Toros y rejoneos, carreras y escaramuzas, representaciones teatrales, luminarias y cohetes, m�sica, templetes y alegor�as. Todav�a a fines del siglo XVII los juegos de ca�as se practicaban como espect�culo para los d�as festivos. Las cuadrillas las formaban los criadores y estancieros de la regi�n: los hermanos Fern�ndez de Palos eran a principios del siglo XVIII entusiastas rejoneadores y la fama de toreador de don Diego de Quijas Escalantes trascend�a a otras provincias.
En estas fiestas todos participaban, eran momentos de comuni�n entre todo tipo de gente. Porque en esta sociedad en donde cada quien ocupaba el lugar que le correspond�a, no hab�a confusiones, el amo era el amo y el pe�n el pe�n. Estaban los que pagaban tributo y los que no, y era dif�cil escapar a su suerte, las apariencias no exist�an. Si se era decente pod�a uno anteponerse el don y para llevarlo no se ten�a que ser rico. La situaci�n econ�mica de una familia pod�a cambiar de un a�o al otro y el que ayer ten�a riquezas ya no las ten�a hoy, pero guardaba el orgullo de ser reconocido por quien se era y no por lo que se ten�a.
Las calles principales eran las que circundaban la plaza mayor: la de Tacuba, la que iba de la parroquia al pueblo de San Marcos, la de San Diego, la que sal�a de la plaza rumbo al Ojocaliente; en ellas viv�an las personas acomodadas. Pero estas calles no eran exclusivas de los ricos, se entreveraban casas decentes con humildes viviendas. Por necesidad de sus empleos los sastres, los zapateros, los barberos, los herreros, los sombrereros, los carpinteros, los coheteros procuraban alojarse en el centro de la villa. Existi� un sector de la poblaci�n que goz� de un estatuto especial: los huerteros del barrio de Triana. Los m�s pobres viv�an en las barriadas, en la parte de arriba de San Diego y de San Juan de Dios.
En 1708 la villa contaba con un m�dico, don Domingo Castellanos, que se preciaba de haber sido examinado en las artes mas importantes: anatom�a, cirug�a, algebrista con facultad, pero que no lograba convencer a sus paisanos de la eficacia de su ciencia. Don Salvador de Palos le confi� su mujer para que la curara en un periodo de seis meses de varias enfermedades que padec�a; a los tres se la retir� por encontrarla cada d�a peor. De los 120 pesos que hab�a fijado de honorarios, don Domingo tan s�lo recibi� un puerco y una arroba de manteca; del hecho se enter� todo el vecindario porque el m�dico llev� el asunto al juzgado. Por su parte, el ayuntamiento tramitaba la instalaci�n en la villa de un m�dico certificado al cual se impondr�a un sueldo de 600 pesos anuales pagados a prorrata por las familias de la villa.
Los conflictos entre los vecinos de la alcald�a eran frecuentes. Los m�s comunes eran por tierras, por la distribuci�n del agua, por difamaci�n, por deudas, pleitos por herencias, por robo de ganado, por incumplimiento de palabra de matrimonio. Pero eran vividos como algo cotidiano que alimentaba los juzgados y ocupaba a los jueces. Pocas veces afloraba la violencia. La criminalidad era muy baja. La vida en la alcald�a no presentaba mayores contradicciones y esto sin duda se deb�a a que entre los de arriba y los de abajo exist�a un contacto continuo, y la comunicaci�n rara vez se interrumpi� entre los diferentes sectores de la poblaci�n.